Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Señales, prodigios y falsas doctrinas

Falso profeta, o soñador de sueños

En este capítulo abundan principios muy importantes. Las tres secciones merecen nuestra mayor atención. Originariamente fueron dirigidas a Israel, pero también fueron escritas “para nuestra enseñanza”. Cuanto más atentamente las estudiamos, más veremos que sus enseñanzas son de alcance general.

“Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma. En pos de Jehová vuestro Dios andaréis; a él temeréis, guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz, a él serviréis, y a él seguiréis. Tal profeta o soñador de sueños ha de ser muerto, por cuanto aconsejó rebelión contra Jehová vuestro Dios que te sacó de tierra de Egipto y te rescató de casa de servidumbre, y trató de apartarte del camino por el cual Jehová tu Dios te mandó que anduvieses; y así quitarás el mal de en medio de ti” (v. 1-5).

Dios ha previsto para todos los casos de falsas doctrinas y mala influencia religiosa. Todos sabemos con qué facilidad se deja seducir el corazón por cualquier cosa que tenga el aspecto de una señal o milagro, sobre todo cuando estas cosas están relacionadas con la religión. Lo vemos en todas partes y en todos los tiempos, no solo en Israel. Algo sobrenatural tiene un gran poder sobre la mente humana. Un profeta que se levante en medio del pueblo y confirme sus enseñanzas con prodigios, señales y milagros puede estar seguro de que obtendrá un auditorio numeroso y atento.

Satanás ha trabajado por este medio en todos los tiempos, y continuará haciéndolo hasta el final de este siglo para engañar y arrastrar a perdición a los que no quieren recibir la preciosa verdad del Evangelio. El

misterio de iniquidad
(2 Tesalonicenses 2:7)

que ha estado obrando en la iglesia profesante durante veinte siglos será consumado en la persona de “aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:8-12).

En el capítulo 24 de Mateo, el Señor previene a sus discípulos contra la misma clase de influencias: “Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no lo creáis. Porque se levantarán falsos cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos. Ya os lo he dicho antes” (v. 23-25).

En Apocalipsis 13 también leemos sobre la segunda bestia, el gran falso profeta, el anticristo, haciendo grandes prodigios, “de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los moradores de la tierra con las señales que se le ha permitido hacer en presencia de la bestia, mandando a los moradores de la tierra que le hagan imagen a la bestia que tiene la herida de espada, y vivió” (v. 13-14).

Cada uno de los pasajes anteriores hace referencia a escenas que sucederán después que la Iglesia haya sido arrebatada de este mundo. Nuestro propósito al citar estos versículos es que el lector vea hasta dónde puede llegar el dominio del diablo, y también para exponerle la única garantía divina y perfecta contra el poder del enemigo.

El corazón no tiene fuerza para resistir la influencia de “las grandes señales y prodigios”. Lo único que puede fortalecer el alma y darle la posibilidad de resistir al diablo y sus engaños es la Palabra de Dios. El secreto divino para ser preservados de cualquier error es tener atesorada la Palabra de Dios en el corazón.

En el pasaje de la segunda epístola a los Tesalonicenses que citamos anteriormente, vemos que la razón por la cual la gente será seducida por las señales y milagros mentirosos de “aquel inicuo” es porque “no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (cap. 2:10). El amor de la verdad es lo que preserva del error, por persuasivo y fascinante que este sea. Ingenio, facultades intelectuales, ciencia, etc. son enteramente impotentes ante las astucias y maquinaciones de Satanás. Aún la más alta inteligencia humana puede caer fácilmente ante la astucia de la serpiente.

Pero todos los recursos que Satanás pueda emplear no tienen ningún poder sobre un corazón que está dirigido por el amor a la verdad. Incluso un niño pequeño que sabe, cree y ama la verdad, está particularmente protegido del poder perturbador y engañador del maligno.

Si diez mil falsos profetas se levantaran y llevaran a cabo los más extraordinarios milagros a fin de probar que la Biblia no es la Palabra inspirada de Dios, o dijeran que nuestro Señor Jesucristo no es Dios sobre todas las cosas, o combatieran la gloriosa verdad de que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos purifica de todo pecado, o quisieran destruir cualquier otra preciosa verdad revelada en la santa Escritura, no tendría el menor efecto ni en el más sencillo hijo de Dios en Cristo cuyo corazón está guiado por la Palabra de Dios. Si un ángel del cielo descendiera y predicara algo contrario a lo que nos enseña la Palabra de Dios, tenemos la autorización divina de pronunciar anatema –maldición– sobre él, sin más discusión o argumentación.

¡Esta seguridad moral y este reposo le pertenecen hasta al más simple hijo de Dios! No debemos analizar la falsa doctrina, ni considerar las pruebas propuestas a favor de ella. Rechacemos firmemente tanto la una como la otra, teniendo la convicción y el amor de la verdad en nuestros corazones. “No darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (v. 3).

Este era el punto importante para los israelitas; y también lo es para nosotros, amado hermano. Para ellos como para nosotros, la única seguridad es tener el corazón fortalecido por el amor a la verdad, es decir el amor de Dios. El israelita fiel tenía una pronta respuesta para todos los falsos profetas y soñadores que surgieran: “No darás oído”. Si no oímos al enemigo, tampoco llegará al corazón. Las ovejas siguen al Pastor “porque conocen su voz”. “Al extraño” –aunque muestre señales y prodigios– “no seguirán, sino huirán de él” (Juan 10:4-5). ¿Será porque son capaces de discutir, argumentar y analizar? No, ¡gracias sean dadas a Dios! Es porque “no conocen la voz de los extraños”. El simple hecho de hacer caso omiso al falso profeta nos evita problemas.

