Una mirada hacia atrás
Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os ordeno hoy, para que viváis, y seáis multiplicados, y entréis y poseáis la tierra que Jehová prometió con juramento a vuestros padres. Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos” (v. 1-2).
Es a la vez edificante, reconfortante y alentador volver la vista hacia atrás para considerar el camino recorrido. Podemos ver la fiel mano de nuestro Dios al conducirnos, sus tiernos y sabios cuidados, sus maravillosas liberaciones en los momentos de angustia y dificultad. ¡Cuán a menudo, cuando estábamos sin saber qué hacer, acudió en nuestro auxilio y despejó la senda ante nosotros, calmó nuestros temores y llenó nuestros corazones de cánticos de alabanza y agradecimiento!
No debemos enorgullecernos de nuestros progresos
No debemos confundir este grato ejercicio con la lamentable costumbre de mirar el camino recorrido para apreciar nuestros logros, progresos y servicios. Quizás estemos dispuestos a admitir, de manera general, que solo por la gracia de Dios hemos sido capaces de hacer alguna pequeña obra para Él. Pero todo esto solo conduce a mirarnos a nosotros mismos para nuestra propia satisfacción, y esto arruina la verdadera espiritualidad. La retrospección personal es tan dañina en sus efectos morales como la introspección. En suma, el egoísmo –en cualquiera de sus múltiples facetas– es sumamente pernicioso: es el golpe mortal a la comunión. Todo cuanto tiende a poner el yo, o lo propio, ante el alma, debe ser juzgado y rechazado con firme decisión, pues produce esterilidad, oscuridad y debilidad. Detenernos a mirar lo que hemos hecho o logrado por nuestros esfuerzos es la más desdichada ocupación a la que podamos dedicarnos. Por cierto que no era ese el propósito de Moisés cuando exhortaba al pueblo a recordar todo el camino por donde los había traído Jehová su Dios.
Consideremos por un momento las memorables palabras del apóstol en Filipenses 3: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (v. 13-14).
¿De qué cosas nos habla el bendito apóstol? ¿Olvidaba acaso los preciosos cuidados de Dios para con su alma durante su carrera terrestre? No, tenemos la más clara y completa evidencia de lo contrario. Oigamos sus conmovedoras palabras ante Agripa:
Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes
(Hechos 26:22).
De igual modo, escribiendo a su amado hijo y colaborador Timoteo, pasa revista al pasado y habla de las persecuciones y aflicciones que ha sufrido, “pero el Señor me libró”, dice. Y agrega: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen. Así fui librado de la boca del león” (2 Timoteo 4:16-17).
¿A qué hace referencia el apóstol cuando habla de olvidar “lo que queda atrás”? Creemos que se refiere a todas las cosas que no tenían relación con Cristo, en las cuales el corazón podía descansar y la carne gloriarse, y que no podían ser más que obstáculos en el camino. Esas cosas debían ser olvidadas en la medida en que aquellas grandes y gloriosas realidades aparecían ante él. Ni Pablo ni ningún otro hijo de Dios o siervo de Cristo deseó olvidar una sola experiencia de su carrera terrenal, testimonio de la bondad, misericordia y fidelidad de Dios. Al contrario, siempre será un enorme gozo tener presente los benditos cuidados de nuestro Padre mientras atravesamos este desierto hasta llegar al hogar de nuestro eterno descanso.
Pero que no se nos entienda mal. De ninguna manera aprobamos la costumbre de insistir en la propia experiencia. Esta solo sirve para debilitar el testimonio y termina en un ensimismamiento. Debemos mantenernos en guardia contra esto; es una de las muchas cosas que tienden a disminuir nuestra espiritualidad y a desviar nuestros corazones de Cristo. Pero nunca debemos dejar de realizar una mirada introspectiva a las misericordias de Dios a nuestro favor. Es un ejercicio bendito que siempre tiene como efecto sacarnos de nuestro “yo” y colmarnos de un espíritu de alabanza y agradecimiento.
Comprender la misericordia de Dios
¿Por qué se recomendó a los israelitas recordar “todo el camino” por el cual Jehová su Dios los había guiado? Seguramente era para que de sus corazones brotara la alabanza por el recuerdo del pasado y fortaleciera su confianza en Dios para el futuro. Así debe ser siempre. Le alabaremos por todo lo pasado y confiaremos en Él por todo lo que ha de venir. ¡Quiera el Señor que podamos hacerlo así! Que podamos avanzar día tras día, alabando y confiando, confiando y alabando. Estas dos cosas redundan tanto en gloria para Dios, como en paz y gozo para nosotros en Él. Cuando las miradas se fijan en los “Eben-ezer” (piedras de ayuda) que están a lo largo del camino recorrido, el corazón estalla en alegres aleluyas dirigidas a Aquel que nos ha ayudado hasta aquí y nos ayudará hasta el fin. Él nos ha librado, nos libra ahora y nos librará en el porvenir. ¡Bendita cadena! ¡Cada eslabón es una liberación divina!
No solamente debemos fijarnos con sincero agradecimiento en las misericordias e indulgentes liberaciones de las que hemos sido objeto por parte de nuestro Padre, sino también en las aflicciones y pruebas enviadas por su sabio, fiel y santo amor. Todas estas experiencias están llenas de ricas bendiciones para nuestras almas. No son –como algunos las llaman– “mercedes disfrazadas”, sino claros, palpables e inconfundibles favores por los cuales hemos de alabar a nuestro Dios durante la feliz eternidad que está ante nosotros.
