Dios ha confiado al hombre el desempeño de la justicia
El decreto divino
Debemos recordar que la división de la Escritura en capítulos y versículos es un ajuste enteramente humano, muy conveniente para encontrar las referencias, pero en ocasiones injustificado y mal relacionado. Así podemos ver que los versículos que terminan el capítulo 16 tienen mayor relación con lo que sigue al principio del capítulo 17 que con lo que les precede.
“Jueces y oficiales pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da” (cap. 16:18-20).
Estas palabras nos enseñan una doble lección. En primer lugar exponen la justicia imparcial y la verdad perfecta que caracterizan al gobierno de Dios. Cada caso se juzga de acuerdo con sus propios méritos y sobre la base de sus hechos. El juicio es tan claro y simple que no hay lugar para los argumentos o dudas; es inútil toda discusión. Y si se levanta alguna queja, se nos impone silencio: “Amigo, no te hago agravio” (Mateo 20:13). Esto se aplica siempre al gobierno de Dios y nos hace desear el reinado milenial de Cristo, cuando ese gobierno sea establecido
desde el nacimiento del sol hasta donde se pone
(Salmo 113:3),
es decir, hasta los términos de la tierra.
El hombre en este cargo
Pero, por otro lado, de las palabras antes citadas también aprendemos lo que hace el hombre abandonado a sí mismo en ese cargo. No podemos confiar en él ni por un momento. El hombre es capaz de torcer “el derecho”, hacer “acepción de personas”, tomar “soborno” o concederle importancia a una persona debido a su posición y fortuna. Esto es evidente por el hecho de que se le ha ordenado que no lo haga. Siempre debemos recordar que si Dios manda al hombre que no hurte, es porque el hurto está en la misma naturaleza humana.
De ahí, pues, que el juicio y el gobierno humanos están subordinados a la más grosera corrupción. Si no están bajo la directa influencia del principio divino, los jueces y los gobernantes son capaces de pervertir el derecho, movidos por amor al soborno; pueden favorecer al malvado porque es rico o condenar al justo porque es pobre. Serán capaces de dar un fallo en flagrante oposición a actos muy evidentes para obtener una ventaja cualquiera, ya sea en dinero, influencia, popularidad o poder.
Para probar esto solo es necesario recordar a hombres como Pilato, Herodes, Félix o Festo. Analizando el pasaje citado podemos ver lo que es el hombre aun cuando está revestido de dignidad oficial, sentado en un trono de gobierno o en un tribunal de justicia.
Al leer estas líneas quizás alguien se sienta tentado a exclamar, empleando el lenguaje de Hazael: “¿Qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?” (2 Reyes 8:13). Pero recordemos que el corazón humano es el semillero de todo pecado, de toda vileza, de toda la maldad abominable y despreciable que se ha cometido en el mundo. La prueba irrefutable de esto se halla en los decretos, mandamientos y prohibiciones que constan en las Escrituras.
Y en esto tenemos una respuesta a la pregunta: “¿Qué tenemos que ver nosotros con la mayoría de las leyes e instituciones expuestas en la dispensación mosaica? ¿Por qué están mencionadas en la Biblia? ¿Es posible que sean inspiradas?”. Sí, lo son, y aparecen en las sagradas páginas para que podamos ver, como en un espejo divinamente perfecto, nuestra moral, los pensamientos que somos capaces de concebir, las palabras que nos atrevemos a emplear y los hechos que podemos realizar.
¿No tiene valor esto? ¿No es saludable encontrar, por ejemplo, en algunos pasajes de este profundo y hermoso libro del Deuteronomio, que la naturaleza humana es capaz de cometer acciones que nos colocan a un nivel moral más bajo que el de las bestias? Por supuesto que lo es, y sería bueno que muchos de los que andan en orgullo farisaico, envanecidos y henchidos con falsas ideas de dignidad y alta moralidad aprendieran esta lección profundamente humillante.
El tiempo futuro en el cual la justicia reinará
Pero, ¡qué belleza moral! ¡Qué puros, refinados y elevados eran los decretos divinos para Israel! No debían torcer el derecho, sino hacer que siguiera su curso recto, sin hacer acepción de personas. El pobre andrajoso debía ser tratado de la misma manera que el rico. La decisión del tribunal no debía torcerse por la parcialidad o el prejuicio, ni el manto del juez debía ser manchado por la corrupción.