Todo esto es aliento y consuelo para las ovejas del rebaño de Cristo. Ellas oirán la voz de su amante y fiel Pastor, se reunirán alrededor suyo y hallarán verdadero descanso y perfecta seguridad en su presencia. Él las hace descansar en verdes pastos y las conduce a las tranquilas aguas de su amor. Esto es suficiente. El estado de debilidad en que ellas pueden estar no es un obstáculo para su tranquilidad y bendición. Al contrario, esto las hace buscar un refugio en los brazos del Todopoderoso. Nuestra debilidad será mejor que la confianza en nuestra inteligencia espiritual. Procuremos estar cerca del Señor, con el sentimiento de nuestra debilidad. Atesoremos su preciosa Palabra en nuestros corazones. Ella debe ser el único sustento de nuestras almas día tras día.

Afectos naturales y verdad

Abordemos ahora el segundo párrafo de nuestro capítulo. El pueblo de Dios es advertido de otra trampa del diablo. ¡Cuán numerosos y variados son sus engaños! ¡Qué terribles peligros constituyen para el pueblo de Dios! Bendito sea su santo nombre pues para todo ha provisto en su Palabra.

“Si te incitare tu hermano, hijo de tu madre, o tu hijo, tu hija, tu mujer o tu amigo íntimo, diciendo en secreto: Vamos y sirvamos a dioses ajenos, que ni tú ni tus padres conocisteis, de los dioses de los pueblos que están en vuestros alrededores, cerca de ti o lejos de ti, desde un extremo de la tierra hasta el otro extremo de ella; no consentirás con él, ni le prestarás oído; ni tu ojo le compadecerá, ni le tendrás misericordia, ni lo encubrirás, sino que lo matarás; tu mano se alzará primero sobre él para matarle, y después la mano de todo el pueblo. Le apedrearás hasta que muera, por cuanto procuró apartarte de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre; para que todo Israel oiga, y tema, y no vuelva a hacer en medio de ti cosa semejante a esta” (v. 6-11).

Esto es muy diferente al falso profeta o al soñador de sueños. Muchas almas pueden resistirse a la influencia del soñador, pero no podrán oponerse a las acechanzas y al poder seductor de los afectos naturales. Los caracteres para obrar con fidelidad frente a los que están unidos a nosotros por profundos lazos afectivos son: la apreciación de esto a la luz de la Escritura, con firme propósito de corazón y completa devoción. Tener que oponerse decididamente contra la esposa, o un hermano o un amigo íntimo puede ser muy difícil.

Cuando los derechos de Dios, de Cristo y de la verdad son amenazados, no debe haber duda posible. Si alguien intenta usar los lazos afectivos con el propósito de apartarnos de nuestra fidelidad a Cristo, hemos de resistirnos decididamente. “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26).

Procuremos comprender bien este aspecto de la verdad y darle el lugar que le corresponde, pues la razón la pervierte. Por desgracia, ella es un instrumento del diablo para ejercer su poder en los asuntos de Dios. En lo que se refiere a sucesos humanos o terrenales, se puede hacer valer a la inteligencia. Pero en lo que pertenece a la esfera divina y celestial, no tiene valor alguno y es además perniciosa.

¿Cuál es la verdadera fuerza moral de Lucas 14:26 y de Deuteronomio 13:8-10? Esto no significa que debemos ser “sin afectos naturales” (2 Timoteo 3:3), rasgo de los últimos días. Dios mismo ha establecido nuestras relaciones naturales. Cada una de ellas tiene sus afectos característicos, cuyo ejercicio y despliegue están en bella armonía con el pensamiento de Dios. El cristianismo no es incompatible con nuestros parentescos naturales, pero las responsabilidades inherentes a estos pueden ser entendidas y cumplidas para la gloria de Dios. En las epístolas, el Espíritu Santo nos ha dado instrucciones relativas a los maridos, las esposas, los padres, los hijos, los amos y los criados.

Todo esto es claro, pero ¿cómo hacerlo concordar con lo que se nos dice en Lucas 14 y Deuteronomio 13? Analizándolo con cuidado veremos que entre aquellos pasajes y el que nos ocupa hay una armonía divina. Se aplican únicamente a los casos en los que nuestras relaciones y afectos naturales se interponen con los derechos de Dios y de Cristo. Cuando esto sucede hay que renunciar a dichas relaciones porque ellas se apoderan de una esfera íntegramente divina.

Al contemplar la vida del único hombre perfecto que pisó esta tierra, observamos cómo su conducta se ajustaba divinamente a su doble título de hombre y siervo. Podía decir a su madre: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4), pero en el momento oportuno encomendó tiernamente a su madre al discípulo amado. También les dijo a sus padres: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49), y al mismo tiempo volvió con ellos a Nazaret y les fue sumiso. De este modo los preceptos de la Escritura y la perfecta conducta de Cristo nos enseñan cómo responder justamente a las relaciones naturales y a los derechos de Dios.

