Oye, Israel
Oye, Israel: tú vas hoy a pasar el Jordán, para entrar a desposeer a naciones más numerosas y más poderosas que tú, ciudades grandes y amuralladas hasta el cielo; un pueblo grande y alto, hijos de los anaceos, de los cuales tienes tú conocimiento, y has oído decir: ¿Quién se sostendrá delante de los hijos de Anac?” (v. 1-2).
Las palabras: “Oye, Israel” son la llave del libro que estudiamos. En particular abren los discursos que hasta aquí han ocupado nuestra atención. Este capítulo que se inicia con ellas presenta temas de gran importancia.
Las dificultades y los enemigos los esperan a la entrada del país
En primer lugar el legislador les planteó a los hijos de Israel, con profunda solemnidad, lo que les esperaba al entrar al país. No les ocultó la realidad de que encontrarían serias dificultades y enemigos temibles. No quería desanimarlos, sino advertirles, prevenirles y prepararlos. Más adelante trataremos esos preparativos. El fiel siervo de Dios sentía la necesidad urgente de exponer a sus hermanos el verdadero estado de las cosas.
Hay dos maneras de considerar las dificultades: desde el punto de vista humano o desde el punto de vista divino. Podemos considerarlas con un espíritu de incredulidad o con la calma y sosiego que da la confianza en el Dios vivo. Tenemos un ejemplo de la primera en el relato de los espías incrédulos (Números 13) y uno de la segunda al principio del presente capítulo.
Negar que el pueblo de Dios tuviera que afrontar numerosas dificultades no sería propio de la fe. Tan solo sería imprudencia, apasionamiento o fruto de un entusiasmo carnal. Siempre es conveniente saber por qué y cómo se hacen las cosas sin lanzarse ciegamente a una empresa para la cual no se está preparado. Un incrédulo perezoso dirá:
El león está en el camino
(Proverbios 26:13).
Un ciego fanático dirá: “No hay tal cosa”. Pero el verdadero hombre de fe dirá: «Aunque haya mil leones en el camino, Dios puede dispersarlos en un santiamén».
Como gran principio práctico, es muy importante que todo el pueblo de Dios considere atentamente y con calma la línea de conducta y la esfera de acción a seguir antes de emprenderla. Si se hiciera habitualmente así, no presenciaríamos tantos naufragios morales y espirituales a nuestro alrededor. ¿Qué quiso decir el Señor con las solemnes y escrutadoras palabras dirigidas a la multitud agolpada a su alrededor?: “Y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo… Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar” (Lucas 14:25-30).
Son palabras solemnes y muy oportunas. ¡Cuántas torres vemos sin concluir al contemplar el vasto campo de la profesión cristiana1 ! ¡Qué ocasión de burla ofrecen a los escarnecedores! Muchos emprenden la senda del discipulado por un impulso sentimental o por la presión de influencias humanas, sin tener el debido conocimiento y sin prestar la debida atención a lo que esa determinación implica. Y entonces cuando sobrevienen las dificultades, aparecen las pruebas y se percatan de que la senda es estrecha, áspera, solitaria e impopular la abandonan. Demuestran así que jamás calcularon el costo real de esta decisión ni emprendieron ese camino en comunión con Dios. En realidad nunca supieron bien lo que hacían.
Estos casos son muy lamentables. Acarrean grandes reproches a la causa de Cristo y son ocasión para que el adversario blasfeme. Desalientan a los que buscan la gloria de Dios y el bien de las almas. Sería mucho mejor no comenzar un camino así. Es peor emprenderlo y luego abandonarlo por incredulidad o por espíritu mundano.
¿Nos damos cuenta de la sabiduría y fidelidad de las palabras que encabezan nuestro capítulo? Moisés expuso al pueblo lo que tenía delante: no para desanimarlo, sino para preservarlo de la confianza en sí mismo –la que seguramente cedería al llegar las horas de prueba–. Lo inducía a apoyarse en el Dios vivo, quien jamás desampara al corazón que confía en Él.
- 1N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).
