Las últimas palabras de Moisés dirigidas a Israel
Ternura y solicitud
El corazón de Moisés latía con profunda ternura y afectuosa consideración por la congregación. No se cansaba nunca de repetirles sus ardientes exhortaciones. Sentía la necesidad de prevenirlos contra el peligro al cual estaban expuestos. Como un pastor fiel y verdadero, procuraba prepararlos con amor y ternura para las difíciles circunstancias que les esperaban. No podemos leer sus últimas palabras sin sentirnos conmovidos por su tono de solemnidad. Nos recuerdan la emocionante despedida que el apóstol Pablo dirigió a los ancianos de Éfeso. Esos dos fieles siervos conocían perfectamente la seriedad de la situación en que estaban y la de aquellos a quienes se dirigían. Se daban cuenta de la gravedad de los intereses que estaban en juego y de la urgente necesidad de obrar con fidelidad sobre el corazón y la conciencia. Esto explica la terrible solemnidad de sus llamamientos. Todo aquel que realmente se interesa en la situación del pueblo de Dios, en un mundo como este, debe revestirse de seriedad. Una verdadera comprensión de estas cosas ante la presencia divina necesariamente debe comunicar una santa dignidad al carácter y un poder especial al testimonio.
“Fue Moisés y habló estas palabras a todo Israel, y les dijo: Este día soy de edad de ciento veinte años; no puedo más salir ni entrar; además de esto Jehová me ha dicho: No pasarás este Jordán” (v. 1-2). ¡Qué conmovedora alusión a su avanzada edad y a los solemnes tratos de la administración de Dios para con él! Su objetivo era dar fuerza y eficacia al llamamiento que dirigía a los corazones y a las conciencias del pueblo, y moverlos a una simple obediencia. Si alude a sus canas y a la disciplina ejercida sobre él, no es con el propósito de exhibir su persona o exponer sus circunstancias y sentimientos ante el pueblo, sino para tocar los resortes íntimos de su ser moral.
“Jehová tu Dios, él pasa delante de ti; él destruirá a estas naciones delante de ti, y las heredarás; Josué será el que pasará delante de ti, como Jehová ha dicho. Y hará Jehová con ellos como hizo con Sehón y con Og, reyes de los amorreos, y con su tierra, a quienes destruyó. Y los entregará Jehová delante de vosotros, y haréis con ellos conforme a todo lo que os he mandado” (v. 3-5). No surge ni una murmuración o pesadumbre de la boca de Moisés; ningún sentimiento de envidia ni celos para con quien iba a sucederle. Por el contrario, desaparece el egoísmo con el fin de animar los corazones del pueblo a que pisaran, con paso firme, la senda de la obediencia, que era, es y será siempre la senda de la victoria, de la bendición y de la paz.
“Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis, ni tengáis miedo de ellos, porque Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará, ni te desamparará” (v. 6). ¡Qué preciosas palabras, amado lector, apropiadas para mantener el ánimo y elevar el corazón por encima de toda influencia contraria! El reconocimiento de la presencia del Señor con nosotros y el recuerdo de su gracia para con nosotros en el pasado, serán siempre el verdadero secreto de nuestro progreso. La misma mano poderosa que subyugó a Sehón y a Og ante Israel, podía dominar a todos los reyes de Canaán. Los amorreos eran tan poderosos como los cananeos; pero Jehová podía vencerlos a todos.
Oh Dios, con nuestros oídos hemos oído, nuestros padres nos han contado, la obra que hiciste en sus días, en los tiempos antiguos. Tú con tu mano echaste las naciones, y los plantaste a ellos; afligiste a los pueblos, y los arrojaste
(Salmo 44:1-2).
Pensemos en Dios echando a aquellos pueblos con su propia mano. ¡Qué respuesta a los argumentos y dificultades de un sentimentalismo morboso! ¡Cuán triviales y erróneos son los pensamientos de algunos respecto a los procederes administrativos de Dios! ¡Cuán absurdo es el intento de medir a Dios con la norma del juicio y de los sentimientos humanos! Es evidente que Moisés no manifestaba tales sentimientos cuando le dirigía a la congregación de Israel la exhortación citada. Conocía la seriedad y solemnidad del gobierno de Dios, el privilegio de tenerlo por escudo en el día de la batalla y como refugio en las horas de peligro y necesidad.
