Las tres grandes fiestas de Jehová
La Pascua y el lugar de su celebración
Vamos a entrar ahora en una de las secciones más profundas y extensas del libro de Deuteronomio, las tres principales fiestas del año judío: la pascua, el pentecostés y la fiesta de los tabernáculos. Estas representan la Redención, el Espíritu Santo y la gloria respectivamente… Tenemos una descripción muy condensada de esas hermosas instauraciones. En Levítico 23, contando inclusive el día de reposo, se aprecian ocho festividades. Si consideramos el día de reposo por separado, como figura del eterno descanso de Dios, hallaremos siete festividades: la pascua, la fiesta de los panes sin levadura, la de los primeros frutos, pentecostés, la de las trompetas, el día de la expiación y la fiesta de los tabernáculos.
Ese es el orden de las festividades en el libro de Levítico, que podría llamarse: «Guía para el Sacerdote». Pero en el Deuteronomio tenemos menos detalles ceremoniales. Se limita a grandes trazos morales y nacionales, los cuales se adaptan al pueblo de manera sencilla, presentando el pasado, el presente y el porvenir.
“Guardarás el mes de Abib, y harás pascua a Jehová tu Dios; porque en el mes de Abib te sacó Jehová tu Dios de Egipto, de noche. Y sacrificarás la pascua a Jehová tu Dios, de las ovejas y de las vacas, en el lugar que Jehová escogiere para que habite allí su nombre. No comerás con ella pan con levadura; siete días comerás con ella pan sin levadura, pan de aflicción, porque aprisa saliste de tierra de Egipto; para que todos los días de tu vida te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto. Y no se verá levadura contigo en todo tu territorio por siete días; y de la carne que matares en la tarde del primer día, no quedará hasta la mañana. No podrás sacrificar la pascua en cualquiera de las ciudades que Jehová tu Dios te da; sino en el lugar que Jehová tu Dios escogiere para que habite allí su nombre, sacrificarás la pascua por la tarde a puesta del sol, a la hora que saliste de Egipto. Y la asarás y comerás en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido; y por la mañana regresarás y volverás a tu habitación. Seis días comerás pan sin levadura, y el séptimo día será fiesta solemne a Jehová tu Dios; no trabajarás en él” (v. 1-8).
Como ya tratamos ampliamente los grandes principios de esta fiesta en el tomo sobre Éxodo, nos contentamos con destacar aquí ciertos rasgos propios al Deuteronomio. En primer término observemos con qué énfasis se repite la expresión “el lugar” en el cual la festividad debía celebrarse. Esto es de gran interés práctico. El pueblo no podía escoger por sí mismo el lugar. Desde el punto de vista humano, podría parecer poco importante saber dónde y cómo debía celebrarse la fiesta. Consideremos seria y cuidadosamente que el razonamiento humano no tenía nada que ver en este asunto. Esto solo incumbía al pensamiento divino. Dios tenía el derecho de indicar y establecer el lugar donde quería reunir a su pueblo. Esto se muestra de forma enfática en el pasaje anteriormente citado. Tres veces inserta la cláusula: “en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido”.
¿Es esto una vana repetición? ¡Que nadie se atreva a pensarlo y mucho menos a afirmarlo! ¿Y por qué? A causa de nuestra ignorancia, indiferencia y terquedad. Dios, en su infinita misericordia, deseaba imprimir en el corazón, la conciencia y el entendimiento de su pueblo el lugar especial donde quería que se celebrara la memorable festividad de la pascua.
Solo en Deuteronomio se insiste sobre el lugar de esa celebración. No lo vemos en el libro del Éxodo, porque allí la pascua se celebró en Egipto. En Números tampoco se habla de ello, porque entonces se celebró en el desierto. Pero en Deuteronomio se establece de un modo imperativo y definitivo, porque en él tenemos las instrucciones para el pueblo establecido en la tierra prometida. Es otra prueba concluyente de que Deuteronomio no es una estéril repetición.