La justicia según la ley y la gracia

Quizás el lector halle grandes dificultades para conciliar el mandamiento de Deuteronomio 13:9-10 con un Dios de amor, con la gracia, la nobleza y la ternura presentadas en el Nuevo Testamento. Aquí también debemos vigilar sobre la razón, que tiende a inmiscuirse en los designios divinos. En realidad, esta solo manifiesta su ceguera y locura.

Para auxiliarnos en este tema, recordemos lo que referimos sobre los tratos gubernamentales de Dios en el estudio de los primeros capítulos de este libro, tanto con Israel como con las naciones. También es importante hacer la diferencia entre las dos economías o dispensaciones: la ley y la gracia. Si no lo entendemos claramente, encontraremos grandes dificultades en pasajes como Deuteronomio 13:10. El principio característico de la dispensación judaica era la justicia. El del cristianismo es la gracia, pura y sin mezcla. Todas las dificultades se desvanecen ante esta verdad. Era perfectamente justo, compatible y en armonía con la mente de Dios en ese momento, que Israel matara a sus enemigos. Dios se lo había ordenado. Asimismo debían ejecutar un juicio justo, incluso hasta la muerte, sobre cualquier miembro de la congregación que quisiera atraerlos hacia falsos dioses, según el pasaje que estamos tratando. Obrar así estaba en perfecta consonancia con los grandes principios que regían el gobierno y la ley de Dios. En todo el Antiguo Testamento vemos el mismo principio. El gobierno de Dios en Israel y en el mundo se basaba en el principio de la justicia. Así será en el futuro.

He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra
(Jeremías 23:5).

En el cristianismo vemos algo completamente diferente. El Nuevo Testamento, las enseñanzas y los actos del Hijo de Dios, nos ponen sobre un terreno enteramente nuevo, en una atmósfera diferente. En otras palabras, es la gracia con toda su pureza.

Tomemos como ejemplo de esta doctrina de la gracia dos pasajes del llamado Sermón del Monte: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos”. Y también: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos… Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:38-48).

Ya vemos la inmensa diferencia que hay entre la economía judaica y la cristiana. Lo que era perfectamente justo para un judío, puede ser exactamente lo contrario para un cristiano.

Esto es tan claro que hasta un niño lo comprendería y, sin embargo, algunos cristianos parecen no entenderlo. Creen perfectamente legítimo ir ante los tribunales, ir a la guerra y mezclarse con el mundo. Les preguntamos: ¿Dónde se nos enseña tal cosa en el Nuevo Testamento? ¿Dónde hay una sola sentencia de labios de nuestro Señor Jesucristo, o de la pluma del Espíritu Santo que apoye tal conducta? Como ya lo hemos dicho, de nada sirve que digamos: «Yo pienso tal o cual cosa». Nuestros pensamientos no valen nada. Concerniente a la fe y a la moral cristiana la pregunta es: ¿Qué dice sobre esto el Nuevo Testamento? ¿Qué enseñó nuestro Señor y Maestro y qué hizo él? Nos enseñó que la Iglesia no debe obrar como lo hizo Israel. La justicia era el principio de la antigua dispensación; la gracia es el principio de la nueva dispensación.

La enseñanza del Señor Jesús

Esto fue lo que Cristo enseñó, según puede verse en innumerables pasajes de la Escritura. ¿Y cómo obró? ¿Hizo valer sus derechos? ¿Ejerció algún poder terrenal? ¿Recurría a la ley? ¿Se vengó o pagó con la misma moneda? Ignorando los principios celestiales y olvidando su manera de obrar, los discípulos le dijeron en una ocasión: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?”. ¿Cuál fue su respuesta? “Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea” (Lucas 9:54-56). Era compatible con el espíritu, el principio y la dispensación de la que Elías era el representante, hacer bajar fuego del cielo para consumir a los hombres enviados por un rey impío para prender al profeta. Mas nuestro Señor Jesucristo era el perfecto y divino representante de otra dispensación, completamente diferente. Su vida fue la abnegación y sumisión desde el principio hasta el fin. Jamás invocó sus derechos. Vino a esta tierra a representar a Dios, a ser la perfecta expresión del Padre en todo. Mostraba el carácter del Padre con esplendor en cada una de sus miradas, de sus palabras, de sus actos e incluso de sus movimientos.

Así fue el Señor Jesucristo cuando estuvo aquí entre los hombres, y esa fue su enseñanza. Practicaba lo que enseñaba y enseñaba lo que practicaba. Sus palabras expresaban lo que era y sus hechos demostraban sus palabras. Vino a servir y a dar. Toda su vida, desde el pesebre hasta la cruz, estuvo caracterizada por estas dos cosas.

¿No es Jesús nuestro gran modelo? ¿No es por sus enseñanzas y conducta que nuestra vida y carácter cristianos se moldean? ¿Cómo sabremos de qué modo comportarnos si no es atendiendo a sus palabras y mirando su perfecta vida? Si los principios y preceptos de la era mosaica debieran guiar y gobernar a los cristianos, entonces ciertamente deberíamos recurrir a la ley, hacer valer nuestros derechos y tomar parte en la guerra para destruir a nuestros enemigos. Pero entonces, ¿qué hacemos con la enseñanza y el ejemplo de nuestro adorable Señor y Salvador, y con las enseñanzas del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento? ¿No está usted de acuerdo en que el cristiano que se conduce de esta manera obra en total contradicción con el ejemplo y la enseñanza de su Salvador y Señor?

