Tercer discurso de Moisés
Hoy has venido a ser pueblo de Jehová tu Dios
Ordenó Moisés, con los ancianos de Israel, al pueblo, diciendo: Guardaréis todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. Y el día que pases el Jordán a la tierra que Jehová tu Dios te da, levantarás piedras grandes, y las revocarás con cal; y escribirás en ellas todas las palabras de esta ley, cuando hayas pasado para entrar en la tierra que Jehová tu Dios te da, tierra que fluye leche y miel, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho. Cuando, pues, hayas pasado el Jordán, levantarás estas piedras que yo os mando hoy, en el monte Ebal, y las revocarás con cal; y edificarás allí un altar a Jehová tu Dios, altar de piedras; no alzarás sobre ellas instrumento de hierro. De piedras enteras edificarás el altar de Jehová tu Dios, y ofrecerás sobre él holocausto a Jehová tu Dios; y sacrificarás ofrendas de paz, y comerás allí, y te alegrarás delante de Jehová tu Dios. Y escribirás muy claramente en las piedras todas las palabras de esta ley. Y Moisés, con los sacerdotes levitas, habló a todo Israel, diciendo: Guarda silencio y escucha, oh Israel; hoy has venido a ser pueblo de Jehová tu Dios. Oirás, pues, la voz de Jehová tu Dios, y cumplirás sus mandamientos y sus estatutos, que yo te ordeno hoy. Y mandó Moisés al pueblo en aquel día, diciendo: Cuando hayas pasado el Jordán, estos estarán sobre el monte Gerizim para bendecir al pueblo: Simeón, Leví, Judá, Isacar, José y Benjamín. Y estos estarán sobre el monte Ebal para pronunciar la maldición: Rubén, Gad, Aser, Zabulón, Dan y Neftalí” (v. 1-13).
No hay contraste más asombroso que el que se nos ofrece entre el principio y el fin de este capítulo. En este pasaje vemos a Israel entrando en la tierra prometida, aquella hermosa y fértil tierra que fluye leche y miel, y erigiendo en ella un altar en el monte Ebal para ofrecer holocaustos y ofrendas de paz. Nada leemos aquí acerca del sacrificio por el pecado involuntario, ni de expiación por la culpa. La ley debía ser “escrita muy claramente” en las piedras blanqueadas, y el pueblo, plenamente amparado por el pacto, debía ofrecer sobre el altar aquellas ofrendas especiales de olor suave, expresión de la adoración y santa comunión. Aquí no se trata del transgresor por sus hechos, ni del pecador por naturaleza acercándose al altar de bronce con la ofrenda para la expiación de su culpa o con el sacrificio por el pecado por ignorancia, sino de un pueblo enteramente liberado, aceptado y bendecido, de un pueblo gozando de su relación con Dios y de su heredad.
Es verdad que eran pecadores y, como tales necesitaban la preciosa provisión del altar de bronce. Esto es obvio, plenamente entendido y admitido por todo el que es enseñado por Dios; sin embargo, no es el tema expuesto en Deuteronomio 27:1-13, y el lector espiritual enseguida se dará cuenta del motivo. Cuando vemos al Israel de Dios en pleno cumplimiento del pacto, entrando en posesión de su herencia, teniendo la voluntad de su Dios revelada y escrita claramente ante ellos, con la leche y la miel fluyendo a su alrededor, debemos inferir que el problema de las transgresiones y pecados está definitivamente arreglado, y que aquel pueblo tan privilegiado y bendecido solo tenía que rodear el altar de su Dios del pacto y ofrecerle sacrificios de olor suave tan aceptables a él.
En otras palabras, toda la escena desarrollada en la primera mitad de nuestro capítulo es perfectamente bella. Israel reconocía a Jehová como su Dios y Dios reconocía a Israel como su pueblo especial, al cual quería poner por encima de todas las naciones para loor, fama y gloria, para que le fuera un pueblo santo. Israel privilegiado, bendecido y exaltado de tal modo, en plena posesión de aquella espléndida tierra y teniendo todos los preciosos mandamientos de Dios ante sus ojos, ¿qué le quedaba por hacer sino presentar los sacrificios de alabanza y de acciones de gracias en santa adoración y dichosa comunión?
El monte Gerizim y el monte Ebal
Pero en la segunda mitad de nuestro capítulo encontramos algo enteramente diferente. Moisés designa seis tribus para que se sitúen sobre el monte Gerizim y bendigan al pueblo; las seis restantes debían estar sobre el monte Ebal para maldecir. Pero, ¡ay!, cuando llegamos a lo que sucedió, a los hechos reales, no aparece ni una sola palabra de bendición, sino, al contrario, doce terribles maldiciones, cada una de ellas confirmada por un solemne “amén” repetido a coro por toda la congregación.
¡Qué triste cambio! ¡Qué abrumador contraste! Nos recuerda lo que vimos en el estudio de Éxodo 19. No podría haber un comentario más impresionante que las palabras del apóstol Pablo a los Gálatas (cap. 3:10): “Porque todos los que dependen de las obras de la ley, están bajo maldición, pues escrito está” –cita de Deuteronomio 27–: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”.
Aquí tenemos la verdadera solución al problema. Israel, en cuanto a su estado moral, estaba bajo la ley; por eso aunque el comienzo de nuestro capítulo nos presenta un hermoso cuadro de los pensamientos de Dios respecto a Israel, el final expone el triste y humillante resultado del estado real de Israel ante Dios. No hay una sola palabra de bendición que parta del monte Gerizim. En vez de esto, resuena a oídos del pueblo maldición sobre maldición.
No podía ser de otro modo. Que la gente discuta sobre ello todo cuanto quiera, pero nada sino maldición puede caer sobre los que dependen “de las obras de la ley”. No dice: «Todos cuantos han faltado en guardar la ley», aunque esto es verdad. El Espíritu Santo expone esa verdad en su manera más clara y poderosa ante nosotros, declarando que para todos –no importa quienes sean: judíos, gentiles o cristianos de nombre– los que están regidos por los principios de las obras de la ley, no puede haber otra cosa más que la maldición.
Ahora, pues, podemos comprender de manera inteligente el profundo silencio que reinó en el monte Gerizim, según Deuteronomio 27. Si una sola bendición hubiese salido de aquel monte, habría sido una contradicción a la enseñanza de la Santa Escritura en lo concerniente a la ley.
Ya tratamos ampliamente este importante tema de la ley en el primer tomo. Solo diremos aquí que cuanto más estudiamos la Escritura y consideramos la cuestión de la ley a la luz del Nuevo Testamento, más nos sorprende ver de qué manera muchos persisten en defender la opinión de que los cristianos están bajo la ley, ya sea para la vida, para la justicia, para la santidad o para cualquier otro fin. ¿Cómo puede sostenerse esa opinión ante la magnífica y concluyente afirmación expuesta en Romanos:
No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia
(Romanos 6:14) ?