Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

La remisión de Jehová

Un mandamiento de amor

Cada siete años harás remisión. Y esta es la manera de la remisión: perdonará a su deudor todo aquel que hizo empréstito de su mano, con el cual obligó a su prójimo; no lo demandará más a su prójimo, o a su hermano, porque es pregonada la remisión de Jehová. Del extranjero demandarás el reintegro; pero lo que tu hermano tuviere tuyo, lo perdonará tu mano, para que así no haya en medio de ti mendigo; porque Jehová te bendecirá con abundancia en la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad para que la tomes en posesión, si escuchares fielmente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y cumplir todos estos mandamientos que yo te ordeno hoy. Ya que Jehová tu Dios te habrá bendecido, como te ha dicho, prestarás entonces a muchas naciones, mas tú no tomarás prestado; tendrás dominio sobre muchas naciones, pero sobre ti no tendrán dominio” (v. 1-6).

¡Cuán edificante es observar la manera en que Dios obraba para atraer los corazones de su pueblo por medio de los sacrificios, las ceremonias y las instituciones del culto levítico! Cada día se ofrecía un cordero, por la tarde y por la mañana. Cada semana había un día de reposo santo. Cada mes la luna nueva. Se celebraba la pascua, cada año. Cada tres años, el diezmo. La remisión se aplicaba cada siete años, y el jubileo, cada cincuenta años.

Todo esto es profundamente interesante. Para nosotros tiene una preciosa significación y nos enseña una valiosa lección. El cordero de la mañana y de la tarde representaba al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
(Juan 1:29).

El día de reposo representa el descanso que permanece para el pueblo de Dios. La luna nueva (en este caso el plenilunio) prefiguraba de una manera admirable el tiempo en que Israel, ya restaurado, refleje los rayos del Sol de justicia sobre las naciones. La pascua recordaba a Israel su liberación de la esclavitud de Egipto. El año de los diezmos recordaba el hecho de que Jehová era el propietario de la tierra, y de cómo sus intereses debían emplearse para satisfacer las necesidades de sus obreros y de los pobres. El año sabático era la promesa de aquel hermoso día en el cual todas las deudas quedarían canceladas, todos los préstamos extinguidos y todas las cargas abolidas. Finalmente el jubileo era figura de la restitución de todas las cosas, cuando el cautivo sea liberado, el desterrado vuelva a su heredad perdida por mucho tiempo e Israel y toda la tierra se regocijen bajo el gobierno del Hijo de David.

En todas estas instituciones descubrimos dos rasgos sobresalientes: la gloria de Dios y la bendición para el hombre. Estas dos cosas están unidas por un lazo divino y eterno. Dios lo ha ordenado todo a fin de que su gloria y la bendición para la criatura vayan indisolublemente unidas. Esta es una verdad que concede profundo gozo al corazón y nos ayuda a entender mejor la fuerza de lo dicho por Pablo: “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:2). Cuando esa gloria resplandezca plenamente, las bendiciones, el descanso y la felicidad alcanzarán su completo y eterno desarrollo.

En el año séptimo vemos una hermosa figura y una prefiguración de este feliz momento. Era “la remisión del Señor”, cuya benéfica influencia era sentida por cada deudor, desde Dan hasta Beerseba. Jehová concedía a su pueblo el inmenso privilegio de tener comunión con Él, haciendo cantar de alegría al pobre deudor. Él quería enseñar, a aquel que deseaba aprender, la profunda bendición que hay cuando se perdona todo, sin reserva. Esto es en lo que él mismo se deleita. ¡Bendito sea para siempre su grande y glorioso nombre!

El egoísmo del corazón humano

Pero el pobre corazón no está debidamente preparado para andar por esta vía celestial. Desgraciadamente un miserable egoísmo le impide comprender y practicar el divino principio de la gracia. La carne no se siente a gusto en este ambiente celestial. No es adecuada para servir de canal a la gracia que brilla espléndidamente en todos los caminos de Dios. Esto explica muy bien las exhortaciones del siguiente pasaje: “Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite. Guárdate de tener en tu corazón pensamiento perverso, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión, y mires con malos ojos a tu hermano menesteroso para no darle; porque él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te contará por pecado. Sin falta le darás, y no serás de mezquino corazón cuando le des; porque por ello te bendecirá Jehová tu Dios en todos tus hechos, y en todo lo que emprendas. Porque no faltarán menesterosos en medio de la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra” (v. 7-11).