Es Jehová tu Dios el que pasa delante de ti
“Entiende, pues, hoy, que es Jehová tu Dios el que pasa delante de ti como fuego consumidor, que los destruirá y humillará delante de ti; y tú los echarás, y los destruirás en seguida, como Jehová te ha dicho” (v. 3).
Esta es la respuesta divina a todas las dificultades, por más penosas que sean. ¿Qué eran las naciones poderosas, las grandes ciudades, los muros fortificados ante la presencia de Jehová? Sencillamente polvo barrido por el viento. “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Las mismas cosas que amedrentan y acobardan el ánimo del tímido, dan ocasión al despliegue del poder de Dios y a los magníficos triunfos de la fe. La fe dice: “Si Dios está conmigo, puedo ir adonde sea”. Así, pues, la única cosa que realmente glorifica a Dios es la fe que confía, se apoya y le alaba. Ella es lo único que da al hombre el lugar de completa dependencia en Dios, lo que le asegura la victoria e inspira la alabanza.
Pero no olvidemos que incluso en la victoria aparece un peligro moral que surge de nuestra naturaleza: la propia satisfacción, es decir el orgullo, que es una trampa terrible para nosotros. En la hora de la prueba nos damos cuenta de nuestra debilidad e incapacidad. Esto es un bien moral y una seguridad. Es bueno que el “yo” y todo cuanto le pertenece sea anulado. De ese modo encontraremos en Dios la plenitud para darnos una victoria segura y positiva. El resultado será la alabanza.
No entras al país debido a tu justicia
Nuestro corazón ingrato y tramposo olvida muy fácilmente de dónde vienen la fuerza y la victoria obtenidas. Por ello son valiosas y oportunas las palabras de amonestación dirigidas a los corazones y conciencias de los hermanos del fiel ministro: “No pienses en tu corazón cuando Jehová tu Dios los haya echado de delante de ti, diciendo: Por mi justicia me ha traído Jehová a poseer esta tierra; pues por la impiedad de estas naciones Jehová las arroja de delante de ti” (v. 4).
¡Ay, qué estado frágil el nuestro! ¡Qué ignorancia! ¡Qué sentido tan superficial tenemos de nuestro verdadero carácter y conducta! ¡Es terrible pensar que somos capaces de maquinar palabras en defensa de nuestro yo! Sí, lector, somos muy capaces de semejante locura, al igual que Israel. Ellos pensaban así y por eso fueron amonestados a guardarse de tal pensamiento. El Espíritu de Dios nunca amonesta contra males o tentaciones imaginarias. Atribuimos a nuestra propia justicia los actos de Dios a nuestro favor. En lugar de ver en esos actos de gracia un motivo de alabanza para Dios, nos servimos de ellos para enorgullecernos.
Consideremos con detenimiento las fieles palabras de amonestación dirigidas por Moisés al corazón y la conciencia del pueblo. Son un antídoto eficaz contra el amor propio, tan natural en nosotros como en Israel. “No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra de ellos, sino por la impiedad de estas naciones Jehová tu Dios las arroja de delante de ti, y para confirmar la palabra que Jehová juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Por tanto, sabe que no es por tu justicia que Jehová tu Dios te da esta buena tierra para tomarla; porque pueblo duro de cerviz eres tú. Acuérdate, no olvides que has provocado la ira de Jehová tu Dios en el desierto; desde el día que saliste de la tierra de Egipto, hasta que entrasteis en este lugar, habéis sido rebeldes a Jehová” (v. 5-7).
Este párrafo expone dos grandes principios. Si los comprendemos correctamente pondrán al corazón en una actitud moral correcta. En primer lugar, Moisés recuerda al pueblo que la posesión de la tierra de Canaán –a la que iban a entrar– era simplemente el cumplimiento de la promesa que Dios les había hecho a sus padres. Colocaba así el asunto sobre una base sólida, firme e inamovible.
