Estudio sobre el libro de los Números

Números 13

El reconocimiento de la tierra de Canaán por los doce espías

Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Envía tú hombres que reconozcan la tierra de Canaán, la cual yo doy a los hijos de Israel; de cada tribu de sus padres enviaréis un varón, cada uno príncipe entre ellos. Y Moisés los envió desde el desierto de Parán, conforme a la palabra de Jehová” (v. 1-3).

Para comprender perfectamente este mandamiento, debemos compararlo con un pasaje de Deuteronomio en el que Moisés, repasando los hechos de la maravillosa historia de Israel en el desierto, les recuerda esta circunstancia llena de importancia e interés: “Y salidos de Horeb, anduvimos todo aquel grande y terrible desierto que habéis visto, por el camino del monte del amorreo, como Jehová nuestro Dios nos lo mandó; y llegamos hasta Cades-barnea. Entonces os dije: Habéis llegado al monte del amorreo, el cual Jehová nuestro Dios nos da. Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra; sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes. Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos de llegar” (Deuteronomio 1:19-22).

Así que aquí tenemos el origen moral del hecho expuesto en Números 13:3. Es evidente que Jehová dio la orden respecto a los espías a causa de la condición moral del pueblo. Si hubieran sido guiados por la fe, hubiesen obrado de acuerdo con las poderosas palabras de Moisés:

Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra, sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes
(Deuteronomio 1:21).

No hay una sola palabra acerca de espías en este magnífico pasaje. ¿Acaso la fe necesita espías, cuando tiene la palabra y la presencia del Dios vivo? Si Jehová les había dado un país, valía la pena tomar posesión de él. ¿Y no lo había dado él? Sí, verdaderamente; y no solo eso, también había dado testimonio de la naturaleza y el carácter de aquel país con estas magníficas palabras: “Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre” (Deuteronomio 8:7-9).

¿No debía bastar a Israel todo esto? ¿No debían estar satisfechos con el testimonio de Dios? ¿No había él examinado el país por ellos? Y todo cuanto el Señor les había dicho ¿no era suficiente? ¿Para qué enviar hombres a reconocer el país? ¿Había acaso un solo sitio “desde Dan hasta Beerseba” del cual Dios no tuviera conocimiento? En sus consejos eternos, ¿no había escogido este país para la simiente de Abraham, su amigo, y no se lo había destinado? ¿No conocía todas sus dificultades? ¿Y no podía vencerlas? ¿Por qué, pues, vinieron todos y dijeron: “Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir”? (Deuteronomio 1:22).

Estas preguntas se dirigen precisamente a nuestros corazones. Ellas revelan y ponen de manifiesto el estado en que nos encontramos. No nos corresponde criticar fríamente los caminos de Israel en el desierto, ni señalar aquí un error o allá una caída. Debemos considerar todas estas cosas como símbolos para nuestra instrucción. Son como faros que una mano amiga y fiel levantó para nosotros, a fin de apartarnos de los peligrosos bajíos, de las arenas movedizas y de los escollos que se encuentran a lo largo de nuestra travesía y que amenazan nuestra seguridad. Tal es la verdadera manera de leer cada página de la historia de Israel, si queremos recoger el fruto que nuestro Dios nos ha destinado al escribirla.

Pero quizás el lector esté dispuesto a preguntar: «¿Dios no había ordenado expresamente a Moisés que mandara espías? ¿Cómo podía, pues, ser malo de parte de Israel mandarlos?». Es cierto que en Números 13 Jehová mandó a Moisés que enviara espías, pero esto era una consecuencia del estado moral del pueblo, como lo demuestra el capítulo 1 de Deuteronomio. No comprenderíamos el primer pasaje a menos que lo leamos a la luz del segundo. Vemos claramente, por Deuteronomio 1:22, que la idea de mandar espías había nacido en el corazón de Israel. Dios vio su condición moral y dio un mandamiento que estaba en perfecta armonía con esa condición.

Si el lector quiere remitirse a las primeras páginas del primer libro de Samuel, encontrará allí algo semejante cuando se trató de la elección de un rey. Dios ordenó a Samuel que atendiera a la voz del pueblo y le diera un rey (1 Samuel 8:22). ¿Aprobaba Dios los designios de ellos? Claro que no; al contrario, declaró sin rodeos que eso equivalía a un rechazo abierto hacia él. ¿Por qué, pues, ordenó a Samuel que eligiera un rey? La orden fue dada por causa de la condición de Israel. Estaban cansados de depender de un brazo invisible y suspiraban por un brazo de carne. Deseaban parecerse a las naciones que los rodeaban y tener un rey que saliese delante de ellos e hiciese la guerra por ellos. Pues bien, Dios les concedió su demanda y muy pronto tuvieron que comprobar la locura de su deseo. Su rey fracasó rotundamente y se vieron obligados a aprender que era una amarga locura abandonar al Dios vivo para apoyarse en una persona de su propia elección.

