Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Averiguación a causa de un homicidio

Si en la tierra que Jehová tu Dios te da para que la poseas, fuere hallado alguien muerto, tendido en el campo, y no se supiere quién lo mató, entonces tus ancianos y tus jueces” –los guardianes de la verdad y de la justicia– “saldrán y medirán la distancia hasta las ciudades que están alrededor del muerto. Y los ancianos de la ciudad más cercana al lugar donde fuere hallado el muerto, tomarán de las vacas una becerra que no haya trabajado, que no haya llevado yugo; y los ancianos de aquella ciudad traerán la becerra a un valle escabroso, que nunca haya sido arado ni sembrado, y quebrarán la cerviz de la becerra allí en el valle. Entonces vendrán los sacerdotes hijos de Leví” –los exponentes de la gracia y de la misericordia–; “porque a ellos escogió Jehová tu Dios para que le sirvan, y para bendecir en el nombre de Jehová; y por la palabra de ellos se decidirá toda disputa y toda ofensa”. ¡Hecho bendito y reconfortante! “Y todos los ancianos de la ciudad más cercana al lugar donde fuere hallado el muerto lavarán sus manos sobre la becerra cuya cerviz fue quebrada en el valle; y protestarán y dirán: Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo han visto. Perdona a tu pueblo Israel, al cual redimiste, oh Jehová; y no culpes de sangre inocente a tu pueblo Israel. Y la sangre les será perdonada. Y tú quitarás la culpa de la sangre inocente de en medio de ti, cuando hicieres lo que es recto ante los ojos de Jehová” (v. 1-9).

Aquí tenemos un pasaje interesante y muy apropiado para hacernos reflexionar. Un hombre ha sido encontrado muerto en el campo, pero nadie sabe quién cometió el crimen, ni siquiera se sabe si se trata de un asesinato o de un homicidio involuntario. Es un misterio; pero el hecho es innegable. Se ha cometido un crimen. Hay una mancha en la tierra de Jehová y el hombre es completamente incompetente para juzgar este hecho.

¿Qué hay que hacer? La gloria de Dios y la pureza de su tierra deben ser conservadas. Él conoce todo lo que ocurrió y puede obrar soberanamente en tal asunto, sin embargo, el modo de tratarlo nos deja la más preciosa enseñanza.

En primer lugar aparecen en escena los ancianos y los jueces. Las exigencias de la verdad y de la justicia deben ser respetadas; la justicia y el juicio deben mantenerse sobre todo. Luego aparecen los sacerdotes y levitas, portadores de la gracia y la misericordia. Esta es una gran verdad que se encuentra en toda la Palabra de Dios. El pecado ha de ser juzgado antes de que los pecados puedan ser perdonados o el pecador justificado. Antes de que la voz de la misericordia pueda hablar, la justicia ha de quedar perfectamente satisfecha, los derechos de Dios mantenidos y su nombre glorificado. La gracia de Dios solo puede reinar por la justicia. ¡Bendito sea Dios para siempre! ¡Qué verdad tan gloriosa para aquellos que han tomado su verdadero lugar como pecadores! Dios ha sido glorificado en la obra de la cruz en lo referente al pecado, y por lo tanto puede, con perfecta justicia, perdonar y justificar al pecador.

Pero debemos limitarnos a la interpretación del pasaje expuesto, el cual nos da una maravillosa visión del porvenir de Israel. La gran verdad fundamental de la expiación está presentada, pero especialmente con respecto a Israel. La muerte de Cristo se ve aquí en sus dos grandes aspectos, a saber: como expresión de la culpa humana y como despliegue de la gracia de Dios. El primero lo tenemos representado por el hombre hallado muerto en el campo, y el segundo por la becerra sacrificada en el valle escabroso. Los ancianos y jueces ubicaban la ciudad más próxima al hombre muerto, la cual solo podía ser salvada mediante la sangre de una víctima sin mancha, figura de la sangre de Aquel que fue sacrificado fuera de la ciudad culpable de Jerusalén (Hebreos 13:12).

Desde el momento en que los derechos de la justicia eran satisfechos por la muerte de la víctima, entraba en escena un nuevo elemento. “Entonces vendrán los sacerdotes hijos de Leví”. La gracia obra sobre el terreno de la justicia. Los sacerdotes son los canales de la gracia, así como los jueces son los guardianes de la justicia. ¡Qué admirable es la Escritura desde el comienzo hasta el fin! Solo después de que se había derramado la sangre de la víctima, podían presentarse los ministros de la gracia. La becerra decapitada en el valle cambiaba por completo el aspecto de las cosas. “Entonces vendrán los sacerdotes hijos de Leví, porque a ellos escogió Jehová tu Dios para que le sirvan, y para bendecir en el nombre de Jehová; y por la palabra de ellos se decidirá toda disputa y toda ofensa”. ¡Hecho bendito para Israel y para todo verdadero creyente! Todo debe establecerse sobre el glorioso y eterno principio de la gracia reinando por la justicia.

