Las cosas secretas pertenecen a Jehová
Un pueblo restaurado, de vuelta y bendito
Este capítulo es de profundo interés e importancia. Es profético y nos presenta algunas de “las cosas secretas” a que hace referencia la última parte del capítulo anterior. Descubre algunos de los preciosos recursos de la gracia atesorados en el corazón de Dios, los que serán desplegados perfectamente cuando Israel, después de haber fallado enteramente en el cumplimiento de la ley, y luego de haber sido esparcido hasta los términos de la tierra, se vuelva de corazón al Señor y sea restaurado en un nuevo pacto (Hebreos 8:8-13).
“Sucederá que cuando hubieren venido sobre ti todas estas cosas, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y te arrepintieres en medio de todas las naciones adonde te hubiere arrojado Jehová tu Dios, y te convirtieres a Jehová tu Dios, y obedecieres a su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, entonces Jehová hará volver a tus cautivos, y tendrá misericordia de ti, y volverá a recogerte de entre todos los pueblos adonde te hubiere esparcido Jehová tu Dios” (v. 1-3).
¡Cuán conmovedor y bello es todo esto! Ya no se trata de guardar la ley, sino de algo mucho más íntimo y precioso: es la conversión, el volverse con todo el corazón y con toda el alma hacia Jehová, en circunstancias en las cuales la obediencia literal a la ley era del todo imposible. Es un corazón contrito y quebrantado volviéndose a Dios. Dios en su profunda y tierna compasión sale al encuentro de ese corazón. Esa es la verdadera bendición en todo tiempo y lugar. Es algo que supera todos los arreglos de la dispensación. Es Dios mismo en toda su plenitud e inefable gracia que recibe a un alma que se arrepiente. Podemos decir verdaderamente que cuando este encuentro tiene lugar, todo queda divina y eternamente arreglado.
El lector debe comprender claramente que lo que tenemos ahora ante nosotros es tan distante del cumplimiento de la ley y de la justicia humana como lo es el cielo de la tierra. El primer versículo de este capítulo prueba de manera evidente que aquí se considera al pueblo en una condición en que era imposible cumplir las ordenanzas de la ley. Pero no hay un rincón en la superficie de la tierra, por remoto que sea, desde donde el corazón no pueda volverse hacia Dios. Si las manos no pueden presentar una víctima en el altar, o si los pies no pueden acudir al sitio designado para el culto, el corazón sí puede volverse hacia Dios. Sí, el pobre corazón desgarrado, quebrantado, contrito, puede dirigirse directamente a Dios, y Dios, en la profundidad de su compasión y tierna misericordia, puede salir a su encuentro, vendar sus heridas y llenarlo con el delicado consuelo de su amor y el pleno goce de su salvación.
Pero continuemos oyendo esas “cosas secretas” que “pertenecen a Dios”, cosas preciosas que superan todo pensamiento humano. “Aun cuando tus desterrados estuvieren en las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová tu Dios, y de allá te tomará; y te hará volver Jehová tu Dios a la tierra que heredaron tus padres, y será tuya; y te hará bien, y te multiplicará más que a tus padres” (v. 4-5).
Estas palabras son muy preciosas, sin embargo, todavía hay algo mucho mejor. Dios no solo recogerá, multiplicará y obrará con poder en favor de Israel, sino que ejecutará en ellos una poderosa obra de gracia mucho más valiosa que cualquier otra prosperidad exterior. “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón”, –es decir, el centro del ser moral, el manantial de todas las influencias que concurren a formar el carácter– “y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas. Y pondrá Jehová tu Dios todas estas maldiciones sobre tus enemigos, y sobre tus aborrecedores que te persiguieron” (v. 6-7). ¡Palabras solemnes para todas las naciones que han oprimido a los judíos! “Y tú volverás, y oirás la voz de Jehová, y pondrás por obra todos sus mandamientos que yo te ordeno hoy” (v. 8).
