El designio y las promesas de Dios son inmutables
Las palabras que abren este capítulo son particularmente notables cuando se las compara con el contenido del capítulo anterior. En aquel todo parece tenebroso y sin esperanza. Moisés tuvo que decir al pueblo: “No subáis, porque Jehová no está en medio de vosotros, no seáis heridos delante de vuestros enemigos” (cap. 14:42). Y Jehová les dijo: “Vivo yo… que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos… no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella… En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto” (cap. 14:28-32).
Así fue en cuanto al capítulo 14. El capítulo 15 prosigue la narración como si nada hubiera ocurrido, como si todo estuviese tan tranquilo, tan claro y seguro como solo Dios podía hacerlo. En él leemos: “Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra de vuestra habitación que yo os doy…” (v. 1-2). Este es uno de los pasajes más notables de este admirable libro. Ciertamente no hay en todo su contenido un pasaje más característico no solo del libro de los Números, sino de toda la Palabra de Dios. Cuando leemos la solemne sentencia: “No entraréis en la tierra”, ¿cuál es la gran lección que nos da? Que somos muy tardos en aprender la completa indignidad del hombre: “Toda carne es como hierba” (1 Pedro 1:24).
Pero cuando leemos palabras como: “Cuando hayáis entrado en la tierra de vuestra habitación que yo os doy”, ¿cuál es la preciosa lección que nos enseñan? Seguramente esta: la salvación es del Señor. Por una parte vemos la caída del hombre, y por otra la fidelidad de Dios. Si consideramos el asunto desde el punto de vista humano, la sentencia es: “No entraréis en la tierra”. Pero si lo consideramos desde el punto de vista de Dios, podemos cambiar la frase y decir: Ciertamente “entraréis”.
Así ocurre en la escena que se desenvuelve ante nuestros ojos y en todo el Libro inspirado, desde su comienzo hasta el fin. El hombre fracasa, pero Dios es fiel. El hombre lo echa a perder todo, pero Dios lo restaura todo.
Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios
(Lucas 18:27).
¿Necesitaremos recorrer toda la Biblia para demostrarlo? ¿Tendremos que recordar al lector la historia de Adán en el paraíso, la de Noé después del diluvio o la de Israel en el desierto, en el país de Canaán, bajo la ley, bajo el culto levítico? ¿Nos detendremos en la exposición de las faltas del hombre en el servicio profético, sacerdotal y real? ¿Expondremos el fracaso de la Iglesia profesante como Cuerpo responsable en la tierra? ¿No ha fallado el hombre siempre y en todo? ¡Lamentablemente, sí!
Este es el reverso del cuadro, el lado sombrío y humillante. Pero, bendito sea Dios, también hay un lado luminoso y alentador. Si hay un “no entraréis”, también hay un “cuando hayáis entrado”. Y ¿por qué? Porque Cristo ha entrado en escena y en él todo está asegurado infaliblemente para la gloria de Dios y la eterna bendición del hombre. El proyecto eterno de Dios es establecer a Cristo como “cabeza sobre todas las cosas” (Efesios 1:22). No hay nada en la que el primer hombre haya fallado que el segundo no restaure. Todo está establecido sobre una nueva base en Cristo. Él es la cabeza de la nueva creación, el Heredero de todas las promesas hechas a Abraham, a Isaac y a Jacob con respecto al país. Heredero de todas las promesas hechas a David respecto al trono. El imperio será puesto sobre sus hombros y será revestido de sus glorias. Él es Profeta, Sacerdote y Rey. En otras palabras, Cristo restaura todo lo que Adán perdió y aporta mucho más de todo lo que Adán poseyó. Por eso, si consideramos al primer Adán y sus obras, la sentencia es: ¡“No entraréis!”. ¡No permaneceréis en el paraíso, no conservaréis el imperio, no heredaréis las promesas, no entraréis en el país, no ocuparéis el trono, no entraréis en el reino!
Pero, por otro lado, si consideramos al Adán posterior y sus obras, toda la serie de negaciones anteriores debe ser gloriosamente invertida. El “no”ha de ser borrado de estas frases, ya que, en Cristo Jesús, “las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios”. No hay ningún “no” cuando se trata de Cristo. Todo es “sí”, todo está divinamente establecido; y porque es así, Dios ha puesto su sello, el sello del Espíritu que poseen ahora todos los creyentes: “Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, que entre vosotros ha sido predicado por nosotros, por mí, Silvano y Timoteo, no ha sido Sí y No; mas ha sido Sí en él; porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios. Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Corintios 1:19-22).