La razón capital por la cual se insiste sobre el “lugar” donde debían celebrarse las tres grandes festividades mencionadas en este capítulo es que Dios quería reunir alrededor suyo a su amado pueblo para poder regocijarse con ellos, ellos con él y ellos entre sí. Todo esto solo podía efectuarse en el lugar designado por Dios. Todo el que deseaba acercarse a Jehová y reunirse con su pueblo, rendir adoración y tener comunión según el mandato de Dios, se presentaba con gratitud en aquel centro divinamente designado. Alguien podía decir: «¿Acaso no podemos celebrar esa fiesta en el seno de nuestras familias? ¿Qué necesidad hay de emprender un largo viaje? Si el corazón es sincero, poco importará el sitio donde se celebre». La más clara y evidente prueba de que el corazón es recto se halla por su ardiente deseo de hacer la voluntad de Dios. Para aquellos que amaban y temían a Dios era suficiente saber que él había designado un lugar donde se reuniría con su pueblo. Allí quería encontrarse cualquier alma íntegra. Solo su presencia podía impartir gozo, fuerza y bendición en todas sus grandes reuniones nacionales. Era reunirse para encontrar a Jehová, congregarse ante su bendita presencia, en el lugar que él escogió para hacer habitar su nombre. Esto sería un profundo gozo para cualquier corazón verdaderamente recto de las doce tribus de Israel. Aquel que permaneciera voluntariamente en su casa, o fuera a cualquier otro lugar diferente al que fue señalado divinamente, no solamente despreciaba e insultaba a Jehová, sino que se rebelaba contra su suprema autoridad.
La levadura
Después de haber hablado brevemente sobre el lugar de la fiesta, vamos a considerar de qué modo debía celebrarse. Este también es particular de nuestro libro. El rasgo predominante aquí es “el pan sin levadura”. Pero el lector habrá notado que a ese pan se le denomina “pan de aflicción”. ¿Por qué? Todos entendemos que el pan sin levadura es el símbolo de la santidad del corazón y de la vida. No somos salvos por nuestra santidad personal; pero, gracias a Dios, somos salvos para ella. La santidad no es el fundamento de nuestra salvación, pero sí es el elemento esencial para nuestra comunión. La levadura es el golpe mortal a la comunión y a la adoración.
No debemos perder de vista un solo instante este principio de santidad personal y piedad práctica a la cual estamos sometidos y que debemos manifestar día tras día, como redimidos por la sangre del Cordero (en medio de las circunstancias que atravesamos en nuestra peregrinación hacia el hogar de nuestro eterno descanso en los cielos). Hablar de comunión y adoración mientras estemos viviendo conscientemente en pecado es una triste prueba de que no conocemos ninguna de esas dos cosas. Para gozar de la comunión con Dios o con los santos, y para adorar a Dios en espíritu y en verdad, debemos vivir una vida de santidad personal, y de separación de todo mal consciente. Tomar lugar en la asamblea del pueblo de Dios y participar en la comunión y adoración con los creyentes, mientras vivimos en pecado oculto, es profanar la asamblea, contristar al Espíritu Santo, pecar contra Cristo y traer sobre sí el juicio de Dios, quien ahora juzga su casa y disciplina a sus hijos, para que no sean condenados con el mundo.
Todo esto es muy solemne y exige la atención de los que realmente desean andar con Dios y servirle con reverencia y temor. Una cosa es haber comprendido la doctrina con nuestra inteligencia y otra cosa es tener la gran lección moral grabada en nuestro corazón y practicada en nuestra vida. Todos los que profesamos haber sido lavados con la sangre del Cordero procuremos guardar la festividad del pan sin levadura. “¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:6-8).
