Después de entrar en el país
La canasta de los primeros frutos
Cuando hayas entrado en la tierra que Jehová tu Dios te da por herencia, y tomes posesión de ella y la habites, entonces tomarás de las primicias de todos los frutos que sacares de la tierra que Jehová tu Dios te da, y las pondrás en una canasta, e irás al lugar que Jehová tu Dios escogiere” –no al lugar de su propia elección o de la elección de otros– “para hacer habitar allí su nombre. Y te presentarás al sacerdote que hubiere en aquellos días, y le dirás: Declaro hoy a Jehová tu Dios, que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría. Y el sacerdote tomará la canasta de tu mano, y la pondrá delante del altar de Jehová tu Dios” (v. 1-4).
El capítulo al que hemos llegado contiene la bella ordenanza de la canasta de los primeros frutos. Esta contiene principios de gran interés e importancia práctica. Solo después de que Jehová introdujera a su pueblo en la tierra de la promesa, podían ser ofrecidos los frutos de aquella tierra. Evidentemente era necesario estar en Canaán antes de que los frutos de Canaán pudieran ser ofrecidos en el altar. El adorador podía decir: “Declaro hoy a Jehová tu Dios, que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría”.
Aquí está el fondo de la cuestión. “He entrado”. No decía: «Voy a entrar, espero entrar o deseo entrar». No, sino que afirma: “He entrado”. Así debe ser siempre. Debemos saber que somos salvos antes de poder ofrecer los frutos de una salvación conocida. Podemos tener los deseos más sinceros de ser salvos y desplegar los más fervorosos esfuerzos para serlo, pero los esfuerzos para ser salvos y los frutos de una salvación de la que ya gozamos y estamos seguros de poseer, son dos cosas completamente diferentes. El israelita no ofrecía la canasta de las primicias a fin de entrar en la tierra, porque ya estaba en ella. “Declaro hoy… que he entrado”. No había equivocación ni duda alguna, ni siquiera la expresión de una esperanza. He entrado en la tierra y aquí está el fruto de ella.
“Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, y allí creció y llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa; y los egipcios nos maltrataron y nos afligieron, y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Y clamamos a Jehová el Dios de nuestros padres; y Jehová oyó nuestra voz, y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión; y Jehová nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con grande espanto, y con señales y con milagros; y nos trajo a este lugar, y nos dio esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora, he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová. Y lo dejarás delante de Jehová tu Dios, y adorarás delante de Jehová tu Dios. Y te alegrarás en todo el bien que Jehová tu Dios te haya dado a ti y a tu casa, así tú como el levita y el extranjero que está en medio de ti” (v. 5-11).
Esta es una hermosa ilustración de la adoración. “Un arameo a punto de perecer”. Ese era el origen. En cuanto a lo natural, nada había de qué vanagloriarse. ¿Y en qué condición los había encontrado la gracia? En la dura esclavitud de Egipto, gimiendo entre los hornos de ladrillos, bajo el látigo de los crueles capataces de Faraón. Pero entonces “clamamos a Jehová”. He aquí su recurso seguro. Era todo lo que podían hacer, y eso fue suficiente. Ese clamor de impotencia subió directamente al trono y al corazón de Dios e hizo que Él descendiera a los hornos de ladrillos de Egipto. Oigamos las benévolas palabras de Jehová a Moisés: “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel… El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen” (Éxodo 3:7-9).
La inmediata respuesta de Jehová al clamor de su pueblo fue: “He descendido para librarlos”. Sí, él descendió en uso de su libre y soberana gracia para rescatar a su pueblo. Ningún poder de los hombres o de los demonios, de la tierra o del infierno pudo detener a Israel ni un instante más del tiempo señalado para esta liberación. Por eso, en nuestro capítulo, el gran resultado está expuesto por las palabras del adorador y la canasta de las primicias. “He entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría… Y ahora, he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová” (v. 3, 10). Jehová lo cumplió todo según el amor de su corazón y la fidelidad de su palabra. Ni una tilde había faltado. “He entrado” y “he traído” las primicias del fruto. ¿Qué fruto? ¿El de Egipto? Nada de eso, sino el “de la tierra que me diste, oh Jehová”. Los labios del adorador proclamaban el cumplimiento de la obra de Jehová. La canasta del adorador contenía el fruto de la tierra de Jehová. Nada podía ser más sencillo ni real. No quedaba lugar para la duda ni fundamento para cuestionamiento alguno. Simplemente debía declarar lo que Jehová había hecho y mostrar los frutos. Todo era de Dios, desde el principio hasta el fin. Él los había sacado de Egipto y los había introducido en Canaán, también había llenado sus canastas con los exquisitos frutos de Su tierra, y sus corazones de Su alabanza.
