Israel bajo el gobierno de Dios como nación
Al empezar el estudio de esta notable sección de nuestro libro, el lector debe tener en cuenta la importancia de no confundirla con el capítulo 27. Algunos expositores, al notar la falta de bendiciones en aquel capítulo, las han buscado en este. Pero esto es un error fatal para la recta comprensión de ambos capítulos. La verdad es que esos dos capítulos son completamente distintos en su fondo, fin y aplicación práctica. El capítulo 27 es moral y personal. El 28 es dispensacional y nacional. El primero trata el principio fundamental de la condición moral del hombre como pecador arruinado e incapaz de llegar a Dios sobre la base de la ley. Este último se ocupa de Israel como nación bajo el gobierno de Dios. Una cuidadosa comparación de los dos capítulos mostrará al lector la diferencia que existe entre ellos. Por ejemplo, ¿qué relación podemos establecer entre las seis bendiciones de nuestro capítulo y las doce maldiciones del anterior? Ninguna. Pero hasta un niño podría ver el vínculo moral que existe entre las bendiciones y las maldiciones del capítulo 28.
Transcribimos uno o dos pasajes como ejemplo. “Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios. Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Benditas serán tu canasta y tu artesa de amasar. Bendito serás en tu entrar, y bendito en tu salir” (v. 1-6).
Está perfectamente claro que estas no son las bendiciones pronunciadas por las seis tribus en el monte Gerizim. Lo que se nos presenta aquí es la dignidad nacional de Israel, su prosperidad y su gloria fundadas en la diligente observancia de todos los mandamientos expuestos ante ellos en este libro. El constante intento de Dios era que Israel tuviera preeminencia sobre todas las naciones. Este propósito se cumplirá en un futuro no muy lejano, aunque Israel haya fracasado vergonzosamente en rendir esta perfecta obediencia, la cual debía ser la base de su dignidad y gloria como nación.
Las bendiciones terrenales de Israel no se aplican a la Iglesia
Jamás debemos olvidar ni abandonar esta gran verdad. Algunos escritores han adoptado un sistema de interpretación por el cual las bendiciones del pacto con Israel son espiritualizadas y transferidas a la Iglesia de Dios. Esta es una fatal equivocación, y es difícil expresar los efectos perniciosos producidos al tratar de semejante manera a la preciosa Palabra de Dios. Dicho procedimiento se opone diametralmente al pensamiento y a la voluntad de Dios. Él no puede consentir ni aprobar que se desvíen de su verdadero significado las bendiciones y privilegios concedidos a su pueblo Israel.
Es verdad que en Gálatas 3 leemos: “Para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos…”. ¿Qué cosa? ¿Bendiciones en la ciudad y en el campo? ¿Bendiciones en nuestras canastas y artesas de amasar? No, de ninguna manera, sino “la promesa del Espíritu” (v. 14). De igual modo, por el capítulo 4 de la misma epístola, comprendemos que al Israel restaurado le será permitido contar entre sus hijos a todos los que nacieron del Espíritu durante el período cristiano. “Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre. Porque está escrito: Regocíjate, oh estéril, tú que no das a luz; prorrumpe en júbilo y clama, tú que no tienes dolores de parto; porque más son los hijos de la desolada, que de la que tiene marido” (v. 26-27).
Todo esto es verdad, pero no da ningún motivo para transferir a los creyentes del Nuevo Testamento las promesas hechas a Israel. Dios se ha comprometido con juramento a bendecir la descendencia de Abraham su amigo, a bendecirla con toda clase de bendiciones terrenales en la tierra de Canaán. Esta promesa se mantiene y es absolutamente inalienable. Y ¡ay de aquellos que intenten oponerse a su literal cumplimiento en el tiempo que Dios lo disponga! Ya hicimos referencia a dicho asunto al principio de este libro, por lo tanto ahora solo nos limitamos a amonestar muy solemnemente al lector para que esté prevenido contra toda interpretación tendenciosa que produzca serias consecuencias en cuanto a la unidad de la Palabra y a los designios de Dios. Debemos recordar que las bendiciones de Israel son terrenales, mas las bendiciones de la Iglesia son celestiales.
