Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Retrospectiva y futuro

El recuerdo de las obras de Jehová

Amarás, pues, a Jehová tu Dios, y guardarás sus ordenanzas, sus estatutos, sus decretos y sus mandamientos, todos los días. Y comprended hoy, porque no hablo con vuestros hijos que no han sabido ni visto el castigo de Jehová vuestro Dios, su grandeza, su mano poderosa, y su brazo extendido, y sus señales, y sus obras que hizo en medio de Egipto a Faraón rey de Egipto, y a toda su tierra; y lo que hizo al ejército de Egipto, a sus caballos y a sus carros; cómo precipitó las aguas del Mar Rojo sobre ellos, cuando venían tras vosotros, y Jehová los destruyó hasta hoy; y lo que ha hecho con vosotros en el desierto, hasta que habéis llegado a este lugar; y lo que hizo con Datán y Abiram, hijos de Eliab hijo de Rubén; cómo abrió su boca la tierra, y los tragó con sus familias, sus tiendas, y todo su ganado, en medio de todo Israel. Mas vuestros ojos han visto todas las grandes obras que Jehová ha hecho” (v. 1-7).

Moisés sentía la importancia de que todos los poderosos hechos de Jehová estuvieran presentes en los corazones del pueblo y quedaran profundamente grabados en su memoria. La mente humana es fluctuante y el corazón inconstante. A pesar de todo lo que Israel había presenciado con respecto a los solemnes juicios de Dios sobre Egipto y Faraón, estaba en peligro de olvidar la impresión que estos debían producir.

Quizá nos sorprenda que Israel pudiera llegar a olvidar las impresionantes escenas de su historia en Egipto: el descenso de sus padres a ese país, siendo solo un puñado de almas, y su rápido crecimiento a pesar de todas las dificultades. Ese insignificante pueblo llegó a ser, con la ayuda de Dios, tan numeroso como las estrellas del cielo.

También se sucedieron las diez plagas de Egipto. ¡Cuán solemnes y aterradoras! Eran apropiadas para dar una idea del gran poder de Dios y de la impotencia e insignificancia del hombre –a pesar de su pretendida sabiduría, poder y gloria–. Igualmente eran adecuadas para mostrar la abominable locura de intentar levantarse contra el Dios Todopoderoso. ¿Qué valor tenía todo el poder de Faraón y de Egipto en presencia del Dios de Israel? En un momento quedó en la ruina y destrucción. Todos los carros de Egipto, su pompa y gloria, todo el valor y el poder de aquella antigua y famosa nación fueron sumergidos en las profundidades del mar.

Y ¿por qué? Porque intentaron entrometerse con el Israel de Dios. Se atrevieron a oponerse a los eternos propósitos y consejos del Altísimo. Procuraron destruir a quienes Dios amaba. Él había jurado bendecir a la descendencia de Abraham. Ningún poder en la tierra ni en el infierno hubiera podido anular ese juramento. Faraón, en su orgullo y dureza de corazón, quiso contrarrestar la actuación divina pero al hacerlo acarreó su propia destrucción. Su país se conmovió hasta los cimientos. El propio Faraón y su poderoso ejército fueron aniquilados en el mar Rojo. Esto fue un lapidario escarmiento para todos los que a partir de ese momento quisieran oponerse a los propósitos de Dios. (Respecto a bendecir la descendencia de Abraham su amigo).

El pueblo no solamente debía recordar lo que Jehová había hecho con Egipto y con Faraón, sino también lo que había hecho entre ellos. ¡Cuán subyugador fue el juicio sobre Datán, Abiram y sus casas! ¡Qué terrible castigo les fue infligido! ¿Y por qué? Por haberse rebelado contra los propósitos divinos. En el relato que se hace en Números, Coré el levita juega un rol sobresaliente. Pero aquí se omite su nombre y se mencionan a los dos rubenitas, miembros de la congregación, que participaron en la misma rebelión. Moisés procura obrar sobre la conciencia de todo el pueblo, exponiendo las terribles consecuencias de la terquedad de dos individuos de su medio, dos miembros comunes, y no solamente en levitas privilegiados.