La gente nos pregunta entonces: «¿Qué sería del mundo, de sus instituciones, de la sociedad, si tales principios fuesen universalmente admitidos?». Los historiadores paganos, al hablar de los primeros cristianos y de su negativa a formar parte del ejército romano, preguntaban con sarcasmo: «¿Qué hubiera sido del imperio, rodeado de bárbaros por todas partes, si todo el mundo se hubiera entregado a ideas tan cobardes?». Si esos principios espirituales y celestiales fuesen reconocidos universalmente, no habría habido guerras ni luchas, por lo tanto tampoco hubiera ninguna necesidad de soldados, de ejércitos, ni de policía. No se cometerían hechos delictivos, ni habría pleitos, por consiguiente tampoco habría necesidad de tribunales de justicia, de jueces ni magistrados. En suma, el mundo tal como es hoy no existiría; los reinos de este mundo se hubieran convertido en reinos de nuestro Señor y Cristo.

Pero es evidente que esos principios celestiales no son para el mundo, por lo tanto el mundo no puede adoptarlos ni obrar de acuerdo a ellos. Esto traería un cambio total al actual sistema, y terminaría en la disolución de toda la constitución social.

Las objeciones de los incrédulos, así como las cuestiones y dificultades que se fundan sobre ellas, se desploman como ruinas ante nuestros pies. Carecen de fuerza moral. Los principios celestiales no son para este “presente siglo malo” (Gálatas 1:4), son para la Iglesia que no es del mundo, como tampoco Jesús es del mundo. El Señor dijo a Pilato:

Si de este mundo fuera mi reino, entonces pelearían mis servidores para que yo no fuese entregado a los judíos; empero ahora mi reino no es de aquí
(Juan 18:36, V. M.).

Nótese bien la palabra “ahora”. Los reinos de este mundo pronto terminarán siendo de nuestro Señor. Pero ahora él es rechazado, y todos los que le pertenecen han de compartir con él ese desprecio, siguiéndole fuera del campamento, como peregrinos y extranjeros en la tierra y esperando el momento en que vendrá a recogerlos, para que donde él está, ellos también estén.

Lo que produce la terrible confusión actual es el continuo esfuerzo de Satanás para mezclar el mundo y la Iglesia. Esta es una de sus astucias que más ha contribuido a destruir el testimonio de la Iglesia de Dios e impide su progreso. Esto es lo que trastorna todo, porque confunde las cosas que difieren esencialmente y están en completa oposición con el verdadero carácter de la Iglesia, con su posición, su marcha y su esperanza. A veces oímos hablar del «mundo cristiano». ¿Qué significa esta expresión? Pretende unir dos cosas que en su origen, naturaleza y carácter son tan distintas como el día y la noche. Es como coser un pedazo de tela nuevo a un vestido viejo, con lo cual tan solo se consigue, según nos dice nuestro Señor, que “la rotura” sea mayor.

El propósito de Dios no es cristianizar al mundo, sino separar a su pueblo del mundo para que sea un pueblo celestial, regido por principios celestiales, formado para un fin celestial y alentado por una esperanza celestial. Mientras no hayamos comprendido esto y la verdad en cuanto a la vocación y a la marcha de la Iglesia no se realice como un poder vivo en el alma, habrá graves errores en nuestra obra, conducta y servicio. Usaremos mal las Escrituras del Antiguo Testamento, no solo en asuntos proféticos, sino también respecto a la vida práctica. Es imposible calcular la pérdida que puede resultar del hecho de no haber entendido la vocación, la posición y la esperanza de la Iglesia de Dios, su asociación, su identificación, su unión viva con un Cristo rechazado, resucitado y glorificado.

No podemos extendernos más en este tema tan precioso e interesante. Señalaremos algunos ejemplos que ilustran cómo el Espíritu cita y aplica las Escrituras del Antiguo Testamento. Véase, por ejemplo, el pasaje del Salmo 34: “La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos” (v. 16). Notemos también de qué modo el Espíritu Santo cita este mismo pasaje en la primera epístola de Pedro. “El rostro del Señor está contra aquellos que hacen el mal” (cap. 3:12). Ni una palabra sobre “cortar… la memoria de ellos”. ¿Por qué? Porque el Señor ahora no obra quitando al malo de la tierra. Así lo hacía bajo la ley, y lo hará en Su reino. Pero actualmente obra con gracia y con gran paciencia. Su rostro está tan decididamente contra los que hacen mal hoy, como lo estuvo y lo estará en un futuro, pero no para cortar ahora de la tierra la memoria de ellos. El ejemplo más evidente de su gracia clemente, y de la diferencia entre los dos principios que estamos estudiando lo tenemos en el hecho de que los mismos hombres que crucificaron al unigénito y bien amado Hijo, en lugar de ser cortados de la tierra, fueron los primeros que oyeron el mensaje del perdón de los pecados por medio de la sangre de la cruz.

