Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

El cántico de Moisés

Una descripción profética

Entonces habló Moisés a oídos de toda la congregación de Israel las palabras de este cántico hasta acabarlo” (cap. 31:30). Esta relevante sección del divino volumen reclama nuestra atención unida a la oración. Comprende todas las relaciones de Dios con Israel, desde el principio hasta el fin. Nos ofrece un solemne relato de su grave pecado, de la ira y juicio divinos. ¡Qué profunda y rica bendición para el alma es que esto comience y termine con él! Si no fuera así, quedaríamos completamente aterrados. Pero el hecho de que en este magnífico cántico, así como en toda la Escritura, se empiece y se termine con Dios, nos da una tranquilidad de espíritu y nos habilita para continuar con confianza la lectura de la historia del hombre. Podemos ver con sosiego el fracaso y ruina completos de la criatura, porque estamos seguros de que Dios es el mimo a pesar de todo. Él vencerá al fin, y entonces todo estará y deberá estar bien. Dios será todo en todos. No habrá enemigo ni mal que pueda presentarse en todo este vasto universo de felicidad donde nuestro adorable Señor y Cristo será el sol y el centro eternamente.

Veamos ahora el cántico.

Escuchad, cielos, y hablaré; y oiga la tierra los dichos de mi boca
(v. 1).

Los cielos y la tierra son llamados a escuchar aquella magnífica alabanza. Su alcance podrá medirse por su inmensa importancia moral. “Goteará como la lluvia mi enseñanza; destilará como el rocío mi razonamiento; como la llovizna sobre la grama, y como las gotas sobre la hierba. Porque el nombre de Jehová proclamaré. Engrandeced a nuestro Dios” (v. 2-3).

Esto es el fundamento de todo. Venga lo que venga, el nombre de nuestro Dios subsistirá para siempre. Ningún poder de la tierra o del infierno podrá contrarrestar los propósitos divinos o impedir que su divina gloria resplandezca. ¡Qué dulce reposo proporciona esto al corazón, en medio de este mundo tenebroso, triste, esclavo del pecado, y frente a las intenciones del enemigo que goza de aparente éxito! Nuestro refugio, recurso y consuelo se encuentran en el nombre de nuestro Dios, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Jehová de Israel. La enunciación de ese bendito nombre siempre será como un rocío refrescante, como suave lluvia sobre el corazón. Esa es la divina y celestial doctrina de la cual el alma puede alimentarse y con la cual se sustenta en todo tiempo y circunstancia.

Él es la Roca, su obra es perfecta

“Él es la Roca”, y no simplemente una roca. No hay ni puede haber otra Roca. ¡Eterno y universal homenaje a su nombre glorioso, “cuya obra es perfecta”! Todo lo que viene de sus benditas manos lleva el sello de la perfección absoluta. Esta verdad pronto será manifestada a toda inteligencia creada. Ya lo es a la fe. Es un manantial de consuelo divino para todo verdadero creyente. Tan solo pensar en ello destila como fresco rocío sobre el alma sedienta. “Porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo, y recto” (v. 4). Los incrédulos podrán cavilar y mofarse o procurar encontrar faltas a los actos divinos, pero la locura de ellos será manifiesta a todos.

Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso; como está escrito: para que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando fueres juzgado
(Romanos 3:4).

Dios prevalecerá al fin. Guárdese el hombre de poner en duda los dichos y hechos del único verdadero, solo sabio y todopoderoso Dios.

Hay algo extraordinariamente bello en las notas que encabezan este cántico. Reconforta el corazón saber que aun cuando el hombre y el pueblo de Dios puedan fracasar y arruinarse, nosotros tenemos que ver con Uno que permanece fiel y no puede negarse a sí mismo. Sus caminos son perfectos. Cuando el enemigo haya hecho todo lo que está a su alcance y haya efectuado sus malos propósitos, Dios se glorificará a sí mismo y lo convertirá todo en universal y perpetua bendición.

Es verdad que el juicio debe ejecutarse de acuerdo a los caminos del hombre. Dios se ve obligado a tomar la vara de la disciplina y emplearla a veces con terrible severidad sobre su pueblo. No puede tolerar el mal en los que llevan su santo nombre. Esto aparece con especial solemnidad en el presente cántico. En él están expuestos los caminos de Israel. Nada se pasa por alto. Todo está puesto a la luz con santa precisión y fidelidad. Así leemos: “La corrupción no es suya; de sus hijos es la mancha, generación torcida y perversa. ¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e ignorante? ¿No es él tu padre que te creó? Él te hizo y te estableció” (v. 5-6).

