Estudio sobre el libro de los Números

Números 12

María y Aarón hablan en contra de Moisés

Esta breve porción de nuestro libro puede ser considerada desde dos puntos de vista: en primer lugar el simbólico o de dispensación, y luego el moral o práctico.

En la unión de Moisés con una “mujer cusita” tenemos una figura del grande y maravilloso misterio de la unión de la Iglesia con Cristo, su Cabeza. Ese tema ya ha sido considerado en el estudio del capítulo 4 del libro del Éxodo, pero aquí se nos presenta bajo un aspecto particular, como lo que provoca las murmuraciones de Aarón y María contra su hermano. Los actos soberanos de la gracia provocan la oposición de los que permanecen en el terreno de las relaciones naturales y de los privilegios carnales. Sabemos, según nos lo enseña el Nuevo Testamento, que la extensión de la gracia a los gentiles provocó el odio más cruel de los judíos. Ellos no querían esa extensión, no creían en ella; no querían ni siquiera que se hablara de ella. El capítulo 11 de la epístola a los Romanos hace una notable alusión a esto cuando el apóstol dice al hablar de los gentiles: “Pues como vosotros también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros, ellos también alcancen misericordia” (v. 30-31).

Esto es precisamente lo que nos es presentado como tipo en la historia de Moisés. Él se ofreció primeramente a Israel, sus hermanos según la carne; pero ellos lo rechazaron debido a su incredulidad (Éxodo 2:13-15). Lo echaron lejos y no lo quisieron más. Esto vino a ser, según la soberanía de Dios, ocasión para manifestar misericordia hacia la extranjera, pues fue durante el período del rechazo de Moisés cuando se formó esa unión con una mujer pagana, unión en contra de la cual María y Aarón hablan en el capítulo que nos ocupa. Su oposición atrajo el castigo de Dios sobre ellos. María se volvió leprosa, una pobre mujer contaminada, objeto de la compasión y de la intercesión de aquel en contra de quien ella había hablado.

El tipo es completo y muy notable. Los judíos no creyeron en la gloriosa verdad de la misericordia dada a los gentiles, y por esta causa la ira cayó sobre ellos. Pero más tarde serán vueltos a Dios por la simple misericordia, de igual modo que los gentiles. Eso era muy humillante para los que procuraban permanecer en el plano de la promesa y de los privilegios nacionales; pero es así según la sabiduría de Dios, sabiduría cuyo recuerdo hace pronunciar al apóstol inspirado este magnífico cántico de alabanza: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:33-36).

Después de ver el sentido simbólico de nuestro capítulo, veamos ahora su lado moral y práctico. “María y Aarón hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que había tomado; porque él había tomado mujer cusita. Y dijeron: ¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros? Y lo oyó Jehová. Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra. Luego dijo Jehová a Moisés, a Aarón y a María: Salid vosotros tres al tabernáculo de reunión. Y salieron ellos tres. Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y se puso a la puerta del tabernáculo, y llamó a Aarón y a María; y salieron ambos. Y él les dijo: Oíd ahora mis palabras: Cuando haya entre vosotros profeta de Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él. No así a mi siervo Moisés, que es fiel en toda mi casa. Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová. ¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés? Entonces la ira de Jehová se encendió contra ellos; y se fue. Y la nube se apartó del tabernáculo, y he aquí que María estaba leprosa como la nieve; y miró Aarón a María, y he aquí que estaba leprosa” (v. 1-10).

El honor debido al siervo de Dios

Es muy grave hablar contra un siervo de Dios. Podemos estar seguros de que tarde o temprano Dios castigará ese proceder. En el caso de María, el castigo divino cayó inmediatamente y de modo solemne. Era una falta grave, una clara rebelión hablar en contra del que Dios había elevado de una manera tan notable, a quien había encargado una misión divina y quien, además, en el asunto del que Aarón y María se quejaban, había obrado en perfecta armonía con los consejos de Dios, proporcionando un tipo de ese glorioso misterio oculto en Sus pensamientos eternos, es decir, la unión de Cristo y la Iglesia. Pero en todos los casos es un error hablar con ligereza en contra de los siervos de Dios, aun de los más débiles y humildes. Si el siervo obra mal, si está en el error, si ha fallado en algo, el Señor mismo lo juzgará; pero que sus hermanos sean prudentes en tal caso, por temor a ser hallados, como María, actuando en perjuicio suyo.

