Decretos que determinan diversos aspectos de la vida del hombre
Depravación del corazón humano
La parte de nuestro libro que vamos a estudiar ahora, (aunque no requiere muchas explicaciones), nos enseña dos lecciones prácticas muy importantes. En primer lugar muchas de las instituciones y ordenanzas en ella expuestas ilustran de una manera muy notable la terrible depravación del corazón humano. Nos muestran con claridad inequívoca lo que el hombre es capaz de hacer cuando no tiene en cuenta a Dios. Jamás olvidemos que las ha dictado el Espíritu Santo. Con nuestra presuntuosa sabiduría, tal vez nos sintamos dispuestos a preguntar: ¿Por qué se habrán escrito tales pasajes? ¿Es posible que sean inspirados por el Espíritu Santo? ¿Para qué nos pueden servir? Si fueron escritos para nuestra enseñanza, ¿qué podemos aprender en ellos?
La respuesta a tales preguntas es sencilla. Los pasajes que menos esperaríamos encontrar en las páginas de la Escritura nos muestran muy especialmente de qué estamos formados y los abismos morales en los que somos capaces de hundirnos. Es de suma importancia tener un fiel espejo que nos refleje cada rasgo de nuestro ser moral. Oímos mucho acerca de la dignidad de la naturaleza humana. A muchos les cuesta admitir que son capaces de cometer algunos de los pecados prohibidos en esta sección, como en otras partes de la Escritura. Pero podemos estar seguros de que cuando Dios nos manda que no cometamos tal o cual pecado, es porque en realidad somos capaces de cometerlo. La sabiduría divina jamás levantaría un dique donde no hubiera una corriente que detener. No hay necesidad de ordenarle a un ángel que no hurte; pero el hombre tiene el hurto en su naturaleza misma. De ahí que el mandamiento se le impone a él. Así sucede con todas las cosas prohibidas. La prohibición demuestra la tendencia de la naturaleza. Debemos admitir esto o de lo contrario, diríamos que Dios ha hablado por hablar, lo cual sería una blasfemia.
Muchas personas dicen que aunque algunos individuos perversos son capaces de cometer ciertas abominaciones prohibidas en la Escritura, no todos llegan a tal extremo. Pero esto es un completo error. Oigamos lo que dice el Espíritu Santo en el capítulo 17 del profeta Jeremías: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (v. 9). ¿De qué corazón habla? ¿Del corazón de algún atroz criminal, o de un pagano no civilizado? No, del corazón humano en general, del suyo y del mío.
Oigamos además lo que dice nuestro Señor Jesucristo sobre este tema:
Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias
(Mateo 15:19).
¿A qué corazón se refiere? ¿Al corazón de algún ser miserable, repugnante, depravado, abominable e indigno de presentarse ante una sociedad decente? No, habla del corazón humano en general, del corazón del que escribe como también del que lee estas líneas.
No olvidemos nunca esto; es una verdad saludable para cada uno de nosotros. Debemos tener presente que si Dios retirara de nosotros aunque solo fuera por un momento su gracia sustentadora, no habría iniquidad en la que no fuéramos capaces de lanzarnos. Además podemos añadir, con profundo agradecimiento, que es su mano misericordiosa la que nos preserva en todas nuestras circunstancias y nos impide convertirnos en un completo fracaso físico, moral y espiritual. Tengamos presente este pensamiento en nuestro corazón para que andemos con humildad y vigilancia, apoyándonos en el único brazo que puede sostenernos y preservarnos del mal.
Los decretos testifican de los cuidados de Dios para con su pueblo
Hay otra importante lección que se desprende de esta parte de nuestro libro. Nos muestra la manera maravillosa con que Dios cuidaba de todo lo que se relacionaba con su pueblo. Nada escapaba a su bondadosa solicitud; nada sobrepasaba su paternal cuidado. Una madre no podría ser más cuidadosa con las necesidades de su hijo que lo que fue el Dios Todopoderoso, Creador y Gobernador del Universo, en los más mínimos detalles relacionados con la vida diaria de su pueblo. Los cuidaba de día y de noche, en casa y fuera de ella. Nos llena de admiración, amor y alabanza ver de qué manera tan maravillosa estaba todo preparado para Israel. Su ropa, su alimento, sus modales y el comportamiento de ellos entre sí, la construcción de sus casas, el arado y sembrado de sus campos, y hasta los detalles más íntimos de su vida personal: todo había sido provisto por Dios. Aquí podemos observar que para nuestro Dios no hay nada demasiado pequeño en lo que se relaciona con su pueblo. Se ocupa amorosa, tierna y paternalmente hasta del último detalle en lo que concierne a los suyos. Causa sorpresa ver al Altísimo, al Creador de todos los confines de la tierra, al Sustentador del vasto universo, condescendiendo a legislar en lo tocante al nido del pájaro. Mas, ¿por qué hemos de asombrarnos si sabemos que para Dios es lo mismo alimentar a un gorrión que a mil millones de seres humanos?