Así que las primeras líneas del capítulo 15 de Números deben leerse a la luz de todo el Libro de Dios. Forma parte de toda la historia de los caminos de Dios con respecto al hombre en este mundo. Israel había perdido todo derecho al país. Lo que merecían los israelitas era que sus cuerpos cayesen en el desierto. Sin embargo, la gracia de Dios es tan grande y preciosa, que él podía hablarles de su entrada en el país y enseñarles lo que debían hacer allí.
Nada puede ser más bendito y alentador que esto. Dios se eleva por encima de toda falta y pecado del hombre. Es imposible que alguna de sus promesas deje de cumplirse. ¿Podría la conducta de la simiente de Abraham en el desierto hacer inútil el propósito eterno de Dios o impedir el cumplimiento de la promesa absoluta y sin condiciones hecha a los padres? Imposible. Si, por tanto, la generación que subió de Egipto rehusaba entrar en Canaán, Dios suscitaría, de las mismas piedras, una descendencia a aquel en favor del que su promesa debía cumplirse. Esto facilita la comprensión de la primera frase de nuestro capítulo, que con una belleza y una fuerza notables, sigue a las humillantes escenas del capítulo 14. En este último el sol de Israel parece descender en medio de nubes oscuras y amenazadoras; pero en el capítulo 15 se eleva con claridad serena, revelando y confirmando que
irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios
(Romanos 11:29).
Dios no se arrepiente nunca de sus dones y del llamamiento hecho; de modo que, aunque una generación incrédula murmure y se rebele miles de veces, él cumplirá lo prometido.
He aquí el firme fundamento de la fe en todo tiempo, el puerto seguro del alma en medio del naufragio de todos los proyectos y empresas de los hombres. Todo se hace pedazos en manos del hombre; pero Dios en Cristo permanece. Aunque se coloque al hombre una y otra vez en las circunstancias más favorables, quedará en bancarrota; pero Dios ha levantado a Cristo en resurrección, y todos los que creen en él son colocados sobre una base enteramente nueva, son copartícipes con la cabeza exaltada y glorificada, y allí quedan para siempre. Esta maravillosa asociación jamás podrá ser disuelta. Todo descansa sobre un fundamento que ni los poderes de la tierra ni los del infierno podrán quebrantar.
Una seria advertencia
Estimado lector, ¿comprende la aplicación que tiene a usted mismo? ¿Ha descubierto, a la luz de la presencia de Dios, que usted verdaderamente ha fracasado, que ha naufragado y que no tiene ninguna excusa que alegar? ¿Ha sido inducido a aplicarse personalmente las dos frases en las que nos hemos detenido: “no entraréis” y “cuando hayáis entrado”? ¿Ha comprendido la fuerza de las palabras: “Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda”? (Oseas 13:9). En otras palabras, ¿se ha presentado a Jesús como un pecador caído, culpable, perdido, y ha encontrado en él la redención, la paz y el perdón?
Deténgase, amigo mío, y considérelo seriamente. Nunca olvidamos que nuestra misión no consiste solo en escribir un «Estudio sobre el libro de los Números». Pensamos en el alma del lector, y por eso, de vez en cuando nos sentimos obligados a hacer un llamado a su corazón y a su conciencia para solicitarle encarecidamente que si aún no está convertido o si permanece indeciso, ponga a un lado nuestro libro y considere seriamente la gran cuestión de su estado actual y de su destino eterno. Ante esta cuestión todas las demás resultan insignificantes. ¿Qué son todos los planes que comienzan, continúan y terminan aquí en la tierra, si se los compara con la eternidad y con la salvación de su alma inmortal? Todo eso es semejante a un poco de polvo en una balanza.
Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?
(Mateo 16:26).