El pan de aflicción
Pero, ¿qué hemos de entender por “pan de aflicción”? ¿No deberíamos más bien pensar que el gozo, la alabanza y el triunfo estarían más a tono con la festividad establecida para conmemorar la liberación de la esclavitud en Egipto? Es cierto que hay profundo y verdadero gozo, agradecimiento y alabanza al ver realizada la bendita verdad de la liberación de nuestro estado primitivo con todas sus consecuencias. Pero estos no eran los rasgos sobresalientes de la fiesta pascual. Se nos habla del “pan de aflicción”, pero ni una palabra de gozo, alabanza o triunfo.
Y, ¿por qué? ¿Cuál es la enseñanza moral que se nos da con “el pan de aflicción”? Creemos que contiene una figura de los profundos ejercicios de corazón que el Espíritu Santo produce, y expone poderosamente lo que costó a nuestro adorable Salvador y Señor librarnos de nuestros pecados y del juicio que esos pecados merecían. Esos ejercicios también estaban figurados por las “hierbas amargas” de Éxodo 12. Se ven numerosos ejemplos en la historia de los hijos de Israel cuando eran guiados, por la acción poderosa de la palabra y del Espíritu de Dios, a juzgarse a sí mismos y a afligir sus almas en la presencia divina.
No hay un ápice de elemento legal o incredulidad en esos ejercicios. Cuando un israelita comía del pan de aflicción con la carne asada de la víctima pascual, ¿quería dar a entender que tenía dudas o abrigaba aun temores sobre su completa liberación? ¡Seguro que no! ¿Cómo podría creer tal cosa? Estaba en la tierra prometida, se reunía en el centro y la presencia de Dios. ¿Cómo podría dudar de su completa y definitiva liberación de la tierra de Egipto?
Aun cuando el israelita no tenía dudas ni temores en cuanto a su liberación, debía comer el pan de aflicción. Era un elemento esencial en la festividad de la pascua; “porque aprisa saliste de tierra de Egipto; para que todos los días de tu vida te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto”.
Era una obra real y profunda. Los israelitas jamás debían olvidar su éxodo de Egipto. Por el contrario, debían recordarlo en la tierra prometida, a través de todas sus generaciones y conmemorar su liberación con una fiesta emblemática (de aquellos ejercicios que siempre caracterizan la verdadera y práctica piedad cristiana).
Quisiéramos llamar seriamente la atención del lector cristiano sobre los distintos aspectos de la verdad indicada por “el pan de aflicción”. Esto es muy importante para todos los que conocemos lo que se ha llamado la doctrina de la gracia. Es peligroso, especialmente para los jóvenes cristianos que procuran esquivar la legalidad y la servidumbre, caer en la relajación, mundanalidad y el libertinaje. ¡Son ataduras temibles! Los cristianos de mayor edad y madurez no están tan expuestos a caer en este triste mal. Pero a los jóvenes que están entre nosotros es necesario advertirles solemnemente sobre este peligro.
Quizás oigamos hablar mucho de la salvación por gracia, de la justificación por la fe, de la liberación de la ley y de todos los privilegios inherentes a la posición cristiana. Todas estas verdades son de capital importancia, y nunca nos cansaremos de oír respecto a ellas. Miles de personas que forman parte del amado pueblo del Señor ven transcurrir sus días en oscuridad, con dudas sobre la salvación eterna y en esclavitud legal por ignorar las verdades fundamentales sobre la salvación.
Por otra parte, hay muchos que tienen una familiaridad meramente intelectual con los principios de la gracia y que, a juzgar por sus usos y costumbres, su expresión y su conducta, conocen muy poco el poder santificador de esos grandes principios, su influencia en el corazón y en la vida.
Según la enseñanza que se desprende de la fiesta pascual, no hubiera sido conforme al propósito de Dios que alguien hubiera intentado celebrarla prescindiendo del pan sin levadura, del “pan de aflicción”. Tal cosa no se hubiese tolerado en Israel. El pan sin levadura era un ingrediente absolutamente esencial. Estemos seguros de que una parte cabal de aquella fiesta, que como cristianos se nos exhorta a celebrar, es cultivar la santidad personal y un estado de ánimo representado por las “hierbas amargas” en Éxodo 12, o por “el pan de aflicción” en Deuteronomio. Este último parece ser el símbolo permanente una vez establecidos en la tierra prometida.