Pero el gran hecho que todo miembro de la congregación de Israel debía recordar era que la presencia divina estaba en medio de ellos. Esto debía obrar sobre sus costumbres y determinar el carácter de toda su conducta. “Porque Jehová tu Dios anda en medio de tu campamento, para librarte y para entregar a tus enemigos delante de ti; por tanto, tu campamento ha de ser santo, para que él no vea en ti cosa inmunda, y se vuelva de en pos de ti” (cap. 23:14).
¡Qué privilegio tener a Dios andando en medio de ellos! ¡Qué potente motivo para tener una conducta pura y delicadeza en sus costumbres personales y domésticas! Si Dios estaba en medio de ellos para asegurarles la victoria sobre sus enemigos, también estaba entre ellos para exigirles santidad. No debían olvidar ni por un momento a la Persona que andaba con ellos. Este pensamiento desagradable solo podía resultar para quien no amaba la santidad, la pureza y el orden moral. Todo verdadero israelita se complacía en pensar que entre ellos habitaba Aquel que no podía tolerar nada que no fuese santo, decoroso y puro.
El Espíritu Santo habita en nosotros
El lector cristiano comprenderá la fuerza moral y la aplicación de este principio. Tenemos el privilegio de que el Espíritu Santo more en nosotros individual y colectivamente. En 1 Corintios 6:19 leemos: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?”. Esto es individual. Cada creyente es un templo del Espíritu Santo; esta gloriosa y preciosa verdad es el fundamento de la exhortación dada en Efesios 4:30: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.
¡Cuán importante es que recordemos esto constantemente! ¡Qué poderoso motivo moral para que cultivemos con diligencia la pureza de corazón y la santidad de vida! Cuando somos tentados a dejarnos llevar por pensamientos o sentimientos perversos, por una manera de hablar indigna de Dios, por una conducta indecorosa, ¡qué potente correctivo es percatarse de que el Espíritu Santo mora en nuestro cuerpo como en su templo! El recordarlo nos preservará de muchos malos pensamientos, de expresiones necias o desconsideradas, y de muchos actos impropios.
Pero el Espíritu Santo no solo habita en cada creyente en particular sino que también lo hace en la Iglesia colectivamente. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). Sobre este hecho el apóstol Pablo funda su exhortación en 1 Tesalonicenses 5:19: “No apaguéis al Espíritu”. ¡Cuán perfecta es la Escritura! ¡Cuán admirablemente concuerda! El Espíritu Santo mora en nosotros individualmente, por lo tanto no debemos contristarlo. Mora en la asamblea, por consiguiente no debemos apagarlo, sino darle el lugar que le corresponde y dejarlo actuar libremente. ¡Que estas grandes verdades penetren profundamente en nuestros corazones y ejerzan la más poderosa influencia sobre nuestra conducta, tanto en la vida privada como en la asamblea!
El deber para con un hermano
A continuación citaremos algunos pasajes de los capítulos a los que hemos llegado y que son asombrosas ilustraciones de la sabiduría, bondad, ternura, santidad y justicia que caracterizaban los tratos de Dios para con su pueblo. Veamos, por ejemplo, este primer pasaje: “Si vieres extraviado el buey de tu hermano, o su cordero, no le negarás tu ayuda; lo volverás a tu hermano. Y si tu hermano no fuere tu vecino, o no lo conocieres, lo recogerás en tu casa, y estará contigo hasta que tu hermano lo busque, y se lo devolverás. Así harás con su asno, así harás también con su vestido, y lo mismo harás con toda cosa de tu hermano que se le perdiere y tú la hallares; no podrás negarle tu ayuda. Si vieres el asno de tu hermano, o su buey, caído en el camino, no te apartarás de él; le ayudarás a levantarlo” (cap. 22:1-4).