Aquí se ponen al descubierto las raíces profundas del egoísmo de nuestros pobres corazones. No hay nada como la gracia para poner de manifiesto las raíces más ocultas del mal en la naturaleza humana. El hombre debe ser renovado en lo más profundo de su ser moral antes de que pueda ser la vasija del amor divino. Aun los que por gracia han sido renovados de este modo, deben guardarse constantemente de las distintas formas de egoísmo de las que se reviste nuestra naturaleza. Solo la gracia puede mantener el corazón abierto a cualquier forma de necesidad humana. Debemos mantenernos conectados a la fuente de amor celestial para llegar a ser conductos de bendición en medio de esta escena de miseria y desolación en la que vivimos.

¡Cuán hermosas son las palabras: “Abrirás… tu mano liberalmente”! Exhalan el mismo aire del cielo. Un corazón abierto y una mano generosa son de Dios. “Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7), porque él es precisamente así. “Da a todos abundantemente y sin reproche” (Santiago 1:5). Además quiere concedernos el privilegio de ser imitadores suyos. ¡Gracia maravillosa! Tan solo el pensamiento de esto nos llena el corazón de admiración, de amor y de alabanza. No solo somos salvos por gracia, sino que permanecemos en la gracia, respiramos su atmósfera y somos llamados a ser la expresión viva de esa gracia, no solo a nuestros hermanos sino a toda la familia humana.

Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe
(Gálatas 6:10).

Lector cristiano, apliquemos con diligencia nuestros corazones a esta instrucción divina. Su verdadero valor solo podrá ser gustado poniéndola en práctica. La miseria humana, los dolores y las necesidades nos rodean de mil formas. En todo lugar vemos corazones quebrantados, ánimos anonadados, hogares desolados. Diariamente nos enfrentamos a la viuda, al huérfano y al extranjero. ¿Cómo nos comportamos con todos estos desdichados? ¿Permanecemos fríos e insensibles con ellos? ¿Les cerramos nuestras manos? ¿Procuramos obrar según el hermoso espíritu de “la remisión del Señor”? Somos llamados a reflejar la naturaleza y el carácter de Dios, a ser canales de comunicación directa entre el corazón amoroso de nuestro Padre y las necesidades humanas. No hemos de vivir solo para nosotros. Si hiciéramos así negaríamos todos los principios del cristianismo moral que profesamos. Es nuestro privilegio y nuestra especial misión derramar a nuestro alrededor la bendita luz del cielo al cual pertenecemos. Dondequiera que estemos, en nuestra familia, en el campo, en el mercado, en la fábrica, en la tienda, en el despacho, etc., todos los que estén en relación con nosotros deberían ver la gracia de Jesús resplandecer en nuestros actos, nuestras palabras y aun en nuestras miradas. Y si se nos presenta una necesidad o un sufrimiento que aliviar y no podemos hacer nada, demos al menos una palabra de consuelo, una lágrima o un suspiro de verdadera simpatía para el necesitado.

¿Obramos de este modo? ¿Vivimos tan cercanos a la fuente del amor divino y respiramos la atmósfera del cielo de tal modo que podamos difundir la bendita fragancia de tales cosas? O por el contrario, ¿ponemos de manifiesto el egoísmo de nuestra naturaleza, nuestro temperamento y humanidad caída y corrupta? ¡Qué ser más desagradable es un cristiano egoísta! Es una contradicción constante, una mentira viviente. El cristiano profesante hace resaltar el egoísmo que domina su corazón, y lo manifiesta en sus actos.