Para Israel: «He entrado» – Para la Iglesia: «He venido a Jesús»
Ahora, amado lector, permítanos preguntarle, ¿cree que era presunción por parte del israelita expresarse como lo hizo? ¿Era injusto, poco modesto y orgulloso decir: “He entrado”? ¿Hubiese sido más conveniente para él limitarse a expresar la esperanza de que más adelante quizá pudiera entrar en la tierra? ¿La duda y la vacilación en cuanto a su posición y herencia hubiesen sido más honrosas y agradables al Dios de Israel? ¿Qué respuesta daría usted? Tal vez, anticipándose a nuestra conclusión, diría que aquí no cabe la analogía. ¿Por qué no?, le preguntamos. Si un israelita podía decir: “Declaro hoy… que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría”, ¿por qué no puede el creyente decir ahora: «He llegado a Jesús»? Es verdad que en el primer caso era algo visible, en este otro es por la fe. Pero, ¿es este último menos real que el primero? El inspirado escritor de la epístola a los Hebreos dice: “Os habéis acercado al monte de Sion”, y añade: “Recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia” (Hebreos 12:22, 28). Si tenemos dudas en cuanto a que hemos llegado y hemos recibido el “reino”, es imposible que adoremos en verdad o que prestemos un servicio aceptable. Solo cuando seamos conscientes de nuestra posesión del lugar, es decir, de nuestra posición de salvos y herederos en Cristo, nuestro culto podrá ascender al trono celestial y podremos servir de una manera eficaz en la esfera espiritual.
¿Qué es la verdadera adoración? Es simplemente expresar en la presencia de Dios lo que él es y lo que ha hecho. Es tener el corazón ocupado con Dios, deleitándose en él y en sus maravillosos cuidados. Si no conocemos a Dios ni creemos en lo que él ha hecho, ¿cómo podremos adorarlo?
Es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan
(Hebreos 11:6).
Ahora bien, conocer a Dios es vida eterna. No puedo adorar a Dios si no lo conozco, y no puedo conocerlo sin tener vida eterna. Los atenienses habían erigido un altar “al Dios no conocido” (Hechos 17:23). Pablo les dijo que ellos adoraban a quien no conocían, y les presentó al verdadero Dios, revelado en la Persona y en la obra del Hombre Cristo Jesús.
Es muy importante entender bien esto. Hay que conocer a Dios antes de poder adorarlo. Puede ser que lo busque, “si en alguna manera, palpando” puedo hallarlo (Hechos 17:27); pero buscar a alguien a quien no conozco, y adorar a aquel a quien he hallado y amo, son dos cosas completamente diferentes. Dios se ha revelado a nosotros, ¡bendito sea su nombre! Él nos ha dado la luz del conocimiento de su gloria en la faz de Jesucristo (2 Corintios 4:6). Se ha acercado a nosotros en la Persona de ese precioso Salvador, de tal modo que podemos conocerlo, amarlo, confiar en él, deleitarnos en él y acudir a él en todas nuestras debilidades y necesidades. Ya no tenemos que buscarlo a tientas en las tinieblas de la naturaleza, ni en las brumas de la falsa religión. No, nuestro Dios se ha dado a conocer mediante una revelación tan clara que nadie se puede equivocar. El cristiano puede decir: “Yo sé a quién he creído” (2 Timoteo 1:12). Esta es la base de todo verdadero culto. Puede haber un gran caudal de piedad carnal, de religiosidad exterior y de rutina ceremonial, sin un solo átomo de verdadero culto espiritual. Este último solo puede proceder del conocimiento de Dios.
Mas nuestro propósito no es escribir un tratado sobre la adoración. Simplemente hemos querido presentar la instructiva y bella ordenanza de la canasta de las primicias de los frutos. Hemos mostrado que la adoración era lo primero que un israelita debía hacer cuando estaba en posesión de la tierra. Nosotros, ahora, debemos conocer nuestra posición y privilegios en Cristo, antes de que podamos adorar al Padre de una manera inteligente y verdadera.
La beneficencia
Otro resultado muy importante y práctico que está ilustrado en nuestro capítulo es la beneficencia activa.
“Cuando acabes de diezmar todo el diezmo de tus frutos en el año tercero, el año del diezmo, darás también al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda; y comerán en tus aldeas, y se saciarán. Y dirás delante de Jehová tu Dios: He sacado lo consagrado de mi casa, y también lo he dado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda, conforme a todo lo que me has mandado; no he transgredido tus mandamientos, ni me he olvidado de ellos” (v. 12-13).
Nada hay más bello que el orden moral de estas cosas. Es el mismo que encontramos en Hebreos 13:
Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre
(v. 15).