Aquí las dos lecciones de que hemos hablado se nos presentan de un modo muy preciso. ¡Qué humillante cuadro del corazón humano se nos da en la frase: “no le negarás tu ayuda”! Podemos actuar de la forma más egoísta y vil para esquivar los llamados de nuestros hermanos y negarles nuestra simpatía y socorro, para evitar el deber de cuidar sus intereses, o simular no darnos cuenta de que realmente necesita nuestra ayuda. ¡Así es el hombre! ¡Así es el que esto escribe!
En cambio, ¡de qué manera tan bendita brilla en este pasaje el carácter de nuestro Dios! El buey, la oveja o el asno del hermano no debían ser abandonados; debían ser conducidos a casa, cuidados y devueltos sanos y salvos a su dueño sin hacer cargo de perjuicios. Lo mismo sucedía con el vestido. ¡Qué hermoso es todo esto! ¡Cómo sopla hacia nosotros el aire de la presencia divina, la fragante atmósfera de la divina bondad, ternura y amor! ¡Qué privilegio para un pueblo ver su conducta regida y su carácter formado por estatutos y decretos tan exquisitos!
El deber para con los demás
Veamos la prueba evidente de los cuidados divinos. “Cuando edifiques casa nueva, harás pretil a tu terrado, para que no eches culpa de sangre sobre tu casa, si de él cayere alguno” (cap. 22:8). Jehová quería que su pueblo fuese cuidadoso y considerado con los demás; al construir sus casas no debían pensar solo en sí mismos y en sus conveniencias, sino también en la seguridad de los demás. Esta es una lección para los cristianos. ¡Cuán inclinados estamos a pensar solo en nosotros, en nuestros intereses, en nuestro bienestar y nuestras conveniencias! ¿Pensamos en los demás cuando edificamos o amoblamos nuestras casas? ¡Ah!, lo nuestro es con frecuencia el motivo principal de todas nuestras empresas. No puede ser de otro modo si el corazón no está gobernado por los motivos que son propios del cristianismo. Debemos vivir en la pura y celestial atmósfera de la nueva creación con el fin de elevarnos por encima del egoísmo que caracteriza a la humanidad. Todo inconverso, quienquiera que sea, está regido por el egoísmo bajo una u otra forma. El yo es el centro, el objeto y el motivo de todas sus acciones.
Es cierto que algunas personas son más amables, afectuosas, benévolas, desinteresadas y generosas que otras; pero es completamente imposible que el “hombre natural” sea guiado por motivos espirituales, o que el hombre terrenal esté animado por móviles celestiales.
Hemos de confesar, con vergüenza y humillación, que los que profesamos ser espirituales estamos inclinados a vivir para nosotros mismos, a mantener nuestros propios intereses, a procurar nuestra tranquilidad y conveniencia. Cuando se trata del yo, damos muestra de mucho fervor y energía.
Esto es muy triste y humillante. No sería así si miráramos con más simplicidad y fervor a Cristo, nuestro gran ejemplo y modelo en todo. El verdadero secreto de todo cristianismo práctico es mantenerse ferviente y constantemente ocupado con Cristo. No son las reglas ni los reglamentos los que nos harán ser semejantes a Cristo en nuestro espíritu, modales y conducta. Demos beber de su Espíritu, andar en sus huellas y sondear sus glorias morales para ser conformes a su imagen.
Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor
(2 Corintios 3:18).
No mezclemos nada con la doctrina pura de la Palabra
Las importantes instrucciones prácticas que encontramos en los versículos 9 a 11 se aplican de manera admirable a todos los obreros del Señor. “No sembrarás tu viña con semillas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla que sembraste como el fruto de la viña” (cap. 22:9).
¡Qué principio digno de atención! ¿Lo entendemos realmente? ¿Distinguimos su verdadera aplicación espiritual? Es de temer que haya una enorme cantidad de “semillas diversas” en la llamada viña espiritual de nuestros días. ¡Cuántas “filosofías y huecas sutilezas”, de la “falsamente llamada ciencia” (1 Timoteo 6:20) y de “los rudimentos del mundo” encontramos por allí (Colosenses 2:8) mezclado con la enseñanza en todos los ámbitos de la iglesia profesante! ¡Cuán poco se ve esparcida la pura semilla no adulterada de la Palabra de Dios, la
simiente… incorruptible
(1 Pedro 1:23)
del precioso Evangelio de Cristo en el campo de la cristiandad en nuestros días! Muy pocos son los que se contentan con el contenido de la Escritura como material para su ministerio. Los que por la gracia de Dios son lo bastante fieles para hacerlo así, son considerados como hombres anticuados, intransigentes y de pocas ideas.