En cuanto a las siete naciones que iban a ser expulsadas, era un acto justo como respuesta del gobierno de Dios a la maldad de ellas. Todo propietario de tierras tiene derecho a echar fuera a los malos arrendatarios. Las naciones de Canaán no solo habían dejado de pagar lo que le debían a Dios (véase Romanos 1), sino que habían ensuciado la propiedad a tal punto que Dios ya no podía tolerarlas. Por lo tanto, las iba a expulsar fuera, sin que ello tuviera relación con los que vendrían después. La iniquidad de los amorreos había llegado a su colmo por lo que debían sufrir un merecido juicio. Algunas personas cuestionan el hecho de que un Dios de misericordia haya podido ordenar la exterminación de ciudades enteras con sus habitantes. Pero en el gobierno de Dios tenemos una respuesta a estos argumentos. Dios sabe lo que hace y no necesita de opiniones humanas. Había soportado la maldad de aquellas siete naciones hasta lo máximo. Esperar más tiempo hubiese sido aprobar las más terribles abominaciones, y esto era moralmente imposible. La gloria de Dios exigía la expulsión de los cananeos.
Pero la gloria de Dios también exigía que los descendientes de Abraham fuesen introducidos como beneficiarios perpetuos de dicha propiedad (bajo el gobierno del Señor Dios Todopoderoso, Poseedor de los cielos y la tierra). La posesión de la tierra prometida y el mantenimiento de la gloria de Dios estaban íntimamente relacionados. Dios prometió la tierra de Canaán a la descendencia de Abraham como posesión eterna. ¿No tenía derecho a hacerlo? ¿Pondrán los incrédulos en duda el derecho de Dios a hacer de lo suyo lo que mejor le placiera? ¿Le negarán al Creador y Gobernador del universo un derecho que ellos reclaman para sí mismos? La tierra era de Jehová y él la había dado a Abraham, su amigo, y a su descendencia para siempre. No podía incumplir su promesa. Sin embargo, a los cananeos no se los echó de aquella tierra hasta que su maldad fue absolutamente intolerable (Génesis 15:16-21).
El recuerdo del becerro de oro
Como Moisés lo muestra claramente en segundo lugar, los israelitas no tenían ningún motivo para vanagloriarse. Les recuerda las principales escenas de su vida desde Horeb a Cades-barnea: el becerro de oro, las tablas de la ley quebradas, Tabera, Masah y Kibrot-hataava. En el versículo 24 resume todo con estas punzantes y humilladoras palabras: “Rebeldes habéis sido a Jehová desde el día que yo os conozco”.
Moisés les habló francamente al corazón y a la conciencia, revelándoles claramente lo que eran, con hechos y palabras. ¡Qué testimonio más humillante! También les recordó las veces que habían estado a punto de ser destruidos totalmente. ¡Con qué fuerza les deben haber golpeado estas palabras!: “Y me dijo Jehová: Levántate, desciende presto de aquí, porque tu pueblo que sacaste de Egipto se ha corrompido; pronto se han apartado del camino que yo les mandé; se han hecho una imagen de fundición. Y me habló Jehová, diciendo: He observado a ese pueblo, y he aquí que es pueblo duro de cerviz. Déjame que los destruya, y borre su nombre de debajo del cielo, y yo te pondré sobre una nación fuerte y mucho más numerosa que ellos” (v. 12-14).
¡Eran palabras muy adecuadas para allanar su natural vanidad, orgullo y justicia propia! ¡Cómo debieron haberse conmovido sus corazones cuando Moisés les recordó las palabras pronunciadas por Jehová!: ¡“Déjame que los destruya”! Con estas palabras habrán comprendido cuán próximos habían estado de ser destruidos completamente. ¡Conocían muy poco de lo sucedido entre Jehová y Moisés en la cumbre de Horeb! Estaban al borde de un terrible precipicio y no lo sabían… La intercesión de Moisés los había salvado pero lo acusaban de tomarse facultades que no le habían dado. ¡Cómo se habían equivocado y qué mal lo habían juzgado! Acusaron a Moisés de conducta mezquina y ambiciosa, ¡cuando en realidad había rehusado la oportunidad que Dios le daba de hacerse jefe de una nación más grande y numerosa que ellos! Además intercedió por ellos y si no podían ser perdonados e introducidos en la tierra, pidió que su nombre fuese borrado del libro de Dios.