Aquí tenemos la primera expresión de reproche. Va inmediatamente seguida del testimonio de la bondad, benignidad, fidelidad y tierna misericordia de Jehová, el Elohim de Israel, el Altísimo o el Elión de toda la tierra. “Acuérdate de los tiempos antiguos, considera los años de muchas generaciones; pregunta a tu padre, y él te declarará; a tus ancianos, y ellos te dirán. Cuando el Altísimo (título de Dios en el milenio) hizo heredar a las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel” (v. 7-8).

Este glorioso hecho es poco comprendido o tenido en cuenta por las naciones de la tierra. Con facilidad se olvida que en el establecimiento original de los límites o fronteras de las naciones, el Altísimo lo hacía con referencia directa a “los hijos de Israel”. Cuando consideramos la geografía y la historia desde un punto de vista divino, vemos que Canaán y la descendencia de Jacob son para Dios el centro de todo en la tierra. Sí, Canaán, una pequeña franja de tierra situada a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, con una superficie de 20 000 kilómetros cuadrados, es el centro de la geografía divina; las doce tribus de Israel son el objeto central de la historia de Dios. ¡Qué poco han meditado sobre ello los geógrafos y los historiadores! Han descrito países y escrito la historia de naciones que en extensión geográfica y en importancia política aventajan en mucho a Palestina y a su población, según el criterio humano, pero que a los ojos de Dios son como nada comparadas con aquella pequeña franja de terreno a la que él se digna llamar su país, y que según su determinado propósito, la descendencia de Abraham su amigo debe heredar. 1

  • 1¡Los pensamientos de Dios no son los pensamientos humanos, ni sus caminos los caminos del hombre! El hombre da importancia a los territorios extensos, a la fuerza material, a los recursos pecuniarios, a los ejércitos bien disciplinados y a las escuadras poderosas. Por el contrario, Dios no estima tales cosas; son para él como el polvo en la balanza. “¿No sabéis? ¿No habéis oído? ¿Nunca os lo han dicho desde el principio? ¿No habéis sido enseñados desde que la tierra se fundó? Él está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar. Él convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana” (Isaías 40:21-23). Estas palabras nos muestran la razón moral por la que Jehová no escogió un país extenso, sino esta pequeña e insignificante faja de terreno. ¡Qué sucesos han acontecido allí! ¡Qué hechos se realizaron en su recinto! ¡Cuántos planes y designios deben acontecer allí todavía! No hay un lugar sobre la superficie de la tierra que interese tanto al corazón de Dios como la tierra de Canaán y la ciudad de Jerusalén. La Escritura abunda en pruebas en cuanto a esto. Rápidamente se aproxima el tiempo en el cual hechos evidentes harán lo que los más claros testimonios de la Escritura no lograron hacer, es decir: convencer a los hombres de que la tierra de Israel ha sido, es, y será siempre el centro terreno de Dios. Todas las naciones que han tenido algún lugar en las páginas inspiradas, lo deben al hecho de haber estado relacionadas de un modo u otro con el pueblo de Israel. ¡Pero cuán poco piensan en ello los historiadores! Sin embargo, todo aquel que ama a Dios debería conocer esto y apreciarlo debidamente.

Israel y la Iglesia

No podemos extendernos más, pero queremos pedir al lector que lo considere con seriedad. Lo hallará plenamente desarrollado e ilustrado en las Escrituras proféticas del Antiguo y Nuevo Testamento.

“Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó. Le halló en tierra de desierto, y en yermo de horrible soledad; lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo”, la parte más delicada y sensible del cuerpo humano. “Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas” –para enseñarles a volar y guardarles de una caída–. “Jehová solo le guió, y con él no hubo dios extraño. Lo hizo subir sobre las alturas de la tierra, y comió los frutos del campo, e hizo que chupase miel de la peña, y aceite del duro pedernal; mantequilla de vacas y leche de ovejas, con grosura de corderos, y carneros de Basán; también machos cabríos, con lo mejor del trigo; y de la sangre de la uva bebiste vino” (v. 9-14).