Aquí tenemos el culto. “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (v. 16). Aquí tenemos la beneficencia en acción. Poniendo las dos cosas juntas, tenemos lo más excelente y lo menos excelente del carácter del cristiano –alabar a Dios y hacer bien a los hombres. ¡Preciosas características! ¡Oh, si pudiéramos ostentarlas con más fidelidad! Lo cierto es que siempre van juntas. Muéstrenme un hombre cuyo corazón esté lleno de alabanza a Dios y veremos que también está lleno de afecto hacia todos aquellos que sufren bajo las manifestaciones de la miseria humana. Quizás no posee riquezas en este mundo, y se ve en la obligación de decir, como dijo el apóstol: “No tengo plata ni oro” (Hechos 3:6), pero puede manifestar lágrimas de simpatía, una mirada de bondad, unas palabras de consuelo. Estas cosas reconfortan más a un corazón sensible que el abrir la billetera o el sonido de las piezas de oro y plata. Nuestro adorable Señor y Maestro, nuestro gran Modelo, anduvo “haciendo bienes” (Hechos 10:38), pero nunca leemos que le diera dinero a alguien. Tenemos razones para creer que Jesús ni siquiera tenía una moneda. Cuando tuvo que responder a los herodianos si se debía o no dar tributo a César, debió pedir que le mostraran una moneda; y cuando se le dijo que pagase tributo, mandó a Pedro a buscarlo al mar. Jamás llevó dinero consigo, y por cierto que el dinero no se halla en la lista de los dones concedidos por él a sus siervos. No obstante, el Señor anduvo haciendo bienes, y nosotros debemos hacer lo mismo en nuestra escasa medida. Es a la vez nuestro privilegio y deber.
Fíjese el lector en el orden divino expuesto en Hebreos 13 e ilustrado en Deuteronomio 26. La adoración tiene el primer lugar. No lo olvidemos nunca. Podríamos imaginarnos, en nuestra pretenciosa sabiduría o sentimentalismo, que la beneficencia, el servicio social y la filantropía deberían ocupar el primer lugar. Pero no es así. “El que sacrifica alabanza me honrará” (Salmo 50:23). Dios habita entre las alabanzas de su pueblo (Salmo 22:3). Ama estar rodeado de corazones que rebosan con el sentimiento de su bondad, grandeza y gloria. Por eso “siempre” debemos ofrecer nuestro sacrificio de alabanza a Dios. El salmista también dice:
Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca
(Salmo 34:1).
No es de vez en cuando, o cuando todo va bien, sino en “todo tiempo”, “de continuo”. Esa corriente de acción de gracias y de exaltación a Dios debe fluir sin interrupción. No hay intervalo para las murmuraciones, quejas, disgustos, tristezas o desalientos. La alabanza y acción de gracias han de ocuparnos continuamente. Siempre hemos de cultivar el espíritu de adoración. Cada aliento debería ser un aleluya. Así será más tarde. La alabanza será nuestra feliz y santa ocupación durante la eternidad. Cuando ya no seamos llamados a compartir nuestros bienes, ni haya más necesidad de dar o recibir simpatía, cuando nos hayamos despedido de esta escena de dolor, pena, muerte y desolación, entonces alabaremos eternamente a nuestro Dios sin obstáculo ni interrupción, en el santuario, en su bendita presencia en lo alto.
“De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis”. El escritor hizo esta recomendación de una manera muy especial. No dijo: «De ofrecer sacrificio de alabanza no os olvidéis». No, temía que al disfrutar de nuestra propia situación y herencia en Cristo nos olvidáramos que atravesamos un mundo lleno de necesidades y miserias, de pruebas y aprietos; por lo tanto añadió la saludable amonestación de poner en práctica la beneficencia, y de compartir nuestros bienes. El israelita espiritual no solo debía regocijarse con todo lo bueno que el Señor le había concedido, sino que también debía acordarse del levita, del extranjero, del huérfano y de la viuda. Debía recordar al que no tenía posesión en la tierra y estaba enteramente dedicado a la obra del Señor, a los que no poseían morada fija en esta tierra, al que no tenía hogar propio y al que había perdido la protección natural. Así debe ser siempre. El rico caudal de la gracia que desciende del seno de Dios llena nuestros corazones y se desborda reconfortando y alegrando a todos los que están a nuestro alcance. Si siempre viviéramos en el deleite de lo que poseemos en Dios, todos nuestros movimientos, actos, palabras y hasta nuestras simples miradas harían bien a otros. Según el pensamiento divino, el cristiano debería tener constantemente una mano levantada hacia Dios presentando el sacrificio de alabanza, y la otra llena de los frutos de la generosidad para con todos los necesitados.
