Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Dios va con vosotros para pelear por vosotros

Algunas consideraciones generales

Cuando salgas a la guerra contra tus enemigos, si vieres caballos y carros, y un pueblo más grande que tú, no tengas temor de ellos, porque Jehová tu Dios está contigo, el cual te sacó de tierra de Egipto. Y cuando os acerquéis para combatir, se pondrá en pie el sacerdote y hablará al pueblo, y les dirá: Oye, Israel, vosotros os juntáis hoy en batalla contra vuestros enemigos; no desmaye vuestro corazón, no temáis, ni os azoréis, ni tampoco os desalentéis delante de ellos; porque Jehová vuestro Dios va con vosotros, para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros” (v. 1-4).

¡Es admirable imaginarse a Jehová como guerrero, combatiendo contra los enemigos de su pueblo! Muchas personas no pueden concebir que un ser bondadoso pueda presentar este carácter. Esto proviene por no distinguir entre las diferentes dispensaciones. Luchar contra sus enemigos estaba en tan perfecta consonancia con el carácter del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como lo está con el carácter del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo perdonarlos. Y puesto que el carácter bajo el que Dios se revela proporciona el modelo sobre el cual su pueblo debe moldearse y obrar, tan consecuente era Israel exterminando a sus enemigos como lo somos nosotros amándolos, rogando por ellos y haciéndoles bien.

Si recordáramos este principio tan sencillo evitaríamos gran número de malas interpretaciones y discusiones. Es evidente que la Iglesia de Dios no debe hacer la guerra. Quienquiera que lea el Nuevo Testamento se convencerá de ello. Se nos ordena claramente amar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen y orar por los que nos ultrajan y persiguen.

Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán
(Mateo 26:52).

Y en otro evangelio:

Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?
(Juan 18:11).

Además, nuestro Señor dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían”… y habría sido conveniente que lo hicieran, “pero mi reino no es de aquí”; por lo tanto sería totalmente incompatible y malo que ellos lucharan (Juan 18:36).

Todo esto es tan claro que solo podemos decir: “¿Cómo lees?”. Nuestro bendito Señor no peleaba; soportaba mansa y pacientemente toda clase de injurias y malos tratos; así nos dejó un ejemplo para que sigamos sus pisadas. Si nos preguntáramos francamente: «¿Qué haría Jesús en tal o cual caso?», pondríamos fin a toda discusión sobre este punto y otros más. No hay ninguna necesidad de razonar. Si las palabras y el ejemplo de nuestro Señor, además de las enseñanzas de su Espíritu por medio de los apóstoles, no son suficientes para guiarnos, toda discusión es vana.

Y si se nos preguntara qué enseña el Espíritu Santo referente a este punto tan importante y práctico, oigamos sus preciosas, claras y penetrantes palabras: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (Romanos 12:19-21).

Esa es la admirable moral de la Iglesia de Dios, los principios del reino celestial al cual pertenece todo verdadero cristiano. ¿Convenían a Israel? Ciertamente que no. Si Josué hubiese tratado a los cananeos según los principios de Romanos 12, habría sido tan inconsecuente como lo seríamos nosotros si obráramos de acuerdo a Deuteronomio 20. Y ¿por qué? Sencillamente porque en los días de Josué Dios ejercía juicio con justicia, y ahora obra con gracia. El principio según el cual Dios actúa es el magno regulador moral para el pueblo de Dios en todas las edades y esto, bien comprendido, pone fin a toda discusión.

Y si alguien preguntara: «¿Podría el mundo adoptar los principios de la gracia y obrar conforme a la doctrina expuesta en Romanos 12:20?». No, solo pensarlo es absurdo. La tentativa de amalgamar los principios de la gracia con la ley de cada nación, o infundir el espíritu del Nuevo Testamento en el sistema de economía política, sumergiría a la sociedad civilizada en una confusión desesperada. Precisamente aquí es donde muchas personas bien intencionadas se equivocan; quieren obligar a las naciones del mundo a adoptar un principio que sería la ruina de su existencia nacional. Todavía no ha llegado el tiempo en el cual las naciones conviertan sus espadas en rejas de arado, sus lanzas en hoces, y no se adiestren más para la guerra (Isaías 2:4). Ese bendito tiempo vendrá, gracias a Dios, cuando la tierra esté llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar. Pero querer que las naciones obren ahora según principios de paz, es desear que dejen de existir; tentativa vana y estéril. No somos llamados a arreglar el mundo, sino a pasar por él como peregrinos y extranjeros. Jesús no vino para arreglar el mundo, sino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Respecto al mundo, testificó que sus obras eran malas. Mas pronto vendrá a restablecer todas las cosas. Asumirá su gran poder y reinará. Los reinos de este mundo se transformarán en los reinos de nuestro Señor y Cristo. Quitará de su reino todo lo mancillado y toda iniquidad. Todo esto sucederá (bendito sea Dios), pero debemos aguardar Su tiempo. De nada sirve, con nuestros ignorantes esfuerzos, buscar establecer una situación que toda la Escritura tiende a demostrar que solo puede ser introducida por la presencia personal y el gobierno de nuestro amado y adorable Señor y Salvador Jesucristo.