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo
(Efesios 1:3).
Tanto la naturaleza como la esfera de bendiciones de la Iglesia son enteramente diferentes de las de Israel. Jamás deben confundirse. Pero el sistema de interpretación antes mencionado las confunde en detrimento de la integridad de la Santa Escritura y daña gravemente a las almas. Pretender aplicar a la Iglesia de Dios, ya sea ahora o después, en la tierra o en el cielo, las promesas hechas a Israel es trastornar completamente las cosas y producir confusión en la explicación y aplicación de la Escritura. Sentimos la necesidad, por fidelidad a la Palabra de Dios, de pedir al lector que preste gran atención a este asunto. Tenemos la firme convicción de que quien confunda a Israel con la Iglesia, lo terrenal con lo celestial, no será un sano y correcto intérprete de la Palabra de Dios.
Confiamos en que el Espíritu de Dios despierte el corazón del lector para que sienta la importancia que esto merece y vea la necesidad de que se use bien la Palabra de verdad (ver 2 Timoteo 2:15). Si esto se logra habremos conseguido el objeto que nos propusimos.
Obediencia y desobediencia
Con respecto a Deuteronomio capítulo 28, si el lector tiene en cuenta su diferencia con el capítulo 27, podrá leerlo con inteligencia espiritual y verdadero provecho. No exige un laborioso estudio. Se divide de manera clara en dos partes. En la primera tenemos una completa exposición de los resultados de la obediencia (v. 1-14). La segunda presenta una muy solemne y conmovedora relación de las terribles consecuencias de la desobediencia (v. 15-68). Llama la atención el hecho de que la sección que contiene las maldiciones es tres veces más extensa que la que contiene las bendiciones. Todo el capítulo desarrolla vigorosamente lo que es el gobierno de Dios y el hecho de que
nuestro Dios es fuego consumidor
(Hebreos 12:29).
Todas las naciones de la tierra podrán aprender, a través de la maravillosa historia del pueblo de Israel, que Dios debe castigas la desobediencia, y primeramente la de los suyos. Y si no ha perdonado ni a su propio pueblo, ¿cuál será el fin de los que no lo conocen?
Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios
(Salmo 9:17).
“¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hebreos 10:31). Es el colmo de la insensatez intentar eludir la fuerza absoluta de estos pasajes, o querer destruir su importancia. No se puede. Lea este capítulo y compárelo con la historia actual de Israel; verá que así como es cierto que hay un Dios sobre el trono en la majestad de las alturas, también es cierto que él castigará a los malhechores, tanto ahora como más tarde. No puede ser de otro modo. Un gobierno que permitiera el mal sin juzgarlo, condenarlo y castigarlo, no sería un gobierno perfecto, no sería el gobierno de Dios. En vano produciríamos argumentos que solo se apoyarían en la bondad, la benevolencia y la misericordia de Dios. ¡Bendito sea su nombre! Él es bueno, misericordioso, clemente, longánimo y compasivo, pero también es santo, justo, recto y verdadero. “Ha establecido un día en el cual juzgará al mundo (la tierra habitada) con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe (dando pruebas) a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:31).
A la cabeza o a la cola
Antes de terminar esta sección queremos destacar un punto muy interesante relacionado con el versículo 13. “Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo, si obedecieres los mandamientos de Jehová tu Dios, que yo te ordeno hoy, para que los guardes y cumplas”.
Esto, sin duda alguna, se refiere a Israel como nación. Israel está destinado a ser la cabeza de todas las naciones de la tierra. Tal es el determinado propósito de Dios respecto a este pueblo. Aunque hayan caído tan bajo, y se hallen esparcidos y perdidos entre las naciones, sufriendo las terribles consecuencias de su desobediencia y durmiendo en el polvo de la tierra, según leemos en Daniel 12, no obstante, como nación se levantarán y brillarán con una gloria más esplendente que la de Salomón.
Todo esto es cierto y está demostrado sin ninguna contradicción en numerosos pasajes de Moisés, los salmos, los profetas y el Nuevo Testamento. Mas, mirando la historia de Israel, vemos algunos ejemplos de individuos que por la gracia de Dios se apropiaron de las preciosas promesas contenidas en el versículo 13, y esto en períodos muy sombríos y humillantes de la historia nacional de Israel, cuando como nación estaba a la cola y no a la cabeza.
