Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Los sacerdotes, los levitas

El servicio y la parte de cada uno

El párrafo con que empieza este capítulo sugiere una serie de verdades muy interesantes y prácticas.

“Los sacerdotes levitas, es decir, toda la tribu de Leví, no tendrán parte ni heredad en Israel; de las ofrendas quemadas a Jehová y de la heredad de él comerán. No tendrán, pues, heredad entre sus hermanos; Jehová es su heredad, como él les ha dicho. Y este será el derecho de los sacerdotes de parte del pueblo, de los que ofrecieren en sacrificio buey o cordero: darán al sacerdote la espaldilla, las quijadas y el cuajar. Las primicias de tu grano, de tu vino y de tu aceite, y las primicias de la lana de tus ovejas le darás; porque le ha escogido Jehová tu Dios de entre todas tus tribus, para que esté para administrar en el nombre de Jehová, él y sus hijos para siempre. Y cuando saliere un levita de alguna de tus ciudades de entre todo Israel, donde hubiere vivido, y viniere con todo el deseo de su alma al lugar que Jehová escogiere, ministrará en el nombre de Jehová su Dios como todos sus hermanos los levitas que estuvieren allí delante de Jehová. Igual ración a la de los otros comerá, además de sus patrimonios” (v. 1-8).

Aquí, como en las demás partes del libro de Deuteronomio, los sacerdotes están clasificados con los levitas de un modo muy característico. Creemos que la razón de la diferencia que presenta al respecto el libro de Deuteronomio con el Éxodo, el Levítico y los Números, es la siguiente: en Deuteronomio el objetivo divino es poner más de relieve a toda la congregación de Israel. Por eso los sacerdotes se presentan rara vez en su cargo oficial. La gran característica del Deuteronomio es mostrar a Israel en inmediata relación con Dios.

Ahora bien, en este pasaje los sacerdotes y los levitas están unidos, y nos son presentados como siervos del Señor, dependiendo completamente de él e identificados íntimamente con su altar y su servicio. Esto es muy interesante y abre un vasto campo de verdades prácticas a la Iglesia de Dios.

Repasando la historia de Israel podemos observar que cuando todo funcionaba bien, el altar de Dios estaba bien abastecido y, como consecuencia, los sacerdotes y levitas eran bien atendidos. Si Dios recibía la parte que le correspondía, sus siervos estaban seguros de tener la suya. Si él era olvidado, también lo eran ellos. Estaban relacionados. El pueblo debía traer sus ofrendas a Dios y él las compartía con sus servidores. Los sacerdotes y levitas no debían exigir ni pedir nada al pueblo, pero el pueblo tenía el privilegio de traer sus ofrendas al altar de Dios, quien permitía a sus servidores alimentarse del fruto de la devoción de su pueblo hacia él.

En el tiempo de Elí

Esa era la intención divina en cuanto a sus siervos. Debían vivir de las ofrendas voluntarias presentadas a Dios por toda la congregación. Tristemente en los sombríos y malos tiempos de los hijos de Elí vemos algo diferente: “Era costumbre de los sacerdotes con el pueblo, que cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdote mientras se cocía la carne, trayendo en su mano un garfio de tres dientes, y lo metía en el perol, en la olla, en el caldero o en la marmita; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba para sí. De esta manera hacían con todo israelita que venía a Silo. Asimismo, antes de quemar la grosura (la parte especial destinada a Dios), venía el criado del sacerdote, y decía al que sacrificaba: Da carne que asar para el sacerdote; porque no tomará de ti carne cocida, sino cruda. Y si el hombre le respondía: Quemen la grosura primero, y después toma tanto como quieras; él respondía: No, sino dámela ahora mismo; de otra manera yo la tomaré por la fuerza. Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová” (1 Samuel 2:13-17).

Todo esto era lamentable y trajo el solemne juicio de Dios sobre la casa de Elí. No podía ser de otro modo. Si los que ministraban en el altar eran culpables de tan terrible iniquidad e impiedad, el juicio debía seguir su curso.