Para las batallas de Israel: el sacerdote y el oficial

Israel fue llamado a combatir las batallas de Jehová. Desde el momento que entraron en Canaán, tuvieron que hacer la guerra a sus habitantes. “De las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida” (v. 16). Esto era claro y solemne. Los descendientes de Abraham no solo debían poseer la tierra de Canaán, sino también ser los instrumentos para la ejecución del justo castigo de Dios sobre sus culpables habitantes, cuyos pecados eran absolutamente intolerables.

Si alguien cree que es su deber intentar justificar la manera como Dios obró con las siete naciones de Canaán, sepa que su trabajo es totalmente superfluo, ya que Dios es soberano y justo. ¡Qué locura para cualquier gusano de la tierra creer que puede desempeñar tal labor! ¡Qué insensatez también en aquellos que piden una justificación o explicación más allá de la que nos ha sido revelada en la Palabra de Dios! ¡Sea Dios siempre reconocido justo en su Palabra, y tenido por puro en su juicio! (Salmo 51:4). Era honroso para los israelitas el tener que exterminar a aquellas naciones culpables, honor del que no fueron dignos, porque no obedecieron lo que se les había mandado. Dejaron con vida a muchos de los que debieron haber destruido, los cuales más tarde se convirtieron en los instrumentos de su propia ruina, induciéndolos a los mismos pecados que habían atraído el divino juicio sobre ellos.

Examinemos unos momentos cuáles eran las aptitudes necesarias para los que luchaban en las batallas de Jehová. El párrafo que encabeza nuestro capítulo está lleno de preciosas instrucciones para nosotros, para las batallas espirituales que somos llamados a librar.

El lector observará que cuando llegaba la hora de combatir, el pueblo era arengado, primero por el sacerdote y después por los oficiales. Ese orden es muy hermoso. Los sacerdotes exponían al pueblo sus elevados privilegios, luego los oficiales le recordaban sus responsabilidades. Ese es el orden divino. “Se pondrá en pie el sacerdote y hablará al pueblo, y les dirá: Oye, Israel, vosotros os juntáis hoy en batalla contra vuestros enemigos; no desmaye vuestro corazón, no temáis, ni os azoréis, ni tampoco os desalentéis delante de ellos; porque Jehová vuestro Dios va con vosotros, para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros” (v. 2-4).

¡Cuán bellas y alentadoras eran esas palabras! ¡Son muy propias para desvanecer todo temor e infundir valor y confianza al corazón más débil! El sacerdote era la expresión de la gracia de Dios. Su ministerio era una corriente consoladora fluyendo del corazón del Dios de Israel hacia cada uno de los combatientes. Sus palabras eran apropiadas e iban dirigidas a ceñir los lomos del entendimiento y a vigorizar al brazo débil para la lucha. Les aseguraba la presencia divina entre ellos. No había cuestionamiento o condición; no había ningún “si acaso” ni “pero”. Era una afirmación contundente. Jehová Sabaot (el Señor de los ejércitos) estaba con ellos. Esto era suficiente. Poco importaba el número o el poder de sus enemigos. Ante Jehová de los ejércitos, el Dios de los ejércitos de Israel, serían como el tamo que esparce el viento (Salmo 46:7).

Los oficiales también debían ser oídos, como lo era el sacerdote. “Y los oficiales hablarán al pueblo, diciendo: ¿Quién ha edificado casa nueva, y no la ha estrenado? Vaya, y vuélvase a su casa, no sea que muera en la batalla, y algún otro la estrene. ¿Y quién ha plantado viña, y no ha disfrutado de ella? Vaya, y vuélvase a su casa, no sea que muera en la batalla, y algún otro la disfrute. ¿Y quién se ha desposado con mujer, y no la ha tomado? Vaya, y vuélvase a su casa, no sea que muera en la batalla, y algún otro la tome. Y volverán los oficiales a hablar al pueblo, y dirán: ¿Quién es hombre medroso y pusilánime? Vaya, y vuélvase a su casa, y no apoque el corazón de sus hermanos, como el corazón suyo. Y cuando los oficiales acaben de hablar al pueblo, entonces los capitanes del ejército tomarán el mando a la cabeza del pueblo” (v. 5-9).