Veamos algunos ejemplos, no solo para ilustrar con más claridad este tema, sino también para exponer un principio de inmensa importancia práctica y de aplicación universal.
El libro de Ester
Volvamos por unos momentos nuestras miradas al libro de Ester, ¡tan poco comprendido y estimado! Ocupa un lugar particular y enseña una lección que no nos da ningún otro libro. Aunque pertenece a una época en la cual Israel estaba a la cola y no a la cabeza, presenta la historia de un hijo de Abraham que alcanzó la posición más elevada y ganó una espléndida victoria sobre el enemigo más encarnizado de Israel.
La condición de Israel en los días de Ester era tal que Dios no podía reconocerlo oficialmente. De ahí que su Nombre no se encuentre en este libro. El gentil estaba a la cabeza e Israel a la cola. La relación entre Jehová e Israel no podía ser reconocida públicamente, pero el corazón de Jehová no olvidaba a su pueblo. Y el corazón de un fiel israelita tampoco habría podido olvidar a Jehová ni a su santa ley. Estos son precisamente los dos hechos que caracterizan a este interesante libro. Dios obraba secretamente a favor de Israel, y Mardoqueo obraba por Dios abiertamente. Es digno de señalar que ni el mejor Amigo de Israel, ni su peor enemigo, se mencionan en el libro de Ester. Sin embargo, todo el libro relata las actuaciones de ambos. El dedo de Dios está impreso sobre cada eslabón de la maravillosa cadena providencial que se desarrollaba en favor de los judíos; por otra parte, la acerba enemistad de Amalec (Satanás) aparece en el cruel complot del altivo Amán, agagueo.
Todo esto es muy interesante. Al terminar el estudio de este libro, podemos exclamar: «¡Qué narración humana podría igualar en incentivo a esta simple historia!». Ahora no podemos considerar este tema, aunque nos gustaría hacerlo. Hicimos referencia a ello para señalar el indecible valor y la importancia de la fidelidad individual en un momento en que la gloria nacional de Israel se había desvanecido. Mardoqueo se mantuvo inquebrantable por la verdad de Dios. Rehusó firmemente reconocer a Amalec. Le salvó la vida al rey Asuero y se sometió a su autoridad como la expresión del poder de Dios, pero no quiso inclinarse ante Amán. Su conducta en este asunto estaba regida simplemente por la Palabra de Dios. La autoridad con la cual obraba se hallaba en el libro de Deuteronomio: “Acuérdate de lo que hizo Amalec contigo en el camino, cuando salías de Egipto; de cómo te salió al encuentro en el camino, y te desbarató la retaguardia de todos los débiles que iban detrás de ti, cuando tú estabas cansado y trabajado; y no tuvo ningún temor de Dios. Por tanto, cuando Jehová tu Dios te dé descanso de todos tus enemigos alrededor, en la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad para que la poseas, borrarás la memoria de Amalec de debajo del cielo; no lo olvides” (cap. 25:17-19).
Esto era muy claro para todo oído, todo corazón y toda conciencia recta. Igualmente claro es el lenguaje de Éxodo 17: “Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-Nissi (Jehová es mi estandarte); y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (v. 14-16).
Sobre esta autoridad se apoyaba Mardoqueo para rehusar la más sencilla inclinación de cabeza a Amán. ¿Cómo podía un fiel miembro de la casa de Israel inclinarse ante un hombre de una casa con la cual Jehová estaba en guerra? Era imposible. Mardoqueo podía vestirse de cilicio, ayunar y llorar por su pueblo, pero no podía ni quería inclinarse ante un amalecita. Poco le importaba que lo acusaran de ser presumido, obstinado, fanático o intransigente. Podía parecer una locura negar al supremo prócer del reino una señal de respeto. Pero ese hombre era un amalecita, y eso le bastaba a Mardoqueo. La aparente locura era simple obediencia.