Ya sea que se llamara la atención del pueblo sobre la actuación divina fuera o dentro de ellos, todo se hacía con el fin de imprimir en sus corazones y razones el profundo sentimiento de la obediencia. Este era el gran propósito de todas las peticiones, comentarios y exhortaciones del fiel siervo de Dios (que pronto sería tomado de entre ellos). Por eso Moisés se remonta siglos atrás en la historia. Escoge, agrupa, comenta los hechos, omitiendo algunos y citando otros según como lo guiaba el Espíritu de Dios. El traslado a Egipto, su estancia en aquel país, los duros castigos infligidos al obstinado Faraón, la salida de Egipto, el paso por el mar Rojo, las escenas ocurridas en el desierto, y especialmente la terrible rebelión de los dos rubenitas: todo es referido con contundente fuerza y claridad para que obre en la conciencia del pueblo. Reforzaba así los derechos de Jehová exigiendo una obediencia absoluta a sus santos mandamientos.

Guardad todos los mandamientos

Guardad, pues, todos los mandamientos que yo os prescribo hoy, para que seáis fortalecidos, y entréis y poseáis la tierra a la cual pasáis para tomarla; y para que os sean prolongados los días sobre la tierra, de la cual juró Jehová a vuestros padres, que había de darla a ellos y a su descendencia, tierra que fluye leche y miel” (v. 8-9).

Fíjese el lector en el hermoso vínculo moral entre esas dos cláusulas: “Guardad, pues, todos los mandamientos… para que seáis fortalecidos”. Se obtiene una gran fuerza obedeciendo sin reservas a la Palabra de Dios. Estamos muy dispuestos a escoger ciertos mandamientos y preceptos que nos convienen, y a desechar los demás. Eso es hacer la propia voluntad. ¿Qué derecho tenemos de escoger algunos preceptos de la Palabra y dejar otros de lado? Absolutamente ninguno. Hacer tal cosa es, en principio, simple rebelión y voluntad propia. ¿Acaso el criado puede decidir cuál de los mandatos de su amo ha de obedecer? Por cierto que no. Todo mandato va revestido de la autoridad del amo y exige la atención del criado. Cuanto más incondicionalmente obedece el criado, respetando cada una de las órdenes recibidas, por triviales que sean, tanto más se afirma en su cargo. Entonces va ganando la confianza y estima de su amo, que aprecia al criado obediente y fiel. Sabemos qué satisfacción proporciona un criado en quien podemos confiar, quien se alegra en satisfacer nuestros deseos y no necesita que se le vigile continuamente, sino que sabe cuál es su deber y lo cumple.

¿No hemos de alegrar el corazón de nuestro bendito Amo con una amorosa obediencia a todos sus mandamientos? Piense un momento en el privilegio que tenemos de regocijar el corazón de Aquel que nos amó y se entregó por nosotros. Es verdaderamente maravilloso que unas pobres criaturas como nosotros podamos en cierto modo alegrar el corazón de Jesús. Así es, ¡bendito sea su Nombre! Él se complace en que guardemos sus mandamientos. Este pensamiento debería inducirnos a estudiar su Palabra, a fin de descubrir sus mandamientos y cumplirlos.

Las palabras citadas de Moisés nos recuerdan el ruego del apóstol

a los santos y fieles hermanos en Cristo que están en Colosas… Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados
(Colosenses 1:2; 9-14).

Teniendo en cuenta la diferencia que hay entre lo terrenal y lo celestial, entre Israel y la Iglesia, existe una notable semejanza entre las palabras del autor y las del apóstol. Tanto unas como otras exponen la belleza y el valor de una obediencia total a Dios. Es grata al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Esto debería alcanzar para crear y reforzar en nuestros corazones el deseo de estar llenos del conocimiento de su voluntad. Así podremos andar como es digno del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios. Nos debería guiar a un estudio más diligente de la Palabra de Dios a fin de aprender a conocer más su voluntad, sus pensamientos, lo que le agrada, y pidiendo su ayuda para obedecerle. De este modo nuestros corazones estarán más unidos a él. Hallaremos un interés cada vez más profundo en escudriñar las Escrituras, no solo para crecer en el conocimiento de la verdad, sino también en el conocimiento de Dios, de Cristo. Buscaremos el conocimiento íntimo, personal y práctico de lo que está atesorado en Él. (Aquel que es la plenitud de la divinidad corporalmente). ¡Oh, quiera el Espíritu de Dios, por su muy precioso y poderoso ministerio, despertar en nosotros un deseo más intenso de conocer y hacer la voluntad de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, para que de este modo podamos serle más agradables en todo!