Así es como Dios tratará dentro de poco con Israel. A este pueblo, en primer lugar, se aplican las instituciones que encontramos en este maravilloso libro de Deuteronomio. Sin duda, también encierran preciosas lecciones para nosotros, pero solo podemos apreciar y entenderlas al buscar su verdadero alcance. Por ejemplo, ¡cuán reconfortante es el hecho de que por la palabra del ministro de la gracia se juzgue toda disputa y ofensa, sea para el Israel arrepentido más tarde, o para toda alma arrepentida en la actualidad! ¿Perdemos algo de la bendición de tales cosas reconociendo la directa aplicación de la Escritura? Por supuesto que no; el secreto para aprovechar plenamente un pasaje de la Palabra de Dios consiste en entender su verdadero sentido y alcance.

“Todos los ancianos de la ciudad más cercana al lugar donde fuere hallado el muerto lavarán sus manos sobre la becerra cuya cerviz fue quebrada en el valle” (v. 6).1  

Lavaré en inocencia mis manos, y así andaré alrededor de tu altar, oh Jehová
(Salmo 26:6).

El único lugar para lavar nuestras manos es donde la sangre de la expiación ha borrado para siempre nuestra culpabilidad. “Y protestarán y dirán: Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo han visto. Perdona a tu pueblo Israel, al cual redimiste, oh Jehová; y no culpes de sangre inocente a tu pueblo Israel. Y la sangre les será perdonada” (v. 7-8).

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
(Lucas 23:34).

“A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hechos 3:26). Un día, todo Israel será salvo y bendecido, según los eternos consejos de Dios y en virtud de su promesa y juramento hechos a Abraham, ratificados y establecidos eternamente por la preciosa sangre de Cristo. ¡A él sea todo el honor y la alabanza para siempre!

Los versículos 10 al 17 tratan de una manera muy especial las relaciones de Israel con Jehová. No nos detendremos en ellas aquí. El lector podrá encontrar numerosas referencias a este tema en los profetas, donde el Espíritu Santo hace los más conmovedores llamados a la conciencia de la nación, recordándole la maravillosa relación a que él los había traído, y en la cual lastimosamente habían fracasado. Israel demostró ser una esposa infiel, y como consecuencia ha sido puesto a un lado. Sin embargo, llegará el día en que este pueblo, tanto tiempo rechazado pero jamás olvidado, será restablecido y llevado a un estado de bendición, privilegio y gloria como jamás conoció en el pasado.

Esto no debe ser perdido de vista ni dejado lado. Esta verdad corre como una brillante hebra de oro a lo largo de todas las escrituras proféticas, desde Isaías hasta Malaquías. Además este hermoso tema está resumido y desarrollado en el Nuevo Testamento. Véase el brillante pasaje que sigue, el cual es tan solo uno entre cientos parecidos. “Por amor de Sion no callaré, y por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación se encienda como una antorcha. Entonces verán las gentes tu justicia, y todos los reyes tu gloria; y te será puesto un nombre nuevo, que la boca de Jehová nombrará. Y serás corona de gloria en la mano de Jehová, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo. Nunca más te llamarán Desamparada, ni tu tierra se dirá más Desolada; sino que serás llamada Hefzi-bá (mi deleite está en ella), y tu tierra, Beula (desposada); porque el amor de Jehová estará en ti, y tu tierra será desposada. Pues como el joven se desposa con la virgen, se desposarán contigo tus hijos; y como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo. Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra. Juró Jehová por su mano derecha, y por su poderoso brazo: Que jamás daré tu trigo por comida a tus enemigos, ni beberán los extraños el vino que es fruto de tu trabajo; sino que los que lo cosechan lo comerán, y alabarán a Jehová; y los que lo vendimian, lo beberán en los atrios de mi santuario… He aquí que Jehová hizo oír hasta lo último de la tierra: Decid a la hija de Sion: He aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con él, y delante de él su obra. Y les llamarán Pueblo Santo, Redimidos de Jehová; y a ti te llamarán Ciudad Deseada, no desamparada” (Isaías 62).

