Las ciudades de refugio
La bondad y la severidad de Dios
Cuando Jehová tu Dios destruya a las naciones cuya tierra Jehová tu Dios te da a ti, y tú las heredes, y habites en sus ciudades, y en sus casas; te apartarás tres ciudades en medio de la tierra que Jehová tu Dios te da para que la poseas. Arreglarás los caminos, y dividirás en tres partes la tierra que Jehová tu Dios te dará en heredad, y será para que todo homicida huya allí” (v. 1-3).
¡Qué asombrosa mezcla de bondad y de severidad notamos en estas pocas líneas! Tenemos la destrucción de las naciones de Canaán, a causa de su intolerable maldad. Por otro lado vemos una conmovedora prueba de la bondad divina proveyendo un lugar para el pobre homicida que huye para escapar de manos del vengador de la sangre. El gobierno y la bondad de Dios son divinamente perfectos. Hay casos en los cuales la bondad no es otra cosa que la tolerancia de la maldad y de la rebelión. Esto no se puede permitir bajo el gobierno de Dios. Si los hombres suponen que porque Dios es bueno pueden continuar pecando libremente, tarde o temprano descubrirán el resultado de su desastrosa equivocación.
“Mira, pues” dice el apóstol Pablo,
la bondad y la severidad 1 de Dios
(Romanos 11:22).
Dios exterminará a los malvados que desprecian su bondad y su longánima misericordia. Es tardo para la ira y grande en bondad, ¡bendito sea su santo nombre! Durante muchos años soportó a las siete naciones de Canaán. El límite fue cuando su maldad llegó hasta el cielo, y la misma tierra ya no podía soportarla más. Soportó las iniquidades de las ciudades de la llanura; y si hubiese encontrado solo diez justos en Sodoma, la habría librado por amor a ellos. Pero llegó el día de la terrible venganza y fueron “destruidos”.
Así también sucederá muy pronto con la culpable cristiandad. “Tú también serás cortado” (Romanos 11:22). Llegará el tiempo de la retribución, ¡y será terrible! El corazón se estremece con solo pensarlo.
Pero notemos cómo brilla la divina “bondad” en las primeras líneas de nuestro capítulo. Veamos el cuidado que Dios tuvo para hacer que la ciudad de refugio fuera lo más accesible posible al homicida. Las tres ciudades debían estar en “medio de la tierra que Jehová tu Dios te da”, y no en sitios distantes o de difícil acceso. Además “arreglarás los caminos” y “dividirás en tres partes la tierra”. Todo debía estar preparado para que el homicida pudiera escapar fácilmente. El Señor pensaba en la angustia del desgraciado que huía para asirse
de la esperanza puesta delante de nosotros
(Hebreos 6:18).
La ciudad de refugio debía estar cerca, como “la justicia de Dios” está cerca del pobre pecador perdido, tan próxima que está a la puerta de aquel “que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío” (Romanos 4:5).
Hay una dulzura especial en la frase “arreglarás los caminos”. ¡Solo puede emanar de nuestro Dios lleno de gracia, del “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”! No obstante, el Dios que destruyó a las naciones de Canaán en justo castigo, fue el mismo que proveyó con tal gracia un refugio para el homicida. “Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios” (Romanos 11:22).
“Y este es el caso del homicida que huirá allí, y vivirá: aquel que hiriere a su prójimo sin intención y sin haber tenido enemistad con él anteriormente; como el que fuere con su prójimo al monte a cortar leña, y al dar su mano el golpe con el hacha para cortar algún leño, soltare el hierro del cabo, y diere contra su prójimo y este muriere; aquel huirá a una de estas ciudades, y vivirá; no sea que el vengador de la sangre, enfurecido, persiga al homicida, y le alcance por ser largo el camino”, ¡gracia exquisita y conmovedora! “y le hiera de muerte, no debiendo ser condenado a muerte por cuanto no tenía enemistad con su prójimo anteriormente. Por tanto yo te mando, diciendo: separarás tres ciudades” (v. 4-7).
Aquí tenemos la detallada descripción del hombre para el cual era la ciudad de refugio. Si su caso no encajaba en esto, la ciudad no era para él. Pero el que cumplía estos requisitos podía tener la más absoluta seguridad de que el Dios de gracia había pensado en él y había dispuesto un refugio donde podría estar seguro. Tan pronto como el homicida llegase al interior de la ciudad de refugio, podía respirar tranquilamente, y descansar sin temor. Allí la espada del vengador no podía alcanzarlo. ¡Ni siquiera podía tocarle un cabello de su cabeza!