Algunas personas pueden creer que damos demasiada importancia a una sencilla frase de la Escritura del Antiguo Testamento. No piense usted tal cosa. Aun cuando no tuviéramos más que este ejemplo, sería un grave error tratarlo con indiferencia. Hay infinidad de pasajes similares al citado anteriormente, y todos ellos muestran el contraste entre la dispensación judaica y la cristiana, como también la diferencia entre el cristianismo y el reino por venir.

Dios obra ahora en gracia con el mundo, y así debemos hacerlo nosotros si queremos parecernos a él. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).

Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante
(Efesios 5:1-2).

Este es nuestro modelo. Somos llamados a seguir el ejemplo de nuestro Padre, a imitarlo. Él no somete al mundo bajo su ley, ni mantiene sus derechos con la mano fuerte de su poder. Pronto lo hará, mas ahora, en este día de gracia, derrama sus abundantes bendiciones sobre aquellos cuya vida es una continua rebelión y enemistad contra él.

Nosotros como cristianos somos llamados a obrar según este principio moral. Tal vez algunos digan: «¿Cómo podríamos vivir en este mundo y conducir nuestros negocios con este principio? ¡Nos robarían! Gente mal intencionada se aprovecharía de nosotros si supieran que no los denunciamos ante las autoridades; tomarían nuestros bienes, se apoderarían de nuestro dinero u ocuparían nuestras casas rehusando pagar la renta. En otras palabras, no podríamos vivir en un mundo como este si no afirmáramos nuestros derechos. ¿Para qué sirve la ley si no es para que el pueblo se conduzca como es debido? Los poderes ordenados por Dios, ¿no lo son con el fin de mantener la paz y el orden entre nosotros? ¿Qué sería de la sociedad si no hubiera soldados, policías y jueces? Y si Dios ha ordenado tales instituciones, ¿por qué no puede servirse de ellas su pueblo? ¿Quiénes son los más indicados para ocupar los puestos de autoridad y de poder, o para empuñar la espada de la justicia sino los que forman parte del pueblo de Dios?».

Aparentemente hay mucha fuerza en esta serie de argumentos. Los poderes que existen son ordenados por Dios. El rey, el presidente, el gobernante, el juez, el magistrado son, cada uno en su esfera, la expresión del poder de Dios. Es Dios quien ha revestido a cada uno de ellos del poder que tienen. Dios ha puesto la espada en la mano del gobernante para castigar a los malhechores y para premiar a los que hacen bien (Romanos 13:1-5; 1 Pedro 2:13-14). Todo esto es muy fácil de comprender. El mundo, tal como está, no podría continuar ni un solo día si no hubiese orden de manos de la autoridad. No podríamos vivir si los malhechores no fuesen perseguidos por la espada de la justicia.

Admitiendo esto, como todo cristiano inteligente y enseñado por la Escritura, no afecta en lo más mínimo la cuestión de cómo debemos andar en el mundo. El cristianismo reconoce todas las instituciones gubernamentales del país, pero no debe entremeterse en ellas, no es asunto suyo. Dondequiera que esté, sea cual fuese el principio o el carácter del gobierno del país en que vive, es deber del cristiano reconocer su autoridad, pagar los impuestos, orar por los gobernantes, honrarlos en su cargo oficial, respetar las leyes, orar por la paz del país y vivir en armonía con todos en cuanto de él dependa. Nuestro Maestro nos ha dado el ejemplo perfecto. En su memorable respuesta a los herodianos reconoce el principio de la sujeción a las autoridades: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21). Y no solo esto, sino que lo vemos pagando tributo, aunque personalmente estaba exento de ese deber. No tenían derecho a exigírselo, según se lo demostró a Pedro. Nos preguntamos: «¿Por qué, pues, no reclamó?». ¿Habría querido él reclamar o acusar? No, oigamos la admirable respuesta que da al apóstol: “Sin embargo, para no ofenderles, ve al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti” (Mateo 17:27).1

  • 1El hecho de que el tributo de esa moneda pudiera ser para el templo en nada afecta al principio expuesto en el texto.

El sendero del cristiano en medio de este mundo

Aquí volvemos a nuestra tesis, es decir, ¿cuál es la senda que el cristiano debe seguir en este mundo? Debe seguir a su Maestro, imitarlo en todas las cosas. ¿Hizo valer él sus derechos? ¿Acudió a la autoridad? ¿Procuró gobernar el mundo? ¿Se mezcló en asuntos políticos o judiciales? ¿Empuñó la espada? ¿Consintió en ser juez o arbitro, incluso cuando se le pidió hacerlo? ¿No fue su vida entera una vida de abnegación desde su principio a su fin?

Dejemos que estas preguntas encuentren su respuesta en el corazón del lector cristiano y que produzcan efectos prácticos en su vida. Esperamos que las verdades antes expuestas lo capaciten para entender pasajes semejantes al de Deuteronomio 13:9-10. La oposición a la idolatría y la separación del mal, tan necesarias para nosotros como para Israel en ese tiempo, no se desarrollan de la misma manera. La Iglesia está llamada a separarse del mal y de los que lo practican, pero no a través de los procedimientos empleados por Israel. No entra en sus deberes lapidar a los idólatras y a los blasfemos, o quemar a las brujas. La iglesia católica romana ha obrado según estos principios; incluso los protestantes, para vergüenza del protestantismo, han seguido su ejemplo.1

La Iglesia no está llamada a esgrimir la espada; lo tiene claramente prohibido. Sería una negación de su vocación, carácter y misión. Cuando Pedro, en su celo ignorante y carnal, sacó la espada para defender a su Maestro, fue corregido por la fiel palabra de Jesús, quien en un acto de misericordia lo instruye:

Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán
(Mateo 26:52).