Lo mismo sucede en el caso de los espías. No cabe duda de que la decisión de enviar espías fue fruto de la incredulidad. Un corazón sencillo y confiado en Dios jamás hubiera pensado algo así. ¿Hemos de enviar a pobres mortales a inspeccionar un país que Dios nos ha dado en su gracia, que nos ha descrito tan plena y fielmente? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Digamos más bien: «Basta, el país es el don de Dios y como tal debe ser bueno. Su palabra nos basta; no necesitamos espías; no buscamos testimonio humano para confirmar la palabra del Dios vivo. Él ha dado, ha hablado, y esto nos basta».

Pero, lamentablemente, los hijos de Israel no estaban en condiciones de emplear ese lenguaje. Ellos querían enviar espías. Tenían necesidad de ellos; su corazón los demandaba; este deseo descansaba en las profundidades de su alma; Jehová lo sabía y por eso dio una orden en relación directa con el estado moral del pueblo.

Quizás el lector encuentre difícil juzgar acerca de la verdadera naturaleza y origen moral del acto de mandar los espías si atiende al hecho de que ese envío fue finalmente conforme al mandamiento de Jehová. Pero nunca debemos olvidar que el hecho de que el Señor mande algo no prueba que el pueblo tenga razón para pedirlo. La concesión de la ley en el monte Sinaí, el envío de los espías y la designación de un rey son pruebas de ello. No hay duda de que Dios permitía todas estas cosas para su gloria y para bendición final del hombre; pero así y todo el mandamiento no puede considerarse como la auténtica expresión del corazón de Dios. El establecimiento de un rey era un claro rechazo a Dios mismo; del envío de los espías a la tierra prometida podemos decir que prueba con toda evidencia que el corazón de Israel no estaba satisfecho con Jehová. Todo era fruto de su debilidad e incredulidad, aunque con el consentimiento de Dios por causa del estado de ellos, y dirigido por él en su infinita bondad e infalible sabiduría para el desarrollo de sus planes y el despliegue de su gloria. Todo esto quedará más claro conforme vayamos continuando con el relato.

“Los envió, pues, Moisés a reconocer la tierra de Canaán, diciéndoles: Subid de aquí al Neguev, y subid al monte, y observad la tierra cómo es, y el pueblo que la habita, si es fuerte o débil, si poco o numeroso; cómo es la tierra habitada, si es buena o mala; y cómo son las ciudades habitadas, si son campamentos o plazas fortificadas; y cómo es el terreno, si es fértil o estéril, si en él hay árboles o no; y esforzaos, y tomad del fruto del país. Y era el tiempo de las primeras uvas. Y ellos subieron, y reconocieron la tierra desde el desierto de Zin hasta Rehob, entrando en Hamat. Y subieron al Neguev y vinieron hasta Hebrón; y allí estaban Ahimán, Sesai y Talmai, hijos de Anac. Hebrón fue edificada siete años antes de Zoán en Egipto. Y llegaron hasta el arroyo de Escol, y de allí cortaron un sarmiento con un racimo de uvas, el cual trajeron dos en un palo, y de las granadas y de los higos. Y se llamó aquel lugar el Valle de Escol, por el racimo que cortaron de allí los hijos de Israel. Y volvieron de reconocer la tierra al fin de cuarenta días. Y anduvieron y vinieron a Moisés y a Aarón, y a toda la congregación de los hijos de Israel, en el desierto de Parán, en Cades, y dieron la información a ellos y a toda la congregación, y les mostraron el fruto de la tierra. Y les contaron, diciendo: Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella” (v. 17-27).

Esto era la confirmación más completa de cuanto Jehová había dicho sobre el país, el testimonio de doce hombres en cuanto al hecho de que en el país fluía leche y miel, el testimonio de sus propios sentidos en cuanto a la naturaleza del fruto del país. Además estaba el hecho elocuente de que doce hombres habían estado realmente en el país, que habían empleado cuarenta días en recorrerlo, que habían bebido de sus fuentes y comido de sus frutos. ¿Cuál debía ser, a juicio de la fe, la conclusión evidente que se debía sacar de tal hecho? Sencillamente que la misma mano que había conducido a doce hombres por aquel país podía introducir en él a toda la congregación de Israel.

La duda en cuanto a las promesas divinas

Pero, lamentablemente, el pueblo no era gobernado por la fe, sino por la triste y abrumadora incredulidad. Los mismos espías, los hombres que habían sido enviados para tranquilizar y convencer al pueblo, todos, salvo dos brillantes excepciones, estaban bajo la influencia de la incredulidad que deshonra a Dios. El proyecto fue un fracaso y no hizo más que poner de manifiesto el verdadero estado del corazón del pueblo. La incredulidad dominaba. El testimonio era bastante claro:

Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella (v. 27).

Nada faltaba de lo que Dios había dicho. El país era tal como él lo había descrito; los mismos espías eran testigos de ello, pero escuchemos lo siguiente: “Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac” (v. 28).