¡Oh, qué bendición para esta tierra oprimida y quejumbrosa cuando sea gobernada por las admirables leyes registradas en las inspiradas páginas del Pentateuco, cuando un rey reinará con rectitud y príncipes decretarán justicia! “Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio” (Salmo 72:1-2). Entonces no se desviará de la justicia, no habrá corrupción ni parcialidad.
El corazón suspira por aquel bendito tiempo en el cual todo esto se cumplirá: cuando la tierra esté llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar; cuando el Señor Jesús tome sobre sí su gran poder y entre en su reino; cuando la Iglesia, en el cielo, refleje los rayos de la gloria de Él sobre la tierra. Entonces las doce tribus de Israel reposarán bajo la vid y la higuera en el país de la promesa, y todas las naciones de la tierra se regocijarán bajo el pacífico y benévolo gobierno del Hijo de David. ¡Gracias y alabanzas a nuestro Dios!, dentro de poco tiempo todo esto será cumplido, según los eternos consejos e inmutables promesas de Dios. Hasta entonces, amado lector cristiano, es nuestro privilegio vivir por la fe en la constante y ferviente anticipación de ese brillante y bendito tiempo, atravesando este impío mundo como extranjeros y peregrinos que no tienen sitio ni porción aquí abajo, sino repitiendo sin cesar la oración: ¡
Ven, Señor Jesús!
(Apocalipsis 22:20).
El altar pagano y el altar de Dios
En las últimas líneas del capítulo 16 se amonestaba a Israel para que se mantuviera separado de las costumbres religiosas de las naciones que lo rodeaban. El pueblo debía evitar cuidadosamente todo lo que pudiera llevarlo hacia la oscura y abominable idolatría de las naciones paganas de alrededor. El altar de Dios debía ser totalmente distinto y separado de aquellas imágenes de Asera o ídolos femeninos objetos de cultos infames.1 Cualquier cosa que pudiera desviar al corazón del Dios vivo y verdadero, debía ser evitada con esmero.
Además, no bastaba mantener una correcta forma exterior; las imágenes y aseras podían ser abolidas, y la nación podía reconocer la unidad de Dios; a pesar de ello, en el culto que se tributaba podía haber una completa carencia de sinceridad y verdadera devoción a Dios. Por esto leemos: “No ofrecerás en sacrificio a Jehová tu Dios, buey o cordero en el cual haya falta o alguna cosa mala, pues es abominación a Jehová tu Dios” (cap. 17:1).
Solo lo que era perfecto podía convenir al altar de Dios y satisfacer su corazón. Ofrecerle una cosa defectuosa era sencillamente demostrar una ausencia total de amor por él. Ofrecerle un sacrificio imperfecto equivalía a proferir la horrible blasfemia de que cualquier cosa era suficientemente buena para él.
Oigamos las indignadas palabras del Espíritu Santo en boca del profeta Malaquías: “Ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable. Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos. Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice Jehová de los ejércitos. ¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice Jehová de los ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda. Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos. Y vosotros lo habéis profanado cuando decís: Inmunda es la mesa de Jehová, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto! y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o cojo, o enfermo, y presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré yo eso de vuestra mano? dice Jehová. Maldito el que engaña, el que teniendo machos en su rebaño, promete, y sacrifica a Jehová lo dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice Jehová de los ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones” (cap. 1:7-14).
Todo esto ¿no le dice nada a la iglesia profesante? ¿No hay en nuestro culto privado o público una deplorable falta de amor, de devoción, fervor, santa energía e integridad de intención? ¿No hay muchas cosas que corresponden a la ofrenda de los animales cojos o enfermos, defectuosos o despreciables? ¿No hemos de juzgarnos por nuestra esterilidad, formalismo y divagación aun en la misma mesa del Señor? ¡Cuán a menudo estamos físicamente junto a la mesa, mientras nuestros livianos corazones y pensamientos están muy lejos! ¡Cuántas veces nuestros labios pronuncian palabras que no son la expresión verdadera del estado de nuestro ser moral! Expresamos más de lo que sentimos. Cantamos lo que no experimentamos.