Habiendo reprobado el hecho de su equivocado aunque bien intencionado siervo, reparó la falta de este curando el mal. “Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:4-5).

La iglesia profesante se ha equivocado en el tratamiento de este asunto. Se ha unido al mundo y ha procurado extender la causa de Cristo por medios mundanos y carnales. En su ignorancia ha intentado mantener la fe en la práctica, de modo vergonzoso. Muchos han sido puestos en la hoguera bajo sus órdenes, lo cual es una mancha horrenda en las páginas de la historia de la Iglesia. No podemos formarnos una idea precisa de las terribles consecuencias que resultan del principio según el cual la Iglesia debería ocupar el lugar de Israel y obrar conforme a los principios de Israel.2 Esto ha falseado completamente su testimonio, la ha despojado de su indispensable carácter espiritual y celestial, y también la ha conducido por una senda que terminará en lo que describen los capítulos 17 y 18 del Apocalipsis. El que lea entienda.

Esperamos que lo anteriormente expuesto induzca a nuestros lectores a considerar este tema a la luz del Nuevo Testamento y que Dios, en su infinita bondad, se sirva de ello para conducirlos a ver claramente el camino de completa separación. Como cristianos, debemos andar en el mundo, pero sin ser del mundo. Nuestro Señor Jesucristo tampoco era del mundo. Comprendida esta verdad resolverá muchas dificultades y nos proporcionará un gran principio general que podrá aplicarse a innumerables detalles de la vida práctica.

  • 1La muerte de Servet, quemado en 1553 a causa de sus opiniones teológicas, es una terrible mancha en la historia de la Reforma y del hombre que sancionó ese proceder tan anticristiano. Es verdad que las ideas de Miguel Servet eran totalmente falsas. Sostenía la herejía de Arrio, que es una blasfemia contra el Hijo de Dios. Pero el quemarlo vivo a causa de falsas doctrinas era un flagrante pecado contra el espíritu y principios del Evangelio. Esto es el lamentable fruto de la ignorancia en cuanto a la diferencia esencial entre el judaísmo y el cristianismo.
  • 2Una cosa es que la Iglesia aprenda de la historia de Israel, y otra muy distinta es querer ocupar la posición de Israel, obrando y apropiándose de sus principios y promesas. Lo primero es un deber y privilegio de la Iglesia; lo segundo es la fatal equivocación en la que se ha caído.

Responsabilidad colectiva de las doce tribus

1 Terminaremos nuestro estudio del capítulo 13 del Deuteronomio examinando los últimos versículos.

“Si oyeres que se dice de alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da para vivir en ellas, que han salido de en medio de ti hombres impíos que han instigado a los moradores de su ciudad, diciendo: Vamos y sirvamos a dioses ajenos, que vosotros no conocisteis; tú inquirirás, y buscarás y preguntarás con diligencia; y si pareciere verdad, cosa cierta, que tal abominación se hizo en medio de ti, irremisiblemente herirás a filo de espada a los moradores de aquella ciudad, destruyéndola con todo lo que en ella hubiere, y también matarás sus ganados al filo de espada. Y juntarás todo su botín en medio de la plaza, y consumirás con fuego la ciudad y todo su botín, todo ello, como holocausto a Jehová tu Dios, y llegará a ser un montón de ruinas para siempre; nunca más será edificada. Y no se pegará a tu mano nada del anatema, para que Jehová se aparte del ardor de su ira, y tenga de ti misericordia, y tenga compasión de ti, y te multiplique, como lo juró a tus padres, cuando obedecieres a la voz de Jehová tu Dios, guardando todos sus mandamientos que yo te mando hoy, para hacer lo recto ante los ojos de Jehová tu Dios” (v. 12-18).

Aquí tenemos instrucciones muy solemnes e importantes. El lector debe observar bien que se fundan en una verdad de inapreciable valor: la unidad nacional de Israel. Esto da verdadera autoridad a estas palabras. Se parte del supuesto que hay un grave error en una de las ciudades de Israel, entonces se suscita la siguiente pregunta: «¿Las ciudades de Israel en conjunto debían conocer y juzgar el mal de una sola?».2

Por supuesto que sí, ya que la nación era una. Las ciudades y las tribus no eran independientes, estaban unidas entre sí por el sagrado lazo de la unidad nacional, que tenía su centro en el lugar donde estaba la presencia de Dios. Los doce panes en la mesa de oro del santuario constituían el bello símbolo de esa unidad. Todo verdadero israelita la reconocía y se regocijaba en ella. Las doce piedras en el lecho del Jordán, las doce piedras en la ribera del mismo río, las doce piedras de Elías en el monte Carmelo, exponían el mismo principio, la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel. El rey Ezequías reconoció esa verdad cuando dispuso que el holocausto y la ofrenda por el pecado fuesen hechos para todo Israel (2 Crónicas 29:24). El fiel Josías también lo reconoció y obró conforme a ello cuando ordenó reformas en toda la tierra de los hijos de Israel (2 Crónicas 34:33). Pablo, en su magnífica alocución ante el rey Agripa, da testimonio de la misma verdad cuando dice:

Promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche3  
(Hechos 26:7).