La tierra prometida

Volvamos por unos momentos a la hermosa descripción de la tierra prometida que Moisés le presenta al pueblo: “La tierra a la cual entras para tomarla no es como la tierra de Egipto de donde habéis salido, donde sembrabas tu semilla, y regabas con tu pie, como huerto de hortaliza. La tierra a la cual pasáis para tomarla es tierra de montes y de vegas, que bebe las aguas de la lluvia del cielo; tierra de la cual Jehová tu Dios cuida; siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año hasta el fin” (v. 10-12).

¡Qué contraste tan marcado entre Egipto y Canaán! Egipto no tenía lluvias del cielo. Allí se veía el esfuerzo humano en todo. No sucedía así en la tierra de Jehová. La bendita lluvia del cielo caía sobre ella. Jehová mismo cuidaba de ella y la regaba con la lluvia temprana y tardía. La tierra de Egipto dependía de sus propios recursos, pero la de Canaán dependía enteramente de Dios, de lo que descendía del cielo. El lenguaje de Egipto era: «Mío es el río». La esperanza de Canaán era: “el río de Dios”. La costumbre de Egipto era regar con el pie, la de Canaán era mirar al cielo por la lluvia.

El Salmo 65 nos presenta una hermosa descripción de la tierra del Señor, considerada por el ojo de la fe. “Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios, lleno de aguas, preparas el grano de ellos, cuando así la dispones. Haces que se empapen sus surcos, haces descender sus canales; la ablandas con lluvias, bendices sus renuevos. Tú coronas el año con tus bienes, y tus nubes destilan grosura. Destilan sobre los pastizales del desierto, y los collados se ciñen de alegría. Se visten de manadas los llanos, y los valles se cubren de grano; dan voces de júbilo, y aun cantan” (v. 9-13).

¡Cuán hermoso es pensar por un momento que Dios hace que los surcos se empapen y que descienda el agua en sus canales! ¡Qué sublime es contemplar a Dios derramando abundancia sobre su pueblo! Sí, y haciéndolo con agrado. Era el gozo de su corazón derramar sus rayos de sol y sus refrescantes lluvias sobre los “collados y valles” de su amado pueblo. El percibir la vid, la higuera y el olivo floreciendo, los valles cubiertos de mieses doradas y los prados cubiertos de rebaños era un motivo para alabar su Nombre. Esto hacía brotar del corazón del israelita agradecido un sincero ¡Aleluya!

Si obedeciereis… yo daré

Así hubiese sido si Israel hubiese obedecido la ley de Dios. “Si obedeciereis cuidadosamente a mis mandamientos que yo os prescribo hoy, amando a Jehová vuestro Dios, y sirviéndole con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, yo daré la lluvia de vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía; y recogerás tu grano, tu vino y tu aceite. Daré también hierba en tu campo para tus ganados; y comerás, y te saciarás” (v. 13-15).

Nada podía ser más sencillo que este pacto entre el Dios de Israel y el Israel de Dios. Para Israel era un privilegio amar y servir a Dios. Para Dios la prerrogativa era bendecir y prosperar a Israel. La dicha y la fertilidad serían las consecuencias de la obediencia. El pueblo y la tierra dependían enteramente de Dios. Todo lo que necesitaban debía descender del cielo. Mientras anduvieron en obediencia, caían copiosas lluvias sobre sus campos y viñedos. Los cielos destilaban rocío y la tierra respondía con fertilidad y bendiciones.