Lector cristiano, consideremos el tema del culto y de la devoción en la misma presencia divina, contemplando la gracia que nos ha salvado de las llamas eternas. Reflexionemos con calma en los preciosos y poderosos derechos de Cristo sobre nosotros. No nos pertenecemos a nosotros mismos, hemos sido comprados por precio. A aquel que se entregó por nosotros le debemos no solamente lo mejor que tenemos, sino todo lo que poseemos. ¿No lo reconocemos así? Si nuestros corazones lo reconocen, expresémoslo, pues, ¡con nuestras vidas! ¡Declaremos de un modo más preciso de quién somos y a quién servimos! Consagrémosle sin reserva alguna el corazón, la mente, las manos, los pies y, en fin, todo nuestro ser, por el poder del Espíritu Santo y según la enseñanza de la Santa Escritura. ¡Quiera Dios que así sea para nosotros y para todos los que forman su amado pueblo!
- 1Es importante saber que el Espíritu Santo, al hablar del altar de Dios en el Nuevo Testamento, no emplea la misma palabra usada para designar el altar pagano, sino una palabra comparativamente nueva y desconocida para los autores clásicos griegos. Para el altar pagano se utiliza la palabra bômon, y aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, en Hechos 17:23; para el altar de Dios se utiliza thusiastérion, y se encuentra veintitrés veces en el Nuevo Testamento. Con ese celoso cuidado, el culto del solo Dios verdadero está preservado del contacto corruptor de la idolatría pagana. Se podrá preguntar: ¿por qué esta distinción? ¿Cómo puede el altar de Dios ser afectado tan solo por un nombre? Respondemos: El Espíritu Santo es más sabio que nosotros, y aunque el nombre pagano del altar estaba a su alcance, rehúsa aplicar dicha palabra para designar el altar del único y verdadero Dios viviente.
El juicio establecido sobre el testimonio de dos o tres testigos
Un tema muy importante y práctico va a ocupar ahora nuestra atención.
“Cuando se hallare en medio de ti, en alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da, hombre o mujer que haya hecho mal ante los ojos de Jehová tu Dios traspasando su pacto, que hubiere ido y servido a dioses ajenos, y se hubiere inclinado a ellos, ya sea al sol, o a la luna, o a todo el ejército del cielo, lo cual yo he prohibido; y te fuere dado aviso, y después que oyeres y hubieres indagado bien, la cosa pareciere de verdad cierta, que tal abominación ha sido hecha en Israel”, algo que afectaba a la nación entera, “entonces sacarás a tus puertas al hombre o a la mujer que hubiere hecho esta mala cosa, sea hombre o mujer, y los apedrearás, y así morirán. Por dicho de dos o de tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo. La mano de los testigos caerá primero sobre él para matarlo, y después la mano de todo el pueblo; así quitarás el mal de en medio de ti” (v. 2-7).
Ya tuvimos la ocasión de mencionar el gran principio expuesto en este pasaje, a saber, la absoluta necesidad de tener un testimonio suficiente, antes de formarnos un juicio del caso. Es una regla invariable en el gobierno divino; la encontramos en toda la Escritura. Es segura y saludable. Si la descuidamos nos extraviamos. Nunca deberíamos emitir un juicio sin el testimonio de dos o tres testigos, y mucho menos expresarlo u obrar en acuerdo con un juicio así formulado. Por más digno de crédito y confianza que pueda ser un solo testigo, no es suficiente para establecer una conclusión. Puede ser que estemos personalmente convencidos de que el asunto es verdadero porque el que lo afirma es alguien en quien tenemos confianza; sin embargo, Dios es más sabio que nosotros. Por lo tanto, aunque ese testigo sea una persona recta y verídica, que no quiera mentir ni dar un falso testimonio contra alguien, debemos atenernos a la regla divina:
Solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación
(Deuteronomio 19:15).
¡Ojalá se atendiera a esto con más diligencia en la Iglesia de Dios! Su valor en todos los casos de disciplina y en cualquier circunstancia que pueda afectar el carácter o la reputación de una persona es incalculable. Antes de que una asamblea llegue a una conclusión o juzgue a alguien, debe tener suficientes evidencias. Si estas no se presentan, que todos esperen en Dios con paciencia y confianza; él ciertamente suplirá lo que falte.
Supongamos, por ejemplo, que haya un mal moral o un error doctrinal en una asamblea de cristianos, pero este solo es conocido por una persona, la cual está perfectamente convencida del hecho. ¿Qué se debe hacer? Esperar que Dios proporcione otros testigos. Obrar de otro modo es infringir un principio divino expuesto con la mayor claridad y repetido una y otra vez en la Palabra de Dios. ¿El testigo único ha de sentirse agraviado o menospreciado si la asamblea no obra según su declaración? Por supuesto que no. Tampoco debería esperar eso, ni adelantarse a testificar hasta que su testimonio pueda corroborarse con la evidencia de uno o dos testigos más. ¿La asamblea podría ser tachada de indiferente o negligente porque rehúsa obrar según el testimonio de un solo testigo? En ningún modo, obrar de otra forma sería ir en contra de un mandamiento divino.