Si usted tuviera la fortuna del hombre más rico del mundo, si ocupara la cima más alta de la fama literaria o de la ambición política, si su nombre estuviera unido a todos los honores que las universidades de este mundo pueden otorgar, si sus sienes estuvieran ceñidas de laureles y su pecho cubierto con las medallas de cien victorias, ¿de qué le serviría? Algún día tendrá que dejarlo todo y pasar desde el estrecho círculo del tiempo al océano infinito de la eternidad. Hombres muy ricos, de fama literaria, hombres que han merecido los elogios y aplausos de sus semejantes, cautivados por su elocuencia, que escalaron el pico más alto en la esfera naval, militar o forense, han desaparecido en la eternidad; y la pavorosa pregunta que podemos hacer en cuanto a ellos es: ¿Dónde está su alma?
Amado lector, basándose en los más serios motivos que sea posible presentar a un alma, le suplicamos que no abandone este tema antes de haber llegado a una conclusión correcta. Por el gran amor de Dios, por la cruz y los sufrimientos de Cristo, por el poderoso testimonio del Espíritu Santo, por la imponente solemnidad de una eternidad sin fin, por el inefable valor de su alma inmortal, por todos los goces del cielo, por todos los horrores del infierno, por estas siete solemnes razones, le rogamos que acuda a Jesús. ¡No lo deje para después! ¡No discuta! ¡No argumente! Acuda a él ahora mismo, tal como es, con todos sus pecados y miseria, con su vida mal empleada, con todo el bagaje acusador de gracias desdeñadas, de ventajas de las que ha abusado y de ocasiones favorables desaprovechadas. Acuda a Jesús quien lo llama y está con los brazos abiertos y el corazón lleno de amor, dispuesto a recibirle. Acuda a Jesús, quien le muestra sus heridas que atestiguan la realidad de su muerte expiatoria en la cruz, le invita a depositar en él su confianza y le asegura que, si lo hace, jamás será confundido. ¡Que el Espíritu de Dios haga resonar ahora mismo este llamamiento en su corazón, y que no le dé reposo alguno antes de ser convertido a Cristo, reconciliado con Dios y sellado con el Espíritu Santo de la promesa!
La gracia para Israel y para el extranjero
Al principio del capítulo 15 tenemos los votos, las ofrendas, los sacrificios de justicia y el vino del reino; todo ello fundado en la gracia soberana que brilla desde el primer versículo. Es un bello ejemplo, un magnífico símbolo del futuro estado moral de Israel. Esto nos recuerda las maravillosas visiones con que termina el libro del profeta Ezequiel. La incredulidad, la murmuración y la rebelión ya no existen; han sido olvidadas. Dios se acoge a sus consejos eternos y desde allí mira hacia adelante, al tiempo en que su pueblo le ofrecerá una ofrenda de justicia y le pagará sus votos, al tiempo en el que los goces de su reino llenarán para siempre sus corazones (Ezequiel 43:3-12).
Observemos un rasgo notable de este capítulo: el lugar que ocupa “el extranjero”, que es de lo más característico. “Y cuando habitare con vosotros extranjero, o cualquiera que estuviere entre vosotros por vuestras generaciones, si hiciere ofrenda encendida de olor grato a Jehová, como vosotros hiciereis, así hará él. Un mismo estatuto tendréis vosotros de la congregación y el extranjero que con vosotros mora; será estatuto perpetuo por vuestras generaciones; como vosotros, así será el extranjero delante de Jehová. Una misma ley y un mismo decreto tendréis, vosotros y el extranjero que con vosotros mora” (v. 14-16).
¡Qué lugar para el extranjero! ¡Qué lección para Israel! ¡Qué testimonio perpetuo para Moisés, amado y digno de elogios! El extranjero es puesto al mismo nivel que Israel: “Como vosotros, así será el extranjero”, y añade: “Delante de Jehová”. En Éxodo 12:48 leemos: “Mas si algún extranjero morare contigo, y quisiere celebrar la pascua para Jehová, séale circuncidado todo varón, y entonces la celebrará”. Pues bien, en Números no se alude a la circuncisión. Y ¿por qué? Un punto tan importante ¿podría ser puesto a un lado? No; pero creemos que esta omisión está llena de significado. Aquí Israel había faltado a toda obligación. La generación rebelde debía ser puesta a un lado y cortada, pero el eterno plan de Dios, en Su gracia, permanece, y todas sus promesas han de realizarse. “Todo Israel será salvo” (Romanos 11:26). Poseerá el país, ofrecerá ofrendas puras, pagará sus votos y saboreará el gozo del reino. ¿Bajo qué principio? Del de la gracia soberana. Y sobre un principio semejante “el extranjero” es introducido, y no solo introducido, sino que “como vosotros, así será el extranjero delante de Jehová”.