“Y te acordarás de todo el camino”, de cada etapa del viaje, de cada escena de la vida en el desierto, de todos los cuidados de Dios, desde el principio hasta el fin, y de su propósito especial: “para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón”.
¡Cuán maravilloso es pensar en el cuidadoso amor y en la paciente gracia de Dios para con su pueblo en el desierto! ¡Qué preciosa enseñanza para nosotros! ¡Con qué interés y deleite espiritual podemos detenernos y meditar acerca del registro de los cuidados divinos para con Israel durante sus peregrinaciones por el desierto! ¡Cuánto podemos aprender de esa historia maravillosa! Nosotros también debemos ser afligidos y probados para poner de manifiesto lo que hay en nuestros corazones. Es muy provechoso y moralmente saludable.
En los primeros tiempos de nuestra vida cristiana conocemos muy poco de las profundidades del mal y de la locura de nuestros corazones. En realidad, lo conocemos todo de un modo superficial. Pero a medida que vamos avanzando en nuestra carrera práctica, empezamos a comprobar la realidad de las cosas; descubrimos la profundidad del mal que hay en nosotros mismos, la vanidad y falta de mérito de todo lo que hay en el mundo. Así, la absoluta necesidad de depender completamente y en todo momento de la gracia de Dios será muy clara. Todo esto es muy bueno; nos hace humildes y desconfiados de nosotros mismos; nos libera del orgullo, de la autosuficiencia y nos impulsará a acercarnos, con la simplicidad de un niño, al único que puede guardarnos de caer. De este modo, y a medida que vamos creciendo en el conocimiento de lo que somos, vamos obteniendo un sentido más profundo de la gracia. Tendremos un mayor conocimiento del maravilloso amor de Dios, de su ternura para con nosotros, de su asombrosa paciencia para soportar nuestras debilidades y de su rica misericordia al haberse dignado pensar en nosotros. Reconoceremos su provisión a todas nuestras necesidades, sus numerosas intervenciones a nuestro favor, y las pruebas a las que ha considerado oportuno someternos para provecho de nuestras almas.
El efecto práctico de todo esto es incalculable. Comunica al carácter profundidad, firmeza y madurez; nos libera de crudas y vanas teorías, de parcialidad y de fanatismo; nos hace compasivos, atentos, pacientes y considerados con los demás; corrige nuestra tendencia a formular juicios demasiado severos, hace que examinemos con indulgencia las acciones de los demás y que nos veamos predispuestos a atribuirles las mejores intenciones en casos ambiguos. Estos son los preciosos frutos de la experiencia en el desierto, frutos que todos debemos desear ardientemente en nuestra vida.
No solo de pan vivirá el hombre…
“Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (v. 3).
Este pasaje tiene especial interés e importancia por haber sido el primero citado por nuestro Señor en su conflicto con Satanás en el desierto. Consideremos esto profundamente, ya que requiere de nuestra más viva atención. ¿Por qué nuestro Señor cita el Deuteronomio? Porque precisamente este era el libro que más convenía a la situación de Israel en aquel momento. Israel había fracasado completamente, y esta realidad se comprueba de principio a fin en el libro del Deuteronomio. A pesar de la caída de la nación, el camino de la obediencia quedaba abierta a todo fiel israelita. El privilegio y deber de todo el que amaba a Dios era obedecer a su Palabra en todo tiempo y bajo cualquier circunstancia.
Ahora bien, nuestro bendito Señor fue divinamente fiel a la posición del Israel de Dios. El Israel según la carne había fallado y había perdido todo. Jesús estaba allí, en el desierto, como el verdadero Israel de Dios para enfrentar al enemigo con la simple autoridad de la Palabra de Dios. “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto por cuarenta días, y era tentado por el diablo. Y no comió nada en aquellos días, pasados los cuales, tuvo hambre. Entonces el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan. Jesús, respondiéndole, dijo: Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:1-4; Mateo 4:1-4).
¡Qué maravillosa escena! El Hombre perfecto, el verdadero Israel, estaba en el desierto, rodeado de bestias salvajes, ayunando durante cuarenta días y siendo tentado por el gran adversario de Dios, del hombre y de Israel. En aquella escena no había nada ni nadie que hablara por Dios. Con el segundo Hombre no sucedió lo que sucedió con el primero. No estaba rodeado de las delicias del Edén, sino de la aridez y desolación del desierto; allí estaba solo, soportando el hambre, ¡pero lo hacía para Dios! ¡Era la voluntad de Dios que estuviera allí!
Sí, bendito sea su nombre. Estaba allí también para que el hombre aprendiera cómo debía actuar frente al enemigo en sus variadas tentaciones, y cómo debía vivir. No podemos ni siquiera suponer que nuestro adorable Salvador se hubiera enfrentado al adversario como Dios soberano. Verdaderamente era Dios, pero si hubiese afrontado el conflicto como tal, no habría podido darnos ejemplo. Habría sido innecesario demostrarnos que Dios podía vencer y ahuyentar a una criatura que sus manos habían formado. Pero cuando vemos a Aquel que fue hecho hombre, semejante a nosotros en todo, salvo el pecado, sufriendo la debilidad y el hambre en medio de las consecuencias de la caída del hombre, pero triunfando completamente sobre el terrible enemigo, nos llenamos de ánimo, consuelo, fuerza y valor.