¡Pues bien!, que Dios bendiga a hombres así, a hombres de la antigua escuela de la enseñanza apostólica. Muy cordialmente los felicitamos por su intransigencia y por no seguir los caminos de las mayorías en estos actuales días de sombría incredulidad y apostasía. Sabemos perfectamente a lo que nos exponemos hablando así, pero esto no nos hará vacilar. Estamos convencidos de que todo verdadero siervo de Cristo debe ser hombre de una sola idea, y de que esa idea ha de ser Cristo. Ha de pertenecer a la más vieja escuela, a la escuela de Cristo. Debe ser tan estrecho de miras como la verdad de Dios y rehusar con firme decisión desviarse en dirección a esta época incrédula. El esfuerzo por parte de muchos predicadores y teólogos de seguir la corriente de la literatura de hoy ha sido causa, en gran parte, del rápido avance del racionalismo y de la incredulidad. Se han apartado de la Santa Escritura y han procurado adornar su ministerio con los recursos de la filosofía, de la ciencia y de la literatura del mundo en general. Han pensado más en la inteligencia que en el corazón y la conciencia. Las preciosas doctrinas de la Santa Escritura, la auténtica leche de la Palabra, el Evangelio de la gracia de Dios y de la gloria de Cristo han sido juzgados insuficientes para atraer y mantener unidas grandes congregaciones. Así como Israel despreció el maná, se cansó de él y lo consideró pan liviano, la iglesia profesante se fue cansando de las doctrinas puras de aquel glorioso cristianismo desplegado en las páginas del Nuevo Testamento, y ha suspirado por algo que agrade a la inteligencia y a la imaginación. Las doctrinas de la cruz, en las cuales se gloriaban los apóstoles, han perdido su encanto para la iglesia profesante; el que quiera ser bastante fiel para mantener y limitar su ministerio a estas doctrinas debe renunciar a toda popularidad.
Que todos los verdaderos y fieles ministros de Cristo, los verdaderos obreros de su viña, se apliquen a seguir el principio espiritual expuesto en Deuteronomio 22:9. Que con inflexible decisión rehuyan hacer uso de “semillas diversas” en su trabajo espiritual; que en su ministerio se limiten a las
palabras de la fe y de la buena doctrina
(1 Timoteo 4:6),
procurando usar “bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15), para que no sean avergonzados de su trabajo, sino que reciban plena recompensa en el día en que la obra de todo hombre será probada. Estamos seguros de que la Palabra de Dios, la semilla pura, es la única que el obrero espiritual debe emplear. No despreciamos la erudición. Al contrario, la consideramos muy importante cuando se le da su debido lugar. Asimismo, los hechos de la ciencia y los recursos de la sana filosofía también pueden servir para desarrollar e ilustrar la verdad de la Santa Escritura. Vemos al mismo Maestro y a sus apóstoles haciendo uso de los hechos históricos y de la naturaleza en su enseñanza pública. Y nadie podría dudar del valor e importancia de un conocimiento competente del lenguaje original hebreo y griego en el estudio privado y en la exposición pública de la Palabra de Dios.
Pero aun admitiendo todo esto, en nada afecta al gran principio práctico que estamos tratando. El pueblo del Señor y sus siervos están obligados a reconocer que el Espíritu Santo es el único poder, y la Santa Escritura la única autoridad de todo verdadero ministerio en el evangelio y en la Iglesia de Dios. Si esto fuese mejor comprendido y más fielmente puesto en práctica, podríamos presenciar una situación muy diferente a la actual en toda la extensión de la viña del Señor.
Por ahora debemos terminar esta sección. En otro lugar ya tratamos el tema del “yugo desigual” (2 Corintios 6:14), por lo tanto no insistiremos en él. El israelita no debía arar con un buey y un asno juntamente. Tampoco podía llevar vestido de varias mezclas, como lana y lino. La aplicación espiritual de ambas cosas es tan sencilla como importante. El cristiano no debe asociarse con un incrédulo para ningún fin, ya sea doméstico, religioso, filantrópico o comercial; tampoco debe dejarse dirigir por principios mezclados. Su carácter debe ser formado y su conducta regida por los puros y excelsos principios de la Palabra de Dios. ¡Que así sea para todos los que profesan ser cristianos!