Esto es lo que da importancia e interés a este caso. Nada puede quitarnos la responsabilidad de obedecer a la Palabra de Dios. A Mardoqueo se le podía haber dicho que el mandamiento tocante a Amalec era cosa del pasado, ya que hacía referencia a los días victoriosos de Israel. Estaba bien que Josué luchara contra Amalec. Saúl también debió haber obedecido a la palabra de Jehová en vez de perdonar la vida a Agag. Pero en el tiempo de Ester todo había cambiado; la gloria de Jehová se había apartado de Israel, y de nada servía querer obrar según se ordenaba en Éxodo 17 o en Deuteronomio 25.
Semejantes argumentos no habrían tenido ningún valor para Mardoqueo. Le bastaba saber que Jehová había dicho: “Acuérdate de lo que Amalec hizo contigo… no te olvides”. ¿Hasta cuándo tenían valor estas palabras? “De generación en generación”. La guerra de Jehová contra Amalec no debía cesar hasta que el nombre y el recuerdo de aquel pueblo fuesen borrados de debajo del cielo. Y, ¿por qué? A causa del cruel y despiadado tratamiento que Amalec dio a Israel. Tal era la bondad de Dios para su pueblo. ¿Cómo, pues, podría un fiel israelita inclinarse ante un amalecita? Imposible. ¿Lo hizo Samuel? No, sino que “cortó en pedazos a Agag delante de Jehová en Gilgal” (1 Samuel 15:33). ¿Cómo hubiese podido Mardoqueo inclinarse ante Amán? No podía hacerlo, costara lo que costase. No le importaba que la horca ya estuviese levantada para él. Podía ser colgado en ella, pero jamás rendiría homenaje a Amalec.
¿Y cuál fue el resultado de esta fidelidad? ¡Un espléndido triunfo! Junto al trono estaba el orgulloso amalecita, soleándose a los rayos del favor real, haciendo ostentación de sus riquezas, de su grandeza, de su gloria, y a punto de aplastar bajo sus pies a toda la descendencia de Abraham. Pero al otro lado, en la puerta del palacio, se hallaba el desventurado Mardoqueo, vestido de cilicio y ceniza, derramando lágrimas. ¿Qué podía hacer? Obedecer. No tenía espada ni lanza; pero tenía la Palabra de Dios. Y obedeciendo a ella obtuvo una victoria sobre Amalec tan decisiva y espléndida como la ganada por Josué en Éxodo 17. Esta victoria fue la que Saúl no supo ganar, a pesar de estar rodeado por un ejército de guerreros escogidos entre las doce tribus de Israel. Amalec quería que ahorcaran a Mardoqueo. En lugar de esto, se vio obligado a hacer de lacayo suyo y a conducirlo con todo esplendor y pompa real por las calles de la ciudad. “Y respondió Amán al rey: Para el varón cuya honra desea el rey, traigan el vestido real de que el rey se viste, y el caballo en que el rey cabalga, y la corona real que está puesta en su cabeza; y den el vestido y el caballo en mano de alguno de los príncipes más nobles del rey, y vistan a aquel varón cuya honra desea el rey, y llévenlo en el caballo por la plaza de la ciudad, y pregonen delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey. Entonces el rey dijo a Amán: Date prisa, toma el vestido y el caballo, como tú has dicho, y hazlo así con el judío Mardoqueo, que se sienta a la puerta real; no omitas nada de todo lo que has dicho. Y Amán tomó el vestido y el caballo, y vistió a Mardoqueo, y lo condujo a caballo por la plaza de la ciudad, e hizo pregonar delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey. Después de esto Mardoqueo volvió a la puerta real, y Amán se dio prisa para irse a su casa, apesadumbrado y cubierta su cabeza” (Ester 6:7-12).
Aquí, con seguridad, Israel estaba a la cabeza –individualmente, no como nación– y Amalec a la cola. Pero esto solo era el comienzo de la derrota de Amalec y de la gloria de Israel. Amán fue colgado en la misma horca que había ordenado levantar para Mardoqueo. “Y salió Mardoqueo de delante del rey con vestido real de azul y blanco, y una gran corona de oro, y un manto de lino y púrpura. La ciudad de Susa entonces se alegró y regocijó” (cap. 8:15).