¿Cómo triunfó? Esta es la cuestión más importante para nosotros, cuestión que exige la más profunda atención de todo miembro de la Iglesia de Dios. ¿Cómo venció el Hombre Cristo Jesús a Satanás en el desierto? Simplemente utilizando la Palabra de Dios. No obró como Dios Omnipotente, sino como Hombre humilde, dependiente y obediente. Tenemos ante nosotros el magnífico espectáculo de un hombre que se mantuvo firme en presencia del diablo, confundiéndolo completamente sin otra arma que la Palabra de Dios. No usó su poder divino, sino sencillamente la Palabra de Dios; por medio de ella el segundo Hombre confundió al terrible enemigo de Dios y del hombre, y pudo ser un ejemplo para nosotros.
Nótese bien que nuestro bendito Señor no discutió con Satanás. No recurrió a la exposición de hechos, que el enemigo conocía bien, relacionados consigo mismo. No le dijo, por ejemplo: «Yo soy el Hijo de Dios; los cielos abiertos, el Espíritu que descendió, la voz del Padre, todo ha dado testimonio de que soy el Hijo de Dios». No, esto no habría servido. El único punto que debemos tener en cuenta es que nuestro Modelo, frente a todas las tentaciones del enemigo, tan solo usó el arma que también está a nuestro alcance; la sencilla y la preciosa Palabra de Dios, la Biblia.
Decimos «todas las tentaciones» porque en los tres casos nuestro Señor replicó invariablemente: “Escrito está”. No dijo: «Yo sé», o «yo opino», «yo siento», «yo creo» tal cosa o tal otra; solo recurrió a la Palabra de Dios y al libro del Deuteronomio en particular; al libro que los incrédulos se han atrevido a ultrajar pero que es especialmente el libro para todo hombre obediente, en medio de la ruina universal y desesperada.
Esto es de suma importancia para nosotros. Es como si nuestro Señor Jesús hubiera dicho al adversario: Ahora no se trata de saber si yo soy o no soy el Hijo de Dios, sino de saber cómo ha de vivir el hombre; y la respuesta a esta pregunta solo puede hallarse en la Sagrada Escritura. Ella la expone con claridad, independientemente de todo lo que me concierne. No importa quién soy, la Escritura es la misma:
No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios
(Mateo 4:3).
… sino de toda palabra de Dios
Aquí tenemos la única actitud verdadera, segura y dichosa para el hombre: permanecer en sincera dependencia de toda palabra que procede de la boca de Dios. ¡Bendita actitud! Pone al alma en contacto directo, viviente y personal con el Señor mismo a través de su Palabra. Hace a esa Palabra tan absolutamente esencial para nosotros, que no podemos prescindir de ella. Así como la vida natural se sustenta con pan, la vida espiritual se sustenta con la Palabra de Dios. Esto no consiste tan solo en acudir a la Escritura en busca de doctrinas, o para hallar en ella la confirmación de nuestras opiniones. Es mucho más que esto, es buscar en ella lo que sustenta la vida del nuevo hombre, es decir, el alimento, la luz, la guía, el consuelo, la autoridad, las fuerzas, en síntesis, todo lo que el alma pueda necesitar.
Fijémonos especialmente en la fuerza y el valor de la expresión “toda palabra”. Demuestra claramente que no podemos pasar por alto ni una sola palabra que proceda de la boca de Dios. Las necesitamos todas. No sabemos en qué momento puede surgir una necesidad a la cual la Escritura ya proveyó. Puede ser que hasta entonces no hayamos notado particularmente ese pasaje; pero cuando sobreviene la necesidad, si nuestra alma se encuentra en buen estado y con verdadera disposición de corazón, el Espíritu de Dios nos proporcionará el texto apropiado para el caso, y veremos entonces el poder, la belleza, la profundidad y la adaptación moral de aquel texto en el cual no nos habíamos fijado antes. La Escritura es un tesoro divino e inagotable; por medio de ella Dios provee abundantemente a todas las necesidades de su pueblo y a las de cada creyente en particular. De ahí que debamos estudiarla, meditarla, excavar profundamente en ella y tenerla atesorada en nuestros corazones, lista para ser empleada en cuanto la necesidad lo demande.
No hay una sola crisis ocurrida en la historia de la Iglesia, ni una dificultad en el camino del creyente, para las cuales la Escritura no provea lo necesario. En el bendito volumen lo tenemos todo; por eso debemos procurar estar cada vez más y más familiarizados con lo que contiene, a fin de encontrarnos “enteramente preparados” para cuanto pueda presentarse, ya sea una tentación del diablo, una seducción del mundo o un deseo carnal. Por otra parte son útiles para la senda de las buenas obras que Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.
Prestemos especial atención a la frase “de la boca de Dios”. Indudablemente es preciosa. Trae al Señor muy cerca de nosotros y nos da un profundo sentido de la realidad de que nos alimentamos con cada una de sus palabras. Dios habla para que nosotros vivamos por su Palabra. Ella nos es esencial y absolutamente indispensable. Nuestras almas no pueden subsistir sin ella, como tampoco nuestros cuerpos pueden subsistir sin alimento. En otras palabras, ese pasaje nos enseña que la verdadera posición del hombre, su único lugar de descanso, seguridad, fortaleza y bendición se encuentran en una habitual dependencia de la Palabra de Dios.