¿Hay necesidad de decir que estas palabras se aplican primeramente a Israel? Sin duda, la Iglesia puede aprender mucho de ello y aprovecharlo. Sin embargo, aplicarlo a la Iglesia encerraría dos errores serios. Rebajaría el nivel celestial de la Iglesia a uno terrenal, y le atribuiría el sitio y la herencia designados por Dios a Israel. ¿Qué tiene que ver la iglesia, el cuerpo de Cristo, con el establecimiento de las naciones sobre la tierra? Absolutamente nada. La Iglesia, según el pensamiento de Dios, es una extranjera sobre la tierra. Su porción, su esperanza, su hogar, su herencia, todo para ella es celestial. Incluso si nunca se hubiera oído hablar de la Iglesia, no se habría observado ninguna diferencia en el desarrollo de la historia del mundo. El llamamiento de la Iglesia, su marcha, su destino, su carácter, conducta y principios son, o por lo menos deberían ser, celestiales. La Iglesia nada tiene que ver con la política de este mundo. Su ciudadanía es de los cielos, de donde espera al Salvador. Mezclándose en los asuntos de las naciones, traiciona a su Señor y a sus principios. Su privilegio es estar unida y moralmente identificada con un Cristo rechazado, crucificado, resucitado y glorificado. Nada tiene que ver con el sistema o curso histórico del mundo, y su Cabeza glorificada en los cielos tampoco tiene nada que ver con ello. “No son del mundo”, dice el Señor Jesucristo hablando de su pueblo,

como tampoco yo soy del mundo
(Juan 17:16).

Esto es concluyente. Determina de manera precisa nuestra posición. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Esto encierra una doble verdad, a saber: nuestra aceptación ante Dios y nuestra completa separación del mundo. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Debemos atravesarlo como peregrinos y extranjeros aguardando la venida de nuestro Señor, la aparición de la brillante Estrella de la mañana. No forma parte de nuestro testimonio intervenir en asuntos políticos. Somos llamados y exhortados a obedecer a los gobiernos establecidos, a rogar por todos los que ejercen autoridad, a pagar tributo y no deber nada a nadie, a ser “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida” (Filipenses 2:15-16).

De todo cuanto precede, podemos comprender la inmensa importancia práctica de usar “bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15). Solo tenemos una pequeña idea del daño causado tanto a la verdad de Dios como a las almas de su pueblo, confundiendo a Israel con la Iglesia, lo terrenal con lo celestial. Esto impide el progreso en el conocimiento de la Escritura y perjudica la integridad de la vida y del testimonio cristiano. Esta afirmación puede parecer muy atrevida, pero ya la hemos visto ilustrada innumerables veces, por eso queremos llamar la atención del lector una vez más sobre el asunto.

Israel olvidó a la Roca que lo creó

El versículo 15 nos presenta un tono diferente en el cántico de Moisés. Hasta aquí hemos visto a Dios, sus actos, sus propósitos, sus consejos, sus pensamientos, su amoroso interés por su pueblo Israel, sus tratos llenos de compasión para con ellos. Todo esto está lleno de bendición. Cuando tenemos a Dios y a sus caminos ante nosotros, nada puede oponerse al gozo del corazón. Todo es perfección absoluta, divina, y cuando la descubrimos, nuestros corazones se llenan de admiración, amor y alabanza.

Pero está el lado humano, y aquí, ¡desgraciadamente!, todo es fiasco y contratiempo. Así leemos en el versículo 15: “Pero engordó Jesurún, y tiró coces”. ¡Qué relato más intenso! ¡En su breve contenido presenta toda la historia moral de Israel! “(Engordaste, te cubriste de grasa); entonces abandonó al Dios que lo hizo, y menospreció la Roca de su salvación. Le despertaron a celos con los dioses ajenos; lo provocaron a ira con abominaciones. Sacrificaron a los demonios, y no a Dios; a dioses que no habían conocido, a nuevos dioses venidos de cerca, que no habían temido vuestros padres. De la Roca que te creó te olvidaste; te has olvidado de Dios tu creador” (v. 15-18).