¡Cuán admirable era todo ello! ¡Qué pequeños debieron haberse sentido ante tan maravillosas circunstancias! Al repasar todo lo que Moisés les recordaba podían comprender la locura que habría sido decir: “Por mi justicia me ha traído Jehová a poseer esta tierra” (v. 6). ¿Cómo podían emplear tal lenguaje pretencioso los fabricantes de una efigie de fundición? ¿Por qué no reconocían que no eran mejores que las naciones a las que se iba a expulsar? Porque, ¿qué era lo que los diferenciaba de ellas? Únicamente la soberana misericordia de Dios. Y ¿a qué debieron su liberación de Egipto, su sustento en el desierto y su entrada en la tierra prometida? Simplemente a la eterna estabilidad del pacto hecho con sus padres,
pacto… ordenado en todas las cosas, y será guardado
(2 Samuel 23:5).
Este pacto ratificado y sellado con la sangre del Cordero, permitió que Israel fuera salvo y bendecido en su propia tierra.
Moisés, intercesor
Citaremos ahora las trascendentales palabras con las que termina nuestro capítulo. Este párrafo es muy apropiado para abrir los ojos del pueblo sobre la necedad de sus pensamientos sobre Moisés, sobre ellos mismos y sobre Aquel que tan maravillosamente los había soportado en su negra incredulidad y atrevida rebelión: “Me postré, pues, delante de Jehová; cuarenta días y cuarenta noches estuve postrado, porque Jehová dijo que os había de destruir. Y oré a Jehová, diciendo: Oh Señor Jehová, no destruyas a tu pueblo y a tu heredad que has redimido con tu grandeza, que sacaste de Egipto con mano poderosa. Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac y Jacob; no mires a la dureza de este pueblo, ni a su impiedad ni a su pecado, no sea que digan los de la tierra de donde nos sacaste: Por cuanto no pudo Jehová introducirlos en la tierra que les había prometido, o porque los aborrecía, los sacó para matarlos en el desierto. Y ellos son tu pueblo y tu heredad, que sacaste con tu gran poder y con tu brazo extendido” (v. 25-29).
¡Qué palabras tan maravillosas dirigidas por un ser humano a su Dios! ¡Qué poderosas súplicas en favor de Israel! ¡Qué abnegación! Moisés rehusó la dignidad que se le ofrecía de ser el fundador de una nación fuerte y más numerosa que Israel. Tan solo deseaba que Jehová fuera glorificado e Israel perdonado, bendecido e introducido en la tierra prometida. No podía soportar el pensamiento de que el glorioso nombre de Jehová, tan estimado a su corazón, fuera difamado. Tampoco podía asistir a la destrucción de Israel. Estas eran las dos cosas que él temía. No se preocupaba, en absoluto, de su propia honra. Este amado siervo solo se interesaba por la gloria de Dios y la salvación de su pueblo. En cuanto a su persona, a sus esperanzas e intereses, descansaba en la perfecta seguridad de que su bendición personal estaba unida a la gloria de Dios. ¡Nada podía separarlas!
¡Ah, cuán grato debió haber sido esto al corazón de Dios! ¡Cuán refrescantes debieron ser para él las ardientes y amantes súplicas de su siervo! Ellas estaban en armonía con sus pensamientos, mucho más que las acusaciones de Elías contra su pueblo, centenares de años después. ¡Cómo nos recuerdan al bendito ministerio de nuestro Sumo Sacerdote que vive para interceder por nosotros! ¡Su activa intervención no cesa ni un momento!
Es conmovedor observar cómo Moisés insiste en el hecho de que el pueblo era la herencia de Jehová y que fue Él quien lo sacó de la tierra de Egipto. Jehová le había dicho: “Tu pueblo que sacaste de Egipto” (v. 12). Pero Moisés dice: “Ellos son tu pueblo y tu heredad, que sacaste”. Esto es admirable. En realidad toda esta escena está llena de profundos detalles.