Por otra parte, cuando Israel olvidó al Señor y desobedeció sus mandamientos, el cielo se volvió de metal y la tierra de hierro. La esterilidad, la desolación, el hambre y la miseria fueron los tristes resultados de la desobediencia. ¿Cómo podía ser de otro modo?

Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho 
(Isaías 1:19-20).

En todo esto hay una profunda enseñanza práctica para la Iglesia de Dios. Aunque no estamos bajo la ley, estamos llamados a obedecer. En la medida en que por gracia obedezcamos, seremos bendecidos espiritualmente. Nuestras almas serán rociadas, refrescadas y fortalecidas. Entonces produciremos frutos de justicia que son por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios.

El lector podrá relacionarlo con el gran tema práctico del capítulo 15 de Juan, (preciosa porción de la Escritura que exige la más viva atención de todo verdadero hijo de Dios). “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos. Como el Padre me ha amado, así yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (v. 1-10).

Este importante pasaje de la Escritura ha sufrido inmensamente la controversia teológica y la lucha religiosa. Es tan claro como práctico y solo necesita que se acepte tal como es en su divina sencillez. Si deseamos introducir en él algo que no le pertenece, manchamos su integridad y perdemos su verdadera aplicación. En él tenemos a Cristo, la verdadera vid, ocupando el lugar de Israel que para Dios se había convertido en la corrompida vid silvestre. La escena de la parábola es, a todas luces, terrenal y no celestial. No podemos imaginar una viña y un labrador en el cielo. Además el Señor dice: “Yo soy la vid verdadera”. La analogía es muy distinta. No es la cabeza y sus miembros, sino un árbol y sus ramas. El tema de la parábola es tan distinto como la parábola misma. No se trata de la vida eterna, sino de llevar fruto. Si se tuviera en cuenta esto, se comprendería mucho mejor este pasaje de la Escritura.

En resumen, de la parábola de la vid y los pámpanos aprendemos que el verdadero secreto para llevar frutos es permanecer en Cristo, y para permanecer en Cristo es necesario guardar sus mandamientos. “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”. Esto lo hace todo muy sencillo. El camino para llevar fruto a su tiempo es permanecer en el amor de Cristo, atesorando sus mandamientos en nuestros corazones y obedeciéndolos voluntariamente. No se trata de correr de aquí para allá con la energía de la vieja naturaleza, llevados por nuestros propios pensamientos, ni de esforzarnos con celo carnal para mostrar nuestra devoción. No, es algo muy diferente. Es la estable y santa obediencia del corazón a nuestro amado Señor lo que le alegra y glorifica su Nombre.

Cuán felices son los que se mantienen
Al abrigo de tu ala protectora;
La vida y fuerzas de ti reciben,
En ti se mueven y para ti viven.

Lector, meditemos seriamente sobre el tema de la vid y sus frutos para comprenderlo mejor. Estamos expuestos a cometer grandes errores en esto. A veces lo que creemos que son frutos, no lo son en la presencia divina. Dios no puede considerar como fruto lo que no es el resultado de permanecer en Cristo. Uno puede ganarse un nombre entre los hombres por el celo carnal, la energía o la dedicación. Puede distinguirse como gran predicador, buen obrero, y ser un gran filántropo o reformador de la moral; puede emplear su fortuna promoviendo grandes obras de beneficencia cristiana, y con todo… no producir un solo racimo de fruto aceptable al corazón del Padre.

Por otro lado, es posible que nuestra parte aquí en esta tierra sea pasar desapercibidos y solos, que el mundo y la iglesia profesante no nos tengan en cuenta para nada. Podemos sentir que dejamos una huella insignificante en los arenales del tiempo, pero si permanecemos en Cristo, en su amor, si atesoramos sus preciosas palabras en nuestros corazones y obedecemos sus mandamientos, entonces daremos fruto a su tiempo. Nuestro Padre será glorificado e iremos creciendo en el conocimiento práctico de nuestro Dios y Salvador Jesucristo.