Hay una solemne advertencia en estas palabras para cada uno de nosotros. Aunque estamos rodeados por las valiosas mercedes de Dios, somos capaces de hacer uso de ellas mientras excluimos al Dador. En otras palabras, nosotros también, como Israel, engordamos y nos resistimos. Olvidamos a Dios. Perdemos el dulce y precioso sentido de su presencia y perfecta suficiencia, y nos volvemos a otros objetos, como Israel se volvía a los falsos dioses. ¡Cuán a menudo nos olvidamos de la Roca que nos creó, del Dios que nos formó, del Señor que nos redimió! Y todo esto es más imperdonable en nosotros, puesto que nuestros privilegios son mayores que los de Israel. Somos establecidos en una posición y relación que Israel no conoció; nuestros privilegios y bendiciones son muy elevados. Gozamos del privilegio de tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo; somos objetos de aquel perfecto amor que no descansó hasta que nos hubiera introducido en una posición en la cual puede decirse de nosotros:

Como él (Cristo) es, así somos nosotros en este mundo
(1 Juan 4:17).

Nada puede exceder en bendición a este estado, ni siquiera el amor divino. No solamente el amor de Dios nos ha sido manifestado en el don y muerte de su Unigénito y bien amado Hijo y en el don de Su Espíritu, sino que es perfecto para con nosotros colocándonos en la misma posición en que está Aquel que ocupa ahora el trono de Dios.

Todo esto es completamente asombroso. Excede a todo conocimiento. Y sin embargo, ¡cuán propensos somos a olvidar a Aquel que nos ha amado inmensamente, ha trabajado por nosotros y nos ha bendecido! ¡Cuán a menudo nos alejamos de él en nuestros pensamientos y afectos! Aquí no se trata simplemente de lo que la iglesia profesante ha hecho colectivamente; la cuestión es más íntima; se refiere a lo que nuestros pobres y miserables corazones siempre están inclinados a hacer. Olvidamos fácilmente a Dios para dedicarnos a otras cosas, y esto nos acarrea una grave pérdida y deshonra su nombre.

Jehová lo vio y se encendió su ira

¿Queremos conocer los sentimientos de Dios a este respecto? Oigamos las ardientes palabras que Moisés dirigió al pueblo errante. ¡Que podamos escucharlas con atención y sacar de ellas gran provecho!

“Y lo vio Jehová, y se encendió en ira por el menosprecio de sus hijos y de sus hijas. Y dijo: esconderé de ellos mi rostro, veré cuál será su fin” –¡ah!, qué deplorable fin– “porque son una generación perversa, hijos infieles. Ellos me movieron a celos con lo que no es Dios; me provocaron a ira con sus ídolos; yo también los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, los provocaré a ira con una nación insensata. Porque fuego se ha encendido en mi ira, y arderá hasta las profundidades del Seol; devorará la tierra y sus frutos, y abrasará los fundamentos de los montes. Yo amontonaré males sobre ellos; emplearé en ellos mis saetas. Consumidos serán de hambre, y devorados de fiebre ardiente y de peste amarga; diente de fieras enviaré también sobre ellos, con veneno de serpientes de la tierra. Por fuera desolará la espada; y dentro de las cámaras el espanto; así al joven como a la doncella, al niño de pecho como al hombre cano” (v. 19-25).

Aquí tenemos un solemne registro de los tratos oficiales de Dios con su pueblo, que nos recuerdan las palabras de Hebreos 10:31: “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!”. La historia de Israel en el pasado, su estado presente y lo que todavía ha de pasar en el futuro tiende a probar de manera muy impresionante que “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). Ninguna nación de la tierra pasó por una disciplina tan severa como la nación de Israel. El Señor se lo recuerda con aquellas solemnes y profundas palabras: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (Amós 3:2). Ninguna otra nación fue llamada a ocupar el supremo lugar de una relación con Jehová. Esta dignidad estaba reservada a una sola nación; pero esa misma dignidad era la base de una seria responsabilidad.

Si los israelitas eran llamados a ser el pueblo de Dios, debían conducirse de un modo digno de esa posición, de lo contrario tendrían que soportar castigos más pesados que hayan caído sobre nación alguna. Los hombres pueden discurrir acerca de todo esto. Pueden preguntarse respecto a la cohesión moral de los versículos 22 a 25 de este capítulo. Pero tarde o temprano se manifestará que todas estas objeciones no eran más que locura. Es inútil que los hombres arguyan contra los actos del gobierno divino, o contra la disciplina ejercida sobre el pueblo escogido de Dios. ¡Sería más sabio dejarnos advertir por los hechos de la historia de Israel para huir de la ira venidera y asirnos de la vida eterna y de la plena salvación revelada en el precioso evangelio de Dios!