Necesitamos mucho de esos sentimientos, afectos espirituales, y profundos ejercicios del alma que el Espíritu Santo produce al revelarnos los sufrimientos de Cristo. Lo que le costó librarnos de nuestros pecados, lo que sufrió por nosotros cuando las ondas de la justa ira de Dios contra nuestros pecados pasaron sobre él deben ser el eje de nuestra meditación. Desgraciadamente carecemos en general de esa profunda aflicción que proviene de un corazón ocupado espiritualmente con los sufrimientos y muerte de nuestro precioso Salvador. Una cosa es tener la conciencia rociada con la sangre de Cristo y otra cosa es tener la muerte de Cristo grabada por el Espíritu de Dios en el corazón, y la cruz de Cristo aplicada de modo práctico a nuestra conducta y carácter.
¿Por qué caemos tan fácilmente en pecado, ya sea en pensamiento, palabra o acción? ¿Por qué hay tanta ligereza, insumisión, debilidad para juzgar nuestros propios errores, ociosidad carnal o superficialidad? ¿No es porque en nuestra fiesta falta el ingrediente principal: “el pan de aflicción”? No lo dudamos. Tememos que exista una deplorable falta de profundidad y de seriedad en nuestro cristianismo. Se habla y se discute mucho sobre los profundos misterios de la fe cristiana. Hay demasiado conocimiento intelectual sin poder interior.
Todo esto reclama la atención del lector. No podemos dejar de pensar que una de las causas del triste estado de cosas es el modo en que se ha predicado el Evangelio. Está bien que se predique el Evangelio en toda su sencillez como Dios lo hizo por medio del Espíritu Santo en la Escritura. Pero estamos convencidos de que hay un grave defecto en el modo de predicación hoy en día. Este carece de profundidad espiritual y seriedad. Por contrarrestar el legalismo, se tiende a la ligereza y al libertinaje. Pero si el legalismo es un grave mal, el libertinaje es aún peor. Debemos guardarnos de ambos. La gracia es el remedio para el primero, la verdad es el antídoto para el último. La sabiduría y la inteligencia espirituales son necesarias para hacernos capaces de mantener ambas cosas en su sitio y aplicarlas convenientemente. Si vemos a un alma profundamente ejercitada por la poderosa acción de la verdad, podemos verter en ella el consuelo de la pura y preciosa gracia de Dios, puesta de manifiesto en el sacrificio de Cristo. Este es el remedio divino para un corazón quebrantado, un espíritu contrito y una conciencia convencida de pecado. Cuando el arado espiritual ha abierto un surco profundo, solo tenemos que echar en él la semilla incorruptible del evangelio de Dios, con la seguridad de que arraigará y llevará fruto a su debido tiempo.
Por otra parte, si vemos a una persona hablando con ligereza sobre la gracia, levantándose contra el legalismo de forma alborotada, procurando exponer por medios humanos un camino fácil para ser salvo, se deberá aplicar la verdad al corazón y a la conciencia.
Existen numerosos integrantes como este último en la iglesia profesante. Podríamos decir que hay una tendencia a separar la pascua de la fiesta de los panes sin levadura, es decir, a descansar en el hecho de ser librados del juicio y olvidar al cordero asado, el pan de santidad o el pan de aflicción. Estas cosas no pueden separarse, puesto que Dios las ha reunido. Por eso creemos que ningún alma pueda realmente entrar en el goce de la preciosa verdad de que
nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros
(1 Corintios 5:7),
que no procure celebrar “la fiesta… con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:8). Cuando el Espíritu Santo despliega ante nuestros corazones algo de la profunda bendición, del precio y de la eficacia de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, nos conduce a meditar sobre el misterio de sus sufrimientos, a recordar lo que tuvo que sufrir por nosotros, todo cuanto le costó salvarnos de las eternas consecuencias del pecado. A menudo recordamos con ligereza esa muerte gloriosa. Esta es verdaderamente una obra santa y profunda que conduce al alma hacía ejercicios de los cuales es una imagen el “pan de aflicción”, en la fiesta de los panes sin levadura. Hay gran diferencia entre los sentimientos que experimentamos al considerar nuestros pecados y los que nos produce el considerar los sufrimientos de Cristo para librarnos de esos pecados.