Dos cosas eran esenciales para los que querían luchar en las batallas de Jehová, a saber: un corazón enteramente vacío de las cosas de la naturaleza y de la tierra, y una segura confianza en Dios. “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4). Hay una diferencia sustancial entre estar ocupado en los negocios de la vida y estar enredado por ellos. Un hombre podía tener una casa, una viña, una mujer, y con todo ser apto para entrar en combate. Estas cosas no eran obstáculos en sí mismas; pero estar involucrado en ellas era lo que convertía a un hombre en incapaz para la lucha.

Las batallas del cristiano

Es bueno recordar que, como cristianos, somos llamados a una continua guerra espiritual. Hemos de combatir por cada pulgada de terreno celestial. Lo que los cananeos eran para Israel, lo son para nosotros las huestes espirituales de maldad que moran en los aires. No se nos llama a combatir por la vida eterna; la recibimos como don gratuito de Dios, antes de comenzar la lucha. No se nos llama a luchar por la salvación, somos salvos antes de entrar en el combate. Es absolutamente necesario saber para qué y contra quién hemos de combatir. Luchamos con el fin de establecer, conservar y manifestar en la práctica nuestra posición y carácter celestiales en medio de las circunstancias y escenas de la vida diaria. En cuanto a nuestros enemigos espirituales, son espíritus de maldad a quienes les es permitido ocupar las regiones celestes. “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne”, como tenía Israel en Canaán,

sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes
(Efesios 6:12).

Ahora bien, ¿qué necesitamos para esta lucha? ¿Debemos abandonar nuestras legítimas vocaciones terrenales? ¿Debemos romper con las relaciones de parentesco fundadas en la naturaleza y sancionadas por Dios? ¿Es preciso que nos convirtamos en ascetas, en místicos o monjes, a fin de entrar en la lucha espiritual a la cual se nos llama? De ninguna manera. Para un cristiano, obrar así sería una prueba de que no ha comprendido su vocación, o que desde el principio cayó en la lucha. Se nos ha ordenado trabajar con nuestras manos en lo que es bueno, para que podamos ayudar al necesitado. Además, en el Nuevo Testamento tenemos la más extensa guía de cómo comportarnos en las diferentes relaciones naturales que Dios mismo ha establecido y a las cuales ha puesto el sello de su aprobación. Por lo tanto resulta perfectamente claro que las vocaciones terrenales legítimas y las relaciones familiares no son por sí mismas un obstáculo para el éxito de nuestra lucha espiritual.

¿Qué necesita, pues, el combatiente cristiano? Un corazón completamente desprendido de las cosas terrenales y naturales, y plena confianza en Dios. Pero ¿cómo lograr estas cosas? Oigamos la respuesta divina. “Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo”, –el tiempo comprendido entre la cruz y la venida de Cristo– “y habiendo acabado todo, estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:13-18).

Lector, observe los requisitos de un soldado cristiano, expuestos aquí por el Espíritu Santo. Ya no se trata de casa, viña o mujer, sino de tener al hombre interior gobernado por “la verdad”, la conducta dirigida por una verdadera “justicia” práctica, los hábitos morales caracterizados por la dulce “paz” del Evangelio. Además, es cuestión de estar protegido por el impenetrable escudo de la “fe”, de tener la sede del entendimiento guardada por la completa certeza de la “salvación”, y el corazón continuamente sustentado y fortalecido por la oración y súplica perseverantes, exhalando una viva y ferviente intercesión en favor de todos los santos, especialmente por los amados obreros del Señor y su obra. De esta manera debe estar equipada la Iglesia de Dios para emprender la lucha contra los espíritus malos en las regiones celestes. ¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, hacernos sentir la realidad de todas estas cosas y permitirnos ponerlas en práctica en nuestra vida cotidiana!