En cuanto a nosotros, hallamos una gran lección en el vínculo de Dios con su pueblo. Por medio de sus experiencias vemos la necesidad de andar, en nuestra santa posición, con humildad y oración. Es verdad que poseemos la vida eterna y somos destinatarios privilegiados de aquella gracia que reina por la justicia para vida eterna por Jesucristo, nuestro Señor, que somos miembros del cuerpo de Cristo, templos del Espíritu Santo y herederos de la gloria eterna. Pero todo ello no nos exime escuchar la voz de amonestación que la historia de Israel profiere a nuestros oídos. No nos autoriza a andar descuidadamente y a despreciar las saludables advertencias que nos proporciona la historia de Israel. Al contrario, estamos obligados a prestar mucha atención a las cosas que el Espíritu Santo ha escrito para nuestra enseñanza. Cuánto más elevados son nuestros privilegios, más ricas nuestras bendiciones y más íntima nuestra relación. Tanto más conviene que seamos fieles y que nos comportemos de tal manera que seamos agradables a Aquel que en su amor perfecto nos otorgó tan bendita posición. ¡Que el Señor, en su gran bondad, nos conceda que consideremos de corazón estas cosas en su santa presencia y procuremos servirlo fielmente!

Haré cesar de entre los hombres la memoria de ellos

En el versículo 26 tenemos un punto del más alto interés relacionado con la historia de los tratos de Dios con Israel. “Yo había dicho que los esparciría lejos, que haría cesar de entre los hombres la memoria de ellos”. Y ¿por qué no lo hizo? La respuesta a esta pregunta presenta una verdad para Israel que descansa en el fundamento de sus bendiciones futuras. Sin duda, merecían que su memoria fuese borrada de entre los hombres. Pero Dios tiene sus pensamientos, consejos y propósitos respecto a ellos. Además tiene en cuenta los pensamientos y las acciones de las naciones con respecto a su pueblo. Esto resalta en el versículo 27. Él condesciende en darnos sus razones por no borrar las huellas del pueblo rebelde: “De no haber temido la provocación del enemigo, no sea que se envanezcan sus adversarios, no sea que digan: Nuestra mano poderosa ha hecho todo esto, y no Jehová”.

¡Cuánta gracia se desprende de estas palabras! Dios no permitirá que las naciones traten a su pobre pueblo como si él lo hubiese olvidado. Puede emplear a esas naciones como vara de castigo, pero en cuanto intenten excederse del límite señalado, él romperá la vara y hará manifiesto a todos que es él mismo quien trata con su amado pueblo descarriado, a quien finalmente bendecirá para su gloria.

Esta es una verdad de indecible preciosidad. El decidido propósito de Jehová es enseñar a todas las naciones que Israel ocupa un lugar especial en su corazón y una posición de preeminencia en la tierra. Los escritos de los profetas están llenos de pruebas que confirman esta verdad. Si las naciones lo olvidan o se oponen a ello, peor para ellas. Es vano que ellas intenten contrarrestar el propósito divino. Pueden estar seguras de que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob hará fracasar todo plan contra su pueblo. Los hombres pueden pensar que sus manos son poderosas, pero comprobarán que la mano de Dios es más poderosa aún.

Dejamos que el lector prosiga su estudio a la luz de la Santa Escritura sobre este interesante tema. Encontrará provecho y edificación para su alma. Podrá ver en el cántico de Moisés un compendio de los tratos de Dios con Israel y de Israel respecto a Dios.

Restauración de Israel y juicio de las naciones

En los versículos 29 a 33 tenemos un llamamiento muy conmovedor. “¡Ojalá fueran sabios, que comprendieran esto, y se dieran cuenta del fin que les espera! ¿Cómo podría perseguir uno a mil, y dos hacer huir a diez mil, si su roca no los hubiese vendido, y Jehová no los hubiera entregado? Porque la roca de ellos no es como nuestra Roca, y aun nuestros enemigos son de ello jueces” (v. 29-31). No hay, ni puede haber más que una Roca, ¡bendito sea su glorioso nombre para siempre! “Porque de la vid de Sodoma es la vid de ellos, y de los campos de Gomorra; las uvas de ellos son uvas ponzoñosas, racimos muy amargos tienen. Veneno de serpientes es su vino, y ponzoña cruel de áspides” (v. 32-33).

