La serpiente de bronce
El maná es considerado como pan miserable
Este capítulo nos muestra de una manera particular la bella y conocida enseñanza de la serpiente de bronce, ese gran tipo evangélico. “Después partieron del monte de Hor, camino del Mar Rojo, para rodear la tierra de Edom; y se desanimó el pueblo por el camino. Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés” (v. 4-5).
¡Ah!, siempre la misma triste historia, las murmuraciones del desierto. Era urgente huir de Egipto cuando los terribles juicios de Dios caían sucesiva y rápidamente sobre aquel país. Pero ahora las plagas han sido olvidadas y no se acuerdan sino de las ollas de carne: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto? Pues no hay pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (v. 5). ¡Qué lenguaje! El hombre tiene en más estima sentarse junto a las ollas de carne, en un país de muerte y de tinieblas, que andar con Dios en el desierto y comer allí el pan del cielo. Dios había asociado su gloria a las mismas arenas del desierto porque allí estaban sus rescatados. Había descendido, previendo todas sus provocaciones, para cuidarlos en el desierto. Tanta gracia tendría que haber producido en ellos un espíritu de sumisión, humildad y agradecimiento. Pero no, la primera prueba bastó para hacerles lanzar ese gemido: “¡Ojalá hubiéramos muerto… en la tierra de Egipto!” (Éxodo 16:3).
Las serpientes ardientes producen la muerte
Pero muy pronto tuvieron que gustar los amargos frutos de su espíritu de murmuración. “Y Jehová envió entre el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo; y murió mucho pueblo de Israel” (v. 6). La serpiente era la fuente de su descontento; después de haber sido mordidos por las serpientes, su estado era el más apropiado para revelarles el verdadero carácter de su descontento. Si el pueblo de Dios no quiere andar gozoso con Dios, aprenderá a conocer el poder de la serpiente, es decir, del diablo, poder terrible; sea cual sea la forma en que lo experimente.
Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo y huirá de vosotros
(Santiago 4:7).
La mordedura de la serpiente condujo a Israel a sentir su pecado: “Entonces el pueblo vino a Moisés y dijo: Hemos pecado por haber hablado contra Jehová, y contra ti; ruega a Jehová que quite de nosotros estas serpientes” (v. 7). Entonces es el momento para que la gracia divina se muestre. Cada necesidad del hombre es una ocasión para el despliegue de la gracia y la misericordia de Dios. Desde el momento en que Israel pudo decir: “Hemos pecado”, la gracia podía extenderse; Dios podía obrar, y esto era suficiente. Cuando Israel murmuró, tuvo por respuesta la mordedura de las serpientes. En cuanto Israel confesó sus pecados, la gracia de Dios le respondió. En el primer caso, la serpiente era el instrumento de sus sufrimientos; en el otro, era el de su restablecimiento y bendición.
La serpiente de bronce puesta sobre un asta
“Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre una asta; y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá” (v. 8). La imagen misma de lo que había hecho el mal venía a ser el conducto por el cual la gracia divina podía correr libremente sobre los pobres pecadores heridos. ¡Admirable tipo de Cristo en la cruz!
Es un error muy frecuente considerar “más bien” al Señor Jesús como el que desvía la ira de Dios que como el canal de su amor. Que él haya soportado la ira de Dios contra el pecado es una preciosa verdad; pero hay más que eso. Él descendió a esta miserable tierra para morir en la cruz, y así poder abrir, por su muerte, los manantiales eternos del amor de Dios al corazón del pobre pecador. Esto constituye una diferencia muy importante en cómo se manifiesta la naturaleza y el carácter de Dios al pecador. Nada puede conducir al pecador a un estado de verdadera dicha y santidad sino su inquebrantable confianza en el amor de Dios. El primer esfuerzo de la serpiente al atacar al hombre inocente fue quebrantar su confianza en Dios, para suscitar su descontento con la posición que Dios le había dado. La caída del hombre fue el resultado inmediato de su duda respecto del amor de Dios. La salvación del hombre debe ser resultado de su fe en ese amor, ya que el mismo Hijo de Dios dijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Con inmediata relación a lo que precede, nuestro Señor nos enseña que él era la realidad de lo figurado por la serpiente de bronce. Como Hijo de Dios enviado por el Padre, Jesús era el don y la expresión del amor de Dios en favor de un mundo que perecía. Mas para esto debía ser levantado en la cruz en expiación por el pecado, ya que el amor divino no podía responder de otro modo, según la justicia, a lo que exigía la situación del pecador perdido:
Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna
(Juan 3:14-15).
Toda la familia humana ha sentido la mortal mordedura de la serpiente; pero el Dios de toda gracia ha establecido un único antídoto en Aquel que fue levantado en el madero maldito; y ahora, por el Espíritu Santo descendido del cielo, llama a todos los que se sientan mordidos a mirar a Cristo para tener la vida y la paz. Cristo es el gran fundamento divino sobre el que una salvación completa y gratuita es proclamada a los pecadores, una salvación tan en armonía con los atributos del carácter de Dios y con los derechos de su trono que Satanás no puede suscitar una sola pregunta a este respecto. La resurrección es la garantía divina de la obra de la cruz, la gloria de Aquel que murió en ella, de manera que el creyente puede disfrutar del más completo descanso en cuanto al pecado. Dios tiene todo su contentamiento en Jesús; y como considera a todos los creyentes en él, también tiene su contentamiento en ellos.