Pero esto no fue todo. El efecto de tan maravillosa victoria se hizo sentir en las ciento veintisiete provincias del imperio. “Y en cada provincia y en cada ciudad donde llegó el mandamiento del rey, los judíos tuvieron alegría y gozo, banquete y día de placer. Y muchos de entre los pueblos de la tierra se hacían judíos, porque el temor de los judíos había caído sobre ellos” (cap. 8:17). Y para coronarlo todo,
Mardoqueo el judío fue el segundo después del rey Asuero, y grande entre los judíos, y estimado por la multitud de sus hermanos, porque procuró el bienestar de su pueblo y habló paz para todo su linaje
(Ester 10:3).
Este relato nos prueba la inmensa importancia de la fidelidad individual y sirve para alentarnos a mantenernos firmes en la verdad de Dios, cueste lo que cueste. ¡Consideremos solamente los maravillosos resultados de la conducta de aquel hombre! Muchos habrían condenado a Mardoqueo. Lo habrían calificado de obstinado por negarse a conceder una simple señal de respeto al funcionario más alto del imperio. Pero no era así. Era simplemente la obediencia que proviene de un corazón decidido por Dios. El resultado fue una magnífica victoria cuyos frutos fueron recogidos por sus hermanos hasta los confines de la tierra.
El libro de Daniel
Para clarificar más el tema sugerido por el versículo 13 de nuestro capítulo de Deuteronomio, recordaremos también los capítulos 3 y 6 de Daniel. Allí veremos los gloriosos resultados morales obtenidos por la fidelidad individual al verdadero Dios, en los días en que la gloria nacional de Israel se había desvanecido, cuando su ciudad y el templo estaban en ruinas. Los tres hombres fieles se negaron a adorar la imagen de oro. Se atrevieron a resistir la ira del rey, a oponerse a la voz general de todo el imperio, e incluso a exponerse al horno ardiente antes que desobedecer. Estaban dispuestos a entregar sus vidas, pero no a abandonar la verdad de Dios. Y, ¿cuál fue el resultado de su fidelidad? ¡Una gloriosa victoria! En el horno ardiente estuvieron acompañados por el Hijo de Dios, y salieron del horno como testigos y siervos del Altísimo. ¡Glorioso privilegio! ¡Dignidad maravillosa! Y todo esto es el simple resultado de la obediencia. Si hubiesen inclinado su cabeza en señal de adoración al ídolo nacional, a fin de escapar al terrible horno ardiente, ¡cuánto hubieran perdido! Bendito sea Dios, se mantuvieron firmes en la confesión de la gran verdad de un Dios único, verdad que había sido pisoteada en medio de los esplendores del reinado de Salomón. El relato de su fidelidad ha sido escrito por el Espíritu Santo a fin de alentarnos a andar con paso firme en la senda de la consagración individual frente a un mundo que aborrece a Dios y rechaza a Cristo, frente a un cristianismo que es indiferente a la verdad. Es imposible leer esta descripción sin sentirnos conmovidos en todo nuestro ser, y sin tener el ferviente deseo de dedicarnos completamente a Cristo y a su preciosa causa.
El estudio de Daniel 6 debe producir un efecto semejante. No podemos citar ni desarrollar este tema ahora. Solo queremos llamar la atención del lector sobre aquella narración, muy apropiada para estimular nuestras almas y proporcionar una espléndida lección en estos días de laxitud, carnalidad y falsa profesión. A la gente no le cuesta asentir de forma superficial a las verdades del cristianismo, pero ¡cuán poco manifiesta el deseo de seguir decididamente a nuestro Señor rechazado y de obedecer sus mandamientos!
