Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Las nuevas tablas de piedra

En aquel tiempo Jehová me dijo: Lábrate dos tablas de piedra como las primeras, y sube a mí al monte, y hazte un arca de madera; y escribiré en aquellas tablas las palabras que estaban en las primeras tablas que quebraste; y las pondrás en el arca. E hice un arca de madera de acacia, y labré dos tablas de piedra como las primeras, y subí al monte con las dos tablas en mi mano. Y escribió en las tablas conforme a la primera escritura, los diez mandamientos que Jehová os había hablado en el monte de en medio del fuego, el día de la asamblea; y me las dio Jehová. Y volví y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho; y allí están, como Jehová me mandó” (v. 1-5).

El admirado siervo de Dios no se cansaba de repetir al pueblo las memorables escenas del pasado. Para él siempre eran vitales y preciosas. Su corazón se deleitaba en recordarlas. Nunca perdieron su encanto. En ellas hallaba un tesoro inagotable para su espíritu y una poderosa base moral para el corazón de Israel.

Esto nos recuerda las palabras del apóstol a sus amados Filipenses: “A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro” (cap. 3:1). El corazón natural, inquieto e inconstante, anhela siempre una nueva atracción. Pero el fiel apóstol hallaba su deleite más intenso y seguro en desarrollar e insistir en las preciosas verdades que se refieren a la Persona y a la cruz de su adorable Señor y Salvador Jesucristo. Había hallado en Cristo todo cuanto necesitaba para el presente y para la eternidad. La gloria de Cristo había eclipsado enteramente todas las glorias de la tierra y de la naturaleza. Por eso pudo decir:

Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo 
(Filipenses 3:7-8).

Este es el lenguaje de un verdadero cristiano, de alguien que ha hallado en Cristo el objeto que lo satisface plenamente. ¿Qué podía ofrecerle el mundo? ¿Deseaba las riquezas, los honores, las distinciones y los placeres del mundo? Jamás, pues los consideraba como basura. ¿Por qué? Porque había hallado a Cristo. Había encontrado en él la persona que atraía su corazón. El principal deseo de su alma consistía en “ganar a Cristo”, conocerle más y ser hallado en él. Si alguien le hubiera ofrecido un nuevo plan conforme al presente siglo malo, o si le hubiesen sugerido la idea de emprender un negocio en este mundo para procurar hacer fortuna, ¿cuál habría sido su respuesta? Sencillamente esta: «Lo he encontrado todo en Cristo; no deseo más nada. He hallado en él sólidas e inescrutables riquezas, y justicia. En él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. ¿Qué puedo desear de las riquezas, de la sabiduría o de la ciencia de este mundo? Todo esto se desvanece como las brumas de la mañana; y aun si permanecen, son inadecuadas para satisfacer los deseos y las aspiraciones del alma inmortal. Cristo es el Ser eterno, el centro del cielo, el deleite del corazón de Dios. Él será todo suficiente durante la esplendorosa eternidad que me espera. Y si él puede satisfacer mi corazón eternamente, también puede satisfacerme ahora. ¿He de volverme a la escoria de este mundo, a sus placeres y distracciones, a sus riquezas y honores como un agregado a mi porción en Cristo? ¡Dios no lo permita! Tales cosas serían para mí un perjuicio total… ¡Cristo es mi todo en todo, ahora y para siempre!».

Creemos que esta hubiese sido la respuesta terminante del apóstol. Al menos fue la que dio mediante su modo de vivir, y ¡es la que deberíamos dar nosotros también! ¡Cuán triste y humillante es ver a un cristiano que se dirige al mundo para buscar en él alegría, diversiones o pasatiempo! Sencillamente demuestra que Cristo no es suficiente para ese corazón. Podemos afirmar como principio estable que el corazón que está lleno de Cristo no tiene espacio para otro interés. No se trata de probar si esas cosas son buenas o malas, sino de que el corazón que ama a Jesús no las desea, no las apetece. Ha hallado en Aquel que llena el corazón de Dios y que colma eternamente el vasto universo con los rayos de su gloria, su porción y su descanso perpetuos.