¡Quiera el Señor conceder a todos los que profesan ser cristianos el comportarse en su vida diaria de tal modo que sean una carta de Cristo, sin mancha, conocida y leída por todos los hombres! De este modo la incredulidad se verá privada de uno de sus más potentes argumentos en contra de la cristiandad. Nada le apoya más que la vida inconsecuente de los que profesan ser cristianos. Esa excusa no tiene ningún valor ante el tribunal de Dios. Cada persona que haya tenido a su disposición un ejemplar de las Sagradas Escrituras será juzgada a la luz de estas, aunque no existiese ni un solo creyente firme en toda la tierra. Los cristianos somos responsables de hacer brillar la luz de Dios ante los hombres, para que estos vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). Nuestra vida diaria debe ser como una exposición y un ejemplo de los principios celestiales que la Palabra de Dios nos enseña, de tal forma que el incrédulo no pueda argumentar el más mínimo pretexto.

Tomemos estas cosas a pecho y entonces podremos bendecir a Dios por esta meditación sobre la grata institución de “la remisión de Jehová”.

El siervo hebreo

Vamos a citar ahora el pasaje que concierne al siervo hebreo. Sentimos cada vez más la importancia de reproducir el lenguaje propio del Espíritu Santo. Sabemos que suele haber poca disposición a interrumpir la lectura para buscar un pasaje señalado. No hay nada comparable a la Palabra de Dios, y las observaciones que presentamos tienen como objeto ayudar al lector cristiano a comprender y apreciar las Escrituras que citamos:

“Si se vendiere a ti tu hermano hebreo o hebrea, y te hubiere servido seis años, al séptimo le despedirás libre. Y cuando lo despidieres libre, no le enviarás con las manos vacías. Le abastecerás liberalmente de tus ovejas, de tu era y de tu lagar; le darás de aquello en que Jehová te hubiere bendecido” (v. 12-14).

¡La gracia inefable de nuestro Dios sobresale aquí! No quiere que dejemos al hermano irse con las manos vacías. Libertad pero pobreza no serían éticos. El hermano debía ser despedido libre pero provisto de una fortuna con la que pudiera subsistir.

Esto es francamente divino. No necesitamos que se nos diga en qué escuela se enseña tan exquisita moral. Esta lleva la huella del cielo y emite la misma fragancia del paraíso de Dios. ¿No ha procedido así Dios con nosotros? ¡Toda la alabanza sea dada a su glorioso nombre! Él no solo nos ha dado la vida y la libertad, sino que además nos provee de todo cuanto necesitamos en el presente y en la eternidad. Nos ha abierto la inagotable tesorería celestial. Ha entregado al Hijo de su corazón por nosotros y a nosotros. Por nosotros a fin de salvarnos, y a nosotros para hacernos felices. Nos ha dado todo lo que corresponde a la vida y a la piedad. De todo lo que necesitamos para la vida diaria y para la eternidad lo tenemos plena y perfectamente asegurado por la mano bondadosa de nuestro Padre.

¿No es conmovedor leer la expresión de Dios diciendo de qué manera quería que se tratara al siervo hebreo? “Le abastecerás liberalmente”. No “con obligación o mezquindad”, sino de una manera digna de Dios. La manera de obrar de su pueblo debe ser un reflejo de Dios mismo. Somos llamados a ser sus representantes morales. Es maravilloso. Su infinita gracia así lo quiso. No solo nos ha librado de las llamas del infierno eterno, sino que también nos llama a obrar para él y a ser semejantes a él en medio de un mundo que crucificó a su Hijo. Además de habernos conferido este honor, nos ha enriquecido de manera que podamos soportarla. Los inagotables tesoros del cielo están a nuestra disposición. “Todo” es nuestro por su gracia infinita (ver 1 Corintios 3:22). Quiera el Señor que podamos discernir mejor nuestros privilegios, para así cumplir con más fidelidad nuestras santas responsabilidades.