¡Terrible cuadro del estado moral de un pueblo! Esa es la apreciación divina del estado de aquellos cuya roca no es como la Roca de Israel. Pero llegará un día de venganza. Aunque está aplazado por la misericordia divina, llegará el día en el cual todas las naciones que han obrado soberbiamente contra Israel tendrán que responder por su conducta ante el tribunal del Hijo del Hombre. Tendrán que oír su solemne sentencia y afrontar su ira implacable.

“¿No tengo yo esto guardado conmigo, sellado en mis tesoros? Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo su pie resbalará, porque el día de su aflicción está cercano, y lo que les está preparado se apresura. Porque Jehová juzgará (vindicará, defenderá o vengará) a su pueblo, y por amor de sus siervos se arrepentirá, cuando viere que la fuerza pereció, y que no queda ni siervo ni libre” (v. 34-36). ¡Preciosa gracia para Israel y para todos los que ahora sienten y reconocen su necesidad!

“Y dirá: ¿Dónde están sus dioses, la roca en que se refugiaban; que comían la grosura de sus sacrificios, y bebían el vino de sus libaciones? Levántense, que os ayuden y os defiendan. Ved ahora que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; yo hago morir, y yo hago vivir; yo hiero, y yo sano” –hiero en la ira gubernamental y curo por la gracia perdonadora– “y no hay quien pueda librar de mi mano. Porque yo alzaré a los cielos mi mano, y diré: vivo yo para siempre”. ¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Que toda inteligencia creada adore su nombre sin igual! “Si afilare mi reluciente espada, y echare mano del juicio” –como seguramente lo hará–, “yo tomaré venganza de mis enemigos, y daré la retribución a los que me aborrecen”. Quienquiera y dondequiera que estén. Tremenda sentencia para todos aquellos a quienes alcance, para ¡todos los que aborrecen a Dios y aman los placeres de este mundo! “Embriagaré de sangre mis saetas, y mi espada devorará carne; en la sangre de los muertos y de los cautivos, en las cabezas de larga cabellera del enemigo” (v. 37-42).

Aquí llegamos al final de las graves disposiciones de juicio, ira y venganzas expuestas con brevedad en este cántico de Moisés, pero extensamente desarrolladas en las Escrituras proféticas. El lector puede dirigirse a Ezequiel 38 y 39; allí se nos describe el juicio sobre Gog y Magog, gran enemigo del norte que se levantará contra la tierra de Israel, donde también será destruido.

Asimismo podrá consultar a Joel 3, que empieza con palabras de bálsamo y consuelo para el futuro Israel. “Porque he aquí que en aquellos días, y en aquel tiempo en que haré volver la cautividad de Judá y de Jerusalén, reuniré a todas las naciones, y las haré descender al valle de Josafat, y allí entraré en juicio con ellas a causa de mi pueblo, y de Israel mi heredad, a quien ellas esparcieron entre las naciones, y repartieron mi tierra” (v. 1-2).

El lector verá de qué manera concuerdan perfectamente las voces de los profetas con el cántico de Moisés, y de qué modo tan completo, claro e incontrovertible, expone el Espíritu Santo la gran verdad de la futura restauración de Israel con supremacía y gloria.

¡Cuán deliciosa es la nota que termina nuestro cántico! ¡Qué magnífico coronamiento de la obra de Dios! Todas las naciones enemigas serán juzgadas, ya sea Gog, Magog, el asirio o el rey del norte. Todos los enemigos de Israel serán confundidos y relegados a eterna perdición. Luego resuena en los oídos la dulce nota: “Alabad, naciones, a su pueblo, porque él vengará la sangre de sus siervos, y tomará venganza de sus enemigos, y hará expiación por la tierra de su pueblo” (v. 43).

Fin del admirable cántico

Aquí termina este maravilloso cántico. Resume con precisión la historia de su pueblo terrenal, Israel, en su pasado, presente y porvenir. Nos muestra a las naciones establecidas en la tierra en relación directa con los propósitos divinos respecto a la descendencia de Abraham. Descubre el juicio final de todas aquellas naciones que han obrado contra el pueblo elegido. Cuando Israel sea plenamente restaurado y bendecido, según el pacto hecho con sus padres, se invita a las naciones salvadas a regocijarse con ellos.