Este gran principio práctico no está limitado a casos de disciplina o a cuestiones relacionadas con las asambleas del pueblo del Señor, sino que es de aplicación general. Nunca debiéramos formarnos un juicio o llegar a una conclusión sin la medida de evidencia divinamente asignada; si esta nos falta, nuestro deber es esperar; y si tenemos que juzgar nosotros en aquel caso, Dios nos proporcionará, a su debido tiempo, la evidencia necesaria.
Este tema requiere la mayor atención del lector, sea cual fuere su posición. Todos estamos propensos a prejuzgar, a dejarnos guiar por impresiones, por sospechas y prevenciones sin fundamento. Evitemos cuidadosamente todo esto. Necesitamos más calma, seriedad y autocontrol para formar y expresar nuestros juicios sobre personas o cosas. Sobre las personas, especialmente, porque podemos perjudicar a un hermano, amigo o vecino, al expresar una falsa impresión o una acusación sin fundamento, convirtiéndonos así en el instrumento por el cual la buena reputación de alguien pueda ser dañada. Esto es muy pecaminoso a los ojos de Dios. Debemos vigilar cuidadosamente para no caer en ello, y reprenderlo con firmeza en nuestros hermanos. Cuando alguien acusa a una persona que está ausente, debemos insistir en que lo pruebe o que retire su acusación. Si se adoptara esta conducta, nos veríamos libres de un gran cúmulo de maledicencias que son, no solo inútiles, sino notoriamente culpables.
Antes de terminar este tema debemos observar que la historia inspirada nos proporciona varios ejemplos en los cuales algún hombre justo fue condenado, cuando aparentemente se observaba lo dispuesto en Deuteronomio 17:6-7. Por ejemplo el caso de Nabot en 1 Reyes 21, el de Esteban en Hechos 6 y 7, y sobre todo el caso del único Hombre perfecto que haya pisado este mundo. Por desgracia los hombres pueden, en ocasiones, aparentar respeto hacia los mandamientos de la Escritura y citar sus sagradas palabras en defensa de la más flagrante injusticia y espantosa inmoralidad. Dos testigos falsos acusaron a Nabot de blasfemar contra Dios y el rey; ese fiel israelita fue privado de la vida y de sus bienes por el testimonio de dos hombres mentirosos, sobornados por una mujer impía y cruel. Esteban, varón lleno del Espíritu Santo, fue apedreado por proferir blasfemias, según el testimonio de testigos falsos, sobornados por los jefes religiosos de aquel tiempo. Así, exteriormente podían apoyarse en la autoridad de Deuteronomio 17 para mandar asesinarlo.
Todo esto ilustra de un modo triste y poderoso lo que es el hombre y la religiosidad humana sin conciencia, pero deja intacta la hermosa regla moral expuesta en las primeras líneas de nuestro capítulo. La religión sin conciencia, es decir, sin el temor reverente a Dios, degrada, desmoraliza y endurece el corazón. Uno de sus más terribles rasgos consiste en que los hombres que están bajo su influencia no se avergüenzan ni temen hacer mal uso de la Santa Escritura para justificar las más horribles maldades.
Pero, gracias a Dios, su Palabra brilla ante nuestras almas con toda su pureza celestial, su divina virtud y su santa moralidad. Además vuelve contra el enemigo todas las tentativas de sacar de sus sagradas páginas una excusa para algo que no es cierto, ni venerable, justo, puro, amable o de buena reputación.