Pero el estado normal de las cosas, según lo vemos en nuestro capítulo, ofrecía un evidente contraste con todo ese mal. Jehová se agradaba de las ofrendas voluntarias de su pueblo y de ellas alimentaba a sus siervos que ministraban en su altar. Por lo tanto, cuando las ofrendas abundaban sobre el altar de Dios, los sacerdotes y levitas tenían abundante abastecimiento. Pero cuando Jehová y su altar eran tratados con negligencia, los siervos del Señor también eran olvidados. Ellos estaban íntimamente identificados con el culto y servicio del Dios de Israel.

En el tiempo de Ezequías

Así, por ejemplo, en los brillantes días del rey Ezequías, cuando los corazones eran dichosos y sinceros, leemos: “Y arregló Ezequías la distribución de los sacerdotes y de los levitas conforme a sus turnos, cada uno según su oficio; los sacerdotes y los levitas para ofrecer el holocausto y las ofrendas de paz, para que ministrasen, para que diesen gracias y alabasen dentro de las puertas de los atrios de Jehová. El rey contribuyó de su propia hacienda para los holocaustos a mañana y tarde, y para los holocaustos de los días de reposo, nuevas lunas y fiestas solemnes, como está escrito en la ley de Jehová. Mandó también al pueblo que habitaba en Jerusalén, que diese la porción correspondiente a los sacerdotes y levitas, para que ellos se dedicasen a la ley de Jehová. Y cuando este edicto fue divulgado, los hijos de Israel dieron muchas primicias de grano, vino, aceite, miel, y de todos los frutos de la tierra; trajeron asimismo en abundancia los diezmos de todas las cosas. También los hijos de Israel y de Judá, que habitaban en las ciudades de Judá, dieron del mismo modo los diezmos de las vacas y de las ovejas; y trajeron los diezmos de lo santificado, de las cosas que habían prometido a Jehová su Dios, y los depositaron en montones. En el mes tercero comenzaron a formar aquellos montones, y terminaron en el mes séptimo. Cuando Ezequías y los príncipes vinieron y vieron los montones, bendijeron a Jehová, y a su pueblo Israel. Y preguntó Ezequías a los sacerdotes y a los levitas acerca de esos montones. Y el sumo sacerdote Azarías, de la casa de Sadoc, le contestó: Desde que comenzaron a traer las ofrendas a la casa de Jehová, hemos comido y nos hemos saciado, y nos ha sobrado mucho, porque Jehová ha bendecido a su pueblo; y ha quedado esta abundancia de provisiones” (2 Crónicas 31:2-10).

¡Cuán bello y alentador es todo esto! La profunda marea de dedicación afluía alrededor del altar de Dios llevando un abundante suministro para satisfacer todas las necesidades de los siervos de Dios, e incluso sobraba para hacer “montones”. Podemos estar seguros de que esto era grato al corazón del Dios de Israel, como también al de los que se habían entregado, por su llamamiento y designación, al servicio de su altar y de su santuario.

Observemos especialmente las siguientes palabras: “Como está escrito en la ley de Jehová”. He aquí la autoridad de Ezequías, la base inmutable y firme de toda su conducta. Es verdad que la unidad visible de la nación había desaparecido, y la situación era desalentadora. Pero la Palabra de Dios era tan verdadera y de aplicación tan directa en los días de Ezequías como lo fue en los días de David o de Josué. Ezequías sintió justamente que Deuteronomio 18:1-8 se aplicaba a su tiempo y a su conciencia, y que tanto él como su pueblo debían obrar en consecuencia. Los sacerdotes y levitas, ¿debían morir de hambre porque la unidad nacional había desaparecido? Por cierto que no. Subsistían o caían juntamente con la Palabra, el culto y la obra de Dios. Las circunstancias podían cambiar, y el israelita podía encontrarse en una situación en la que le fuera imposible cumplir todos los detalles del ceremonial levítico, pero nunca podía estar en circunstancias que no le permitieran expresar generosamente la devoción de su corazón al altar, al servicio y a la ley de Jehová.