¿Encuentra el judío algo censurable en esto? Que estudie los capítulos 13 y 14 de Números. Luego, cuando haya recibido en su alma la saludable lección, que medite acerca del capítulo 15. Estamos seguros de que entonces no procurará rechazar al “extranjero”, sino que estará dispuesto a confesar que él mismo es deudor de la gracia, reconociendo así que la misma misericordia que se le ha otorgado puede también alcanzar al extranjero; entonces se regocijará yendo en su compañía a beber de la fuente de salvación abierta por la gracia soberana del Dios de Jacob.
La enseñanza de esta parte de nuestro libro nos recuerda vivamente el admirable plan de las dispensaciones desarrollado en Romanos 9-11, y especialmente esta magnífica conclusión: “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios. Pues como vosotros (extranjeros) también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos (los judíos), así también estos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros (es decir, la misericordia ofrecida a los gentiles o extranjeros), ellos también alcancen misericordia (esto es, que lleguen sobre el principio de la misericordia, como el extranjero). Porque Dios sujetó a todos en desobediencia (judíos y gentiles), para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:29-36).
El pecado por error o por ignorancia
En los versículos 22 a 31 de nuestro capítulo 15 tenemos instrucciones acerca de los pecados por yerro (por error) y los pecados cometidos por soberbia, distinción muy seria e importante. Para los primeros se provee ampliamente, según la bondad y misericordia de Dios. La muerte de Cristo es presentada en esta parte del capítulo bajo sus dos grandes aspectos: el holocausto y el sacrificio por el pecado; es decir, su aspecto en cuanto a Dios y en cuanto a nosotros. A continuación tenemos todo el valor, el perfume de su vida y de su servicio perfecto como hombre en este mundo; esto es figurado por la torta y la libación (v. 24). En el holocausto vemos la expiación cumplida según el grado de la consagración de Cristo a Dios y del contentamiento que Dios siente en ella. En la ofrenda por el pecado se ve la expiación cumplida según la medida de las necesidades del pecador y de la naturaleza odiosa que el pecado tiene a los ojos de Dios. Tomadas en conjunto, las dos ofrendas presentan la muerte expiatoria de Cristo en toda su plenitud. Luego, en la torta, vemos la vida perfecta de Cristo y la realidad de su naturaleza humana, manifestadas en todos los detalles de su andar y de su servicio en este mundo. La libación es el tipo de su completo abandono a Dios.
En cuanto a las ricas y maravillosas instrucciones, que se desprenden de las diferentes categorías de sacrificios presentadas en este pasaje, remitimos al lector que quiera estudiar más a fondo este asunto al «Estudio sobre el libro del Levítico». Exponemos aquí simplemente, de la manera más breve, lo que creemos que es el significado principal de cada ofrenda, pues sería repetir lo que ya hemos escrito antes con más detalles.
Añadiremos tan solo que los derechos de Dios exigen que se tomen en cuenta los pecados cometidos por error. Podríamos estar dispuestos a decir, o al menos a pensar, que tales pecados pueden ser pasados por alto. Dios no piensa así. Su santidad no debe ser rebajada a la medida de nuestra inteligencia. La gracia ha provisto para los pecados cometidos por error, pues la santidad exige que tales pecados sean juzgados y confesados. Todo corazón sincero alabará a Dios por ello. ¿Qué sería de nosotros si las precauciones de la gracia no fueran suficientes para satisfacer los derechos de la santidad divina? Sin duda, no podrían ser suficientes si no superaran el alcance de nuestra inteligencia.