Estaba en perfecta seguridad. Tenía la completa certeza de ello. No esperaba ser salvo, sino que estaba seguro de serlo. Se hallaba en la ciudad y esto era suficiente. Antes de llegar tuvo terribles angustias, muchas dudas, temores y penosas luchas. Huía para salvar su vida y no podía pensar en otra cosa. No podemos imaginarnos al homicida deteniéndose a recoger flores en los bordes del camino. Hubiese dicho: «¡Qué me importan las flores en estos momentos! Mi vida está en peligro. Huyo del vengador de la sangre, y si me entretengo recogiendo flores, podría alcanzarme. No, mi única esperanza es la ciudad de refugio; ninguna otra cosa tiene el menor encanto para mí. Ahora solo me interesa ser salvo».
Desde el instante en que había franqueado las puertas de la ciudad, estaba a salvo, y él lo sabía perfectamente. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso por sus sentimientos, por evidencia alguna o por su experiencia? No, simplemente por la Palabra de Dios. Sin duda que tendría ese sentimiento, esa evidencia y la experiencia de su seguridad, muy preciosas después de su terrible lucha para entrar en la ciudad. Pero tales cosas no eran el fundamento de su convicción ni la base de su paz. Sabía que estaba a salvo porque Dios así lo había dicho. La gracia de Dios lo había puesto a salvo, y la Palabra de Dios le daba la certeza.
No podemos imaginarnos a un homicida, dentro de los muros de la ciudad de refugio, expresándose como lo hacen muchos cristianos a propósito de su salvación y de la certidumbre en ella. El homicida no se habría considerado presuntuoso por tener la certeza de que estaba salvo. Si alguien le hubiera preguntado: «¿Está usted seguro de hallarse a salvo?», habría respondido yo: «¿Cómo no he de estarlo? Yo fui homicida y corrí huyendo a esta ciudad de refugio. Nuestro Dios del pacto ha dicho que el que huya a esta ciudad podrá vivir. Sí, bendito sea Dios, estoy perfectamente seguro. He corrido mucho para llegar aquí. A veces pensaba que el vengador me iba a atrapar y me creía perdido. Pero en su infinita bondad Dios ha querido que el acceso a la ciudad de refugio sea tan fácil y el camino tan bueno que, a pesar de mis dudas y temores, aquí estoy sano y salvo. La lucha ha pasado, mis angustias han terminado. Ahora puedo respirar libremente y desplazarme en perfecta seguridad en este sitio. Alabo a nuestro Dios por su pacto con nosotros y por su gran bondad en proveer tan dulce retiro para un pobre homicida como yo».
¿Puede el lector referirse de este modo a su seguridad en Cristo? ¿Es salvo y lo sabe? Si no, ¡quiera el Espíritu Santo aplicar a su corazón la sencilla ilustración del homicida dentro de las murallas de la ciudad de refugio! Quiera Dios que conozca aquel “fortísimo consuelo”, que es la porción segura, porque es divina, para todos aquellos “que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros” (Hebreos 6:18).
Continuando el estudio de nuestro capítulo veremos que el tema de las ciudades de refugio abarca otras cuestiones, además de la seguridad del homicida. Hemos visto que esa primera parte estaba totalmente arreglada. La gloria de Dios, la pureza de su tierra, y la integridad de su gobierno debían ser debidamente mantenidas. Si estas cosas fuesen tocadas, no podría haber seguridad para nadie. Este gran principio resplandece en todas las páginas de la historia de la relación de Dios con el hombre. La verdadera bendición del hombre y la gloria de Dios van firmemente unidas. Una y otra descansan sobre el mismo fundamento perpetuo, esto es, Cristo y su preciosa obra.
- 1La palabra traducida en castellano como “severidad”, literalmente en el griego significa “separar cortando”.