Nunca podremos olvidar nuestros pecados, ni la profundidad del abismo de donde fuimos sacados. Pero una cosa es considerar el abismo y otra cosa totalmente distinta es considerar la gracia que nos sacó de él, y todo lo que le costó a nuestro precioso Salvador. Debemos guardar continuamente esto en nuestros corazones. ¡Somos tan inconstantes y olvidadizos!
Necesitamos suplicar a Dios a fin de que nos haga aptos para penetrar de una manera práctica en los sufrimientos de Cristo, y aplicar la cruz a todo lo que es opuesto a él. Esto comunicará más profundidad a nuestra piedad y sensibilidad a nuestra conciencia. Nos producirá un intenso anhelo por la santidad de corazón y de vida y por la separación práctica del mundo bajo todas sus formas. Buscaremos una santa sumisión y celosa vigilancia de nosotros mismos, de nuestros pensamientos, palabras y caminos, es decir, sobre toda nuestra conducta en la vida diaria. Esto daría al cristianismo un carácter diferente del que nos rodea, y que por desgracia manifestamos en nuestras vidas. ¡Quiera el Espíritu Santo, por su directo y poderoso ministerio, hacernos comprender mejor lo que significa “el cordero asado”, el “pan sin levadura” y el “pan de aflicción”!1
- 1El lector encontrará observaciones más detalladas sobre la pascua y la fiesta de los panes sin levadura en nuestros estudios sobre Éxodo 12 y Números 9. En este último, verá la relación que hay entre la pascua y la Cena del Señor, de mucho interés e importancia práctica. La pascua anticipaba la muerte de Cristo. La Cena del Señor recuerda la muerte de Cristo. La primera era para el fiel israelita, la última para la Iglesia. Si esto fuera bien comprendido, habría mayor tendencia a contrarrestar la creciente ligereza, indiferencia y error en cuanto a la Mesa y la Cena del Señor. Para todo aquel que escudriña la Escritura, será extraño observar la confusión de pensamientos y la diversidad de prácticas respecto a un asunto tan importante, presentado de un modo tan sencillo y claro en la Palabra de Dios. A cualquiera que se inclina ante la Escritura no le cabrá ninguna duda que los apóstoles y la Iglesia primitiva se reunían el primer día de la semana para partir el pan. No hay ningún fundamento en el Nuevo Testamento para limitar la práctica de esta preciosa ordenanza a una vez al mes, o cada tres o seis meses. Esto solo puede ser considerado como una injerencia humana en un mandamiento divino. Sabemos que se pretende sacar partido de las palabras: “todas las veces que comiereis…” (1 Corintios 11:26); pero no vemos cómo estas palabras puedan servir de base a cualquier argumento ante lo expuesto en Hechos 20:7. El primer día de la semana es indiscutiblemente el día en que la Iglesia debe celebrar la cena del Señor. ¿Lo admite así el lector cristiano? ¿Obra de acuerdo a ello? Es serio descuidar una ordenanza particular de Cristo, designada por él la misma noche en que fue traicionado y en circunstancias tan profundamente conmovedoras. Todos cuantos aman al Señor Jesucristo quieren recordarlo de este modo especial, y de acuerdo con sus propias palabras: “Haced esto en memoria de mí” (1 Corintios 11:24). ¿Cómo es posible que alguien que ama realmente a Cristo pueda descuidar tan precioso recuerdo? Si un israelita hubiese menospreciado la pascua, habría sido “cortado”. «Pero esto era la ley, y nosotros estamos bajo la gracia», se podría decir. Es verdad; pero no es una razón para que descuidemos el mandamiento de nuestro Señor. Deseamos que el lector considere atentamente este asunto. Abarca mucho más de lo que la mayoría de nosotros creemos. Toda la historia de la Cena del Señor durante estos veinte siglos está repleta de instrucciones. El verdadero estado de la Iglesia refleja el trato que se le ha dado a la Mesa del Señor. La institución de la cena del Señor se fue descuidando y pervirtiendo conforme al alejamiento que la Iglesia ha manifestado a Cristo y a su Palabra. Cada vez que el Espíritu de Dios obraba con poder en un determinado tiempo en la Iglesia, la Cena del Señor recobraba su verdadero lugar en el corazón de los suyos. Sugerimos al lector estudiar por sí mismo este tema.