En el tiempo de Nehemías

Así vemos a lo largo de toda la historia de Israel que cuando las cosas iban bien, se proveía abundantemente al culto del Señor, a su obra y a sus obreros. Por el contrario, cuando el estado moral decaía, los corazones se distanciaban, y el egoísmo con sus intereses ocupaba el primer lugar. Entonces todas aquellas grandes cosas eran tratadas con fría indiferencia. Veamos, por ejemplo, el caso expuesto en Nehemías 13. Cuando ese fiel siervo de Dios volvió a Jerusalén después de una ausencia de pocos días, con profunda pena halló que durante ese corto período se habían tomado malas disposiciones, entre ellas se había dejado sin sustento a los levitas. “Encontré asimismo que las porciones para los levitas no les habían sido dadas, y que los levitas y cantores que hacían el servicio habían huido cada uno a su heredad” (v. 10). No había “montones” de primicias en aquellos nefastos días. Tampoco era conforme con la ley de Jehová, ni según su corazón, que aquellos hombres trabajaran y cantaran sin tener alimentos. Era un oprobio para el pueblo que los siervos del Señor se vieran obligados, a causa de su negligencia, a abandonar el culto y la obra de Dios para no morir de hambre.

Era una situación deplorable. Nehemías la sintió intensamente, según leemos: “Entonces reprendí a los oficiales, y dije: ¿Por qué está la casa de Dios abandonada? Y los reuní y los puse en sus puestos. Y todo Judá trajo el diezmo del grano, del vino y del aceite, a los almacenes. Y puse por mayordomos de ellos al sacerdote Selemías… porque eran tenidos por fieles”, merecían la confianza de sus hermanos, “y ellos tenían que repartir a sus hermanos” (v. 11-13). Se necesitaban hombres fieles para ocupar esta elevada posición y distribuir a sus hermanos los preciosos frutos de las ofrendas del pueblo. Podían tomar consejo juntos y velar para que el tesoro de Jehová fuera administrado fielmente, según su Palabra, y para que las necesidades de sus verdaderos obreros fuesen satisfechas sin parcialidad.

Tal era la hermosa orden del Dios de Israel, orden a la que todo verdadero israelita, como Nehemías y Ezequías, se complacían en atender. La amplia fuente de bendiciones iba de Jehová a su pueblo, luego retornaba de su pueblo él, y de esta fuente sus siervos suplían todas sus necesidades. Era un deshonor para él que los levitas tuvieran que huir cada uno a su heredad; esto demostraba que la casa de Dios era olvidada, y que no había sustento para sus siervos.

En el tiempo de la Iglesia

¿Qué lección podemos sacar de todo esto? ¿Qué puede aprender la Iglesia de Dios de Deuteronomio 18:1-8? Para responder a esta pregunta debemos leer 1 Corintios 9, donde el apóstol trata el importante tema de cómo la asamblea debe proveer a las necesidades de los siervos de Dios, tema tan poco comprendido por una gran masa de cristianos profesantes. La regla es muy clara. “¿Quién fue jamás soldado a sus propias expensas? ¿Quién planta viña y no come de su fruto? ¿O quién apacienta el rebaño y no toma de la leche del rebaño? ¿Digo esto solo como hombre? ¿No dice esto también la ley? Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros? Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto. Si nosotros sembramos entre vosotros lo espiritual, ¿es gran cosa si segáremos de vosotros lo material? Si otros participan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más nosotros? Pero” –aquí aparece la gracia con su brillo celestial– “no hemos usado de este derecho, sino que lo soportamos todo, por no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo. ¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio. Pero” –aquí de nuevo la gracia afirma su santa dignidad– “yo de nada de esto me he aprovechado, ni tampoco he escrito esto para que se haga así conmigo; porque prefiero morir, antes que nadie desvanezca esta mi gloria. Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! Por lo cual, si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la comisión me ha sido encomendada. ¿Cuál, pues, es mi galardón? Que predicando el evangelio, presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de mi derecho en el evangelio” (v. 7-18).

