La muerte de Moisés
Este breve capítulo forma una acotación inspirada del libro de Deuteronomio. No se nos dice quién fue el instrumento empleado por el Espíritu para escribirlo; pero este asunto es de poca importancia para el estudiante de las Escrituras. Estamos convencidos de que esa acotación es tan inspirada como el Pentateuco, y como la totalidad del Libro de Dios.
“Subió Moisés de los campos de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Pisga, que está enfrente de Jericó; y le mostró Jehová toda la tierra de Galaad hasta Dan, todo Neftalí, y la tierra de Efraín y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar occidental; el Neguev, y la llanura, la vega de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Zoar. Y le dijo Jehová: Esta es la tierra de que juré a Abraham, a Isaac y a Jacob, diciendo: A tu descendencia la daré. Te he permitido verla con tus ojos, mas no pasarás allá. Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, enfrente de Bet-peor; y ninguno conoce el lugar de su sepultura hasta hoy” (v. 1-6).
En nuestros estudios sobre los libros de Números y Deuteronomio tuvimos la ocasión de detenernos en el solemne hecho apuntado en la cita anterior. Por lo tanto solo recordaremos al lector que, si quiere tener un completo conocimiento de este asunto, debe considerar a Moisés desde un doble punto de vista, esto es, público y personal.
Si lo consideramos bajo el aspecto de su puesto oficial, es evidente que su misión no era conducir a la congregación de Israel en la tierra prometida. El desierto era su esfera de acción. No le correspondía conducir al pueblo a través del río de la muerte (el río Jordán) hasta la heredad que se le había destinado. Su ministerio estaba relacionado con la responsabilidad humana bajo la ley y bajo el gobierno de Dios, por lo tanto no podía llevar al pueblo a gozar de la promesa. Esta misión estaba reservada a su sucesor Josué, figura del Salvador resucitado.
Todo esto es claro y muy interesante. Pero también debemos considerar a Moisés bajo su aspecto personal. Y desde este punto de vista podemos verlo bajo el gobierno de Dios y, al mismo tiempo, como objeto de su gracia. Nunca debemos perder de vista esta importante distinción. Toda la Escritura nos ofrece ejemplos notables en la historia de los amados siervos del Señor. El tema de la gracia y del gobierno tiene un valor moral y también práctico, sobre todo en los tiempos actuales.
Fue el gobierno de Dios el que, con decisión firme, prohibió a Moisés entrar en la tierra prometida, por más que lo deseara. Habló inconsideradamente: no glorificó a Dios ante los ojos de la congregación en las aguas de Meriba. Por esto le fue prohibido cruzar el Jordán y poner su pie en la tierra prometida. Consideremos esto atentamente, amado lector cristiano. Tratemos de comprender su fuerza moral y su aplicación práctica. Necesitamos mucha ternura y amor para recordar la falta de uno de los más ilustres siervos del Señor; no obstante, debemos hacerlo puesto que ese hecho ha quedado anotado para nuestra enseñanza y solemne amonestación.
También debemos recordar que, aunque estamos bajo la gracia, somos objetos del gobierno divino. Estamos subordinados a una solemne responsabilidad y bajo un gobierno del cual no podemos burlarnos. Es una realidad que somos hijos de Dios el Padre, amados con un amor inmenso y eterno, amados del mismo modo que Jesús lo es. Somos miembros del cuerpo de Cristo, amados, estimados y nutridos según el perfecto amor de su corazón.
Aquí no es cuestión de responsabilidad, ni de posibilidad de fracaso. Todo está divinamente determinado y seguro. Pero también estamos bajo el gobierno divino. No perdamos de vista esta verdad, y guardémonos de ideas falsas y perniciosas respecto a la gracia. El hecho mismo de ser objetos del favor y del amor divino, hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo, debería inducirnos a prestar aún más atención al gobierno divino.
Esto mismo se ve en las exigencias a los hijos de un soberano humano. Precisamente por ser sus hijos, deben respetar su gobierno más que los otros. Si esto es así en los casos del gobierno humano, ¡cuánto más debe serlo en el gobierno de Dios! “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (Amós 3:2). “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? Y: si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 Pedro 4:17-18). ¡Cuán serias y dignas de toda nuestra consideración son estas palabras!
Mas, como ya dijimos, Moisés estaba tanto bajo la gracia como bajo el gobierno; y verdaderamente esta gracia tiene un esplendor particular en la cumbre del Pisga. Al venerable siervo de Dios le fue permitido estar en la presencia de su Señor y, contemplar la bella tierra de la promesa. Pudo verla desde un punto de vista divino; como dada por Dios.
Y ¿qué sucedió? Durmió y fue reunido con su pueblo. No murió como un anciano débil y marchito, sino en toda la plenitud y vigor de la madurez. “Era Moisés de edad de ciento veinte años cuando murió; sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor” (v. 7). ¡Asombroso testimonio! La vida de Moisés se dividió en tres importantes y destacados períodos de cuarenta años cada uno. Pasó cuarenta años en casa de Faraón, cuarenta años en tierra de Madián, y otros cuarenta años en el desierto (Hechos 7:23, 30, 36). ¡Cuántas instrucciones para nosotros en esta vida tan notable, en esta historia tan llena de sucesos! ¡Cuán interesante es su estudio! Seguir a este siervo de Dios desde la orilla del Nilo donde, como niño abandonado, yacía en una arquilla de juncos, hasta la cumbre del Pisga, donde estuvo en compañía de su Señor para mirar con ojos no oscurecidos la bella heredad del Israel de Dios. Lo vemos de nuevo sobre el monte de la transfiguración en compañía de Elías, hablando con Jesús sobre el más sublime tema que merezca la atención de hombres o ángeles (Lucas 9:30-31). ¡Qué vida maravillosa! ¿Qué otro hombre ha sido tan favorecido? ¿Dónde encontraremos semejante siervo?
Escuchemos el divino testimonio dado de este amado siervo de Dios. “Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara; nadie como él en todas las señales y prodigios que Jehová le envió a hacer en tierra de Egipto, a Faraón y a todos sus siervos y a toda su tierra, y en el gran poder y en los hechos grandiosos y terribles que Moisés hizo a la vista de todo Israel” (v. 10-12).
¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, bendecir nuestro estudio sobre el libro de Deuteronomio! ¡Que sus preciosas lecciones queden grabadas en lo profundo de nuestros corazones por el poder del Espíritu Santo, y produzcan sus adecuados resultados, moldeando nuestro carácter, gobernando nuestra conducta y guiando nuestro camino a través de este mundo! ¡Andemos realmente con espíritu humilde y paso firme en la senda estrecha de la obediencia hasta que los días de nuestro peregrinar hayan terminado!
C. H. M.