La interesante repetición de los grandes acontecimientos de la historia de Israel –desde Egipto hasta las fronteras de la tierra prometida– nos ha conducido a estos pensamientos. Para Moisés eran motivo de gran satisfacción. No solo encontraba su delicia contemplándolos, sino que sentía la importancia de recordárselos a toda la congregación. Para él era un gusto hacerlo y para ellos era una seguridad. ¡Cuán grato era para él, y cuán útil y necesario para ellos presentar los hechos relacionados con los dos pares de tablas de la ley! El primer par fue despedazado al pie del monte y el segundo ¡puesto en el arca!

¿Qué lenguaje humano puede expresar la profunda significación e importancia moral de tales hechos? ¡Las tablas rotas! ¡Qué acto conmovedor y tan lleno de instrucciones útiles para el pueblo! ¿Hay alguien que todavía cree que aquí se nos da una estéril repetición de hechos mencionados en Éxodo? No, si cree en la divina inspiración del Pentateuco, no será así.

El capítulo 10 del Deuteronomio llena un vacío y hace una obra por sí mismo. Moisés presenta escenas y circunstancias del pasado a fin de dejarlas grabadas en los corazones de los hijos de Israel. Les da a conocer la conversación que tuvo lugar entre él y Jehová. Les relata lo que sucedió durante aquellos misteriosos cuarenta días en la cumbre de aquel monte cubierto con una nube. Les refiere la alusión que Jehová hace de las tablas partidas como imagen conmovedora de la impotencia del hombre en guardar el pacto. ¿Por qué fueron rotas aquellas tablas? Porque ellos habían deshonrado vergonzosamente lo que Dios les había ordenado. Aquellos fragmentos debían demostrar a Israel el solemne hecho de que, en todo lo relacionado con su pacto, estaban completamente arruinados e irremediablemente perdidos; se hallaban en quiebra respecto a la justicia de la ley (Romanos 8:3-4).

Las segundas tablas puestas en el arca

Pero las segundas tablas, gracias a Dios, proclamaban un hecho muy diferente. Estas no fueron rotas. Dios las cuidó. “Y volví y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho; y allí están, como Jehová me mandó” (v. 5).

¡Bendito hecho! “Allí están”. Sí, se hallan escondidas en el arca que nos habla de Cristo, de Aquel que magnificó la ley y la hizo honorable (Isaías 42:21), que decretó cada uno de los signos que la componen para la gloria de Dios y la eterna bendición de su pueblo. De este modo, mientras los fragmentos de las primeras tablas publican la triste y humillante historia de la ruina de Israel, las segundas, guardadas en el arca, exponen la gloriosa verdad de que

el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree,
(Romanos 10:4)
al judío primeramente, y también al griego
(Romanos 1:16).

Por supuesto, no queremos decir que Israel comprendió la profunda significación y el largo alcance que en su aplicación tuvieran estos maravillosos hechos. Como nación, ciertamente no pudieron entenderlos. Por la soberana misericordia de Dios lo entenderán más tarde. Pudo haber excepciones. Algunas almas comprendieron parte de su significado, pero esta no es la cuestión por ahora. Nuestro deber es reconocer y apropiarnos de la preciosa verdad expuesta en los dos pares de tablas. Estas demuestran el fracaso de todo lo que ha sido confiado al hombre y la eterna estabilidad del pacto de gracia de Dios ratificado con la sangre de Cristo: el pacto que debe ser desplegado con todos sus gloriosos resultados en el reino venidero, cuando el Hijo de David reine sobre toda la tierra. Esto será cuando la descendencia de Abraham posea, como regalo don divino, la tierra de la promesa, y todas las naciones de la tierra se regocijen bajo el reinado benéfico del Príncipe de paz.

¡Qué gloriosa perspectiva para la hoy desolada tierra de Israel y nuestra pobre tierra! El Rey de justicia y paz gobernará según su voluntad. Todo mal será destruido con mano poderosa, porque no habrá debilidad en aquel gobierno y ninguna lengua rebelde se atreverá a criticar con insolencia sus decretos y hechos. A ningún insensato demagogo se le permitirá perturbar la paz del pueblo o insultar la majestad del trono. Todo abuso será rectificado, todo elemento perturbador será neutralizado, toda piedra de tropiezo será quitada y toda raíz de amargura será arrancada. Los pobres y los necesitados serán saciados. Sí, todos serán atendidos divinamente: el dolor, el cansancio, la pobreza y la desolación serán desconocidos. El desierto y el lugar árido se alegrarán; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. “He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra calurosa” (Isaías 32:1-2).