¡Qué gloria en la verdad presentada en el capítulo 32 de Deuteronomio! Bien se puede decir: Dios “es la Roca, cuya obra es perfecta” (v. 4). Aquí el corazón puede descansar en tranquilidad, suceda lo que suceda. En las manos del hombre todo se hace pedazos; todo lo que es humano se termina en irremediable fracaso y ruina. En cambio, “la Roca” permanecerá para siempre. Toda “obra” de la mano divina brillará con perfección eterna para la gloria de Dios y la perfecta bendición de su pueblo.

Ese es el propósito, alcance y aplicación del cántico de Moisés. Claro está que la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, ese misterio del cual el apóstol Pablo fue hecho ministro, no ocupa ningún lugar en este cántico. Cuando Moisés escribió este cántico, el misterio de la Iglesia estaba escondido en el seno de Dios. Una mente sencilla, enseñada exclusivamente por la Escritura, verá claramente que el cántico de Moisés tiene por objeto el gobierno de Dios en relación con Israel y las naciones, por esfera tiene la tierra y por centro la tierra de Canaán.

“Vino Moisés y recitó todas las palabras de este cántico a oídos del pueblo, él y Josué hijo de Nun. Y acabó Moisés de recitar todas estas palabras a todo Israel; y les dijo: Aplicad vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy, para que las mandéis a vuestros hijos, a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley. Porque no os es cosa vana; es vuestra vida, y por medio de esta ley haréis prolongar vuestros días sobre la tierra adonde vais, pasando el Jordán, para tomar posesión de ella” (v. 44-47).

Así que, desde el principio hasta el fin de este libro, encontramos a Moisés, urgiendo al pueblo a una obediencia absoluta y de corazón a la Palabra de Dios. En esto estriba el precioso secreto de la vida, la paz, el progreso y la prosperidad espiritual. Israel no tenía otra cosa que hacer más que obedecer. Que esta obediencia incondicional nos caracterice también a nosotros, en estos días de luchas y confusiones, en los que la voluntad humana predomina de un modo tan temible. El mundo y la rebelde iglesia actúan según su propia voluntad, la cual pronto los arrojará a las tinieblas. Tengamos esto presente y procuremos seguir la estrecha senda de la obediencia a todos los mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. De este modo nuestros corazones serán guardados en calma. Aun cuando aparezcamos a los ojos del mundo, e incluso a los de los cristianos profesantes, como anticuados y de estrecho criterio, no nos separemos del sendero indicado por la Palabra de Dios. ¡Que la Palabra de Dios habite abundantemente en nosotros y la paz de Cristo rija nuestros corazones hasta el fin!

Verás delante de ti la tierra, mas no entrarás allá

También es notable ver cómo este capítulo termina recordando los actos administrativos de Dios para con su fiel siervo Moisés. “Y habló Jehová a Moisés aquel mismo día, diciendo: sube a este monte de Abarim, al monte Nebo, situado en la tierra de Moab que está frente a Jericó, y mira la tierra de Canaán, que yo doy por heredad a los hijos de Israel; y muere en el monte al cual subes, y sé unido a tu pueblo, así como murió Aarón tu hermano en el monte Hor, y fue unido a su pueblo; por cuanto pecasteis contra mí en medio de los hijos de Israel en las aguas de Meriba de Cades, en el desierto de Zin; porque no me santificasteis en medio de los hijos de Israel. Verás, por tanto, delante de ti la tierra; mas no entrarás allá, a la tierra que doy a los hijos de Israel” (v. 48-52).

¡Cuán solemne es el gobierno de Dios que sujeta a las almas! Ciertamente debería hacernos temblar el pensamiento de la desobediencia. Si un siervo tan eminente como Moisés fue juzgado por haber hablado imprudentemente, ¿cuál será el fin de los que viven día tras día, mes tras mes y año tras año en deliberado olvido de los mandamientos de Dios, rechazando su autoridad?

¡Oh, que Dios nos dé una mente humilde y un corazón contrito y quebrantado! Él busca y se complace con personas así; con ellas hace su habitación.

Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra
(Isaías 66:2).

¡Que Dios en su infinita bondad conceda este apacible espíritu a cada uno de sus amados hijos, a causa de Cristo Jesús!