Intentar enajenar este sublime y glorioso pasaje de su propio objeto y aplicarlo a la Iglesia de Cristo, ya sea en la tierra o en el cielo, es violentar la Palabra de Dios e introducir un sistema de interpretación que destruye la integridad de la Santa Escritura. Este texto se aplica única y literalmente a Sion, a Jerusalén, a la tierra de Canaán. Procure el lector entender y compenetrarse bien de este hecho.

En cuanto a la Iglesia, su posición en la tierra es la de una virgen desposada, no la de una mujer casada. Su casamiento se verificará en el cielo (Apocalipsis 19:7-8). Aplicar a la Iglesia textos como el anterior es falsificar su posición y negar las más claras afirmaciones de la Escritura en cuanto a su vocación, su herencia y su esperanza, que son puramente celestiales.

  • 1¡Qué sugestiva es la figura de este “valle”! ¡Qué bien expone lo que este mundo en general, y la tierra de Israel en particular, fue para nuestro bendito Señor y Salvador! Para él fue un lugar áspero, de humillación, tierra seca y sedienta, donde no se araba ni se sembraba. Mas, ¡gloria a su nombre! Por su muerte en este escabroso valle, Cristo obtuvo para esta tierra y para el país de Israel una rica cosecha de bendiciones que será recogida durante el período del milenio, para plena alabanza del amor redentor. Y ahora, desde el trono de la Majestad Celestial, él puede, y nosotros en espíritu con él, mirar hacia atrás a ese escabroso valle donde se verificó la bendita obra que forma el fundamento imperecedero de la gloria de Dios, de las bendiciones para la Iglesia, de la plena restauración de Israel, el gozo de innumerables naciones y la gloriosa liberación de esta creación que gime.

El hijo contumaz y rebelde

Los versículos 18 al 21 de este capítulo hablan de un “hijo contumaz y rebelde”. Aquí tenemos a Israel considerado desde otro punto de vista. Es la generación apóstata para la cual no hay perdón. “Si alguno tuviere un hijo contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y habiéndole castigado, no les obedeciere; entonces lo tomarán su padre y su madre, y lo sacarán ante los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar donde viva; y dirán a los ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a nuestra voz; es glotón y borracho. Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá, y temerá”.

El lector puede observar con gran interés el contraste que existe entre la solemne acción gubernamental de la ley en el caso del hijo rebelde, y la hermosa parábola del hijo pródigo en Lucas 15. Es maravilloso pensar que es el mismo Dios el que habla y obra en Deuteronomio 21 y en Lucas 15. Mas, ¡qué diferencia en todo! Bajo la ley el padre debía entregar a su hijo para ser apedreado. Bajo la gracia el padre corre al encuentro de su hijo, se echa sobre su cuello y lo besa, lo viste con el mejor vestido, pone un anillo en su mano y zapatos en sus pies. Luego manda matar el becerro gordo y hace resonar la casa con el júbilo que llena su corazón por el regreso de su pobre hijo perdido.

¡Qué notable contraste! En Deuteronomio 21 vemos la mano de Dios ejecutando el juicio justo sobre el rebelde. En Lucas 15 vemos el corazón de Dios derramándose con ternura sobre el pobre pecador arrepentido, manifestando su gozo al recobrar al hijo que estuvo perdido. El rebelde obstinado es golpeado con la piedra del juicio, mientras el pecador penitente recibe el beso de amor.

Cerraremos esta sección llamando la atención del lector sobre el versículo que termina nuestro capítulo. “… Maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad” (v. 23). El apóstol Pablo, con respecto a esto, comenta:

Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)
(Gálatas 3:13).

Esta referencia está llena de interés y valor, no solo porque nos presenta la preciosa gracia de nuestro Salvador y Señor Jesucristo, (hecho maldición por nosotros para que la bendición de Abraham nos alcanzara a nosotros), pobres pecadores gentiles, sino también porque nos proporciona un ejemplo asombroso del modo en que el Espíritu Santo pone su sello sobre los escritos de Moisés, y en particular, sobre Deuteronomio 21. Todas las partes de las Escrituras se relacionan perfectamente entre sí, por lo que si se desacredita una de ellas, se afecta su totalidad. El mismo Espíritu Santo inspiró tanto los escritos de Moisés como las páginas de los profetas, los cuatro evangelios, los Hechos, las epístolas apostólicas y la muy profunda y preciosa sección que cierra el divino libro: el Apocalipsis. Creemos que es nuestro deber (como nuestro privilegio) hacer énfasis en este importante hecho. Rogamos al lector que preste su más viva atención a ello, para dar un firme testimonio en estos tiempos de relajación carnal, indiferencia y hostilidad.