Lector, ¡qué escenas gloriosas deben suceder aún en este pobre y triste mundo agitado por el pecado y esclavizado por Satanás! ¡Qué bueno es pensar en ellas! ¡Qué alivio para el corazón en medio de tantas miserias morales, de degradación y de todas las enfermedades que nos rodean! Gracias a Dios se aproxima rápidamente el día en el cual el príncipe de este mundo será arrojado de su trono y aprisionado en el abismo. Entonces el Príncipe del cielo, el glorioso Emanuel, extenderá su cetro bendito sobre todo el universo de Dios, y los cielos y la tierra se regocijarán con el resplandor de su faz real. Exclamemos: ¡oh, Señor, apresura ese tiempo! ¡“Sí, ven, Señor Jesús”! (Apocalipsis 22:20).

La muerte de Aarón. Elección y honra de Leví

“Después salieron los hijos de Israel de Beerot-bene-jaacán a Mosera; allí murió Aarón, y allí fue sepultado, y en lugar suyo tuvo el sacerdocio su hijo Eleazar. De allí partieron a Gudgoda, y de Gudgoda a Jotbata, tierra de arroyos de aguas. En aquel tiempo apartó Jehová la tribu de Leví para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en su nombre, hasta hoy, por lo cual Leví no tuvo parte ni heredad con sus hermanos; Jehová es su heredad, como Jehová tu Dios le dijo” (v. 6-9).

El lector no debe quedarse con ninguna duda respecto al orden cronológico de los hechos relatados en el pasaje anterior. Este simplemente es un paréntesis en el cual el legislador (Moisés) agrupa de manera notable y conmovedora diferentes circunstancias que dan testimonio del gobierno y de la gracia de Dios, escogidas con sumo cuidado de la historia del pueblo. La muerte de Aarón demuestra lo primero. La elección y exaltación de Leví presentan la segunda. Estos dos hechos se mencionan juntos, y no cronológicamente, con el gran fin moral siempre presente en el pensamiento de Moisés. La razón del incrédulo no lo podría comprender, pero tiene mucho valor para el corazón y el entendimiento del que estudia la Escritura.

¡Cuán despreciables son los razonamientos de los incrédulos cuando se las considera a la luz de la divina inspiración! ¡Qué miserable es la inteligencia que se ocupa en insignificancias como encontrar algún error de cronología, por ejemplo, en el divino Libro, en lugar de aprender el verdadero propósito y el objeto del escritor inspirado!

Pero, ¿por qué Moisés recordó de manera aparentemente abrupta esos dos acontecimientos de la historia de Israel? Simplemente para estimular el corazón del pueblo a la obediencia. Con este fin escogió y agrupó los hechos según la sabiduría dada. ¿Hemos de esperar de este siervo de Dios, divinamente enseñado, la precisión de un simple copista? Los incrédulos podrán creerlo así, pero los verdaderos cristianos saben por qué. Un simple copista podrá copiar los sucesos en su orden cronológico, pero un verdadero profeta hará la narración de estos de tal modo que influya sobre el corazón y la conciencia. Así que, mientras el pobre incrédulo anda a tientas en las brumas de su propia imaginación, el estudiante piadoso se complace en las glorias morales de ese Libro sin par, que se mantiene firme como una roca contra la cual se estrellan las impotentes olas de la incredulidad.