Si Jehová ensancha tu territorio… añadirás tres ciudades
“Y si Jehová tu Dios ensanchare tu territorio, como lo juró a tus padres, y te diere toda la tierra que prometió dar a tus padres, siempre y cuando guardares todos estos mandamientos que yo te prescribo hoy, para ponerlos por obra; que ames a Jehová tu Dios y andes en sus caminos todos los días; entonces añadirás tres ciudades más a estas tres, para que no sea derramada sangre inocente en medio de la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad, y no seas culpado de derramamiento de sangre. Pero si hubiere alguno que aborreciere a su prójimo y lo acechare, y se levantare contra él y lo hiriere de muerte, y muriere; si huyere a alguna de estas ciudades, entonces los ancianos de su ciudad enviarán y lo sacarán de allí, y lo entregarán en mano del vengador de la sangre para que muera. No le compadecerás; y quitarás de Israel la sangre inocente, y te irá bien” (v. 8-13).
De este modo, sea que hubiere gracia para el homicida involuntario o castigo para el que matare deliberadamente, la gloria de Dios y los derechos de su gobierno debían ser mantenidos. El homicida involuntario hallaba su protección en la gracia divina. En cambio el culpable caía bajo la firme sentencia de una justicia inflexible. Nunca olvidemos la solemne realidad del gobierno divino. Lo hallamos a cada paso, y si fuera más ampliamente reconocido, nos redimiría de opiniones erróneas respecto al carácter de Dios. Tomemos como ejemplo las palabras: “No le compadecerás”. ¿Quién las pronunció? Dios. ¿Quién las escribió? El Espíritu Santo. ¿Qué significan? Un solemne juicio contra la maldad. Que el hombre se cuide de tratar frívolamente tan graves asuntos, y que el pueblo de Dios también se cuide de dar libre curso a locos razonamientos en cosas totalmente fuera de su alcance. Recuerden que constantemente encontramos el falso sentimentalismo aliado con la audaz incredulidad, para juzgar y criticar los decretos del gobierno divino. Esta es una grave consideración. Los malvados deben aguardar el castigo de un Dios que aborrece el pecado. Si un asesino voluntario intentaba aprovecharse del refugio preparado por Dios para el homicida involuntario, la justicia le echaba mano y lo condenaba a muerte sin misericordia. Así era el gobierno de Dios en Israel, y así será en un futuro no muy lejano. Ahora Dios trata al mundo con paciencia; es el día de salvación, el tiempo aceptable. Pero el día de la venganza se aproxima. ¡Oh, cuánto mejor sería que el hombre, en lugar de andar discurriendo sobre la justicia del trato de Dios para con los malvados, se refugiara en el precioso Salvador que murió en la cruz para salvarnos de las llamas de un infierno eterno! 1
- 1Para los demás puntos relacionados con las ciudades de refugio, remitimos al lector a nuestro «Estudio sobre el libro de los Números», capítulo 35.
Los límites de la heredad
El versículo 14 nos ofrece una nueva prueba del tierno cuidado de Dios para con su pueblo, y del interés que se toma en todo lo que se relaciona con él. “En la heredad que poseas en la tierra que Jehová tu Dios te da, no reducirás los límites de la propiedad de tu prójimo, que fijaron los antiguos”.
Este pasaje nos presenta el amante corazón de nuestro Dios interesándose en todas las circunstancias de su pueblo. No se debían tocar los límites o linderos de las heredades. La porción de terreno asignada a cada uno debía mantenerse intacta según las líneas divisorias establecidas en los tiempos pasados. Jehová dio la tierra a Israel. Asignó a cada tribu y a cada familia su propia porción señalada con precisión y límites tan claros que no podía haber confusión, conflictos de intereses, injerencias de unos en otros, ni motivos de pleitos o litigios acerca de la propiedad. Los antiguos linderos, al determinar la porción de cada uno, debían impedir cualquier causa de disputa. Cada israelita era como un arrendatario de Dios, conocía todo acerca de su pequeña propiedad y tenía la satisfacción de saber que los ojos del Dueño y Señor Todopoderoso estaban fijos en su parcela, y que Su mano lo protegería contra cualquier intruso. Así podía morar en paz bajo su viña y su higuera, disfrutando de la porción que le fue asignada por el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Esto es suficiente en cuanto al sentido literal de esta hermosa cláusula de nuestro capítulo. Pero tiene también una profunda significación espiritual. ¿Acaso no hay para la Iglesia de Dios y para cada uno de sus miembros hitos espirituales que señalan con divina exactitud los límites de nuestra herencia celestial, hitos que asentaron los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo? Por cierto que los hay. Además Dios tiene sus ojos puestos en ellos y no permite que se muevan impunemente. ¡Ay del hombre que intente tocarlos! Tendrá que rendir cuenta a Dios. Es grave entrometerse con la posición, la heredad y perspectiva de la Iglesia de Dios; y muchos lo hacen sin darse cuenta.