Ante tanta indiferencia, ¡cuán refrescante es ver la fidelidad de Daniel! Con decisión inflexible persistió en su costumbre de orar tres veces al día con las ventanas abiertas hacia Jerusalén, aunque sabía que el foso de los leones era el castigo impuesto a tal acción. Hubiese podido cerrar las ventanas, correr las cortinas y retirarse a lo más recóndito de su dormitorio para orar, o esperar a media noche cuando ningún hombre lo hubiese visto u oído. Pero no, ese amado siervo de Dios no quiso esconder su luz bajo la cama o debajo del almud. Un principio muy importante estaba en juego. No solo quería orar al Dios vivo y verdadero, sino que quiso hacerlo con las ventanas abiertas hacia Jerusalén (Daniel 6:10). Y ¿por qué “hacia Jerusalén”? Porque allá estaba el centro establecido por Dios. Pero la ciudad estaba en ruinas. Sí, eso era cierto desde el punto de vista humano. Pero para la fe, y desde el punto de vista divino, Jerusalén era el centro de Dios para su pueblo terrenal. Incluso el mismo polvo de sus ruinas era precioso para Jehová. Por consiguiente, Daniel estaba en plena comunión con el pensamiento de Dios cuando, para orar, abría las ventanas que daban hacia Jerusalén. Haciendo esto también obedecía la Escritura, según vemos en 2 Crónicas 6: “Si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia la tierra que tú diste a sus padres, hacia la ciudad que tú elegiste, y hacia la casa que he edificado a tu nombre” (v. 38).
Sobre ese fundamento obraba Daniel, y para ello no tenía en cuenta los pareceres humanos, las amenazas ni los castigos. Prefería ser arrojado en el foso de los leones que renunciar a la verdad de Dios. Prefería ir al cielo con una buena conciencia antes que permanecer en la tierra con una mala. Y, ¿cuál fue el resultado? ¡Otro espléndido triunfo!
Y fue Daniel sacado del foso, y ninguna lesión se halló en él, porque había confiado en su Dios
(Daniel 6:23).
¡Bendito siervo! ¡Noble testigo! Realmente en esta ocasión él estaba a la cabeza y sus enemigos a la cola. ¿Cómo ocurrió eso? Simplemente obedeciendo la Palabra de Dios. Esto es de gran importancia moral en nuestros días. Para ilustrar esto y darle mayor énfasis hemos hecho referencia a dos brillantes ejemplos de fidelidad individual en tiempos en los que la gloria nacional de Israel yacía en el polvo, su unidad había desaparecido y su poder político se había extinguido. Nos llena de ánimo y fuerzas ver, en los días más oscuros de la historia de Israel como nación, esos brillantes ejemplos de fe y dedicación personales. Que sirvan para fortalecer nuestros corazones, a fin de que nos mantengamos firmes en la verdad de Dios, ahora que hay tantas razones de desaliento en el estado general de la iglesia profesante. No es que debamos esperar tan rápidos, asombrosos y maravillosos resultados como los que se obtuvieron en los casos referidos. Lo que debemos retener en nuestros corazones es que, sea cual fuere el estado del llamado pueblo de Dios en cualquier tiempo que sea, nuestro privilegio individual es andar por la senda estrecha y cosechar los preciosos frutos de la obediencia a la Palabra de Dios y a los mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Esta es una verdad esencial para nuestros días. ¡Ojalá todos sintamos su santo poder! Estamos en inminente peligro de rebajar la consagración personal a causa de la condición general. Esto sería una fatal equivocación, una clara sugerencia del enemigo de Cristo y de su causa. Si Mardoqueo, Sadrac, Mesac, Abed-nego y Daniel hubiesen obrado así, ¿cuál habría sido el resultado?
Tengamos cuidado, nuestro único y gran objetivo consiste en obedecer y dejar los resultados en manos de Dios. Quizás a él le plazca permitir que sus siervos vean asombrosos resultados, pero también puede dejarlos esperar aquel gran día en el cual no haya el peligro de que nos envanezcamos viendo algún fruto de nuestro testimonio. Sea lo que fuere, nuestro deber es andar por el bendito sendero que se nos señala en los mandamientos de nuestro precioso y adorable Señor y Salvador Jesucristo.
¡Quiera Dios habilitarnos para que así lo hagamos por su Santo Espíritu! Adhirámonos a la verdad de Dios con todo nuestro corazón, sin preocuparnos por las opiniones de nuestros semejantes que quizá nos tilden de cerrados, fanáticos, intolerantes y otras cosas por el estilo. ¡Nosotros debemos proseguir adelante con el Señor!