Regla para resolver litigios en Israel y en la Iglesia de Dios
Vamos a citar ahora el segundo párrafo de nuestro capítulo: “Cuando alguna cosa te fuere difícil en el juicio, entre una clase de homicidio y otra, entre una clase de derecho legal y otra, y entre una clase de herida y otra, en negocios de litigio en tus ciudades; entonces te levantarás y recurrirás al lugar que Jehová tu Dios escogiere; y vendrás a los sacerdotes levitas, y al juez que hubiere en aquellos días, y preguntarás; y ellos te enseñarán la sentencia del juicio. Y harás según la sentencia que te indiquen los del lugar que Jehová escogiere, y cuidarás de hacer según todo lo que te manifiesten. Según la ley que te enseñen, y según el juicio que te digan, harás; no te apartarás ni a diestra ni a siniestra de la sentencia que te declaren. Y el hombre que procediere con soberbia, no obedeciendo al sacerdote que está para ministrar allí delante de Jehová tu Dios, o al juez, el tal morirá; y quitarás el mal de en medio de Israel. Y todo el pueblo oirá, y temerá, y no se ensoberbecerá” (v. 8-13).
Dios proveía aquí todo lo necesario para esclarecer de manera perfecta todas las cuestiones que pudieran plantearse en medio de la congregación de Israel. Estas debían exponerse ante la presencia divina, en el lugar que Dios había señalado y por la autoridad que él había designado. De ese modo se evitaban la terquedad y la presunción. Todo asunto de controversia debía ser resuelto por el juicio de Dios y expresado por el sacerdote o juez designado por Dios para tal objeto.
En otras palabras, era un asunto que dependía de la autoridad divina. Un hombre no debía alzarse contra otro con terquedad y presunción. Esto no era conveniente en la asamblea de Dios. Cada cual debía someter su causa a un tribunal divino e inclinarse ante su decisión. No habría apelación, porque no había un tribunal superior. El sacerdote o el juez, divinamente designado, hablaba como oráculo de Dios, y tanto el acusador como el acusado debían aceptar la sentencia.
Vemos claramente que ningún miembro de la congregación de Israel habría pensado jamás en llevar el litigio ante un tribunal gentil. Esto hubiera sido un insulto al mismo Jehová, quien estaba entre ellos para emitir juicio en toda desavenencia que pudiera presentarse. Ciertamente Dios bastaba. Él conocía lo interno y lo externo, el pro y el contra, el origen y el final de toda controversia, por enmarañada y difícil que fuese. Todos debían mirar a Dios y llevar sus causas al lugar que él había escogido, no a otra parte. La idea de que dos miembros de la asamblea de Dios se presentaran ante un tribunal de incircuncisos en demanda de justicia no era tolerada. Hubiera sido como decir que había un defecto en el orden establecido por Dios para la congregación. ¿No nos enseña nada esto? ¿Cómo han de arreglar los cristianos sus diferencias y controversias? ¿Deben recurrir al mundo para pedir justicia? ¿No hay en la asamblea de Dios lo necesario para arreglar las diferencias que se presenten? Oigamos lo que el apóstol dice sobre este punto a la asamblea de Corinto y a
todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro
(1 Corintios 1:2),
y por consiguiente a los verdaderos cristianos de hoy día.
“¿Osa alguno de vosotros, cuando tiene algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos? ¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas? ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más las cosas de esta vida? Si, pues, tenéis juicios sobre cosas de esta vida, ¿ponéis para juzgar a los que son de menor estima en la iglesia? Para avergonzaros lo digo. ¿Pues qué, no hay entre vosotros sabio, ni aun uno, que pueda juzgar entre sus hermanos, sino que el hermano con el hermano pleitea en juicio, y esto ante los incrédulos? Así que, por cierto es ya una falta en vosotros que tengáis pleitos entre vosotros mismos. ¿Por qué no sufrís más bien el agravio? ¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados? Pero vosotros cometéis el agravio, y defraudáis, y esto a los hermanos. ¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis” (1 Corintios 6:1-9).
Aquí tenemos la divina instrucción para la Iglesia de Dios en todos los tiempos. No debemos perder de vista el hecho de que la Biblia es el libro para toda la Iglesia durante su curso por esta tierra. Por desgracia la Iglesia no es lo que era cuando estas líneas fueron escritas por el apóstol. Se ha verificado un gran cambio en su condición práctica. En aquellos tiempos no había dificultad en distinguir entre la Iglesia y el mundo, entre “los santos” y los “incrédulos”, entre los de “dentro” y los de “fuera”. La línea de demarcación en aquellos días era amplia, precisa e inconfundible. Nadie se podía equivocar ante tales cosas. Si se consideraba a aquella sociedad desde el punto de vista religioso, se veían el judaísmo, el paganismo y el cristianismo, es decir, los judíos, los gentiles y la Iglesia de Dios (1 Corintios 10:32); o lo que es lo mismo, la sinagoga, el templo pagano y la asamblea de Dios. La asamblea cristiana ofrecía un marcado contraste con todo lo demás. En los primeros tiempos el cristianismo se profesaba y vivía clara y fuertemente. No era un asunto nacional, provincial o parroquial, sino una realidad práctica, viva y personal; una fe práctica y un poder vivo que se manifestaba en la vida diaria.