Este interesante tema es presentado aquí bajo todos sus aspectos. El apóstol expone claramente la divina ley sobre este punto. No es posible equivocarse. “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio”. Así como los sacerdotes y levitas de la antigüedad vivían de las ofrendas presentadas por el pueblo, ahora los que son llamados por Dios, que han recibido dones de Cristo, que han sido hechos aptos por el Espíritu Santo para predicar el evangelio, y se entregan por completo a esa obra gloriosa, tienen moralmente derecho al sustento temporal. No deben esperar una suma determinada de aquellos a quienes predican la Palabra. Esa idea no se encuentra en el Nuevo Testamento. El obrero o siervo de Dios debe esperar el sustento de su Señor y Maestro y no mirar a la Iglesia o a los hombres. Los sacerdotes y levitas tenían su porción en Jehová, y de él la recibían. Él era la parte de su herencia. En verdad Dios esperaba que el pueblo lo sirviera en la persona de sus siervos. Les dijo lo que debían dar, y los bendecía cuando daban. Dar era tanto un privilegio como un deber para Israel. Si rehusaran hacerlo, sobre sus campos habría sequía y la esterilidad (Hageo 1:5-11).

Pero los sacerdotes y levitas debían esperar solo en Dios. Si el pueblo fallaba en presentar sus ofrendas, los levitas se veían obligados a volver a sus heredades para trabajar y ganar su sustento. No podían ir a juicio para exigir diezmos u ofrendas. Su único recurso era apelar al Dios de Israel que los había consagrado para su servicio, y les había dado a cumplir esa obra.

Así debe ser con los obreros del Señor ahora. Solo deben esperar en él. Es necesario que estén bien seguros de que él los ha capacitado para la obra y los ha llamado a ella, antes de arriesgarse y entregarse enteramente a la obra de la predicación. Deben apartar sus miradas de los hombres, de todos los recursos humanos, y apoyarse exclusivamente en el Dios vivo. Por obrar erradamente en este solemne asunto, se ven consecuencias desastrosas. Hombres que no son llamados por Dios, ni capacitados para la obra, abandonan sus ocupaciones para consagrarse al servicio de Dios y vivir por fe, como ellos dicen. El resultado en estos casos es un naufragio seguro y lamentable. Algunos, cuando empiezan a ver las duras realidades del camino, se alarman de tal modo que pierden su equilibrio moral, e incluso mental por algún tiempo; otros pierden la paz y algunos vuelven al mundo.

En suma, nuestra profunda convicción, después de cuarenta años de observaciones, es que son pocos los casos en los cuales un cristiano pueda abandonar su oficio, con el que gana su sustento, para ir a predicar el Evangelio. El llamado debe ser tan claro e incuestionable que el cristiano interpelado pueda decir, como dijo Lutero ante la dieta de Worms: «¡Aquí estoy! No puedo obrar de otro modo. Estoy encadenado a la Palabra de Dios, ¡que Dios me ayude! Amén». Entonces podrá estar perfectamente seguro de que Dios lo sostendrá en la obra a la cual lo ha llamado y proveerá a todas sus necesidades,

conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús
(Filipenses 4:19).

En cuanto a los hombres y a los pensamientos que tengan sobre él y sobre su obra, solo tiene que remitirlos a su Señor. Como no les ha pedido nada, no tiene que rendirles cuenta, su responsabilidad es ante su Señor y Maestro.

El apóstol Pablo

Considerando este hermoso pasaje de 1 Corintios 9, vemos que el apóstol, después de haber establecido su derecho a ser sustentado, renuncia completamente a este. “Pero yo de nada de esto me he aprovechado”. Trabajó con sus manos; trabajó con esfuerzo y fatiga día y noche a fin de no ser una carga para nadie. “Para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido” (Hechos 20:34). No codició la plata, el oro o el vestido de nadie. Viajaba, predicaba, visitaba las casas, era un apóstol laborioso, un ardiente evangelista, un diligente pastor de las almas, se ocupaba de todas las iglesias. ¿No tenía derecho a ser sustentado? Seguro que sí. La Iglesia de Dios tendría que haberse regocijado proveyendo a sus necesidades. Pero él nunca reclamó sus derechos; incluso renunció a ellos. Se sostuvo, él y sus compañeros, con el trabajo de sus manos, y todo esto como ejemplo, según dijo a los ancianos de la Iglesia en Éfeso:

En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir
(Hechos 20:35).