La ignorancia no anula nuestra responsabilidad
Sin embargo, es triste oír a muchos cristianos profesantes excusarse por su ignorancia o servirse de ella para justificar la infidelidad y el error. En casos semejantes a menudo debemos preguntar: ¿Por qué ignoramos ciertas normas de conducta o derechos que Cristo tiene sobre nosotros? Supongamos que se presenta un caso que reclama de nosotros un juicio claro y exige cierta línea de conducta, y alegamos nuestra ignorancia. ¿Esto está bien? ¿Sirve de algo? ¿Anula ello nuestra responsabilidad? ¿Consentirá Dios que eludamos la cuestión de esa manera? ¡No! Podemos estar seguros que no lo hará. ¿Por qué somos ignorantes? ¿Hemos desplegado toda nuestra energía, hemos empleado todos los medios válidos y hecho todos los esfuerzos posibles para llegar al fondo de la cuestión, con el fin de obtener una solución correcta? Recordemos que los derechos de la verdad y de la santidad exigen todo esto de nuestra parte, y no debemos quedar satisfechos con menos. No podemos negar que si se tratara de nuestros propios intereses, de nuestro nombre, de nuestra reputación, de nuestros bienes, nada nos impediría familiarizarnos con todo lo que hiciera referencia a ese caso. En tales circunstancias no alegaríamos por mucho tiempo nuestra ignorancia. Si fuera necesario informarnos, procuraríamos hacerlo. Haríamos todo lo posible para conocer los detalles, los pro y los contra de la cuestión, y así formarnos un sano juicio al respecto.
Pues bien, ¿por qué alegaríamos ignorancia cuando se trata de los derechos de Cristo? ¿No prueba esto que cuando se trata de nosotros mismos somos diligentes, celosos, enérgicos, muy activos, mientras que, cuando se trata de Cristo, somos indiferentes, indolentes, negligentes? ¡Lamentablemente es una verdad muy humillante! ¡Quiera Dios que podamos verlo y sentirnos humillados! ¡Que el Espíritu Santo nos haga más vigilantes respecto de las cosas que conciernen a nuestro Señor Jesucristo! Que nuestro yo y sus intereses disminuyan y que Cristo y sus intereses crezcan cada día en nuestra estima. Que reconozcamos nuestra santa responsabilidad de examinar diligentemente cualquier cuestión en la que pueda estar involucrada la gloria de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, aunque sea en lo más mínimo. Nunca nos permitamos hablar, pensar u obrar como si creyéramos que lo que atañe a Cristo es un asunto indiferente para nosotros. ¡Que Dios, en su misericordia, nos guarde de ello! Apreciemos lo que nos concierne como algo secundario y que los derechos de Cristo tengan su suprema autoridad.
Lo que acabamos de decir sobre la ignorancia, lo hemos dicho sintiendo nuestra responsabilidad respecto a la verdad de Dios y del alma del lector. Sentimos la inmensa importancia práctica de ello. Creemos que muy a menudo alegamos ignorancia, cuando más bien deberíamos llamarla indiferencia, y eso es muy triste. Con seguridad, si nuestro Dios en su infinita bondad ha provisto ampliamente, incluso para los pecados cometidos por ignorancia, eso no justifica que nos refugiemos fríamente tras la excusa de nuestra ignorancia, cuando tenemos a nuestro alcance las enseñanzas más detalladas y tan solo nos falta la energía para aprovecharlas.
Quizá no nos hubiéramos detenido en este asunto si no estuviéramos convencidos de que hemos llegado a un momento crítico de nuestra historia como cristianos. No es que seamos impulsados a verlo todo negro. Es nuestro privilegio estar llenos de la más gozosa confianza y tener nuestros corazones y espíritus guardados siempre en la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento. “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).