Las cosas ahora han cambiado completamente. La Iglesia y el mundo andan tan mezclados que la mayoría de los que profesan el cristianismo apenas podrían comprender la fuerza y la verdadera aplicación del pasaje antes citado. Si les habláramos de “los santos” y de “los incrédulos” les parecería como un lenguaje extraño. En verdad la palabra “santo” se usa muy poco en la iglesia profesante, salvo cuando se emplea como burla, o para designar a los que han sido canonizados por una supersticiosa reverencia de la iglesia católica romana.
Pero, ¿ha sobrevenido un cambio en la Palabra de Dios, o en las grandes verdades que ella despliega ante nuestras almas? ¿Han cambiado los pensamientos de Dios respecto a su Iglesia y al mundo, o a las relaciones entre una y otro? ¿No sabe él quiénes son los “santos” y quiénes los “injustos”? ¿Ha dejado de ser “una falta” que el hermano pleitee con otro hermano en juicio, y esto ante los “incrédulos”? En otras palabras: ¿ha perdido la Santa Escritura su poder, filo y aplicación? ¿Es nuestra guía, autoridad, perfecta regla e infalible norma? El gran cambio operado en la condición moral de la Iglesia profesante, ¿ha quitado a la Palabra de Dios su poder de aplicación? La preciosa Revelación de nuestro Padre, ¿se ha convertido, en algunas de sus partes, en letra muerta, en una pieza de escritura anticuada o en un documento correspondiente a épocas pasadas? La ruina moral en que ha caído la mayoría de los que profesan ser cristianos, ¿ha privado a la Palabra de Dios de una sola de sus glorias morales?
Lector, ¿qué respuesta da su corazón a estas preguntas? Le rogamos que las considere con humildad y oración en presencia del Señor. Su respuesta será el indicador correcto de su verdadera posición y su estado moral. ¿No ve claramente que la Escritura no puede perder nunca su poder? Los principios expuestos en 1 Corintios 6, ¿podrían perder su fuerza obligatoria sobre la Iglesia de Dios? No podemos negar, desgraciadamente, que todo ha cambiado, pero “la Escritura no puede ser quebrantada” (Juan 10:35) y por lo tanto, lo que era “una falta” en el primer siglo, no puede ser correcto en el veintiuno. Quizás sea más difícil poner en práctica los principios divinos en esta época, pero jamás debemos abandonarlos u obrar según directivas menos nobles.
Si admitimos que nos es imposible proceder rectamente porque la iglesia responsable se ha extraviado, queda de lado el principio de la obediencia cristiana. Tan injusto es hoy que “el hermano con el hermano” pleitee en juicio ante los incrédulos, como lo era cuando el apóstol escribió su epístola a la asamblea de Corinto.1 Es verdad que la unidad visible de la Iglesia ha desaparecido, ha sido privada de muchos dones, se ha apartado de su condición normal; pero los principios de la Palabra de Dios no pueden perder su poder, como la sangre de Cristo no puede perder su eficacia, ni su Sacerdocio su valor.
Debemos recordar que hay recursos de sabiduría, gracia, poder y dones espirituales atesorados para la Iglesia en Cristo su Cabeza, siempre a disposición de los que tienen fe para servirse de ellos. Estos recursos no están limitados. No debemos esperar ver la casa de Dios restaurada a su condición normal en la tierra. Nuestro privilegio y deber es reconocer cuál es su verdadero lugar, y ocuparlo.