Esta es la vida de fe que somos llamados a vivir, una vida de dependencia, de obediencia, la vida que Jesús vivió perfectamente. Nuestro bendito Señor no movió un pie, no pronunció una palabra ni hizo nada que no estuviera sustentado por la autoridad de la palabra de Dios. Sin duda él habría podido convertir la piedra en pan, pero no tenía orden de Dios para hacer eso, por lo tanto no tenía ningún motivo para actuar. De ahí que las tentaciones de Satanás hayan sido completamente impotentes. No podía conseguir nada, pues el Hombre solo quería actuar conforme a la autoridad absoluta de la palabra de Dios.
También es importante y provechoso observar que el Señor no cita la Escritura con el propósito de reducir a silencio a su adversario, sino como autoridad en apoyo de su posición y conducta; en ese sentido fracasamos a menudo. Frecuentemente usamos la bendita Palabra de Dios para lograr la victoria sobre el enemigo en lugar de poder y autoridad sobre nuestras almas. De este modo ella pierde su acción sobre nuestros corazones. La Palabra debe ser para nosotros lo que el pan es para el hambriento, o el mapa y la brújula para el marinero. Necesitamos alimentarnos de ella y conducirnos según sus indicaciones. Cuanto más lo hagamos, más conoceremos su infinito valor. ¿Quién conoce mejor el valor real del pan? ¿El químico? No, el hambriento. El químico puede analizarlo y discurrir sobre sus componentes, pero el hambriento conoce su valor. ¿Quién conoce mejor el valor real de un mapa? ¿El profesor de la escuela náutica? No, el marinero cuando navega a lo largo de una costa desconocida y peligrosa.
Estos son tan solo débiles ejemplos para enseñar lo que la Palabra de Dios es para el verdadero cristiano. Este nada puede hacer sin ella. Le es absolutamente indispensable para todas las relaciones de la vida, en toda su esfera de acción. Su vida interior es alimentada y sostenida por ella; su vida práctica es guiada por ella. En todas las escenas y circunstancias de su vida pública y doméstica, en el seno de la familia o en el manejo de sus negocios se apoya en la Palabra de Dios como guía y consejo.
Jamás defrauda a aquellos que sencillamente se atienen a ella. Podemos confiar en la Escritura sin la menor sombra de recelo. Acuda a ella cuando quiera y encontrará siempre lo que necesita. ¿Estamos afligidos? ¿Nos sentimos desamparados, oprimidos y desanimados? ¿Qué podrá calmarnos y confortarnos como las balsámicas palabras que el Espíritu Santo escribió para nosotros? Un pasaje de la Sagrada Escritura puede alentarnos y consolarnos más que todas las cartas de condolencia que jamás haya escrito la mano del hombre. ¿Estamos desconsolados y abatidos? La Palabra de Dios nos basta con sus gloriosas y conmovedoras seguridades. ¿Nos vemos acosados por la pobreza? El Espíritu Santo evoca dentro de nuestros corazones más de una promesa de las páginas inspiradas, recordándonos a Aquel que es el
poseedor de los cielos y de la tierra
(Génesis 14:19, V. M.)
y que, en su infinita gracia, se ha comprometido a suplir todo lo que nos
falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús
(Filipenses 4:19).
¿Estamos confundidos o turbados por causa de las contradictorias opiniones de los hombres, o por las dificultades religiosas y teológicas de toda índole? Unos cuantos versículos de la Sagrada Escritura derramarán raudales de luz divina sobre el corazón y la conciencia, dándonos completa tranquilidad, contestando a toda pregunta, resolviendo toda dificultad, quitando toda duda, desvaneciendo toda nube, dándonos a conocer la mente de Dios y poniendo término a todas las opiniones contradictorias mediante la única autoridad competente y divina.
¡Qué dádiva es la Sagrada Escritura! ¡Qué precioso tesoro poseemos en la Palabra de Dios! ¡Cómo deberíamos bendecir su santo nombre por habérnosla dado! Sí, y bendigámoslo también por todo cuanto tienda a darnos un conocimiento más completo de la profundidad, plenitud y poder de las palabras de nuestro capítulo: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre”.
¡Estas palabras son verdaderamente preciosas para el corazón de todo creyente! Las que siguen lo son también. El amado legislador describe con dulzura el tierno cuidado de Dios hacia el pueblo de Israel durante todo el tiempo de su peregrinación por el desierto. “Tu vestido” –dice Moisés– “nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años” (v. 4).
Nada faltó durante esos cuarenta años
¡Qué gracia tan maravillosa brilla en esas palabras! Lector, piense por unos momentos en el cuidado que Dios dispensó a su pueblo, de tal manera que evitó que sus vestidos envejecieran o sus pies se hincharan. No solamente los alimentaba, sino que los vestía y cuidaba de ellos en todo momento. ¡Incluso tuvo cuidado de sus pies, a fin de que la arena del desierto no los lastimara! Durante cuarenta años veló por ellos con toda la ternura de un padre. ¿Qué no hará el amor en favor del objeto amado? Jehová amaba a su pueblo y ello aseguraba a Israel toda bendición. ¡Si solo lo hubiese comprendido! Desde Egipto a Canaán no hubo nada a lo que Jehová no correspondiese, cualesquiera hayan sido las necesidades de los israelitas. Él los había tomado bajo su protección. Teniendo el infinito amor de Dios y un poder omnipotente a su favor, ¿qué podía faltarles?