Al final de nuestro capítulo, Moisés habla al pueblo con palabras vehementes e insiste en la necesidad de vigilar y observar diligentemente los estatutos y derechos de Dios. El amado y fiel siervo de Dios, amante del pueblo, era incansable en sus esfuerzos para animarlo a obedecer de corazón. Sabía que para Israel la obediencia era la fuente de felicidad y prosperidad. Nuestro bendito Señor amonesta a sus discípulos y les expone un solemne juicio sobre los pámpanos sin fruto. Moisés también amonesta al pueblo en cuanto a las terribles consecuencias de la desobediencia.

Que vuestro corazón no se enorgullezca

“Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos” (v. 16). ¡Triste retroceso! Un corazón engreído es el principio de la decadencia. “Y os apartéis”. De seguro los pies seguirán al corazón. Es absolutamente necesario guardar diligentemente el corazón, pues es el baluarte de todo el ser moral. Mientras esté guardado para el Señor, el enemigo no puede obtener ventajas. Pero cuando el corazón se aparta, todo está perdido. La persona retrocede. Entonces ese secreto abandono del corazón se demuestra por hechos prácticos: se sirve y adora a “dioses ajenos”. Sobre un plano inclinado el descenso siempre es muy rápido.

Notemos las graves e innegables consecuencias. “Y se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la tierra dé su fruto, y perezcáis pronto de la buena tierra que os da Jehová” (v. 17). ¡Qué esterilidad y desolación hay cuando el cielo está cerrado! No descienden las refrescantes lluvias, ni el rocío. No hay comunicación entre el cielo y la tierra. ¡Ah, cuántas veces tuvo que experimentar Israel la terrible realidad de todo eso!

Él convierte los ríos en desierto, y los manantiales de las aguas en sequedales; la tierra fructífera en estéril, por la maldad de los que la habitan
(Salmo 107:33-34).

¿No vemos en la tierra estéril y el desolado desierto una notable ilustración del alma que ha perdido la comunión por haber desobedecido los preciosos mandamientos de Cristo? Tal alma no está en comunión con el cielo. No descienden lluvias. No se valoran las bellezas de Cristo ni hay, para el alma, dulces suministros del Espíritu Santo, porque este está contristado. La Biblia parece un libro cerrado, oscuro, seco y desolado a un alma en estas condiciones. Querido lector, no lleguemos nunca a sentirlo así. Inclinemos nuestros oídos a las fervientes exhortaciones dirigidas por Moisés a la congregación de Israel. Son muy oportunas, saludables y necesarias en estos días de fría indiferencia y terquedad. Es el divino antídoto contra los males a los que está expuesta la Iglesia de Dios en estas críticas y solemnes horas.

Mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma

“Por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes, y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas; para que sean vuestros días, y los días de vuestros hijos, tan numerosos sobre la tierra que Jehová juró a vuestros padres que les había de dar, como los días de los cielos sobre la tierra” (v. 18-21).

¡Cómo deseaba Moisés que el pueblo pudiera gozar de tales días! La condición era muy sencilla. En realidad nada podía ser más sencillo y precioso. No se les imponía un yugo pesado, sino un dulce privilegio de atesorar en su corazón los preciosos mandamientos de Dios respirando la atmósfera de su santa Palabra. Todo dependía de esto. Todas las bendiciones de la buena y fértil tierra de Canaán que fluía leche y miel, sobre la cual los ojos de Jehová estaban fijos constantemente con amoroso interés y tiernos cuidados, todos sus preciosos frutos y privilegios, serían suyos a perpetuidad, con la simple condición de obedecer la palabra del Dios del pacto.

“Porque si guardareis cuidadosamente todos estos mandamientos que yo os prescribo para que los cumpláis, y si amareis a Jehová vuestro Dios, andando en todos sus caminos, y siguiéndole a él, Jehová también echará de delante de vosotros a todas estas naciones, y desposeeréis naciones grandes y más poderosas que vosotros” (v. 22-23). En pocas palabras, ante Israel estaba la victoria segura, la derrota de todos sus enemigos y la entrada triunfal en la tierra prometida. Todo ello les estaba asegurado si obedecían de corazón los preciosos estatutos y decretos de Dios. Cada uno de ellos era la específica voz de su Libertador, lleno de gracia.