En cuanto el hombre entra en juego y la incredulidad actúa, se puede estar seguro de encontrar siempre un “pero”. Los espías incrédulos vieron las dificultades: ciudades grandes, murallas altas, gigantes. Observaron todas estas cosas, pero no vieron al Señor. Se fijaron en las cosas visibles más bien que en las invisibles. Sus ojos no se posaron en Aquel que es invisible. Sin duda las ciudades eran grandes, pero Dios es más grande; las murallas eran altas, pero Dios es más alto; los gigantes eran fuertes, pero Dios es más fuerte.

Así razona siempre la fe. Ella va desde Dios a las dificultades, empieza por él. La incredulidad, al contrario, parte de las dificultades para ir a Dios. En esto consiste toda la diferencia. No quiere decir que debamos mostrarnos insensibles a las dificultades o ser despreocupados. Ni la insensibilidad ni la indiferencia son de la fe. Hay personas indolentes que parecen pasar a través de la vida según el principio de tomar las cosas por su lado bueno. Eso no es fe. La fe mira las dificultades de frente; se da cuenta perfectamente del lado penoso de las cosas; no es ignorante, indiferente, ni descuidada. La fe introduce al Dios viviente en todo asunto. Lo mira a él y se apoya en él, para ella todo proviene de él. En esto radica el gran secreto de su poder. Posee la convicción de que para el Dios Todopoderoso jamás habrá una muralla demasiado alta, una ciudad demasiado grande o un gigante demasiado fuerte. En pocas palabras, la fe es lo único que da a Dios su verdadero lugar; por eso es lo único que levanta el alma por encima de las influencias exteriores de cualquier naturaleza. Esta era la preciosa decisión que expresó Caleb cuando dijo:

Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos (v. 30).

Así se expresa la verdadera fe que glorifica a Dios, sin inquietarse por las cosas exteriores. Pero, desafortunadamente, la mayoría de los espías estaban compenetrados con la misma incredulidad de los hombres que los habían enviado; por eso Caleb fue reducido a silencio por los diez incrédulos restantes. “Mas los varones que subieron con él, dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo; porque es más fuerte que nosotros” (v. 31). El lenguaje de la incredulidad era completamente opuesto al de la fe. Esta, mirando a Dios, decía: “Más podremos nosotros que ellos”. Aquella, mirando las dificultades, decía: «Este pueblo es más fuerte que nosotros». Tal como sucedió entonces, sucede aún ahora. Los ojos de la fe, siempre guardados por Dios, no ven las dificultades. Los ojos de la incredulidad están llenos de cosas exteriores, por lo tanto no disciernen a Dios. La fe introduce a Dios y, en consecuencia, todo es luminoso y fácil. La incredulidad excluye a Dios, y entonces, todo se vuelve sombrío y difícil.

“Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (v. 32-33). Ni una palabra sobre Dios, estaba enteramente olvidado. Si hubiesen pensado en él, si hubiesen comparado a Dios con los gigantes, poco hubiera importado que ellos fuesen “como langostas”, pero, de hecho, por su vergonzosa incredulidad rebajaron al Dios de Israel al nivel de una langosta.

Es muy notable que, cuando la incredulidad actúa, se caracteriza siempre por el hecho de que excluye a Dios. Esto es verdad en todas las edades, lugares y circunstancias; no hay excepción. La incredulidad puede tener en cuenta los hechos humanos, puede razonar al respecto y sacar conclusiones, pero excluye a Dios en todos sus argumentos. Introduzca a Dios y todos los razonamientos de la incredulidad se desplomarán a sus pies. Así, en la escena que se nos describe, ¿cuál es la respuesta de la fe a las objeciones expuestas por esos diez incrédulos? La única sencilla, satisfactoria y que no admite réplica: Dios.

Lector, ¿conoce algo de la fuerza y del valor de esta bendita respuesta? ¿Conoce a Dios? ¿Llena él su alma? ¿Es la respuesta a todas sus preguntas, la solución a todas sus dificultades? ¿Conoce la realidad de un andar diario con el Dios vivo? ¿Conoce el poder tranquilizador que existe en apoyarse en Dios a través de todos los cambios y las situaciones de esta corta vida? Si no es así, permítanos invitarle a no continuar una hora más en ese estado. El camino está abierto. Dios se ha revelado en la persona de Jesucristo como el socorro, el recurso y el refugio de toda alma necesitada. Mírele ahora mismo, mientras puede ser hallado; llámele en tanto que está cercano (Isaías 55:6). “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Hechos 2:21).

El que creyere en él, no será avergonzado
(Romanos 9:33).

Pero si usted, por la gracia, conoce a Dios como Salvador y como Padre, procure glorificarle en todos los actos de su vida con una confianza infantil y absoluta. Que en toda ocasión él sea su refugio. Así, a pesar de las dificultades, su alma será guardada en perfecta paz.