Pero el amor de Dios hacia los suyos se manifiesta de varias formas. No provee solamente a las necesidades físicas, al alimento y al vestido, sino también a las necesidades morales y espirituales. Moisés no olvidó recordar esto al pueblo. Le dice: “Reconoce asimismo en tu corazón” (la manera verdadera y efectiva de considerar tal cosa) “que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga” (v. 5).
No nos gusta ser disciplinados.
Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza
(Hebreos 12:11).
Un hijo recibe gustoso los alimentos y el vestido de mano de su padre; aprecia cuando todas sus necesidades son satisfechas por su cuidadoso amor. Lo que no le agrada, es ver a su padre tomar la vara. Sin embargo, esa temida vara quizá sea lo más conveniente para el hijo; en ese momento puede hacer por él lo que los beneficios materiales o el bienestar terrenal no pueden hacer. Quizás ella lo corrija de alguna mala costumbre, lo libre de una peligrosa tendencia o lo salve de una influencia perjudicial, llegando a ser de este modo una gran bendición moral y espiritual, por la cual estará siempre agradecido. Lo importante es que el hijo aprecie el amor y el cuidado del padre en la disciplina y en el castigo, tanto como en los múltiples beneficios materiales que son esparcidos en su camino día tras día.
Precisamente aquí es donde tanto fracasamos respecto a los tratamientos disciplinarios de nuestro Padre. Nos regocijamos por los beneficios y bendiciones que nos da, rebosamos de alabanza y gratitud al recibir de su mano benigna su rica provisión para todas nuestras necesidades día tras día; nos deleitamos al meditar en las maravillosas intervenciones a nuestro favor en tiempos de dificultades. Es muy grato mirar hacia atrás, a la senda por la cual su bondadosa mano nos ha conducido, y contemplar los “Eben-ezer” que nos hablan de su poderoso auxilio a lo largo del camino. Todo esto es muy bueno, justo y precioso; pero existe el peligro de conformarnos con las misericordias, las bendiciones y los beneficios que fluyen de manera tan rica y profusa del amante corazón de nuestro Padre y de su bondadosa mano. Estamos muy dispuestos a sentirnos a gusto con estas cosas y con el salmista decimos: “En mi prosperidad dije yo: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte” (Salmo 30:6-7). Es verdad que es por “tu benevolencia”, sin embargo, estamos propensos a ocuparnos con nuestro monte y nuestra prosperidad; permitimos que estas cosas se interpongan entre el Señor y nuestros corazones y lleguen a ser una trampa contra nosotros. De ahí la necesidad del castigo. Nuestro Padre, merced a su fiel amor y cuidado, vela por nosotros; ve el peligro y manda la prueba de una forma u otra. Quizá venga un telegrama a anunciarnos la muerte de un ser querido o la quiebra del banco que significa la pérdida de todos nuestros bienes materiales. Puede suceder que estemos postrados por una enfermedad, o que debamos velar junto al lecho de un familiar.
En otras palabras, nos vemos obligados a franquear aguas profundas que a nuestro débil y cobarde corazón le parecen absolutamente terribles. Entonces el enemigo sugiere la pregunta: “¿Esto es amor?”. La fe responde sin titubear y sin reservas: “¡Sí, todo es amor, perfecto amor y sabiduría inefable!”. La muerte del ser querido, la pérdida de la fortuna, la enfermedad, todos los pesares, los apremios, la ansiedad, las aguas profundas y las sombras negras, todo ello es amor, perfecto amor e infalible sabiduría. Estoy convencido de esto ahora; no espero entenderlo más adelante, cuando vuelva la mirada hacia atrás desde la gloria. Lo sé ahora y me alegro de reconocerlo para alabanza de aquella gracia infinita que me levantó de lo profundo de mi ruina, que se encargó de todo lo que a mí respecta y que se ocupa de mí cuando estoy en medio de mis faltas y pecados, a fin de librarme de ellos, hacerme partícipe de la santidad divina y moldearme a la imagen de Aquel que me “amó y se entrego a sí mismo por mí”.
Lector cristiano, esta es la manera de responder a Satanás y acallar los oscuros razonamientos que puedan suscitarse en nuestros corazones. Siempre tenemos que justificar a Dios. Debemos considerar sus tratos disciplinarios a la luz de su amor. “Reconoce asimismo en tu corazón, que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga”. Seguramente no nos gustaría estar sin la bendita garantía y prueba de filiación. “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero este para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados. Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado” (Hebreos 12:5-13).
Es interesante y a la vez provechoso observar de qué modo Moisés insistía en que la congregación reconociera los variados motivos que debían llevarla a obedecer, motivos basados en el pasado, el presente y el porvenir. Todo es puesto ante el pueblo a fin de avivar y hacer más profundo el sentimiento de los derechos de Jehová sobre ellos. Debían recordar el pasado, considerar el presente y anticipar en pensamiento el porvenir; y todo esto debía obrar en sus corazones y guiarlos a una santa obediencia hacia Aquel que había hecho, estaba haciendo y haría tan grandes cosas en favor de ellos.