En nuestra condición, en la manera de ver las cosas y en nuestros pensamientos acerca de nosotros mismos y de cuanto nos rodea, se opera un cambio admirable cuando sentamos nuestro pie en el verdadero terreno de la Iglesia de Dios. La Biblia parece un nuevo libro. Vemos todo bajo una nueva luz. Porciones de la Escritura que habíamos leído durante muchos años sin interés ni provecho ahora flamean con luz divina y nos llenan de admiración, amor y alabanza. Vemos todo desde un punto de vista nuevo. Nuestro horizonte moral ha cambiado totalmente. Hemos escapado de la lóbrega atmósfera que envuelve a la iglesia profesante. Ahora podemos mirar a nuestro alrededor y ver las cosas claramente a la luz celestial de la Escritura. De hecho, parece una nueva conversión. Descubrimos que ahora podemos leer la Escritura de un modo inteligente, porque tenemos la llave divina. Vemos que Cristo siempre es el centro y el objeto de todos los pensamientos, propósitos y consejos de Dios; entonces somos conducidos a aquella maravillosa esfera de gracia y gloria que el Espíritu Santo se complace en desarrollar en la preciosa Palabra de Dios.
¡Quiera Dios que el lector comprenda todo esto por el directo y poderoso ministerio del Espíritu Santo! ¡Que sea capacitado para entregarse al estudio de la Escritura y rendirse a sus enseñanzas y autoridad! Que no consulte “con carne y sangre” (Gálatas 1:16), sino que se eche, como un niño, en brazos del Señor y procure ser guiado en su vida práctica con inteligencia espiritual, conforme al pensamiento de Cristo.
- 1Es bueno recordar que dondequiera que “dos o tres” estén reunidos al nombre del Señor Jesús, aun con debilidad, si se hallan realmente en humildad y dependencia de Dios, él les dará la capacidad espiritual para juzgar toda cuestión que se suscite entre los hermanos. Pueden contar con la sabiduría divina para ser guiados a solucionar cualquier cuestión o controversia, de tal manera que no tendrán necesidad de recurrir a ningún tribunal mundano. Sin duda los hombres del mundo se mofarían de tal idea; pero nosotros debemos regirnos por la Escritura. Un hermano no debe ir a juicio contra otro hermano ante los incrédulos. Esto es claro y terminante. La Asamblea posee recursos en Cristo, la Cabeza y Señor, para juzgar cualquier cuestión. Consideremos seriamente este asunto. Debemos estar reunidos sobre el verdadero terreno de la Iglesia de Dios; entonces, aun sabiendo que las cosas en la Iglesia ya no son lo que eran al principio, y sintiendo la gran debilidad, faltas y deficiencias actuales, encontremos que la gracia de Cristo siempre es suficiente y que la Palabra de Dios está llena de la instrucción y autoridad necesarias. Nunca tendremos necesidad de dirigirnos al mundo para obtener ayuda, consejo o justicia. “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Ciertamente esto es suficiente para todo. ¿Hay alguna cuestión que nuestro Señor no pueda resolver? ¿Necesitamos destreza natural, sabiduría humana, gran erudición, fina sagacidad, cuando tenemos a Cristo? Seguro que no; en realidad todas estas cosas serían para nosotros como la armadura de Saúl para David. Todo lo que necesitamos es simplemente usar los recursos que tenemos en Cristo. De cierto encontraremos en “el lugar que escogió para poner en él su Nombre” sabiduría sacerdotal para juzgar cualquier caso que pueda suscitarse entre los hermanos. Además, que los amados hijos de Dios recuerden que en los casos de problemas locales que surjan, no hay necesidad de extraños, ni de escribir a otros sitios solicitando la venida de un hermano sabio para ayudarles. Claro está que si el Señor envía alguno de sus amados siervos en aquel preciso momento, su simpatía, comunión, consejo y ayuda podrán ser de alta estima. No es que pregonemos la independencia entre unos y otros, sino la absoluta y completa dependencia de Cristo, nuestra Cabeza y Señor.
Cuando establezcas un rey sobre ti
Atendamos por unos momentos a los últimos versículos de nuestro capítulo, en los cuales tenemos una notable visión del porvenir de Israel, anticipándose al momento en que pedirían un rey.
“Cuando hayas entrado en la tierra que Jehová tu Dios te da, y tomes posesión de ella y la habites, y digas: Pondré un rey sobre mí, como todas las naciones que están en mis alrededores; ciertamente pondrás por rey sobre ti al que Jehová tu Dios escogiere; de entre tus hermanos pondrás rey sobre ti; no podrás poner sobre ti a hombre extranjero, que no sea tu hermano. Pero él no aumentará para sí caballos, ni hará volver al pueblo a Egipto con el fin de aumentar caballos; porque Jehová os ha dicho: No volváis nunca por este camino. Ni tomará para sí muchas mujeres, para que su corazón no se desvíe; ni plata ni oro amontonará para sí en abundancia” (v. 14-17).