No intentaremos determinar cuáles son esos límites; pero consideramos que nuestro deber es advertir a quienes concierna a no hacer lo que en la Iglesia de Dios equivaldría a la remoción de los linderos en Israel. Si alguien en Israel hubiese propuesto un nuevo arreglo en la heredad de las tribus, para dividir las propiedades de cada uno bajo un nuevo principio y establecer nuevas líneas divisorias, ¿cuál hubiese sido la respuesta de todo fiel israelita? Simplemente hubiese contestado según Deuteronomio capítulo 19, versículo 14: «No queremos novedades; estamos contentos con los sagrados límites que nuestros antepasados trazaron en nuestra heredad. Nos atenemos a ellos y resistimos firmemente toda innovación moderna».
El cristiano no debería ser menos decidido en su respuesta a los que bajo el pretexto de progreso y desarrollo quieren remover los límites de la Iglesia de Dios y, en vez de la preciosa enseñanza de Cristo y de sus apóstoles, ofrecernos la llamada luz de la ciencia y los recursos de la filosofía. Gracias a Dios, no nos hacen falta para nada. Teniendo a Cristo y a su Palabra, ¿qué más necesitamos? ¿Para qué precisamos del progreso y desarrollo humanos, si tenemos al que “era desde el principio”? ¿Qué pueden dar la ciencia y la filosofía a los que poseen “toda verdad”? Es verdad que deseamos progresar en el conocimiento de Cristo y ver su vida más plenamente manifestada en nuestra conducta diaria, pero la ciencia y la filosofía no pueden ayudarnos en esto, al contrario, serían un estorbo.
Lector cristiano, procuremos mantenernos cerca a Cristo y a su Palabra. Esta es nuestra única salvaguardia en estos días malos. Separados de él nada somos, nada tenemos y nada podemos. En él lo tenemos todo. Él es la porción de nuestra copa y de nuestra herencia. Aprendamos no solo lo que es ser salvos en él, sino separados para él y satisfechos con él, hasta aquel brillante día en que le veremos tal como él es, seremos como él y estaremos con él para siempre.
Demostración de un pecado por el testimonio de dos o tres testigos
Los versículos que terminan nuestro capítulo necesitan pocas explicaciones. Exponen una verdad práctica a la que los cristianos profesantes harían bien en prestar atención, a pesar de todas sus luces y conocimientos.
“No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación” (v. 15).
Ya hemos tratado este asunto pero es necesario continuar insistiendo sobre él. Es muy importante porque nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo por medio del apóstol Pablo en dos de sus epístolas, insisten sobre el principio de los
dos o tres testigos
(2 Corintios 13:1; 1 Timoteo 5:19)
en cualquier caso que se presente (2 Corintios 13:1; 1 Timoteo 5:19). Un solo testigo, por digno de crédito que sea, no es suficiente. Si esta regla fuese más debidamente atendida, se evitarían muchos debates y contiendas. En nuestra imaginaria sabiduría podemos creer que un solo testigo digno de confianza debe ser suficiente para decidir cualquier cuestión. Recordemos que Dios es más sabio que nosotros, y que nuestra mayor sabiduría, así como nuestra mayor seguridad moral, es atenernos a su infalible Palabra.
“Cuando se levantare testigo falso contra alguno, para testificar contra él, entonces los dos litigantes se presentarán delante de Jehová, y delante de los sacerdotes y de los jueces que hubiere en aquellos días. Y los jueces inquirirán bien; y si aquel testigo resultare falso, y hubiere acusado falsamente a su hermano, entonces haréis a él como él pensó hacer a su hermano; y quitarás el mal de en medio de ti. Y los que quedaren oirán y temerán, y no volverán a hacer más una maldad semejante en medio de ti. Y no le compadecerás; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (v. 16-21).
Aquí podemos ver cómo Dios aborrece el testimonio falso; y además, hemos de recordar que aunque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia, el falso testimonio sigue siendo aborrecible a los ojos de Dios. Cuanto más comprendamos la gracia que nos ha sido concedida, más aborreceremos el falso testimonio, la calumnia y la maledicencia en cualquiera de sus formas o apariencias. ¡Que el Señor nos preserve de tales cosas!