¿No causa admiración que a este amado y respetado siervo de Cristo, quien a pesar de sus extensos viajes desde Jerusalén y sus alrededores hasta Ilírico, sus gigantescos trabajos como evangelista, pastor y maestro, aún le quedaba tiempo para trabajar y ganar su propio sustento y el de los que lo acompañaban? Ocupaba un nivel moral muy sublime. Su vida fue un permanente testimonio contra cualquier forma de remuneración. Las alusiones irónicas de los incrédulos respecto a los ministros asalariados y bien remunerados no podrían aplicarse a un ministro de Cristo como lo era Pablo. No predicaba por un salario.

Sin embargo, recibía con agradecimiento el auxilio de los que sabían dar. Varias veces la amada asamblea de Filipos suplió las necesidades de su amado padre en Cristo. Lo que hicieron jamás pasará al olvido. Millones de cristianos han leído el conmovedor relato de su devoción y se han sentido refrescados por el perfume de su sacrificio. En el cielo, todo está anotado. Jamás se olvidan las acciones de esta clase, incluso están grabadas en el corazón de Cristo. Oigamos cómo el apóstol desborda su corazón en agradecimientos, dirigiéndose a sus amados hijos en la fe: “En gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí; de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad. No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. Sin embargo, bien hicisteis en participar conmigo en mi tribulación. Y sabéis también vosotros, oh filipenses, que al principio de la predicación del evangelio, cuando partí de Macedonia, ninguna iglesia participó conmigo en razón de dar y recibir, sino vosotros solos; pues aun a Tesalónica me enviasteis una y otra vez para mis necesidades. No es que busque dádivas, sino que busco fruto que abunde en vuestra cuenta. Pero todo lo he recibido, y tengo abundancia; estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios. Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:10-19).

¡Qué privilegio fue poder consolar el corazón de tan honrado siervo de Cristo al final de su carrera y en la soledad de su calabozo en Roma! ¡Cuán oportuna y aceptable era la ofrenda de los filipenses! ¡Cuál no debió ser su gozo al recibir los gratos reconocimientos del apóstol! ¡Y qué preciosa seguridad de que su servicio había ascendido como olor fragante hasta el trono y el corazón de Dios! ¿Quién no hubiese preferido ser más bien un filipense ayudando al apóstol en su necesidad, que un corintio dudando de su ministerio apostólico, o un gálata quebrantándole el corazón? ¡Qué inmensa diferencia! El apóstol no podía recibir nada de la asamblea de Corinto. Su estado no lo permitía. Algunos miembros de esta asamblea lo ayudaron. Su servicio está grabado en las páginas inspiradas e inscrito en el cielo donde más tarde será recompensado abundantemente. “Me regocijo con la venida de Estéfanas, de Fortunato y de Acaico, pues ellos han suplido vuestra ausencia. Porque confortaron mi espíritu y el vuestro; reconoced, pues, a tales personas” (1 Corintios 16:17-18).

Como el Maestro, así el siervo

Vemos claramente que tanto bajo la ley como bajo la gracia, la voluntad de Dios es que quienes son realmente llamados por él para la obra, y se han dedicado diligente y fielmente a su servicio, cuenten con la cordial simpatía y la espontánea ayuda material del pueblo de Dios. Todos los que aman a Cristo se deben gozar compartiendo sus bienes con el Señor a través de sus siervos. Cuando Jesús estuvo en la tierra aceptó con agrado la ayuda voluntaria de aquellos que lo amaban y habían recogido fruto de su precioso ministerio, “algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes” (Lucas 8:2-3).

¡Dichosas y privilegiadas mujeres! ¡Qué gozo poder asistir al Señor de gloria en los días de su humillación y de sus necesidades terrenales! Sus nombres tienen el honor de aparecer en las divinas páginas, escritos por el Espíritu Santo y llevados por la corriente del tiempo hasta la eternidad. ¡Bien hicieron esas mujeres en no malgastar sus bienes en pequeñeces, ni en acumularlos para maldición de sus almas, lo que suele suceder cuando no es empleado para Dios!