No queremos detenernos en la explicación de las circunstancias a que se refiere el anterior paréntesis, pues ya se han expuesto en otras porciones. Nos limitaremos a hacer notar la exposición de los hechos mencionados. Moisés se sirvió de ellos para dar mayor fuerza a su último llamado dirigido al corazón y a la conciencia del pueblo. Les mostraba la absoluta necesidad de una obediencia expresa a los estatutos y derechos del Dios del pacto. Por esto se refirió al hecho solemne de la muerte de Aarón. Los hijos de Israel debían recordar que Aarón, a pesar de su encumbrada posición como sumo sacerdote de Israel, había muerto por haber desobedecido a la palabra de Jehová. Les convenía, por lo tanto, estar atentos a su propia conducta. La administración de Dios no debía tratarse con liviandad. La misma posición privilegiada de Aarón exigía que su pecado fuese juzgado para que los demás aprendiesen.

Debían recordar el trato de Dios con Leví, donde vimos que la gracia brilla con esplendor. El indomable, cruel y obstinado Leví fue levantado de su ruina moral y colocado junto a Dios “para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en su nombre” (v. 8).

Pero, ¿por qué lo que concierne a Leví está asociado con la muerte de Aarón? Sencillamente porque expone las benditas consecuencias de la obediencia. La muerte de Aarón demostraba el funesto resultado de la desobediencia, y la honra de Leví ilustra el precioso fruto de la obediencia. Oigamos lo que dice el profeta Malaquías sobre este tema: “Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad” (cap. 2:4-6).

Este notable pasaje aclara mucho la cuestión que estamos considerando. Nos dice específicamente que Jehová hizo pacto de vida y de paz con Leví a causa del respeto que este manifestó por Su nombre, “y tuvo temor de mí”, en oportunidad del becerro de oro que hizo Aarón (levita también del orden más elevado).

¿Por qué fue castigado Aarón? Por su rebelión en las aguas de Meriba (Números 20:24.) ¿Por qué fue bendecido Leví? Por su reverente obediencia al pie del monte Horeb (Éxodo 32). ¿Por qué los encontramos juntos en el capítulo 10 del Deuteronomio? A fin de imprimir en el corazón y la conciencia del pueblo la necesidad de obedecer absolutamente los mandamientos del Dios del pacto. ¡Cuán perfecta es la Escritura en todas sus partes! ¡Cómo concuerda bellamente! Y ¡es evidente que el libro del Deuteronomio ocupa el lugar que Dios le asignó con su especial propósito! ¡La quinta parte del Pentateuco no es ni una contradicción ni una repetición de las anteriores, sino una aplicación de ellas! Y cuando los escritores incrédulos se atreven a insultar los Oráculos de Dios, no saben lo que dicen ni lo que hacen. Se extravían “ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22:29).1

  • 1En los escritos humanos tenemos numerosos ejemplos de lo que los incrédulos objetan a Deuteronomio 10:6-9. Supongamos que un autor desee llamar la atención sobre algún principio de economía política. Este recopilará hechos, por más alejados que estén unos de otros, y los agrupará del modo más conveniente para la demostración de su razonamiento. ¿Le objetan algo los incrédulos? No, pero cuando encuentran un proceder así en la Escritura lo hacen, porque odian la Palabra de Dios. No soportan la idea de que él haya dado a sus criaturas un libro como revelación de sus designios. Sin embargo, él lo ha hecho, ¡bendito sea su nombre! Y lo tenemos en toda su belleza y divina autoridad para consolar nuestros corazones y guiar nuestros caminos en medio de la oscuridad y confusión que atravesamos, durante nuestro viaje hasta la gloria.

Israel, ¿qué pide de ti Jehová tu Dios?

En los versículos 10 y 11 de nuestro capítulo, Moisés vuelve otra vez al tema central de su discurso. “Y yo estuve en el monte como los primeros días, cuarenta días y cuarenta noches; y Jehová también me escuchó esta vez, y no quiso Jehová destruirte. Y me dijo Jehová: Levántate, anda, para que marches delante del pueblo, para que entren y posean la tierra que jure a sus padres que les había de dar”.

A pesar de todos los obstáculos, Jehová quería cumplir la promesa hecha a los padres dando a Israel la tierra que había jurado a Abraham, Isaac y Jacob dar a su descendencia por heredad perpetua.

“Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que tengas prosperidad?” (v. 12-13). Debían andar en los divinos mandamientos para su propio bienestar, prosperidad y bendición. La senda de la obediencia es la única que conduce a la verdadera felicidad y todavía puede ser seguida por todos los que aman al Señor.