Pentecostés y el lugar de su celebración
Vamos a considerar ahora brevemente la fiesta de Pentecostés, que sigue a la de la pascua. “Siete semanas contarás; desde que comenzare a meterse la hoz en las mieses comenzarás a contar las siete semanas. Y harás la fiesta solemne de las semanas a Jehová tu Dios; de la abundancia voluntaria de tu mano será lo que dieres, según Jehová tu Dios te hubiere bendecido. Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades, y el extranjero, el huérfano y la viuda que estuvieren en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner allí su nombre. Y acuérdate de que fuiste siervo en Egipto; por tanto, guardarás y cumplirás estos estatutos” (v. 9-12). La pascua representa la muerte de Cristo. Las gavillas de los primeros frutos son la figura de Cristo resucitado. En la fiesta de las semanas tenemos prefigurado el descenso del Espíritu Santo, cincuenta días después de la resurrección.
Hablamos, por supuesto, de lo que estas fiestas nos enseñan según el pensamiento de Dios, independientemente de la comprensión que Israel tenía de su significado. Tenemos el privilegio de considerar todas estas instituciones típicas o figurativas a la luz del Nuevo Testamento; y nos llenamos de admiración y gozo ante la belleza, la divina perfección y el orden de todos esos maravillosos símbolos.
También vemos (y esto es de un valor inmenso para nosotros) de qué manera las Escrituras del Nuevo Testamento encajan en las del Antiguo. Vemos la hermosa unidad del divino Volumen y cuán manifiesto es que un mismo y único Espíritu lo haya inspirado todo, desde su principio hasta el fin. Somos fortalecidos en nuestra fe por la divina inspiración de las Santas Escrituras. Nuestros corazones son guardados de todos los ataques blasfemos de los escritores incrédulos. Nuestras almas se elevan a la cima del monte. Las glorias morales del divino Volumen brillan sobre nosotros con todo su fulgor celestial. Podemos ver vagar a nuestros pies las nubes y frígidas nieblas de los pensamientos de la incredulidad. Estas no deben afectarnos. Los escritores incrédulos no conocen absolutamente nada de las glorias morales de la Escritura. Un momento transcurrido en la eternidad extinguirá por completo los pensamientos de todos los incrédulos y ateos que se han manifestado contra la Biblia y su Autor.
Al considerar la fiesta de las semanas o pentecostés, llama nuestra atención la diferencia que ella presenta con la festividad de los panes sin levadura. En primer lugar se nos habla de una “ofrenda voluntaria”. En ello tenemos una figura de la Iglesia, formada por el Espíritu Santo y presentada a Dios como
primicias de sus criaturas
(Santiago 1:18).