El lector atento habrá notado que uno de los rasgos característicos de este hermoso libro del Deuteronomio es sentar principios morales. Esto es una prueba contundente de que dicho libro no es una mera repetición de lo que tenemos en el de Éxodo, sino que, al contrario, tiene una esfera, una misión y una finalidad enteramente propias. Decir que es una simple repetición es absurdo; hablar de contradicción es impío.
“Guardarás, pues, los mandamientos de Jehová tu Dios, andando en sus caminos, y temiéndole” (v. 6). La palabra “pues” tenía una fuerza retrospectiva y otra que miraba hacia adelante. Tenía por objeto llamar la atención sobre los hechos pasados de Jehová y también hacia los del porvenir. Los israelitas debían pensar en la maravillosa historia de esos cuarenta años en el desierto, la enseñanza, la humillación, las pruebas, los continuos cuidados del Señor, la provisión a todas sus necesidades, el maná del cielo, el agua brotando de la peña herida por la vara, e incluso el cuidado de sus vestidos, de sus pies, y finalmente la sana disciplina para su bien moral. ¡Qué poderosos motivos morales para que Israel obedeciera! Pero, además, debían mirar hacia adelante. Debían hallar en ese brillante porvenir, así como en el pasado y el presente, la base sólida de los derechos que Jehová tenía para exigirles reverente y voluntaria obediencia de todo corazón.
Ahora Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra
“Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre” (v. 7-9).
¡Qué bella perspectiva! ¡Qué visión más esplendorosa! ¡Qué contraste más marcado con Egipto, que quedaba atrás, y con el desierto que habían atravesado! La tierra de Jehová estaba delante de ellos en toda su hermosura y lozanía, con sus collados cubiertos de viñedos y sus valles que destilaban miel, con sus fuentes impetuosas y sus arroyos. ¡Cuán refrescante pensar en las vides, las higueras, los granados y los olivos! ¡Qué diferencia con los puerros, cebollas y ajos de Egipto! ¡Sí, cuán diferente todo! Era la tierra de Jehová y esto bastaba. Contenía y producía todo lo que podían necesitar. En la superficie había abundancia y debajo habían indecibles riquezas, tesoros inagotables. ¡Qué perspectiva! ¡Cuán impaciente habrá estado el fiel israelita por entrar en ella y cambiar las arenas del desierto por aquella magnífica heredad! Es cierto que el desierto tenía sus profundas y benditas experiencias, sus santas lecciones y preciosos recuerdos. Allí habían conocido a Jehová como no habrían podido conocerlo en Canaán; pero, a pesar de todo, el desierto no era Canaán, y todo verdadero israelita estaría impaciente por asentar las plantas de sus pies en la tierra de la promesa. En el pasaje citado, Moisés describe aquella tierra con expresiones que impresionan y animan. Les dice: “Tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella”. ¿Qué más podía decirse? Dios iba a introducirlos en aquella buena tierra donde nada podría faltarles. Todas sus necesidades serían divinamente satisfechas. Allí el hambre y la sed serían desconocidas. La salud y la abundancia, el gozo y la alegría, la paz y la prosperidad serían la herencia garantizada de Dios en esa hermosa heredad a la cual estaban a punto de entrar. Todo enemigo sería vencido, todo obstáculo quitado; la “buena tierra” iba a derramar sus tesoros para que Israel los disfrutara; regada abundantemente por la lluvia y calentada por la luz solar, iba a producir generosamente todo lo que el corazón podía desear.
¡Qué país! ¡Qué herencia! ¡Qué hogar! Por supuesto, ahora estamos considerándolo desde el punto de vista divino; mirándolo de acuerdo con los propósitos de Dios y según lo que será para Israel durante la época del glorioso milenio que le espera. En verdad tendríamos una pálida idea de la tierra de Jehová si solo pensáramos en ella como la que poseyó Israel en el pasado, aun en los más refulgentes días de su historia, como apareció entre los esplendores del reinado de Salomón. Debemos mirar hacia adelante, a los “tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos 3:21), a fin de tener una impresión correcta de lo que será aquella tierra para el Israel de Dios.
Ahora bien, Moisés habla de la tierra según el punto de vista divino. La presenta como dada por Dios y no como poseída por Israel, lo cual constituye una inmensa diferencia. Según su hermosa descripción, en Canaán no había enemigo ni mal alguno, sino fertilidad y bendición de un extremo al otro. Eso es lo que debió haber sido y lo que será para la simiente de Abraham, en cumplimiento del pacto hecho con sus padres. Un pacto nuevo y perpetuo, fundado en la gracia soberana de Dios y ratificado con la sangre de la cruz. Ningún poder de la tierra o del infierno podrá impedir el cumplimiento de la promesa de Dios. “Él dijo, ¿y no hará?” (Números 23:19). Dios cumplirá al pie de la letra todo lo que ha prometido, a pesar de la oposición del enemigo y de la lamentable caída de su pueblo. Aunque la descendencia de Abraham ha fallado tanto bajo la ley como bajo el gobierno, el Dios de Abraham les dará gracia y gloria, porque las promesas y dones de Dios son irrevocables (Romanos 11:29).
Moisés entendió esto perfectamente. Comprendió cómo cambiarían las cosas para los que estaban delante de él y para sus hijos durante muchas generaciones; por eso miró hacia adelante. El Dios del pacto desplegaría, a la vista de todas las inteligencias creadas, los triunfos de su gracia en sus dispensaciones para la descendencia de Abraham, su amigo.