Josué es llamado
Oigamos las palabras de aliento dirigidas al hombre que debía ser su sucesor. “Y llamó Moisés a Josué, y le dijo en presencia de todo Israel: Esfuérzate y anímate; porque tú entrarás con este pueblo a la tierra que juró Jehová a sus padres que les daría, y tú se la harás heredar. Y Jehová va delante de ti; él estará contigo, no te dejará, ni te desamparará; no temas ni te intimides” (v. 7-8).
Josué tenía necesidad de una palabra personal, como alguien que era llamado a ocupar un lugar prominente y distinguido en la congregación. Esa palabra expresa la misma preciosa verdad que las exhortaciones dirigidas a toda la asamblea. Se le asegura que con él estarán la presencia y el poder divinos. Esto debe ser suficiente para todos; tanto para Josué como para el individuo más humilde de la congregación. Sí, lector, y lo suficiente también para usted, quienquiera que sea, y sea cual fuere la esfera de su acción. Poco importan las dificultades o peligros que puedan presentarse; nuestro Dios es ampliamente suficiente para todo. Al ser consciente de la presencia del Señor con nosotros y de la autoridad de Su Palabra para la obra que estamos haciendo, podemos avanzar con gozosa confianza, a pesar de todas las dificultades e influencias hostiles.
La ley escrita dada a los sacerdotes
“Y escribió Moisés esta ley, y la dio a los sacerdotes hijos de Leví, que llevaban el arca del pacto de Jehová, y a todos los ancianos de Israel. Y les mandó Moisés, diciendo: Al fin de cada siete años, en el año de la remisión, en la fiesta de los tabernáculos, cuando viniere todo Israel a presentarse delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere, leerás esta ley delante de todo Israel a oídos de ellos. Harás congregar al pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley; y los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra adonde vais, pasando el Jordán, para tomar posesión de ella” (v. 9-13).
En este pasaje llaman nuestra atención: primero, el hecho de que Jehová concedía importancia a que su pueblo se reuniera públicamente con el objetivo de oír su voz. A todo Israel, “varones y mujeres y niños”, juntamente con los extranjeros que vivían en medio de ellos, se les mandaba reunirse para oír la lectura del libro de la ley de Dios, para que conocieran Su santa voluntad y aprendieran sus deberes. Todo miembro de aquella congregación, desde el mayor hasta el menor, debía ponerse en contacto directo con la voluntad revelada de Jehová, a fin de conocer su solemne responsabilidad.
En segundo lugar vemos que los niños también debían ser reunidos delante de Jehová para oír Su Palabra. Ambos actos están llenos de instrucción para todos los miembros de la Iglesia de Dios, pues hay una deplorable deficiencia en cuanto a estos dos puntos. Lamentablemente descuidamos reunirnos para la simple lectura de las Santas Escrituras. Parece como si no hubiera suficiente atractivo en la Palabra de Dios. Hay un anhelo por otras cosas; la elocuencia humana, la música y otros excitantes religiosos de una clase u otra parecen ser imprescindibles para que las personas se reúnan; todo excepto la preciosa Palabra de Dios.
Se argumenta que hay una gran diferencia entre el presente y los tiempos de Israel, que cada uno tiene la Palabra de Dios y la puede leer en su casa, por lo tanto no hay necesidad de la lectura pública. Semejante excusa no es válida. Podemos estar seguros de que si la Palabra de Dios fuese estimada y apreciada personalmente y en familia, también lo sería en público. Nos deleitaríamos reuniéndonos alrededor de la fuente de la Santa Escritura para beber de sus aguas vivas, en feliz comunión, unos con otros.
Pero generalmente la Palabra de Dios no es amada ni estudiada, privada ni públicamente. En privado se devora una literatura despreciable, y en público se buscan con afán la música, los servicios religiosos ritualistas y las ceremonias imponentes. Miles de personas se reúnen y pagan para oír música, pero ¡cuán pocas quieren reunirse para leer la Santa Escritura! Hay una sed creciente por elementos y personas que excitan la religiosidad, mientras que disminuye el interés por el estudio de la Sagrada Escritura y los ejercicios espirituales de la asamblea cristiana. No podemos cerrar los ojos ante ello.