¡Oh, amado lector!, consideremos detenidamente estas cosas. Apliquemos nuestros corazones y busquemos una realización más completa y una verdadera expresión de estas dos grandes ramas del cristianismo práctico.
La santidad práctica en la marcha, el servicio y el ministerio
Vamos a dar una rápida ojeada al tercer punto de este precioso capítulo. Cuando el israelita presentaba su canasta y distribuía sus diezmos, decía: “No he comido de ello en mi luto, ni he gastado de ello estando yo inmundo, ni de ello he ofrecido a los muertos; he obedecido a la voz de Jehová mi Dios, he hecho conforme a todo lo que me has mandado. Mira desde tu morada santa, desde el cielo, y bendice a tu pueblo Israel, y a la tierra que nos has dado, como juraste a nuestros padres, tierra que fluye leche y miel. Jehová tu Dios te manda hoy que cumplas estos estatutos y decretos; cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón y con toda tu alma. Has declarado solemnemente hoy que Jehová es tu Dios, y que andarás en sus caminos, y guardarás sus estatutos, sus mandamientos y sus decretos, y que escucharás su voz. y Jehová ha declarado hoy que tú eres pueblo suyo, de su exclusiva posesión, como te lo ha prometido, para que guardes todos sus mandamientos; a fin de exaltarte sobre todas las naciones que hizo, para loor y fama y gloria, y para que seas un pueblo santo a Jehová tu Dios, como él ha dicho” (v. 14-19).
Aquí tenemos la santidad personal, la santificación práctica y una completa separación de todo lo que fuera incompatible con el lugar santo y las relaciones en las cuales Israel fue introducido por la soberana gracia y misericordia de Dios. Ahí no debía haber luto, nada inmundo, ni obras muertas. No tenemos tiempo ni lugar para tales cosas. Estas no pertenecen a la bendita esfera en la cual tenemos el privilegio de vivir y movernos. Son tres las cosas que debemos hacer:
– mirar a lo alto a Dios y ofrecer el sacrificio de alabanza,
– mirar al mundo necesitado y hacerle bien,
– mirarnos a nosotros mismos, a nuestra vida interior, y procurar, por la gracia, guardarnos inmaculados.
La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo
(Santiago 1:27).
De este modo, sea que oigamos a Moisés en Deuteronomio 26, al inspirado escritor en Hebreos 13 o a Santiago en su práctica epístola, es el mismo Espíritu que nos habla y nos da las mismas instrucciones. Son instrucciones de indecible valor e importancia moral que deben ser propagadas en estos días de indiferencia y superficialidad, en los cuales las doctrinas de la gracia se captan de un modo puramente intelectual, relacionándolas con toda clase de mundanalidad y desidia.
En verdad se necesita urgentemente un ministerio poderoso y práctico entre nosotros. Hay una carencia lamentable del elemento profético y pastoral. Por elemento profético entendemos aquel carácter del ministerio que obra sobre la conciencia y la conduce a la inmediata presencia de Dios. Esto es en gran manera necesario. En el ministerio mucho va dirigido a la inteligencia, pero desgraciadamente muy poco al corazón y a la conciencia.
El maestro habla al entendimiento, el profeta a la conciencia1 , el pastor habla al corazón. Hablamos, desde luego, en términos generales. Puede suceder que esos tres elementos se hallen en el ministerio de un solo hombre, pero son distintos. Donde faltan los dones de profeta y pastor en una asamblea, los maestros deberían orar muy fervientemente para que el Señor les conceda el poder espiritual de presentar la verdad de manera que obre efectivamente en los corazones y las conciencias de los suyos. Bendito sea su Nombre, Él tiene todos los dones de gracia y de poder que sus siervos necesitan. Todo lo que debemos hacer es orar a él con real fervor y sinceridad de corazón. Sin duda nos dará la gracia y la aptitud moral necesaria para cualquier servicio al cual nos llame en su Iglesia.
¡Ah, que todos los siervos del Señor sean animados por un celo más profundo y vigoroso en los diversos servicios de su obra! Que podamos insistir “a tiempo y fuera de tiempo” (2 Timoteo 4:2), sin desanimarnos por la situación que nos rodea. Por el contrario, hallemos en ese mismo estado la razón apremiante para una dedicación más intensa.
- 1Muchos piensan que un profeta es solo aquel que predice los acontecimientos futuros; pero sería una equivocación limitar así el significado de aquel vocablo. En 1 Corintios 14:28-32 se nos muestra el verdadero sentido de las palabras “profeta” y “profetizar”. El maestro y el profeta están relacionados. El maestro desarrolla la verdad contenida en la Palabra de Dios; el profeta la aplica a la conciencia; y, podemos añadir, el pastor ve de qué modo ese doble ministerio obra en el corazón y en la vida práctica.