El pecado por soberbia
Nos es imposible cerrar los ojos ante el hecho de que los derechos de Cristo, el valor de la verdad y la autoridad de las Santas Escrituras son olvidados cada día, cada semana, cada año. Creemos que nos aproximamos a un momento en el que habrá tolerancia para todo, excepto para la verdad de Dios. Conviene, por lo tanto, velar cuidadosamente para que la Palabra de Dios ocupe su verdadero lugar en los corazones, y que la conciencia sea gobernada por su santa autoridad. Una conciencia sensible es un tesoro muy precioso que podemos llevar continuamente con nosotros; nos referimos a una conciencia que responde siempre con verdad a la acción de la Palabra de Dios, que se somete sin objeción a sus sencillas indicaciones. Cuando la conciencia se encuentra en este santo estado, tenemos en ella un poder regulador para obrar sobre nuestra conducta y sobre nuestro carácter. La conciencia puede ser comparada al regulador de un reloj. Puede suceder que las agujas del reloj estén equivocadas; pero, mientras el regulador tenga poder sobre el movimiento, siempre hay posibilidad de corregir la posición de las agujas. Si ese poder cesa, se debe revisar el reloj entero. Así sucede con la conciencia. Mientras permanece sensible a la acción de la Escritura aplicada por el Espíritu Santo, siempre hay un poder regulador seguro y cierto; pero si la conciencia se vuelve insensible, dura o pervertida, si rehúsa dar una respuesta leal a las palabras: “Así ha dicho Jehová”, entonces queda poca o ninguna esperanza. Se cae en un caso semejante al de nuestro capítulo. “Mas la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo. Por cuanto tuvo en poco la palabra de Jehová, y menospreciósu mandamiento, enteramente será cortada esa persona; su iniquidad caerá sobre ella” (v. 30-31).
No es un pecado por error, sino un pecado voluntario o cometido por soberbia, para el cual no queda más que el implacable juicio de Dios.
Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación
(1 Samuel 15:23).
Son palabras solemnes para el momento actual, cuando la voluntad del hombre se desenvuelve con una fuerza extraordinaria. Se considera que afirmar la voluntad es una muestra de poder; pero la Escritura nos enseña todo lo contrario. Los dos grandes elementos de la perfección humana, de la perfecta firmeza, son la dependencia y la obediencia. A medida que uno se aparta de ellas, se aleja del verdadero espíritu y de la verdadera actitud que convienen al hombre. De ahí que cuando dirigimos nuestras miradas a Aquel que fue el hombre perfecto, Cristo Jesús, vemos estos dos grandes rasgos plenamente establecidos y desarrollados de un extremo al otro. Este Amado jamás salió, ni por un momento, de su posición de dependencia perfecta y obediencia absoluta. Si quisiéramos demostrar esa verdad, la encontraríamos en todo el Evangelio. Tomemos la escena de la tentación; allí encontramos un ejemplo de esta vida bendita. La respuesta que invariablemente da al tentador es: “Escrito está”. Ningún razonamiento, ningún argumento, ninguna pregunta. Él vivía de la Palabra de Dios. Venció a Satanás manteniendo firmemente la única postura verdadera del hombre: dependencia y obediencia. Él podía depender de Dios, y quería obedecerle. ¿Qué podía hacer Satanás en un caso como ese? Absolutamente nada.
Ese es nuestro modelo. Ya que tenemos la vida de Cristo, somos exhortados a vivir en una continua dependencia y obediencia hacia Dios. Eso es andar en el Espíritu; ese es el seguro y feliz sendero del cristiano. La independencia y la desobediencia van juntas. Son absolutamente anticristianas y las vemos en el primer hombre. En cambio, la dependencia y la obediencia pertenecen al segundo. Adán, en el huerto del Edén, quiso ser independiente. No estaba contento con ser hombre y permanecer en la única verdadera posición y en el único verdadero espíritu de un hombre; por eso desobedeció. Ahí está la razón de la caída de la humanidad, considéresela donde se quiera, ya sea antes o después del diluvio, sin la ley o bajo la ley. En los paganos, judíos o cristianos de nombre no hay más que independencia y desobediencia respecto de Dios. ¿Bajo qué carácter aparece el hombre hoy en día? Como el rey que hace su voluntad y como el “inicuo”, el hombre sin ley.
Que se nos conceda la gracia de sopesar estas cosas con espíritu humilde y obediente. Dios ha dicho: “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2). Que estas palabras penetren en nuestros oídos y calen hondo en nuestros corazones a fin de que la constante aspiración de nuestras almas sea: “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí” (Salmo 19:13).
Queremos recordar, especialmente al joven lector cristiano, que la verdadera protección contra los pecados cometidos por error es el estudio de la Palabra; y contra los pecados cometidos por soberbia es someterse a ella. Todos necesitamos recordar estas cosas, pero especialmente nuestros hermanos más jóvenes, ya que hay una fuerte tendencia entre los jóvenes cristianos a seguir la corriente de este mundo y a dejarse influenciar por él. De ahí provienen la independencia, la testarudez, la impaciencia contra la vigilancia, la desobediencia a los padres, la obstinación, la arrogancia, los modales vanidosos, la presunción; cosas que son odiosas a los ojos de Dios y que están en completa oposición al espíritu del cristianismo. Exhortamos a nuestros jóvenes amigos a guardarse de tales cosas buscando la humildad. Recuerden que
Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes
(Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5).