Ya vimos este rasgo del tipo en nuestro «Estudio sobre el libro del Levítico», capítulo 23, por lo cual no nos detendremos nuevamente en ello sino que nos limitaremos a lo que es puramente de Deuteronomio. El pueblo debía ofrecer el tributo de una ofrenda voluntaria en proporción a las bendiciones que Jehová, su Dios les había dado. En la pascua no había nada semejante a eso, porque esta muestra a Cristo ofreciéndose a sí mismo por nosotros como sacrificio, y no como una ofrenda nuestra. Ella nos recuerda nuestra liberación del pecado y de Satanás, y lo que esa liberación costó. En ella vemos los intensos sufrimientos de nuestro precioso Salvador prefigurados por el cordero asado. Recordamos que nuestros pecados fueron cargados sobre él. Fue molido por nuestras iniquidades, juzgado por nosotros, y este pensamiento nos conduce a una profunda aflicción de corazón, o lo que pudiéramos llamar el verdadero arrepentimiento cristiano. No debemos olvidar nunca que el arrepentimiento no es una mera emoción transitoria de un pecador cuando abre sus ojos por primera vez ante su propio estado, sino la condición moral permanente del cristiano ante la cruz y los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Si se comprendiera mejor esta verdad, y estuviéramos más compenetrados de ella, veríamos más profundidad y solidez en la vida y el carácter cristianos. Desgraciadamente, faltan en la gran mayoría de nosotros.
El Espíritu Santo
En la fiesta de Pentecostés tenemos el poder del Espíritu Santo y los variados efectos de su bendita presencia en nosotros y con nosotros. Él nos habilita para presentar nuestros cuerpos y todo lo que tenemos como una ofrenda voluntaria a nuestro Dios, de conformidad con las bendiciones que nos ha dado. Esto solo puede ser llevado a cabo por el poder del Espíritu Santo. Por eso se nos presenta esta figura, no en la pascua que prefiguraba la muerte de Cristo, ni tampoco en la fiesta de los panes sin levadura que representaba el efecto moral de aquella muerte sobre nosotros, en arrepentimiento, juicio de sí mismo y santidad práctica, sino en el pentecostés, tipo reconocido del precioso don del Espíritu Santo.
El Espíritu es quien nos capacita para comprender los derechos de Dios sobre nosotros, y que solo pueden medirse por la amplitud de la bendición divina. Él nos hace ver y entender que todo lo que somos y lo que tenemos pertenece a Dios. Él nos da el gozo de consagrarnos totalmente a Dios, espíritu, alma y cuerpo, lo que es por cierto una “ofrenda voluntaria”. No es por obligación, sino voluntariamente. No hay ni un átomo de esclavitud, porque
donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad
(2 Corintios 3:17).
Resumiendo, tenemos aquí el espíritu y el carácter moral de todo el servicio y vida cristianos. El alma que está bajo la ley no puede entender ni la fuerza ni la belleza de esto, porque jamás ha recibido el Espíritu. Las dos cosas son incompatibles. Es lo que el apóstol dice a las desorientadas asambleas de Galacia: “Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?… Aquel, pues, que os suministra el Espíritu, y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley, o por el oír con fe?” (Gálatas 3:2-5). El precioso don del Espíritu Santo es consecuencia de la muerte, resurrección, ascensión y glorificación de nuestro adorable Salvador y Señor Jesucristo. Por lo tanto nada puede tener en común con las “obras de la ley”, no importa bajo qué forma sea. La presencia del Espíritu Santo en la tierra y su habitación en y entre los verdaderos creyentes es una característica del cristianismo, que no era ni podía ser conocida en los tiempos del Antiguo Testamento. Ni siquiera la conocían los discípulos durante el tiempo de la vida de nuestro Señor en la tierra. Él mismo les diría la víspera de Su marcha: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Juan 16:7).
Esto prueba claramente que aun los que gozaban del elevado y precioso privilegio de vivir en compañía del Señor debían ser colocados en una situación propicia a causa de Su partida y la venida del Consolador. También leemos: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:15-17). Ahora no podemos entrar en detalles sobre este inmenso tema. Aunque nos gustaría hacerlo, el espacio de que disponemos no lo permite. Debemos limitarnos a uno o dos puntos que nos sugiere la fiesta de las semanas según se presenta en nuestro capítulo.