Nada puede igualar la belleza moral de esas palabras. ¡Era un pueblo reunido, multiplicado, bendecido, circuncidado de corazón, completamente dedicado a Jehová y obedeciendo sinceramente sus preciosos mandamientos! ¿Qué bendición puede superar a esta en un pueblo sobre la tierra?
La Palabra está cerca de ti
“Y te hará Jehová tu Dios abundar en toda obra de tus manos, en el fruto de tu vientre, en el fruto de tu bestia, y en el fruto de tu tierra, para bien; porque Jehová volverá a gozarse sobre ti para bien, de la manera que se gozó sobre tus padres, cuando obedecieres a la voz de Jehová tu Dios, para guardar sus mandamientos y sus estatutos escritos en este libro de la ley; cuando te convirtieres a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Porque este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y nos lo traerá y nos lo hará oír para que lo cumplamos? Ni está al otro lado del mar, para que digas: ¿Quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo haga oír, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas” (v. 9-14).
Este pasaje es particularmente interesante. Proporciona la llave de las “cosas secretas” ya mencionadas y expone los grandes principios de la justicia divina en intenso y hermoso contraste con la justicia legal bajo todos sus aspectos. Según la verdad aquí expuesta, poco importa dónde se encuentre el alma: “Muy cerca de ti está la Palabra”. No puede estar más cercana, pues está “en tu boca y en tu corazón”. No es necesario mover ni un solo dedo para alcanzarla. Si estuviera por encima de nosotros o fuera de nuestro alcance, podríamos quejarnos de nuestra incapacidad para obtenerla. Mas no necesitamos de manos ni de pies en esta importante cuestión. Aquí el corazón y la boca son los llamados a actuar.
En Romanos 10 hay una hermosa alusión al citado pasaje: “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree. Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas. Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado” (Romanos 10:1-11).
La expresión “todo aquel” con seguridad incluye al judío. Se dirige a él, pobre desterrado, dondequiera que se encuentre, en los confines del mundo, bajo circunstancias en las cuales la obediencia a la ley le es imposible, pero donde la rica y preciosa gracia de Dios, y su gloriosa salvación, pueden encontrarlo en su más profunda miseria. Allí, donde no le es posible observar la ley, puede confesar con su boca al Señor Jesús y creer en su corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos; esto es la salvación.
Pero la expresión “todo aquel” no puede limitarse al judío; de ahí que el apóstol continúe diciendo: “Porque no hay diferencia entre judío y griego” (v. 12). Bajo la ley había una diferencia enorme. La línea de separación que el legislador había trazado entre el judío y el griego no podía estar mejor marcada; pero esta línea está borrada por dos razones: en primer lugar, “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (cap. 3:23). Y en segundo lugar, “pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (cap. 10:12-13).
¡Cuánta bendición encierran las palabras “creer” y “confesar”! Nada puede superar la trascendental gracia que brilla en ellas. Esto supone que el alma está realmente interesada y el corazón comprometido con Dios. Dios quiere realidades morales. No se trata de fe nominal, de tener conocimientos intelectuales, sino de una fe producida en el corazón por el Espíritu Santo; una fe viva que une el alma a Cristo con un lazo eterno.
Luego sigue la confesión de la boca, que es de suma importancia. Un hombre puede decir: «Creo en mi corazón, pero no soy de los que hacen ostentación de su creencia personal. No soy conversador, guardo mis sentimientos para mí. Es una cuestión enteramente entre Dios y mi alma; no creo necesario importunar a los demás con mis impresiones religiosas. Muchos de los que hablan en público de su religión, hacen un triste papel en su vida privada, y no quiero parecerme a ellos. Aborrezco todo fingimiento. Quiero ver hechos y no palabras».