Anticipando el glorioso porvenir, vemos brillar la misma realidad con fulgor celestial en el capítulo 7 del Apocalipsis, donde están las doce tribus selladas y reservadas para el reposo, la bendición y la gloria en compañía de una innumerable multitud de gentiles. Y finalmente en Apocalipsis capítulo 21 vemos los nombres de las doce tribus grabados sobre las puertas de la santa Jerusalén, sede y centro de la gloria de Dios y del Cordero.

Así que, desde la mesa de oro del santuario hasta la ciudad de oro descendiendo del cielo de Dios, tenemos una maravillosa cadena de pruebas de este axioma: la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel.

Y si nos preguntamos: ¿Dónde podemos ver esa unidad y cómo la vieron Elías, Ezequías, Josías y Pablo?, la respuesta es: por la fe. Mirando al interior del santuario de Dios y sobre la mesa de oro, ellos podían ver los doce panes que mostraban la diferencia de cada tribu y a la vez su perfecta unidad. Nada más bello. La verdad de Dios debe permanecer eternamente. La unidad de Israel se vio en el pasado y se verá en el futuro; y aunque se asemeje al fundamento de la unidad de la Iglesia, invisible actualmente, la fe la cree, la defiende y la confiesa frente a todas las influencias opositoras.

Veamos ahora por un momento la aplicación práctica de esta gloriosa verdad, según está presentada en los últimos versículos de nuestro capítulo. A una ciudad del extremo norte de la tierra de Israel llega la noticia de que en una ciudad del extremo sur se enseña un error que tiende a desviar a sus habitantes del verdadero Dios. ¿Qué hay que hacer? La ley es muy explícita. La senda del deber está tan claramente trazada que solo requiere un ojo sincero para reconocerla y un corazón dispuesto a seguirla: “Tú inquirirás, y buscarás y preguntarás con diligencia” (v. 14). Esto es muy sencillo.

Algunos de los habitantes de la ciudad podrían decir: «¿Qué nos importa ese error enseñado tan lejos de nosotros? Gracias a Dios, ese mal no se halla entre nosotros; es un asunto completamente local; cada ciudad tiene su propia responsabilidad. ¿Se puede exigir que examinemos cada error que se enseña en el país? Perderíamos inútilmente el tiempo en vez de atender a nuestros trabajos. ¡Bastante tenemos que hacer con guardar nuestras fronteras! Condenamos el error, y si alguien viniera hasta aquí para enseñarlo, le cerraríamos las puertas decididamente. Nuestra responsabilidad no va más allá».

¿Qué hubiera respondido el fiel israelita a toda esa serie de consideraciones, que parecen muy lógicas? Habría dicho que razonar de esta manera era simplemente negar la unidad de Israel. Si cada ciudad y cada tribu tomara una posición de independencia, el sumo sacerdote debería tomar los doce panes de sobre la mesa de oro de la proposición y esparcirlos por todas partes. Si la unidad había desaparecido, se había dividido en partes independientes y no tenía ya un fundamento de acción nacional, los doce panes sobre la mesa de oro de la proposición tampoco tenían ya ningún sentido.

El fiel israelita podría continuar diciendo que el mandamiento era muy claro y explícito: “tú inquirirás, y buscarás y preguntarás con diligencia”. Israel estaba limitado a estos dos principios: la unidad de la nación y el mandamiento de Dios. Era imposible que alguien del pueblo dijera: «Entre nosotros no se enseña ningún error», a menos que se separara de la nación. Todo el pueblo estaba incluido en estas palabras: “Y si… tal abominación se hizo en medio de ti”. El error enseñado en Dan repercutía en los que vivían en Beerseba. ¿Por qué? Porque Israel era uno. Cualquier israelita debía sentirse afectado por esa falta y no podía cruzarse de brazos ni quedarse neutro e indiferente. Estaba envuelto en ese mal y en sus terribles consecuencias hasta que no se purificara juzgándolo con decisión y severidad.

  • 1Es interesante saber que en este pasaje, la expresión “doce tribus” es singular en griego. Esto enfatiza la idea de unidad indisoluble, tan preciosa para Dios y para la fe.
  • 2Es importante tener en cuenta que el mal aquí expresado era muy grave, era una tentativa para apartar al pueblo del Dios vivo y verdadero, atentaba contra el mismo fundamento de la existencia nacional de Israel. La cuestión no era simplemente local o municipal, sino nacional.
  • 3Es interesante saber que en este pasaje, la expresión “doce tribus” es singular en griego. Esto enfatiza la idea de unidad indisoluble, tan preciosa para Dios y para la fe.

Unidad del cuerpo de Cristo y falsa doctrina

Y si todo esto era indiscutible para Israel, ¡cuánto más lo es para la Iglesia de Dios! Podemos estar seguros de que nada es tan aborrecible a Dios como la indiferencia a todo lo relacionado con Cristo. El eterno propósito y consejo de Dios es glorificar a su Hijo. Toda rodilla se debe doblar ante él y toda lengua debe confesar que él es Señor para gloria de Dios Padre (Filipenses 2:10-11),

para que todos honren al Hijo como honran al Padre
(Juan 5:23).