Por otra parte, vemos cuán necesario es que los que ocupan el puesto de obreros, sea en la asamblea o fuera de ella, se mantengan libres de toda influencia humana y no se pongan bajo la dependencia del hombre. Es con Dios que deben tratar en lo íntimo de sus almas, de lo contrario tarde o temprano fracasarán. Deben confiar solamente en él para el abastecimiento de sus necesidades. Si la asamblea los descuida, ella es la que más pierde. Mas si ellos pueden sostenerse con el trabajo de sus manos, sin perjudicar su servicio a Cristo, mucho mejor; evidentemente es lo mejor, estamos convencidos de ello. Nada hay más bello, espiritual y moralmente, que ver a un verdadero siervo de Cristo manteniéndose él y su familia con el sudor de su frente o el fruto de su inteligencia, y al mismo tiempo entregándose diligentemente a la obra del Señor, ya sea como evangelista, pastor o maestro. El extremo opuesto, que frecuentemente se presenta, es el hombre que sin poseer ninguno de los dones divinos ya citados, y aún peor, sin la vida espiritual, ingresa a lo que llamamos el ministerio, como a cualquier otra profesión o medio de subsistencia. La posición de tal hombre es moralmente peligrosa y en extremo miserable. No nos detendremos en ello, puesto que nos alejaríamos de nuestro tema, preferimos continuar con nuestro capítulo.

No practicaréis adivinación

“Cuando entres a la tierra que Jehová tu Dios te da, no aprenderás a hacer según las abominaciones de aquellas naciones. No sea hallado en ti quien haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos. Porque es abominación para con Jehová cualquiera que hace estas cosas, y por estas abominaciones Jehová tu Dios echa estas naciones de delante de ti. Perfecto serás delante de Jehová tu Dios. Porque estas naciones que vas a heredar, a agoreros y a adivinos oyen; mas a ti no te ha permitido esto Jehová tu Dios” (v. 9-14).

Puede ser que al leer este pasaje el lector se sienta dispuesto a preguntar qué aplicación tiene esto para los cristianos hoy en día. Ahora le preguntamos: ¿No hay cristianos profesantes que asisten a consultas con brujos, magos y nigromantes; que toman parte en sesiones espiritistas, invocando a los espíritus; que consultan las tablas ouijas; que se dejan manipular con el mesmerismo (hipnotismo); que leen y dependen de lo que les dice el horóscopo para guiar sus vidas, y que practican otras cosas semejantes?1 Si los hay, el pasaje que acabamos de citar se aplica a ellos de manera muy solemne. Creemos firmemente que todas estas cosas son del diablo. Estamos convencidos de que cuando la gente se entrega a la terrible invocación de los espíritus, se está poniendo en manos del diablo para ser arrastrada y engañada por sus mentiras. ¿Qué necesidad tienen de invocar espíritus, y de las tablas ouijas, los que poseen la perfecta revelación de Dios en su Palabra escrita? Ninguna ciertamente. Y si no contentos con esa preciosa Palabra se dirigen supuestamente a los espíritus de amigos o familiares muertos, ¿qué pueden esperar sino que Dios los abandone para ser cegados y extraviados por espíritus demoníacos que surgen y suplantan o personifican a los muertos, diciendo toda clase de mentiras?

No intentaremos profundizar más sobre este tema. Sentimos la obligación de prevenir al lector sobre el gran peligro que representa el consultar a los espíritus de los muertos. No entraremos en la cuestión de saber si las almas pueden volver a este mundo. Dios podría permitirlo si lo juzgara conveniente, pero dejaremos este tema de lado. El punto principal es la perfecta suficiencia de la revelación divina. ¿Para qué necesitamos a las almas de los muertos o los espíritus? El rico del evangelio creía que si Lázaro pudiese volver a la tierra y hablar a sus cinco hermanos, obtendría un gran resultado. “Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:27-31).

Aquí tenemos la respuesta a dicha cuestión. Si los hombres no quieren oír la Palabra de Dios, si no quieren creer lo que ella dice tan clara y solemnemente en cuanto a su estado actual y a su destino futuro, tampoco se convencerán aunque miles de almas de los que murieron vuelvan y les contaran lo que vieron, lo que oyeron y lo que sintieron en el cielo o en el infierno. No produciría en ellos ningún efecto salvador. Produciría gran conmoción, mucha discusión y llenaría los periódicos, pero eso sería todo. Los hombres no dejarían sus ocupaciones y distracciones, sus lucros y locuras. “Si no oyen a Moisés y a los profetas”, (y añadiríamos nosotros, a Cristo y a sus apóstoles en el nuevo testamento) “tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos”. El corazón que no se somete a la evidencia de la Escritura, no se convencerá por nada. En cuanto al verdadero creyente, la Escritura posee todo cuanto necesita. No necesita recurrir a los espíritus, a la tabla ouija, a la magia, o a cualquier tipo de actividad supersticiosa. “Y si os dijeren: Preguntad a los encantadores y a los adivinos, que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Consultará a los muertos por los vivos? ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:19-20).