En el versículo 15 de nuestro capítulo tenemos un motivo muy conmovedor que hace vibrar el corazón del pueblo. “Y te acordarás de que fuiste siervo en la tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te rescató; por tanto yo te mando esto hoy”. El recuerdo de la gracia de Dios (quien los había redimido de Egipto) debía ser el motivo fundamental de sus acciones en beneficio de sus hermanos pobres. Este es un principio indiscutible. Si tratamos de fundamentar los motivos de nuestras acciones fuera de Dios y en su manera misericordiosa de tratarnos, pronto tropezaremos en la carrera práctica de nuestra vida. Solo manteniendo presente en el corazón la maravillosa gracia de Dios, –desplegada en favor nuestro en la redención que es en Cristo Jesús–, seremos capaces de actuar con benevolencia hacia los demás. Los sentimientos de compasión que nacen en nuestros corazones cuando vemos las penas, las lágrimas y las necesidades de los demás se desvanecen fácilmente. Solo en Dios hallaremos la fuente perenne que mueva nuestras acciones.

El siervo que prefiere quedarse con su amo

En el versículo 16 se expone el caso en el cual un siervo prefiere permanecer con su amo. “Si él te dijere: No te dejaré; porque te ama a ti y a tu casa, y porque le va bien contigo; entonces tomarás una lesna, y horadarás su oreja contra la puerta, y será tu siervo para siempre”.

Comparando este pasaje con el de Éxodo 21:1-6 observamos una importante diferencia que surge del carácter propio de cada libro. En Éxodo predomina el rasgo del tipo, en Deuteronomio se resalta el carácter moral. Por eso en este libro el escritor inspirado omite todo lo referente a la mujer y a los hijos del siervo. Pero es esencial a la belleza y perfección del tipo según Éxodo 21. Mencionamos esto simplemente como una de las muchas pruebas contundentes de que el Deuteronomio está lejos de ser una estéril repetición de los libros que lo preceden. No hay ni repetición, por una parte, ni contradicción, por otra, sino una hermosa variedad en perfecto acuerdo con el propósito divino y el fin de cada libro. Respondemos así a la ligereza e ignorancia de aquellos escritores incrédulos que han tenido la osadía de dirigir sus dardos contra esta porción divina.

En nuestro capítulo, tenemos pues el aspecto moral de esta interesante decisión. El siervo amaba a su amo y estaba dichoso en su compañía. Prefería una esclavitud perpetua y la marca de la misma sirviendo al amo a quien amaba, a una libertad con la correspondiente indemnización, pero separado de su amo. Esto hablaba en favor de ambos. Es una buena señal cuando amo y siervo mantienen buenas relaciones durante un largo período. Por el contrario, los cambios continuos pueden ser una prueba de que hay algún desorden moral en uno u otro. Sin duda hay excepciones. En las relaciones entre amo y siervo, como en todas las demás, hay que considerar ambos lados. Por ejemplo, hemos de considerar si el amo cambia constantemente de sirvientes, o si el sirviente cambia de amo continuamente. En el primer caso, las apariencias declaran en contra del amo; en el segundo, en contra del sirviente.

Relación entre amo y siervo

Debemos juzgarnos a nosotros mismos en esto. Si somos amos, debemos considerar si en realidad procuramos el bienestar de nuestros empleados. No solo tenemos que pensar en la cantidad de trabajo que cumplirán para nosotros. También (desde el punto de vista del refrán de «vivir y dejar vivir») debemos buscar la felicidad y el bienestar de nuestros sirvientes. Tratemos de hacerles sentir que tienen un hogar bajo nuestro techo, que no estamos satisfechos solamente con el trabajo de sus manos, sino que deseamos el afecto de sus corazones. En cierta ocasión se le preguntó al jefe de un gran establecimiento: «¿Cuántos corazones tiene usted empleados aquí?». Meneó la cabeza y confesó con tristeza el poco afecto que existía entre amo y dependientes. De ahí la expresión «mano de obra».

Pero el amo cristiano está llamado a obrar a un nivel más eminente. Tiene el privilegio de ser un imitador de su Maestro, Cristo. Si lo pone en práctica, las relaciones con sus criados estarán bien reguladas. Debe estudiar con interés a su divino Modelo, a fin de reproducirlo en todos los detalles de la vida diaria.