Leal al objeto que tenía en todos esos maravillosos discursos del principio de nuestro libro, el fiel siervo de Dios continúa exhortando a la congregación y señalándole cómo tendría que comportarse en la buena tierra en la que estaba a punto de asentar sus pies. En cuanto hubo hablado del pasado y del presente, quiso referirse también al futuro y recordar al pueblo todo lo que le debían a ese bendito Dios, quien tan bondadosamente y con tan tierno cuidado los había guiado en su peregrinación e iba a hacerlos entrar en el monte de su heredad. Oigamos su conmovedora exhortación.
“Y comerás y te saciarás, y bendecirás a Jehová tu Dios por la buena tierra que te habrá dado” (v. 10). ¡Qué sencillo! ¡Qué hermoso! ¡Cuán moralmente apropiado! Saciados con el fruto de la bondad de Jehová, debían bendecir y alabar su santo nombre. Dios se complace viéndose rodeado de corazones agradecidos por el dulce sentimiento de sus bondades y que estallan en cánticos de alabanzas y de acción de gracias. Él habita entre las alabanzas de su pueblo, y dice: “El que sacrifica alabanza me honrará” (Salmo 50:23). La más débil nota de alabanza de un corazón agradecido asciende como olor grato al trono y al corazón mismo de Dios.
Recordémoslo, amado lector. Es tan cierto para nosotros como lo fue para Israel. La alabanza es conveniente y placentera. Nuestro primer privilegio es alabar al Señor. Nuestro mismo aliento debería ser un aleluya. El Espíritu Santo nos exhorta a ejercitarnos en este bendito y sagrado servicio.
Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre
(Hebreos 13:15).
Debemos recordar siempre que nada agrada tanto el corazón de Dios y glorifica su nombre como un espíritu de adoración y gratitud de su pueblo. Es bueno hacer el bien y ayudar a otros con lo que poseemos. Dios se complace con tales sacrificios. Es un privilegio, siempre que tengamos oportunidad, hacer “bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10). Somos llamados a ser canales de bendición entre el amoroso corazón de nuestro Padre y las necesidades humanas que se presentan en nuestro diario andar. Todo esto es muy cierto, pero nunca debemos olvidar que el lugar privilegiado es asignado a la alabanza. Ella ocupará nuestras capacidades puras durante la eternidad, cuando los dones benéficos hacia nuestro prójimo ya no sean necesarios.
Pero el fiel legislador conocía muy bien la tendencia del corazón humano a olvidar, a perder de vista al Dador y descansar en sus dádivas. Por eso dirige las siguientes palabras de advertencia a la congregación, palabras saludables para ellos y para nosotros. ¡Inclinemos nuestros oídos y corazones a ellas con un espíritu dispuesto a aprender!
No olvides a Jehová tu Dios
“Cuídate de no olvidarte de Jehová tu Dios, para cumplir sus mandamientos, sus decretos y sus estatutos que yo te ordeno hoy; no suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas en que habites, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre; que te hizo caminar por un desierto grande y espantoso, lleno de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde no había agua, y él te sacó agua de la roca del pedernal; que te sustentó con maná en el desierto, comida que tus padres no habían conocido, afligiéndote y probándote, para a la postre hacerte bien; y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza. Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas, a fin de confirmar su pacto que juró a tus padres, como en este día. Mas si llegares a olvidarte de Jehová tu Dios y anduvieres en pos de dioses ajenos, y les sirvieres y a ellos te inclinares, yo lo afirmo hoy contra vosotros, que de cierto pereceréis. Como las naciones que Jehová destruirá delante de vosotros, así pereceréis, por cuanto no habréis atendido a la voz de Jehová vuestro Dios” (v. 11-20).
Hay aquí algo para meditar profundamente. Lo citado se dirige tanto a nosotros como a Israel. Quizá nos sintamos sorprendidos por la frecuente reiteración de las advertencias, exhortaciones y llamados al corazón y a la conciencia del pueblo en cuanto a la necesidad de obedecer en todo a la palabra de Dios. Nos llama la atención la insistencia en los grandes y conmovedores hechos relacionados con su liberación de Egipto y su peregrinación por el desierto. Y, ¿por qué sorprendernos? ¿No sentimos que muchas veces tenemos necesidad de una advertencia, una amonestación o exhortación? ¿No necesitamos continuamente de cada línea citada, de cada precepto? ¿No tendemos a olvidar al Señor nuestro Dios para atenernos a sus dádivas en vez de apoyarnos en él mismo? ¡Ah!, no podemos negarlo. Nos sentamos junto al arroyo en lugar de subir a la Fuente. Sacamos provecho de las bendiciones y beneficios divinos sembrados en nuestra senda, y a veces incluso nos gloriamos de ellos. En lugar de eso, ellos deberían ser el fundamento de nuestra continua alabanza y acción de gracias.