Cuán notable es ver que las tres cosas que el rey no debía hacer, fueron precisamente las que hicieron los más grandes y sabios monarcas de Israel. “Hizo también el rey Salomón naves en Ezión-geber, que está junto a Elot en la ribera del Mar Rojo, en la tierra de Edom. Y envió Hiram en ellas a sus siervos, marineros y diestros en el mar, con los siervos de Salomón, los cuales fueron a Ofir y tomaron de allí oro, cuatrocientos veinte talentos, (más de dos millones) y lo trajeron al rey Salomón”. “E Hiram había enviado al rey ciento veinte talentos de oro”. “El peso del oro que Salomón tenía de renta cada año, era seiscientos sesenta y seis talentos de oro (cerca de tres millones y medio); sin lo de los mercaderes, y lo de la contratación de especias, y lo de todos los reyes de Arabia, y de los principales de la tierra”. También leemos: “E hizo el rey que en Jerusalén la plata llegara a ser como piedras…”. “Y traían de Egipto caballos… a Salomón”. “El rey Salomón amó… a muchas mujeres extranjeras… Y tuvo setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas; y sus mujeres desviaron su corazón” (1 Reyes 9:26-28, 14; 10:14-15, 27-28; 11:1, 3).
¡Qué triste historia! Aquí vemos a un hombre dotado de más sabiduría que todos los de su tiempo, rodeado de bendiciones, de dignidades, honores y privilegios extraordinarios. Su copa terrenal estaba llena, no carecía de nada de lo que el mundo puede proporcionar a la felicidad humana. Y no solo esto, sino que su notable oración en la dedicación del templo podía inducirnos a tener las más brillantes esperanzas respecto a él, en cuanto a su carácter personal y oficial.
Pero, es triste decirlo, fracasó del modo más deplorable en cada uno de los detalles sobre los cuales la ley de Dios había hablado tan clara y terminantemente. Se le decía que no multiplicase para sí la plata y el oro, y los multiplicó. Se le decía que no volviese a Egipto a fin de aumentar la cantidad de caballos, y sin embargo fue a Egipto por caballos. Se le dijo que no tomara para sí muchas mujeres, y tuvo un millar de ellas, las cuales desviaron su corazón. ¡Así es el hombre! ¡Oh, cuán poco se puede contar con él!
Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae
(1 Pedro 1:24).
“Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?” (Isaías 2:22).
¿Cómo explicar la triste y humillante caída de Salomón? Para responder a esta pregunta debemos leer los versículos finales de nuestro capítulo.
“Y cuando se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta ley, del original que está al cuidado de los sacerdotes levitas; y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra; para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento a diestra ni a siniestra; a fin de que prolongue sus días en su reino, él y sus hijos, en medio de Israel” (v. 18-20).
Si Salomón hubiese atendido a estas preciosas e importantes palabras, su historia habría sido muy diferente. No se nos dice que él haya hecho una copia de la ley; y si la hizo, con seguridad no la tuvo en cuenta. Al contrario, le volvió la espalda e hizo precisamente lo que se le prohibía hacer. En conclusión, la causa del fracaso y ruina que tan rápidamente siguió al esplendor del reinado de Salomón, fue el olvido de la sencilla Palabra de Dios.
Esto es solemne para nosotros y nos induce a llamar la atención del lector sobre ello. La Iglesia de Dios, en su totalidad, necesita ser despertada a propósito de este asunto. El descuido de la Palabra de Dios es el origen de todo mal, confusión, errores, sectas y cismas que han existido y existen en el mundo. El único remedio eficaz y soberano contra nuestro lamentable estado se encuentra en volver, cada uno en particular, a la simple, aunque por desgracia descuidada autoridad de la Palabra de Dios. Que cada quien considere cuánto se ha alejado, con toda la iglesia profesante, de la clara y contundente enseñanza del Nuevo Testamento, de los mandamientos de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo. Humillémonos bajo la poderosa mano de nuestro Dios, y volvamos a él con verdadero arrepentimiento. En su infinita gracia nos restablecerá, nos bendecirá y nos guiará en la preciosa senda de la obediencia que está abierta ante toda alma sinceramente humilde.
¡Que el Espíritu Santo, en su poder irresistible, haga penetrar en el corazón y en la conciencia de todo verdadero miembro del cuerpo de Cristo, la apremiante necesidad de someterse a la autoridad de la Palabra de Dios!