Esto es un consuelo en todo tiempo. Dios nos ha dado su preciosa Palabra, la perfecta revelación de sus pensamientos. Nos ha dado aquello que Israel no tuvo: su Santo Espíritu para que habite en nuestros corazones, a fin de que podamos entender y apreciar su Palabra. De ahí que nuestras obligaciones sean mayores que las de Israel. Somos llamados a obedecer en todo lo que, de parte de Dios, puede influir sobre nuestro corazón y entendimiento. Debemos obedecer para nuestro bien. Ciertamente

tiene grande galardón
(Hebreos 10:35)

el guardar los mandamientos de nuestro amante Padre. Todos sus cuidados, su amor, su solicitud, sus maravillosos tratos para con nosotros, ¿no son suficientes motivos para que nuestros corazones se aferren a él y nuestros pasos se afirmen en la senda de la obediencia filial? Adondequiera que volvamos los ojos encontramos las pruebas evidentes de sus derechos sobre los afectos de nuestro corazón y sobre todas las facultades de nuestro rescatado ser. Y cuanto más respondamos a sus preciosos derechos, más brillante y feliz será nuestra senda. En este mundo no hay nada más bendito que la senda y la porción de un alma obediente.

Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo
(Salmo 119:165).

El humilde discípulo que halla su comida y su bebida en hacer la voluntad de su amado Señor y Maestro posee una paz que el mundo no puede dar ni quitar. Puede que sea incomprendido y mal juzgado, que sea tachado de intransigente, iluso, fanático y cosas peores, pero nada de esto le afecta. La aprobación de su Señor es una recompensa más que suficiente a todos los reproches que los hombres puedan hacerle. Sabe lo que valen los pensamientos de los hombres, los cuales son como el tamo que arrebata el viento.

En los últimos versículos de nuestro capítulo el autor parece hacer mayor énfasis en los motivos de la obediencia y urgir con más solicitud el corazón del pueblo. “He aquí” –les dice– “de Jehová tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día” (v. 14-15). ¡Qué maravilloso privilegio es el ser escogido y amado por el Poseedor de los cielos y la tierra! ¡Qué honor ser llamado a servirle y obedecerle! Por cierto, en todo el mundo no hay condición más sublime. ¡Ser identificado y estar asociado con el Altísimo, ser su pueblo particular, escogido por él, separados de las demás naciones para ser siervos de Jehová y testigos suyos! ¿Qué podía haber mejor que esto, aparte de lo que posee la Iglesia de Dios y el creyente individualmente?

Ciertamente, nuestros privilegios son superiores, pues conocemos a Dios de un modo más excelso, más profundo y más íntimo que la nación de Israel. Lo conocemos como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y como nuestro Dios y Padre. El Espíritu Santo mora en nosotros y derrama el amor de Dios en nuestros corazones, haciéndonos exclamar: Abba Padre. Esto es mucho más precioso que todo lo que el pueblo terrenal de Dios conoció o pudo conocer. Y si nuestros privilegios son mayores, también deben serlo sus derechos a nuestra solícita y absoluta obediencia. Cada llamado al corazón de Israel debería llegar a nosotros con mayor fuerza; toda exhortación dirigida a ellos debería hablarnos poderosamente. Ocupamos el lugar más eminente que una criatura puede ocupar. Ni la descendencia de Abraham en la tierra, ni los ángeles de Dios en el cielo pueden decir lo que nosotros decimos, ni conocer lo que conocemos. Estamos asociados eternamente con el Hijo de Dios resucitado y glorificado. Podemos hacer nuestro el maravilloso lenguaje de 1 Juan 4:17, y decir: “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. ¿Qué puede ser superior a esto como privilegio y dignidad? Nada seguramente, excepto estar conformados a su adorable imagen en espíritu, alma y cuerpo, como lo seremos pronto (por la infinita gracia de Dios).