Todo esto suena muy meritorio, pero no puede subsistir ante lo expuesto en Romanos 10:9. Debe haber una confesión de boca. Muchos de los que quieren ser salvados por Cristo retroceden ante el oprobio que atraería sobre ellos confesar su precioso nombre. Desean ir al cielo, pero no quieren ser identificados con un Cristo rechazado. Pues bien, Dios no reconoce eso. Él espera la completa, ferviente y clara confesión de Cristo en medio de la hostilidad mundana. Nuestro Señor Jesucristo también quiere tal confesión. Él declara que al que lo confiese delante de los hombres, él también lo confesará delante de los ángeles de Dios; pero que a aquellos que lo niegan delante de los hombres, él también los negará delante de los ángeles de Dios. El ladrón en la cruz puso de manifiesto los dos grandes principios de la verdadera fe que salva. Creyó con su corazón y confesó con sus labios. Sí, contradijo a todo el mundo sobre la cuestión más vital que jamás haya podido suscitarse, y esa cuestión es Cristo. Fue un decidido discípulo de Cristo. ¡Oh, que hubiera más como él! Hay muchos profesantes indecisos, fríos y de doble ánimo, que entristecen al Espíritu Santo, ¡ofenden a Cristo y son aborrecibles a los ojos de Dios! Anhelamos una franca decisión y un testimonio entusiasta rendido al Señor Jesús. ¡Quiera Dios, por su Espíritu, reanimar nuestros corazones y guiarnos a una completa consagración de corazón a Quien dejó su vida espontáneamente para salvarnos de las llamas eternas!
Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal
Finalmente Moisés hace un solemne llamado a los corazones y conciencias del pueblo.
“Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”. Siempre es así en el gobierno de Dios. Estas dos cosas van inseparablemente unidas. Que nadie se atreva a cortar el lazo de unión. Dios “pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego; pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios” (Romanos 2:6-11).
En este pasaje el apóstol simplemente expone el hecho general aplicable a todos los tiempos, dispensaciones, gobierno, ley y cristianismo. Dios siempre “pagará a cada uno conforme a sus obras”. Esto es de mucha importancia. Debemos tenerlo en cuenta. Tal vez se diga: «¿No están los cristianos bajo la gracia?». Sí, gracias a Dios, pero esto no mengua en lo más mínimo el principio administrativo arriba expuesto. Al contrario, lo refuerza y lo confirma.
Quizás alguien pregunte: «¿Puede hacer el bien una persona no convertida?». A esto respondemos que dicha cuestión no se suscita en el texto citado. Todo aquel que es enseñado por Dios está convencido de que ningún “bien” puede hacerse en este mundo, si no es mediante la gracia de Dios. El hombre, abandonado a sí mismo, hace única y continuamente lo malo.
Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de la luces
(Santiago 1:17).
Toda alma piadosa reconoce con gratitud esta preciosa verdad; pero esto deja intacto el hecho expuesto en Deuteronomio 30 y confirmado en Romanos 2: la vida y el bien, la muerte y el mal están unidos por un eslabón inseparable.
“Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal; porque yo te mando hoy que ames a Jehová tu Dios, que andes en sus caminos, y guardes sus mandamientos, sus estatutos y sus decretos, para que vivas y seas multiplicado, y Jehová tu Dios te bendiga en la tierra a la cual entras para tomar posesión de ella. Mas si tu corazón se apartare, y no oyeres, y te dejares extraviar, y te inclinares a dioses ajenos y les sirvieres, yo os protesto hoy que de cierto pereceréis; no prolongaréis vuestros días sobre la tierra adonde vais, pasando el Jordán, para entrar en posesión de ella. A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él” –lo más importante y esencial para cada uno, la fuente misma y el poder de toda verdadera religión en todo tiempo y lugar– “porque él es vida para ti, y prolongación de tus días; a fin de que habites sobre la tierra que juró Jehová a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob, que les había de dar” (v. 15-20).
Este llamamiento final a la congregación es solemne. Está en plena armonía con el tono y carácter de todo el libro del Deuteronomio, libro con poderosas exhortaciones que jamás oyeron oídos humanos. No hay llamamientos tan conmovedores en las secciones precedentes del Pentateuco. Cada libro tiene su finalidad especial, su propio objeto y carácter. El gran tema del Deuteronomio, desde el principio hasta el fin, es la exhortación. Su tesis es la Palabra de Dios; su objeto es la sincera y total obediencia del corazón, basada en una relación conocida y en privilegios gozados.