  • 1Algunos de nuestros lectores no admitirán que incluyamos al mesmerismo junto con la invocación a los espíritus y la consulta de las tablas ouijas. Quizá lo consideren y lo empleen como el éter y el cloroformo en la práctica de la medicina. No intentamos dogmatizar sobre este punto. Solo podemos decir que no debiéramos tener nada que ver con él. Es muy grave que alguien se deje llevar por otro al estado de completa inconsciencia, con el fin que fuere. Y en cuanto a la idea de esperar ser guiados por los delirios de la persona que está en tal estado, no solamente lo consideramos absurdo, sino claramente pecaminoso.

El profeta anunciado: Jesús

Este es el recurso del pueblo de Dios en todo tiempo y lugar. En el párrafo que cierra nuestro capítulo Moisés muestra claramente a la congregación de Israel que no tienen ninguna necesidad de dirigirse a adivinos, a magos, a quienes consultan a los muertos, etc., porque es abominación para Jehová. “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis; conforme a todo lo que pediste a Jehová tu Dios en Horeb el día de la asamblea, diciendo: No vuelva yo a oír la voz de Jehová mi Dios, ni vea yo más este gran fuego, para que no muera. Y Jehová me dijo: Han hablado bien en lo que han dicho. Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare. Mas a cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta. El profeta que tuviere la presunción de hablar palabra en mi nombre, a quien yo no le haya mandado hablar, o que hablare en nombre de dioses ajenos, el tal profeta morirá. Y si dijeres en tu corazón: ¿Cómo conoceremos la palabra que Jehová no ha hablado?; si el profeta hablare en nombre de Jehová, y no se cumpliere lo que dijo, ni aconteciere, es palabra que Jehová no ha hablado; con presunción la habló el tal profeta; no tengas temor de él” (v. 15-22).

No podemos dudar en reconocer en este Profeta a nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo. En el capítulo 3 de Hechos, Pedro le aplica las palabras de Moisés de la siguiente manera: “Y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo. Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (v. 20-23).

¡Qué precioso privilegio oír la voz de tal Profeta! Es la voz de Dios hablando por los labios del Hombre Cristo Jesús. No por el trueno y el relámpago, ni por las llamas de fuego, sino con aquella apacible y delicada voz de amor y misericordia que calma al corazón quebrantado y al espíritu contrito, que destila como rocío del cielo sobre la tierra sedienta. Esta voz la tenemos en las Sagradas Escrituras: la preciosa revelación que aparece de una manera constante y poderosa ante nosotros en nuestro estudio del bendito libro del Deuteronomio. No lo olvidemos nunca. La voz de la Escritura es la voz de Cristo, y la voz de Cristo es la voz de Dios.

No necesitamos más. Si alguien se atreve a presentarse con una nueva revelación, alguna verdad nueva no contenida en el divino Volumen, debemos juzgarlo a él y a su enseñanza a la luz de la Escritura, y rechazarlos por completo. “No tengas temor de él”. Los falsos profetas suelen venir con grandes pretensiones, palabras altisonantes, aspecto de devoción. Además procuran rodearse de una especie de dignidad imponente para engañar a los ignorantes. Pero no pueden afrontar el poder escudriñador de la Palabra de Dios. Una simple cláusula de la Santa Escritura basta para desnudarlos de todos sus imponentes atavíos y cortar de raíz sus asombrosas revelaciones. Los que conocen la voz del verdadero Profeta no querrán oír a ningún otro; los que han oído la voz del buen Pastor no oirán la voz de los extraños.

Lector, atienda solamente a la voz de Jesús revelada en la Palabra escrita de Dios.