No olvidemos que nuestras obligaciones son proporcionales a nuestros privilegios. No rechacemos la sana palabra obligación bajo pretexto que tiene aspecto de legalismo. Es todo lo contrario. Sería imposible concebir algo más separado del legalismo que las obligaciones que resultan de la posición cristiana. Es una verdadera equivocación alegar “legalismo” cuando se nos recuerdan las santas responsabilidades de nuestra posición. Creemos que todo cristiano verdaderamente piadoso apreciará los llamados y exhortaciones que el Espíritu Santo nos dirige a propósito de nuestras obligaciones. Todas ellas están fundadas en los privilegios que nos son conferidos por la soberana gracia de Dios y por el ministerio del Espíritu Santo en virtud de la preciosa sangre de Cristo.

El padre de huérfanos y juez de viudas

Continuemos leyendo los conmovedores llamamientos de Moisés. Nos serán muy provechosos a pesar de nuestras mayores luces, conocimientos y privilegios.

“Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz. Porque Jehová vuestro Dios es Dios de dioses, y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas, ni toma cohecho; que hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero dándole pan y vestido” (v. 16-18).

Aquí Moisés no habla meramente de lo que Dios hace, sino de Él mismo, de lo que Él es. Es el Dios de los cielos, el Grande, el Magnífico, el Temible. Tiene un corazón lleno de amor para la viuda y el huérfano, seres desamparados y privados de todo apoyo natural. Dios piensa y cuida de ellos de manera muy especial; tienen derecho a su amor y a su protección. “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada”. “La que en verdad es viuda y ha quedado sola, espera en Dios, y es diligente en súplicas y oraciones noche y día”. “Deja tus huérfanos, yo los criaré; y en mí confiarán tus viudas” (Salmo 68:5; 1 Timoteo 5:5; Jeremías 49:11).

¡Qué rica provisión hay aquí para las viudas y los huérfanos! ¡Qué maravilloso cuidado de Dios para con ellos! ¡Cuántas viudas hay más felices ahora que cuando tenían a sus maridos! ¡Cuántos huérfanos están mejor cuidados que cuando tenían a sus padres! Dios vela por ellos. Esto alcanza. Miles de esposos y padres se comportan de tal manera que más valdría no tenerlos. Pero Dios nunca desampara a los que en él confían, es siempre fiel a su nombre, sea cual fuere el título que adopte. ¡Recuerden esto para consuelo y aliento!

El extranjero

Dios tampoco se olvida del extranjero. “Ama también al extranjero dándole pan y vestido” (v. 18). ¡Cuán hermoso es esto! Nuestro Dios cuida de todos los que se ven privados de apoyo terrenal, de esperanza y protección humana. Todos ellos pueden apoyarse en él de manera especial, pues Dios, a causa de su amor, responderá a sus necesidades.

Sin embargo, es necesario conocerlo para poder confiar en él. “En ti confiarán los que conocen tu nombre, por cuanto tú, oh Jehová, no desamparaste a los que te buscaron” (Salmo 9:10). Los que no conocen a Dios preferirán una póliza de seguros o una renta anual antes que sus promesas. El verdadero creyente encuentra en las promesas de Dios el inquebrantable sostén de su corazón, porque conoce, confía y ama al que prometió. Se regocija en el pensamiento de depender enteramente de él y por nada en el mundo querría cambiar su situación. Lo que sacaría de quicio a un incrédulo, para el cristiano, para el hombre de fe, es motivo de profundo gozo. El lenguaje de este siempre será: “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación” (Salmo 62:5-6). ¡Bendita situación! ¡Bendita porción! ¡Es nuestro deseo que el lector la conozca como una realidad divina, como un poder vivo en su corazón, por el poderoso ministerio del Espíritu Santo! Entonces será libre de las cosas terrenales y hallará todo lo que necesita, para el presente y para la eternidad, en el Dios vivo y en su Cristo.

 

Todo lo que necesito,
Eres tú ¡oh Cristo! para mí;
Todo hallo yo en Ti.

 

Notemos cuál es la provisión que Dios hace para el extranjero. Es muy sencilla: “pan y vestido”. Esto basta para un verdadero extranjero. El apóstol se lo dijo a su hijo en la fe, Timoteo: “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1 Timoteo 6:7-8).