La profanación del sábado
Nos falta meditar sobre el caso del que profanaba el sábado y sobre la ordenanza del “cordón de azul”.
“Estando los hijos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo (el sábado). Y los que le hallaron recogiendo leña, lo trajeron a Moisés y a Aarón, y a toda la congregación; y lo pusieron en la cárcel, porque no estaba declarado qué se le había de hacer. Y Jehová dijo a Moisés: Irremisiblemente muera aquel hombre; apedréelo toda la congregación fuera del campamento. Entonces lo sacó la congregación fuera del campamento, y lo apedrearon, y murió, como Jehová mandó a Moisés” (v. 32-36).
Este era sin duda un pecado cometido por soberbia, una desobediencia resuelta a un claro y textual mandamiento de Dios. Esto es lo que caracteriza al pecado cometido por soberbia y lo hace absolutamente inexcusable. No puede alegarse ignorancia ante un mandamiento divino. Pero quizás alguien pregunte: ¿Por qué metieron a ese hombre en la cárcel? Porque, aunque el mandamiento era explícito, como no estaba prevista una posible violación, todavía no se había pronunciado contra ella ninguna pena. Por hablar a la manera de los hombres, Dios no había contemplado una locura tal como la profanación del día de reposo por parte del hombre. En consecuencia, no había provisto formalmente nada para un caso de esa naturaleza. No tenemos necesidad de recordar que Dios conoce todas las cosas de principio a fin, pero en este asunto había dejado, a propósito, el caso indeciso hasta que se presentara la ocasión. Lamentablemente se presentó muy pronto, pues el hombre es capaz de todo. No le interesa el reposo de Dios. Encender fuego el sábado no era solo una infracción a la ley; un acto así mostraba el más completo alejamiento del pensamiento del legislador, pues introducía en el día de reposo el fuego, el símbolo más evidente del juicio. El fuego, que es el emblema del juicio, no podía estar en relación con el reposo del sábado. Por tanto no había más remedio que aplicar el juicio al que había violado el sábado, ya que
todo lo que el hombre sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).
El cordón azul
“Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles que se hagan franjas en los bordes de sus vestidos, por sus generaciones; y pongan en cada franja de los bordes un cordón de azul. Y os servirá de franja, para que cuando lo veáis os acordéis de todos los mandamientos de Jehová, para ponerlos por obra; y no miréis en pos de vuestro corazón y de vuestros ojos, en pos de los cuales os prostituyáis. Para que os acordéis, y hagáis todos mis mandamientos, y seáis santos a vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios” (v. 37-41).
El Dios de Israel quería que su pueblo tuviera el recuerdo continuo de sus santos mandamientos. De ahí la magnífica institución del “cordón de azul”, ordenada para ser un memorial celestial en las franjas de sus vestidos, a fin de que la palabra de Dios estuviera siempre en sus pensamientos y en sus corazones. Cada vez que un israelita fijaba su mirada en el cordón de azul, debía pensar en Dios y mostrar una sincera obediencia a sus estatutos.
Ese era el gran objeto práctico del “cordón de azul”. Pero cuando nos remitimos al versículo 5 del capítulo 23 de Mateo, vemos allí el triste uso que el hombre hizo de esta institución divina. “Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos”. De este modo, la misma institución que había sido establecida para recordarles a Jehová y para llevarles a una humilde obediencia a su preciosa Palabra, fue empleada para su propia gloria, nutriendo su orgullo religioso. “Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres”. Ni un pensamiento para Dios. El espíritu original de la institución se había perdido completamente, pero la forma exterior era conservada con fines egoístas. A veces, podemos ver algo semejante a nuestro alrededor y aun entre nosotros mismos. Pensemos en ello seriamente. Y cuidemos de no convertir una realidad celestial en una mera forma, y lo que debería conducirnos a una humilde obediencia, en ocasión para glorificarnos a nosotros mismos.