Los límites del país

“Todo lugar que pisare la planta de vuestro pie será vuestro; desde el desierto hasta el Líbano, desde el río Eufrates hasta el mar occidental será vuestro territorio. Nadie se sostendrá delante de vosotros; miedo y temor de vosotros pondrá Jehová vuestro Dios sobre toda la tierra que pisareis, como él os ha dicho” (v. 24-25).

Se trata aquí del lado divino de la cuestión. Ante ellos estaba toda la tierra en su longitud, anchura y plenitud. Solo tenían que tomar posesión de ella como un obsequio gratuito de Dios. Simplemente debían sentar sus pies, con ánimo de conquista, sobre esa hermosa herencia que la gracia soberana les había concedido. Todo esto lo vemos cumplido en el libro de Josué, según leemos en el capítulo 11: “Tomó, pues, Josué toda la tierra, conforme a todo lo que Jehová había dicho a Moisés; y la entregó Josué a los israelitas por herencia conforme a su distribución según sus tribus; y la tierra descansó de la guerra” (v. 23). 1

Pero así como estaba el lado divino, también está el lado humano de la cuestión. Una cosa es el Canaán prometido por Jehová y conquistado por la fe por Josué, y otra cosa es el Canaán poseído por Israel. Esa es la inmensa diferencia entre Josué y los Jueces. En Josué vemos la fidelidad garantizada de Dios a su promesa. En los Jueces vemos el fracaso miserable de Israel desde el principio. Dios había prometido que nadie podría hacerles frente. La espada de Josué, figura del gran Capitán de nuestra salvación, cumplió absolutamente esta promesa. Pero el libro de los Jueces destaca un hecho lamentable. Israel no pudo expulsar al enemigo, ni tomar posesión de la herencia divina en su grandiosidad.

Entonces, ¿la promesa de Dios quedó sin efecto? No, a decir verdad, lo que se demostró fue el fracaso completo del hombre. En “Gilgal” ondeó la bandera de la victoria sobre las doce tribus con su jefe a la cabeza. En “Boquim” el pueblo lloró la amarga derrota de Israel.

¿Hay alguna dificultad en comprender la diferencia? Ninguna. Ambos hechos aparecen a lo largo del divino volumen. El hombre no alcanza a medir la altura de la divina revelación y tomar posesión de lo que la gracia otorga. Esto es tan indiscutible en la historia de la Iglesia como lo fue en la historia de Israel. Tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo se nos recuerda las victorias de Josué y las derrotas de los jueces.

Sí, lector, en la historia de cada miembro de la Iglesia vemos la misma cosa. ¿Dónde está el cristiano que vive a la altura de sus privilegios espirituales? ¿Qué hijo de Dios no deplora el poco aprecio de su llamamiento? ¿Acaso invalida esto la verdad de Dios? No, ¡bendito sea para siempre su santo Nombre! Su Palabra se mantiene en toda integridad y eterna estabilidad. Como en el caso de Israel, la tierra prometida estaba ante ellos en toda su extensión y belleza. Podían contar además con la fidelidad y omnipotencia de Dios para hacerlos entrar y tomar posesión de la tierra. Así sucede con nosotros. Somos bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Efesios 1:3). No hay límites en los privilegios relacionados con nuestra posición. En cuanto a gozarlos, solo es necesario tomar posesión por la fe de todo lo que la soberana gracia de Dios nos ha dado en Cristo.

No debemos olvidar nunca que el privilegio del cristiano es vivir a la altura de la revelación divina. No podemos alegar una experiencia superficial o un andar carnal. No tenemos ningún derecho de decir que no podemos gozar plenamente nuestra porción en Cristo. Tampoco digamos que debido a nuestras debilidades e imperfecciones la ordenanza es demasiado suprema de alcanzar y los privilegios son tan amplios que no podemos gozar de esas excelentes bendiciones y honores.