Por consiguiente, si Cristo es deshonrado, si se enseñan doctrinas que menoscaban su gloria personal y moral, la eficacia de su obra o sus glorias oficiales (las de sus cargos), debemos rechazar tales doctrinas con firmeza. La indiferencia o la neutralidad respecto al Hijo de Dios es juzgada como crimen de alta traición en el supremo tribunal del cielo. No seríamos indiferentes si se tratase de nuestra reputación, de nuestro carácter personal o de nuestra familia. Nos mostraríamos muy sensibles ante la menor acusación que nos afectara a nosotros o a los que amamos. ¡Cuánto más deberíamos serlo en todo lo que se refiere a la gloria, al honor, al nombre y a la causa de Aquel a quien debemos todo, Aquel que dejó su gloria para venir a este desdichado mundo a morir en la cruz infame, a fin de salvarnos de las eternas llamas del infierno! ¿Podríamos mantenernos indiferentes o neutrales en cuanto a lo que a él concierne? ¡No lo permita Dios!

No, lector, esto no debe ser. El honor y la gloria de Cristo deben sernos más preciosos que todo lo demás. Reputación, bienes, familia, amistades, todo debe ponerse a un lado si los derechos de Dios están comprometidos. ¿Reconoce esto el lector cristiano? Seguramente. Pero ¿cómo lo sentiremos cuando lo veamos cara a cara en plena luz de su gloria moral? ¿Con qué sentimientos consideraremos esa indiferencia o neutralidad respecto a él?

¿Estaremos equivocados al decir que una de las verdades que más afecta a la gloria de la Cabeza es la que respecta a la unidad de su cuerpo, la Iglesia? Sin duda alguna. Si la nación de Israel era una, ¡el cuerpo de Cristo es uno! Y si la independencia no convenía a Israel, ¡cuánto menos a la Iglesia de Dios! Es evidente que la idea de independencia no puede sostenerse ni un instante a la luz del Nuevo Testamento. Decir que la mano es independiente del pie, o el ojo del oído, sería lo mismo que afirmar que los miembros del cuerpo de Cristo son independientes unos de otros. “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu. Además, el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Pero ahora son muchos los miembros, pero el cuerpo es uno solo. Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. Antes bien, los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a estos vestimos más dignamente; y los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1 Corintios 12:12-27).

Deseamos llamar la atención del lector cristiano sobre la verdad expuesta en este capítulo: todo verdadero creyente sobre la faz de la tierra es un miembro del cuerpo de Cristo. Esto no solo supone privilegios para el cristiano, sino también una gran responsabilidad.

El cristiano no puede considerarse un individuo independiente, sin asociación ni vínculo vital con otros. Como todos los hijos de Dios, estamos unidos a todos los demás miembros del cuerpo de Cristo sobre la faz de la tierra.

“Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”. La Iglesia de Dios no es un simple club, una sociedad, una asociación o una hermandad. Es un cuerpo unido por el Espíritu Santo a la Cabeza en el cielo, y todos sus miembros en la tierra están indisolublemente unidos entre sí. Por consiguiente, todos los miembros del cuerpo están afectados por el estado y el comportamiento de cada uno de ellos. “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”. Es decir, todos los miembros del cuerpo. Si el pie está enfermo, la mano lo siente. ¿De qué modo? Por la cabeza. Así también ocurre en la Iglesia de Dios, si algo va mal con un individuo. Todos lo sienten a través de la Cabeza con la cual están unidos por el Espíritu Santo.

Quizá para algunos sea difícil entender este principio. Sin embargo, está claramente revelado en las páginas inspiradas, no para que razonemos sobre ello, sino simplemente para ser creído. Es una revelación divina. Ninguna inteligencia humana habría concebido nunca tal pensamiento. Dios la revela, la fe la cree y vive en su bendito poder.

El lector todavía podría preguntar: «¿Cómo es posible que el estado de un miembro pueda afectar a los que nada saben de él?». La respuesta es: “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”. ¿Todos los miembros de qué? ¿De una asamblea local o de una sociedad que fortuitamente conoce o está en relación con esta persona? No, se trata de los miembros del cuerpo de Cristo dondequiera que estén. Aun en el caso de Israel, donde se trataba de la unidad nacional, si había algún mal en una de sus ciudades, todo el pueblo sufría las consecuencias. Cuando Acán pecó, aunque había miles de personas del pueblo que ignoraban el hecho, Jehová dijo: “Israel ha pecado”, y toda la congregación sufrió una humillante derrota (Josué 7:11).

¿Puede la razón penetrar en esta verdad? No, pero la fe sí puede. Si escuchamos a la razón no creemos nada; pero si por gracia de Dios no atendemos a la razón, creeremos lo que Dios dice porque es él quien lo dice.

Amado lector cristiano, ¡qué inmensa verdad es la de la unidad del cuerpo! ¡Qué consecuencias prácticas se derivan de ella! ¡Cuánta santidad produce en la conducta y en la vida! ¡Cuán vigilantes deberíamos ser sobre nuestras costumbres, nuestro andar, nuestra condición moral! ¡Cuán cuidadosos deberíamos ser en no deshonrar la Cabeza, o contristar al Espíritu ofendiendo a los miembros con los cuales estamos unidos!

¡Que el Señor, por su Espíritu, haga de esta doctrina un poder vivo en el alma de todo verdadero creyente!