Del mismo modo debe hacer el criado cristiano en su esfera de acción. Al igual que su amo, debe estudiar el gran ejemplo puesto ante sus ojos tanto en la senda como en el ministerio del verdadero Siervo. Es llamado a seguir sus pisadas, a empaparse de su carácter, a estudiar su Palabra. Es notable ver que el Espíritu Santo ha dado más instrucciones a los siervos que a todas las demás relaciones humanas juntas. El lector puede ver esto en las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, la primera a Timoteo y a Tito. El siervo cristiano puede adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador (Tito 2:10) no hurtando, ni siendo insolente. Puede servir al Señor en los deberes más comunes de la vida doméstica de un modo tan eficaz como quien es llamado a hablar a multitudes de almas.

Así que cuando ambos, amo y criado, están mutuamente gobernados por principios celestiales, procurando servir y glorificar al único Señor, podrán marchar juntos en dichosa compañía. El amo no será severo, injusto ni exigente con el criado. Y el criado no buscará su propio interés, ni será agresivo ni altivo; cada uno contribuirá, por el fiel desempeño de sus respectivos deberes, al bienestar y a la felicidad del otro. Habrá tranquilidad y dicha en toda la esfera doméstica. ¡Ojalá siguiéramos más esa celestial norma en nuestras relaciones laborales cristianas! De ese modo mostraremos la verdad de Dios, su Palabra será honrada y su nombre glorificado en nuestra vida práctica.

En el versículo 18 tenemos una advertencia que nos revela, con gran delicadeza, la raíz moral del corazón. “No te parezca duro cuando le enviares libre, pues por la mitad del costo de un jornalero te sirvió seis años; y Jehová tu Dios te bendecirá en todo cuanto hicieres”.

Esto es muy conmovedor. Pensemos por un momento en lo que significa que el Altísimo condescienda a colocarse ante el corazón de un amo, para defender la causa de un pobre siervo y exponer sus derechos. Es como si Dios le pidiera un favor para sí mismo. No omite nada de lo que pueda estar a favor del siervo. Le recuerda al amo lo que valieron los seis años de servicio, y lo anima con la promesa de aumentar las bendiciones en recompensa de su generosa acción. Es perfectamente bello. El Señor no solo quiere que se lleve a cabo esa generosa acción, sino que se haga en términos que alegren el corazón de quien ha de recibirla. Piensa en el fondo de la acción y también en el modo de llevarla a cabo. En ocasiones podemos imponernos la obligación de hacer un favor, pero lo hacemos como un deber y esto hace que nos «parezca duro» tener que hacerlo. Entonces ese acto queda desprovisto de todo encanto. La generosidad del corazón es la que adorna un acto de bondad. Debemos hacer el bien de tal manera que el que lo recibe esté seguro de que nuestro corazón se regocija por el hecho. Así obra el procedimiento divino: “Y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos” (Lucas 7:42). “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos” (Lucas 15:32).

Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente
(Lucas 15:10).

Esta preciosa gracia del corazón del Padre, ¡sea reflejada por nosotros!

El primogénito

Antes de terminar este interesante capítulo, citaremos el último párrafo. “Consagrarás a Jehová tu Dios todo primogénito macho de tus vacas y de tus ovejas; no te servirás del primogénito de tus vacas, ni trasquilarás el primogénito de tus ovejas. Delante de Jehová tu Dios los comerás cada año, tú y tu familia, en el lugar que Jehová escogiere. Y si hubiere en él defecto, si fuere ciego, o cojo, o hubiere en él cualquier falta, no lo sacrificarás a Jehová tu Dios. En tus poblaciones lo comerás; el inmundo lo mismo que el limpio comerán de él, como de una gacela o de un ciervo. Solamente que no comas su sangre; sobre la tierra la derramarás como agua” (v. 19-23).

A Dios solamente se le podía ofrecer algo perfecto. El primogénito, macho sin defecto, era la figura apropiada del inmaculado Cordero de Dios ofrecido en la cruz por nosotros. Es el fundamento perpetuo de nuestra paz y el precioso alimento para nuestras almas en presencia de Dios. Es la asamblea reunida alrededor del divino centro, alegrándose en presencia de Dios, nutriéndose de Cristo. ¡Eterno homenaje a su glorioso nombre!