A veces da miedo oír la manera en que algunas personas se permiten hablar o escribir en contra de los siervos de Cristo. Estos pueden, ciertamente, dar motivo para ello; pueden haberse equivocado o mostrado una disposición y un espíritu malos; sin embargo, es un gran pecado contra Cristo hablar mal de sus queridos siervos (Hebreos 13:17). Deberíamos sentir la importancia y solemnidad de estas palabras: “¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?” (v. 8).

Que Dios en su gracia nos guarde de este triste mal. Velemos para no caer en esto que le ofende, para no hablar mal de sus amados. No hay un solo miembro del pueblo de Dios en el que no podamos hallar algo bueno, con tal que lo busquemos sin prejuicios. No nos ocupemos más que del bien, mantengámonos en él y procuremos reforzarlo y desarrollarlo de todas las maneras posibles. Si no hemos podido discernir el bien en nuestro hermano y compañero de servicio, si no hemos descubierto en él más que rarezas, si no hemos logrado encontrar la chispa de vida entre las cenizas, la piedra preciosa en medio de las impurezas, y si no hemos visto en él más que lo que es de la naturaleza carnal, entonces extendamos delicada y caritativamente el velo del silencio sobre nuestro hermano y hablemos de él solo ante el trono de la gracia. Así también, cuando estemos en compañía de quienes tienen la mala costumbre de hablar en contra del pueblo del Señor, si no podemos cambiar el curso de la conversación, levantémonos y vayámonos; así damos testimonio contra lo que es aborrecible para Cristo. Nunca nos sentemos junto al difamador para escucharle. Podemos estar seguros de que está haciendo la obra del diablo e infligiendo un claro daño por lo menos a tres personas: a sí mismo, a su oyente y al sujeto a quien censura.

Hay algo muy hermoso en cómo se condujo Moisés en la escena que tenemos ante nosotros. Se comportó verdaderamente como un hombre manso, no solamente en el caso de Eldad y Medad, sino también en el más delicado asunto de Aarón y María. En el primero, en vez de estar celoso de los que habían sido llamados a compartir su dignidad y su responsabilidad, se alegró de su trabajo y deseó que todo el pueblo de Dios poseyera el mismo sagrado privilegio. En el segundo caso, en vez de manifestar resentimiento contra sus hermanos, estuvo dispuesto a asumir el papel de intercesor: “Y dijo Aarón a Moisés: ¡Ah! señor mío, no pongas ahora sobre nosotros este pecado; porque locamente hemos actuado, y hemos pecado. No quede ella ahora como el que nace muerto, que al salir del vientre de su madre, tiene ya medio consumida su carne. Entonces Moisés clamó a Jehová, diciendo: Te ruego, oh Dios, que la sanes ahora” (v. 11-13).

La intercesión de Moisés

Aquí Moisés estaba lleno del Espíritu de su Señor y rogó por los que hablaron con tan poco respeto contra él. Esta era la victoria de un hombre manso, el triunfo de la gracia. Un hombre que conoce su verdadero lugar ante Dios puede elevarse por encima de las murmuraciones, y solo se aflige por los que las pronuncian. Puede perdonarlos. No es susceptible, orgulloso ni obstinado, tampoco se preocupa por sí mismo. Sabe que nadie podrá colocarlo por debajo del concepto que Dios tiene de él y, por lo tanto, si alguien habla en su contra, puede agachar la cabeza con mansedumbre y continuar su camino poniéndose a sí mismo y a su causa en manos de Aquel que juzga rectamente y recompensa equitativamente a cada uno según sus obras.

Así es la verdadera dignidad del siervo del Señor. Quiera Dios que podamos comprenderla mejor; de esta manera no estaremos tan dispuestos a enojarnos cuando alguien hable con desprecio de nosotros y de nuestra obra; al contrario, podremos orar en favor de nuestros enemigos y atraer así la bendición sobre ellos y sobre nuestras almas.

Las últimas líneas de este capítulo confirman la apreciación simbólica que hemos creído conveniente sugerir. “Respondió Jehová a Moisés: Pues si su padre hubiera escupido en su rostro, ¿no se avergonzaría por siete días? Sea echada fuera del campamento por siete días, y después volverá a la congregación. Así María fue echada del campamento siete días; y el pueblo no pasó adelante hasta que se reunió María con ellos. Después el pueblo partió de Hazerot, y acamparon en el desierto de Parán” (v. 14-16). María, echada fuera del campamento, puede ser considerada como figura de la actual situación de Israel, que está puesto a un lado a causa de su implacable oposición al pensamiento divino de misericordia hacia los gentiles. Pero cuando hayan transcurrido los “siete días”, Israel será vuelto al terreno de la gracia soberana ejercida a su favor por la intercesión de Cristo.