Gracias a Dios hay algunos pocos que aman realmente la Palabra de Dios y se complacen congregándose para estudiar sus preciosas verdades. ¡Quiera el Señor acrecentar su número y bendecirlos con abundancia! ¡Seamos contados entre ese dichoso número hasta terminar los días de nuestra peregrinación! Solo queda un débil remanente, pero este ama a Cristo y a Su Palabra. Su máximo gozo consiste en reunirse para pensar en él, hablar de él y adorarle. ¡Que Dios los bendiga y los guarde! ¡Quiera él hacer que su obra preciosa se profundice en sus almas, que se unan a él más estrechamente y todos ellos entre sí, preparándose así para la aparición de la “Estrella resplandeciente de la mañana”!
Anuncio del fin de Moisés y del futuro de Israel
Volvamos a los últimos versículos de este capítulo, en los cuales Dios habla a su amado siervo respecto de su muerte y al oscuro porvenir de Israel.
“Y Jehová dijo a Moisés: He aquí se ha acercado el día de tu muerte; llama a Josué, y esperad en el tabernáculo de reunión para que yo le dé el cargo. Fueron, pues, Moisés y Josué, y esperaron en el tabernáculo de reunión. Y se apareció Jehová en el tabernáculo, en la columna de nube; y la columna de nube se puso sobre la puerta del tabernáculo. Y Jehová dijo a Moisés: He aquí, tú vas a dormir con tus padres, y este pueblo se levantará y fornicará tras los dioses ajenos de la tierra adonde va para estar en medio de ella; y me dejará, e invalidará mi pacto que he concertado con él; y se encenderá mi furor contra él en aquel día; y los abandonaré, y esconderé de ellos mi rostro, y serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias, y dirán en aquel día: ¿No me han venido estos males porque no está mi Dios en medio de mí? Pero ciertamente yo esconderé mi rostro en aquel día, por todo el mal que ellos habrán hecho, por haberse vuelto a dioses ajenos” (v. 14-18).
“Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios”. Así dice el Espíritu de Cristo en el Salmo 16:4. Israel ha sido, es y será la prueba evidente de la solemne verdad de estas palabras. Su historia en el pasado, su actual dispersión y desolación, y más que nada, aquella “gran tribulación” (Mateo 24:21) por la que deberá pasar, concurren a confirmar e ilustrar esta verdad: la manera más segura para multiplicar nuestras angustias es apartarnos del Señor y confiar en los recursos del hombre.
Esta es una de las muchas lecciones prácticas que podemos aprender de la historia de la descendencia de Abraham. ¡Podamos aprenderla de una manera eficaz, amando al Señor con todo nuestro corazón y apartándonos decididamente de cualquier otro objeto! Estamos convencidos de que este es el único camino de la verdadera felicidad y paz. ¡Ojalá nos encontremos siempre en él!
Un cántico como testimonio para los descendientes
“Ahora pues, escribíos este cántico, y enséñalo a los hijos de Israel; ponlo en boca de ellos, para que este cántico me sea por testigo contra los hijos de Israel. Porque yo les introduciré en la tierra que juré a sus padres, la cual fluye leche y miel; y comerán y se saciarán, y engordarán; y se volverán a dioses ajenos y les servirán, y me enojarán, e invalidarán mi pacto. Y cuando les vinieren muchos males y angustias, entonces este cántico responderá en su cara como testigo, pues será recordado por la boca de sus descendientes; porque yo conozco lo que se proponen de antemano, antes que los introduzca en la tierra que juré darles” (v. 19-21).
¡Cuán conmovedor y solemne es todo esto! En lugar de ser Israel un testigo para Dios ante todas las naciones, el cántico de Moisés debía ser un testimonio en contra de los hijos de Israel. Estos fueron llamados a ser Sus testigos. Debían declarar Su nombre y publicar sus alabanzas en la tierra que, en su fidelidad y soberana misericordia, Dios los había introducido. ¡Pero fallaron completa y vergonzosamente! Por consiguiente, debió escribirse un cántico que en primer lugar expone la gloria de Dios, y en segundo lugar describe la ruina de Israel en todas las etapas de su historia.