En cuanto a los grandes sucesos que Moisés recordaba continuamente al pueblo, ¿podían perder su importancia moral, su poder o su hermosura? Por cierto que no. Israel podría olvidarlos o dejar de apreciarlos, pero ellos permanecían. Las terribles plagas de Egipto, la noche de la pascua, su liberación de la tierra de oscuridad, esclavitud y degradación, su maravilloso paso a través del mar Rojo, el envío del maná desde el cielo cada mañana, el agua refrescante que brotaba de la roca, ¿cómo podrían perder su poder sobre un alma que tuviera un solo destello de verdadero amor a Dios? No nos asombremos al ver a Moisés apelando a ellos una y otra vez para utilizarlos como poderosa palanca a fin de mover los corazones del pueblo. El mismo Moisés sentía la poderosa influencia moral de tales hechos, y quería que los demás la sintieran también. Para él eran preciosos más allá de toda ponderación, y ansiaba que sus hermanos también compartieran ese aprecio. Su único fin era poner ante sus ojos, por todos los medios posibles, los legítimos derechos que Dios tenía al reclamarles su plena ilimitada obediencia.
A un lector superficial podría parecerle una frecuente repetición de las escenas del pasado en los discursos notables de Moisés. A nosotros nos recuerda las hermosas palabras de Pedro en su segunda carta: “Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas” (cap. 1:12-15).
¡Cuán notable es la unidad de espíritu y de propósito en estos dos amados y venerables siervos de Dios! Tanto uno como otro conocían la tendencia del corazón humano a olvidar las cosas de Dios, del cielo y de la eternidad. Ambos sentían la suprema importancia y el valor infinito de las cosas de que hablaban. De ahí su ardiente deseo de ponerlas continuamente ante los corazones del amado pueblo del Señor. La inquieta e incrédula naturaleza humana hubiera podido decir a Moisés o a Pedro: «¿No tenéis nada nuevo que decirnos? ¿Por qué estáis siempre discurriendo sobre los mismos temas? Sabemos todo lo que tenéis que decirnos, ya lo hemos oído muchas veces. ¿Por qué no buscar nuevas ideas? ¿No sería conveniente estar al tanto de la ciencia moderna? Si estamos perpetuamente preocupándonos por esos temas anticuados, nos quedaremos encallados mientras la corriente de la civilización va para adelante. Por favor, dadnos algo nuevo».
Así podría discurrir la pobre inteligencia incrédula y el corazón mundano, pero la fe conoce la respuesta a tan pobre sugerencia. Ciertamente tanto Moisés como Pedro habrían obrado con energía contra tales razonamientos. Y así lo debemos hacer nosotros. Sabemos de dónde emanan, a qué tienden y cuánto valen. Por eso debemos tener, si no en nuestros labios, al menos en lo profundo de nuestro corazón, una respuesta rápida y satisfactoria para nosotros, aunque el mundo la desdeñe. ¿Podría un verdadero israelita cansarse de oír lo que Jehová había hecho por él en Egipto, en el mar Rojo y en el desierto? ¡En absoluto! Esos temas siempre eran frescos y bien recibidos. Así sucede con el cristiano. ¿Podrá cansarse de recordar la obra de Jesús en la cruz y de las grandes y gloriosas realidades que se agrupan en torno a ella? ¿Podrá cansarse de Cristo, de sus glorias sin par, de sus insondables riquezas, de su Persona, de su obra, de sus oficios? ¡Nunca! No, nunca, ni siquiera durante la eternidad. ¿Para qué desear innovaciones? ¿Puede la ciencia superar a Cristo? ¿Puede el saber humano añadir algo al gran misterio de la piedad que tiene por fundamento a Dios manifestado en carne y a un Hombre glorificado en el cielo? ¿Podemos ir más allá de eso? No lector, no podríamos aunque quisiéramos, y no querríamos aunque pudiéramos.
Y si quisiéramos, aunque fuera por un momento, observar la creación, preguntaríamos: ¿Nos cansamos del sol? Por cierto que no es nuevo; ha venido derramando sus rayos sobre este mundo durante miles de años y, a pesar de eso, sus rayos son tan poderosos y bien recibidos hoy como lo fueron al ser creados. ¿Nos cansamos del mar? Tampoco es nuevo; sus mareas han estado en flujo y reflujo durante miles de años, pero sus olas son tan nuevas y bienvenidas a nuestras playas como desde el principio. El sol es a menudo demasiado deslumbrante para la débil visión humana, y el mar a menudo traga en un momento las obras jactanciosas del hombre. Sin embargo, ni el sol ni el mar pierden su poder y su encanto. ¿Nos cansamos de las gotas de rocío que caen con su refrescante poder sobre nuestros jardines y campos? ¿Nos cansamos de la fragancia que emana de las flores? ¿Nos aburrimos del ruiseñor y del tordo?
¿Qué es todo esto comparado con las glorias que se agrupan alrededor de la Persona y de la cruz de Cristo? ¡Qué son cuando se comparan con las grandes realidades de la eternidad que tenemos por delante!
Lector, guardémonos de atender a las sugerencias que provengan de afuera o emanen de las profundidades de nuestro mal corazón. Si les hacemos caso, seremos semejantes a Israel según la carne, el cual sintió fastidio del maná celestial y despreció la tierra deseable. A Demas, quien abandonó al apóstol Pablo por amor al mundo (2 Timoteo 4:10), o a aquellos de quienes leemos en el capítulo 6 de Juan, quienes ofendidos por la enseñanza del Señor, “volvieron atrás, y ya no andaban con él” (v. 66). ¡Quiera el Señor guardar nuestros corazones fieles, celosos y fervientes por su bendita causa, hasta que Él venga!