La fe es el instrumento por medio del que el pecador alcanza la salvación en Cristo. El israelita mordido debía sencillamente mirar para vivir;mirar no a sí mismo, ni a sus heridas, ni tampoco a los que lo rodeaban, sino directa y exclusivamente al remedio de Dios. Si rehusaba o descuidaba mirarlo, no le quedaba más remedio que morir. Debía fijar atentamente su mirada en el remedio de Dios, levantado de forma que todos pudiesen verlo. No había ninguna ventaja en mirar a otros sitios, ya que la orden era: “Cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá”. El israelita mordido solo podía hallar refugio en la serpiente de bronce, el único remedio prescrito por Dios.
Mirar a Jesús, el único remedio prescrito por Dios
Así ocurre también ahora. El pecador es llamado simplemente a mirar a Jesús. No se le dice que mire a las ordenanzas, a las iglesias, a los hombres o a los ángeles; no hay socorro en esas cosas. El pecador es llamado a contemplar exclusivamente a Cristo, cuya muerte y resurrección constituyen el fundamento eterno de toda paz y esperanza. Dios certifica que quien en él cree, no se pierde, sino que tiene vida eterna. Esto debería satisfacer plenamente al corazón intranquilo y a toda conciencia agobiada. Dios está satisfecho; nosotros, pues, debemos estarlo también. Suscitar dudas es negar la Palabra de Dios. Desde el momento en que el pecador puede dirigir una mirada de fe a Jesús, sus pecados desaparecen. La sangre de Jesús es derramada sobre su conciencia, la limpia de toda mancha y borra cualquier contaminación, arruga y miseria; todo esto lo hace a la luz de la santidad de Dios, donde ninguna sombra de pecado puede ser tolerada.
Notemos el carácter individual de la mirada a la serpiente del israelita mordido. Cada cual debía mirar por sí mismo. Nadie podía ser salvado por medio de otro. La vida estaba en una mirada, en un lazo personal, un contacto directo e individual con el remedio divino.
Así sucede aun hoy. Debemos recurrir a Jesús personalmente. Ninguna iglesia puede salvarnos, ninguna orden de sacerdotes o ministros puede salvarnos. Se requiere el lazo personal con el Salvador; sin esto no hay vida.
Y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de bronce, y vivía (v. 9).
Esa era la orden de Dios entonces; y es aún su ordenanza en nuestros días, pues “como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”. Recordemos las palabras “como” y “así”; son aplicables a cada detalle del tipo y de la realidad figurada por él. La fe es una cosa individual; el arrepentimiento es individual; la salvación también es individual. Es verdad que en el cristianismo hay unión y comunión; pero debemos recurrir a Cristo personalmente, y debemos andar con Dios por nosotros mismos. No podemos tener la vida de otro ni vivir por la fe de otro. Debemos insistir en que hay un fuerte principio de individualidad en cada fase de la vida y de la carrera práctica del cristiano.
Dios ayude al lector a meditar por sí mismo sobre este tipo y a hacer una aplicación personal de la verdad contenida en una de las figuras más sorprendentes del Antiguo Testamento, para que pueda contemplar la cruz con una fe más profunda y viva, y se compenetre con el precioso misterio que se nos presenta allí.
La gracia de Dios lo ha previsto todo: sube un cántico de alabanza
Terminaremos nuestras observaciones acerca de este capítulo llamando la atención del lector en cuanto a los versículos 16 a 18. “De allí vinieron a Beer: este es el pozo del cual Jehová dijo a Moisés: Reúne al pueblo, y les daré agua. Entonces cantó Israel este cántico: Sube, oh pozo; a él cantad; pozo, el cual cavaron los señores. Lo cavaron los príncipes del pueblo, y el legislador, con sus báculos”.
Este pasaje, presentado en momentos como aquellos y relacionado con lo que lo precede, es muy notable. Las murmuraciones ya no se oyen, el pueblo va aproximándose a las fronteras de la tierra prometida, los efectos de la mordedura de la serpiente se han desvanecido; ahora, sin vara alguna, sin haber golpeado nada, el pueblo tiene refrigerio. Aunque los amorreos, los moabitas y los amonitas estén alrededor de ellos, aunque el poder de Sehón les cierre el camino, Dios puede abrir un pozo para su pueblo y darle un cántico de triunfo. ¡Oh, quién como nuestro Dios! ¡Qué bendición es meditar en sus actos y caminos para con su pueblo en todas las escenas del desierto! ¡Quiera Dios que aprendamos a confiar en él más implícitamente y que caminemos con él día a día con una sumisión santa y dichosa! ¡Esa es la verdadera senda de la paz y de la bendición!