“Moisés escribió este cántico aquel día, y lo enseñó a los hijos de Israel. Y dio orden a Josué hijo de Nun, y dijo: Esfuérzate y anímate, pues tú introducirás a los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo estaré contigo” (v. 22-23). Josué no debía desanimarse a causa de la predicha infidelidad del pueblo. Debía, como su gran predecesor, fortalecerse en la fe, dando gloria a Dios. Debía marchar hacia adelante con gozosa confianza, apoyándose en el brazo de Jehová, el Dios del pacto de Israel, y confiando en su palabra, sin temer a sus adversarios. Podía estar seguro de que aunque la descendencia de Abraham fracasara en la obediencia, y como consecuencia de esto atrajera el juicio sobre ellos, el Dios de Abraham mantendría y cumpliría infaliblemente su promesa, y glorificaría su Nombre en la restauración final y perpetua bendición de su pueblo.
Todo esto se destaca con inusitada agudeza y fuerza en el cántico de Moisés. Josué fue llamado a servir en la fe en ello. No debía fijar su mirada en los caminos de Israel, sino en la perpetua estabilidad del pacto divino con Abraham. Josué debía conducir a Israel a través del Jordán y establecerlo en la hermosa heredad señalada para él según el plan de Dios. Si Josué hubiera fijado su pensamiento en Israel, habría vuelto a poner su espada en la vaina y se habría entregado a la desesperación. Mas no, debía fortalecerse en el Señor su Dios y servir con la energía de una fe que se sostiene como viendo al invisible.
¡Esa fe sostiene el alma y honra Dios! ¡Que todo amado hijo de Dios y siervo de Cristo, cualquiera sea su esfera de acción, conozca el poder moral de este principio divino! Es lo único que puede habilitarnos para luchar contra las dificultades, los obstáculos y las influencias hostiles que nos rodean en la escena por la que estamos pasando. ¡Así terminaremos nuestra carrera con gozo!
El libro de la ley puesto al lado del arca del pacto
“Cuando acabó Moisés de escribir las palabras de esta ley en un libro hasta concluirse, dio órdenes Moisés a los levitas que llevaban el arca del pacto de Jehová, diciendo: Tomad este libro de la ley, y ponedlo al lado del arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y esté allí por testigo contra ti. Porque yo conozco tu rebelión, y tu dura cerviz; he aquí que aun viviendo yo con vosotros hoy, sois rebeldes a Jehová; ¿cuánto más después que yo haya muerto? Congregad a mí todos los ancianos de vuestras tribus, y a vuestros oficiales, y hablaré en sus oídos estas palabras, y llamaré por testigos contra ellos a los cielos y a la tierra. Porque yo sé que después de mi muerte, ciertamente os corromperéis y os apartaréis del camino que os he mandado; y que os ha de venir mal en los postreros días, por haber hecho mal ante los ojos de Jehová, enojándole con la obra de vuestras manos” (v. 24-29).
¡Estas palabras nos recuerdan con energía la despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso! “Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno. Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:29-32).
El hombre siempre es el mismo en todas partes. Su historia está manchada desde el principio hasta el fin. Mas, ¡qué alivio y consuelo para el corazón recordar que Dios siempre es el mismo, y que su palabra está establecida “para siempre… en los cielos”! (Salmo 119:89). Estaba oculta al lado del arca del pacto y allí se conservaba intacta, a pesar del terrible pecado y de la locura del pueblo. Esto da descanso al corazón en todo tiempo, ante el fracaso y ruina de todo lo encomendado al hombre.
La palabra del Dios nuestro permanece para siempre
(Isaías 40:8)
y, al tiempo que lleva un verdadero testimonio contra el hombre y sus caminos, hace penetrar en el corazón una gran tranquilidad y seguridad de que Dios está muy por encima de todo el pecado, que sus recursos son inagotables y que pronto su gloria resplandecerá y llenará toda la escena. ¡El Señor sea alabado por este precioso consuelo!