Todo esto no es más que incredulidad, y así debe ser considerado por todo verdadero cristiano. La cuestión es la siguiente: ¿es la gracia de Dios la que nos ha concedido estos privilegios? ¿La muerte de Cristo nos ha dado derecho a participar de ellos? ¿No afirmó el Espíritu Santo que estas mercedes son la porción hasta para el más débil miembro del cuerpo de Cristo? Si es así, y la Escritura así lo declara, ¿por qué no gozamos de estos privilegios? De parte de Dios no hay ningún obstáculo. El deseo de su corazón es que entremos en la plenitud de nuestra porción en Cristo. Oigamos el deseo del apóstol con respecto a todos los santos: “Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (cap. 1:15-23).

De esta maravillosa oración podemos comprender cuán vivo es el deseo del Espíritu de Dios para que penetremos y gocemos de los gloriosos privilegios de la posición cristiana. Por su precioso y poderoso ministerio, Él quiere mantener nuestros corazones en este altura. Tristemente, lo afligimos con nuestra incredulidad y privamos a nuestra alma de formidables bendiciones.

Con todo, el Dios de gracia, Padre de gloria, y Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, cumplirá al pie de la letra toda la palabra de su verdad, tanto en su pueblo terrenal como en el celestial. Israel gozará plenamente de todas las bendiciones que le fueron aseguradas por el pacto eterno, y la Iglesia gustará de los excelentes frutos de todo lo que el amor eterno y los divinos consejos han provisto para ella en Cristo. El Consolador quiere conducir a cada creyente al goce presente de la esperanza del glorioso llamamiento de Dios. Nos invita a la práctica de esa esperanza, apartando al corazón de las cosas presentes, y separándonos para Dios en santidad y una vida consagrada.

¡Si tan solo nuestros corazones, amado lector cristiano, anhelaran ardientemente el cumplimiento real de todo esto! Así podremos vivir como los que encuentran su porción y su descanso en un Cristo resucitado y glorificado. ¡Nos conceda esto Dios en su infinita bondad para la gloria del Nombre de Jesucristo!

  • 1Sin duda, por la fe Josué tomó toda la tierra prometida, y así le correspondía hacer. Pero en cuanto a la posesión efectiva, el capítulo 13:1 nos dice: “Queda aún mucha tierra por poseer”.

La bendición y la maldición

Los restantes versículos de nuestro capítulo cierran la primera sección del libro del Deuteronomio. Como lo habrá observado el lector, esta consiste en una serie de discursos dirigidos por Moisés a la congregación de Israel. Las últimas exhortaciones están en sintonía perfecta con el conjunto e insisten en la necesidad de obedecer. Este tema constituía un agobio para el corazón del orador en su afectuosa despedida dirigida al pueblo.

“He aquí yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la maldición”. ¡Cuán solemne es esto! “La bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, que yo os prescribo hoy, y la maldición, si no oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, y os apartareis del camino que yo os ordeno hoy, para ir en pos de dioses ajenos que no habéis conocido. Y cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra a la cual vas para tomarla, pondrás la bendición sobre el monte Gerizim, y la maldición sobre el monte Ebal, los cuales están al otro lado del Jordán, tras el camino del occidente en la tierra del cananeo, que habita en el Arabá frente a Gilgal, junto al encinar de More. Porque vosotros pasáis el Jordán para ir a poseer la tierra que os da Jehová vuestro Dios; y la tomaréis, y habitaréis en ella. Cuidaréis, pues, de cumplir todos los estatutos y decretos que yo presento hoy delante de vosotros” (v. 26-32).

Aquí tenemos el resumen de todo el tema. La bendición va unida a la obediencia, y la maldición a la desobediencia. El monte Gerizim estaba frente al monte Ebal: fertilidad y esterilidad. Cuando lleguemos al capítulo 27 veremos que el monte Gerizim y sus bendiciones fueron pasados por alto. Las maldiciones de Ebal retumbaron en los oídos de Israel mientras un siniestro silencio reinaba en Gerizim. “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). La bendición de Abraham solo puede caer sobre los que están en el terreno de la fe. Más adelante insistiremos sobre este punto.