Lector cristiano, reflexionemos en esto: ¡Qué remedio para la ambición y para la concupiscencia! ¡Qué bendita liberación de toda codicia febril de bienes terrenales, del comercio, de la especulación y del espíritu de avaricia característico del tiempo en el cual vivimos! Si estuviésemos satisfechos con la provisión que se asignó divinamente al extranjero, ¡cuán diferente sería! ¡Cuán tranquilo y uniforme sería el curso diario de nuestra vida! ¡Nuestras rutinas y deseos serían más sencillos, y nuestro espíritu menos mundano! Dejaríamos de lado el lujo y el amor a la comodidad que tanto prevalecen hoy entre los cristianos. Comeríamos y beberíamos únicamente para la gloria de Dios y para mantener nuestro cuerpo sano. Traspasar estos límites es dejarse llevar por “los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).

Pero, ¡cuántos hay en el llamado mundo cristiano que respecto a las bebidas alcohólicas, se dejan llevar por sus vergonzosas concupiscencias, envileciéndose y arruinando sus cuerpos y sus almas!

No queremos hacer una predicación contra las bebidas alcohólicas. El mal está en el abuso que hacemos de ellas. El mismo apóstol aconseja a Timoteo el uso de “un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1 Timoteo 5:23). Cada cristiano es responsable de andar en el temor de Dios en cuanto a la comida y a la bebida. Un enfermo puede necesitar cierta comida nutritiva, pero ¿hemos de culpar al médico si su paciente se convierte en un glotón? Por cierto que no. El mal no está en la indicación del médico, sino en el desacertado deseo del corazón.

En esto radica la raíz del mal, y el remedio se encuentra en la preciosa gracia de Dios que, a la par que trae la salvación a todos los hombres, enseña a los que son salvos a vivir “sobria, justa y piadosamente” en este mundo (Tito 2:12). Y recuérdese que el vivir sobriamente significa mucho más que la moderación en la comida y en la bebida. Obviamente esto está incluido, pero abarca también el dominio del corazón – el gobierno de los pensamientos, del genio, de la lengua. La gracia que nos salva no nos dice solamente cómo debemos vivir, sino que además nos enseña a hacerlo. Si seguimos sus enseñanzas estaremos satisfechos con la provisión asignada por Dios al extranjero.

Es interesante y a la vez edificante observar cómo Moisés pone a Dios mismo como modelo a imitar. Jehová “ama también al extranjero dándole pan y vestido. Amaréis, pues, al extranjero; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (v. 18-19). Los israelitas no solo debían tener ante sus ojos el modelo divino, sino que también debían recordar su historia y experiencias pasadas, a fin de que sus corazones rebosaran de simpatía y compasión para con el extranjero. Era un deber y un privilegio para el Israel de Dios ponerse en la piel del prójimo y tener en cuenta sus sentimientos. Debía ser el representante moral de Aquel a quien pertenecía. Debía imitarlo, suplir las necesidades y alegrar los corazones de huérfanos, viudas y extranjeros. Y si el pueblo terrenal de Dios fue llamado a esta perfecta línea de conducta, cuanto más lo somos nosotros a quienes

bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo
(Efesios 1:3).

¡Quiera Dios que estemos más en su presencia y bebamos más de su Espíritu para que podamos reflejar fielmente sus glorias morales sobre todos aquellos con quienes estamos en contacto!

Las últimas líneas de nuestro capítulo nos dan un hermoso compendio de la enseñanza práctica que nos ha ocupado. “A Jehová tu Dios temerás, a él solo servirás, a él seguirás, y por su nombre jurarás. Él es el objeto de tu alabanza, y él es tu Dios, que ha hecho contigo estas cosas grandes y terribles que tus ojos han visto. Con setenta personas descendieron tus padres a Egipto, y ahora Jehová te ha hecho como las estrellas del cielo en multitud” (v. 20-22).

Todo esto es muy adecuado para estimularnos moralmente y unir nuestros corazones al Señor mismo. Exaltémosle por lo que él es, por todos sus cuidados maravillosos y sus designios de gracia. Podemos decir con seguridad que es el recurso secreto de toda verdadera dedicación. ¡Quiera Dios que el lector y quien suscribe lo pongamos en práctica!