Los principios que debían regir a los israelitas en sus guerras

El final de nuestro capítulo contiene los principios que debían gobernar a los israelitas en sus campañas. Debían diferenciar a las ciudades que se hallaban lejos de ellos de las que pertenecían a las siete naciones sentenciadas. A las primeras debían empezar por hacerles propuestas de paz; a las otras, por el contrario, no debían manifestarles ninguna indulgencia. “Cuando te acerques a una ciudad para combatirla, le intimarás la paz.” ¡Extraño método de combatirla! “Y si respondiere: Paz, y te abriere, todo el pueblo que en ella fuere hallado, te será tributario, y te servirá. Mas si no hiciere paz contigo, y emprendiere guerra contigo, entonces la sitiarás. Luego que Jehová tu Dios la entregue en tu mano, herirás a todo varón suyo a filo de espada” –el varón como expresión de la energía del mal–. “Solamente las mujeres y los niños, y los animales, y todo lo que haya en la ciudad, todo su botín, tomarás para ti; y comerás del botín de tus enemigos, los cuales Jehová tu Dios te entregó. Así harás a todas las ciudades que estén muy lejos de ti, que no sean de las ciudades de estas naciones” (v. 10-15).

La matanza desconsiderada y la destrucción general no formaban parte del deber de Israel. Las ciudades que estaban dispuestas a aceptar las condiciones de paz tenían el privilegio de convertirse en tributarias del pueblo de Dios; en cuanto a las que no querían aceptar la paz, todo lo que pudiera ser de utilidad debía ser conservado.

Hay en la naturaleza y en la tierra cosas que pueden ser empleadas para Dios, que son santificadas por la Palabra de Dios y por la oración. Se nos dice que ganemos amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando estas falten, nos reciban en las moradas eternas (Lucas 16:9), lo cual significa simplemente que si el cristiano posee riquezas terrenales, debe emplearlas con fidelidad para el servicio de Cristo, participando de ellas a los hermanos pobres y a los obreros del Señor. Debe servirse de ellas para propagar la obra del Señor por todos los lugares. Así estas mismas riquezas, que mal empleadas podrían escaparse de sus manos o convertirse en un estorbo para su alma, producirán preciosos frutos que servirán para proporcionarle una amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

A muchos cristianos se les dificulta entender el pasaje de Lucas 16:9, pero el sentido es tan claro como importante y práctico. En 1 Timoteo 6 encontramos una instrucción semejante: “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (v. 17-19).1

De lo que ahora damos a Cristo no se perderá nada. Tan solo el pensamiento de ello debería animarnos a dedicar todo cuanto tenemos y somos, al servicio de nuestro Salvador y Señor Jesucristo.

Esa es la enseñanza que Lucas 16 y 1 Timoteo 6 nos dan. Intentemos entenderla. La expresión “para que os reciban en las moradas eternas” significa sencillamente que lo que se gasta por Cristo será recompensado en el día venidero. Incluso un vaso de agua fresca dada en su precioso nombre tendrá su recompensa en el reino sempiterno. ¡Oh, entreguémonos a él con todo lo que tenemos!

Cerraremos esta sección citando las últimas líneas de nuestro capítulo, las cuales ofrecen una bella ilustración de cómo Dios atiende hasta los asuntos más pequeños, y su cuidado bondadoso para que nada se pierda o se perjudique. “Cuando sities a alguna ciudad, peleando contra ella muchos días para tomarla, no destruirás sus árboles metiendo hacha en ellos, porque de ellos podrás comer; y no los talarás, porque el árbol del campo no es hombre para venir contra ti en el sitio. Mas el árbol que sepas que no lleva fruto, podrás destruirlo y talarlo, para construir baluarte contra la ciudad que te hace la guerra, hasta sojuzgarla” (v. 19-20).

“Para que no se pierda nada” (Juan 6:12), es la orden dirigida a nosotros por el Maestro, orden que jamás deberíamos olvidar.

Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse
(1 Timoteo 4:4).

Debemos cuidarnos de no derrochar. Esforcémonos en no desperdiciar alimentos ni lo que pudiera ser utilizado en beneficio de otros. Podemos estar seguros de que el desperdiciar desagrada al Señor. Recordemos que su mirada está sobre nosotros y tratemos de serle agradables en toda nuestra conducta.

  • 1Al lector le interesará saber que en los manuscritos griegos más autorizados del Nuevo Testamento, en el pasaje de 1 Timoteo 6:19 aparece el término “Ontôs”, que significa verdadero, real, en vez de “Oionios”, que significa eterno. Es por eso que el pasaje se debe leer de la siguiente manera: “A fin de que se asgan de la (que es) realmente vida” (N. T. Interlineal de F. Lacueva). La verdadera y real vida es vivir para Cristo; vivir mirando hacia el porvenir; empleando todo cuanto poseemos para favorecer la gloria de Dios, teniendo en consideración las moradas eternas. Únicamente esto es la verdadera vida.