Ya hicimos referencia al interesante hecho de que el Espíritu Santo es la fuente viva y el poder de la vida de dedicación y consagración personales prefigurada por el tributo de la “abundancia voluntaria”. El sacrificio de Cristo es el fundamento, y la presencia del Espíritu Santo es el poder de la dedicación del cristiano en espíritu, alma y cuerpo a Dios. “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).
Te alegrarás
Pero hay otro punto de gran interés en el versículo 11 de nuestro capítulo: “Te alegrarás delante de Jehová tu Dios”. No tenemos semejantes palabras en la fiesta pascual, ni en la fiesta de los panes sin levadura. La alegría no hubiera estado en relación moral con esas fiestas. Si bien la pascua es la misma base del gozo que podemos experimentar aquí o que experimentaremos en la eternidad, esta fiesta siempre nos hace recordar la muerte de Cristo, sus sufrimientos, sus dolores, todo aquello que él experimentó cuando las olas de la justa ira de Dios pasaron sobre su alma. Nuestros corazones deberían fijarse en estos misterios cuando nos reunimos alrededor de la mesa del Señor y celebramos la fiesta por medio de la cual anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga.
En la fiesta de pentecostés el júbilo y la alegría eran un rasgo sobresaliente. Nada oímos de “hierbas amargas” o de “pan de aflicción”, porque es la figura de la venida del otro Consolador. Es el descenso del Espíritu Santo procediendo del Padre y enviado por Cristo resucitado. Cristo, ascendido y glorificado como la Cabeza en los cielos, llena los corazones de su pueblo de alabanza, acciones de gracias y gozo triunfal. Nos pone en una plena y bendita comunión con su Cabeza glorificada, con el triunfo que consiguió sobre el pecado, la muerte, el infierno, Satanás y todos los poderes de las tinieblas. La presencia del Espíritu va unida a la libertad, a la luz, al poder y al gozo. Por eso leemos:
Los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo
(Hechos 13:52).
Las dudas, los temores y la esclavitud de la ley desaparecen ante el precioso ministerio del Espíritu Santo.
Debemos distinguir entre su obra en nosotros y su morada en nosotros, entre la obra vivificante y su acción al sellarnos. El primer albor de convicción de pecado en el alma es producto de la obra del Espíritu. Su bendita operación es la que conduce a todo verdadero arrepentimiento, y esta no produce gozo. Es absolutamente necesaria y esencial, pero genera una profunda aflicción. Sin embargo, cuando por la gracia creemos en un Salvador resucitado y glorificado, entonces el Espíritu Santo viene y hace su morada en nosotros como sello y como las arras de nuestra herencia, prueba irrefutable de haber sido aceptados por Dios Padre en su amado Hijo (Efesios 1:6, 13-14).
Esto sí nos llena de un gozo inefable y glorioso. Siendo colmados nos convertimos en canales de bendición para otros. “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo, del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aun no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:38-39). El Espíritu es el manantial del poder y del gozo en el corazón del creyente. Nos prepara, nos llena y nos emplea como vasos suyos para ministrar la bendición a las almas sedientas que nos rodean. Nos une al Hombre glorificado en los cielos, nos mantiene en viva comunión con él y nos habilita para ser, en nuestra débil medida, la expresión de lo que él es. Cada paso del cristiano debería emitir la fragancia de Cristo. Si alguien pretende ser cristiano y muestra un carácter profano, sentimientos egoístas, espíritu de avaricia, codicioso y mundano, un corazón ambicioso, lleno de celos carnales, envidioso u orgullo, niega o desmiente su profesión. Deshonra el santo nombre de Cristo y acumula vituperios sobre aquel glorioso cristianismo que profesa, del cual tenemos una bella figura en la fiesta de las semanas. Esta fiesta se caracterizaba por la alegría originada en la bondad de Dios y expandida en todas las direcciones, abrazando en su círculo a todos los sufridos y necesitados. “Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades, y el extranjero, el huérfano y la viuda que estuvieren en medio de ti” (v. 11).
¡Qué bello es esto! ¡Qué perfección en los sentimientos! ¡Si tan solo el mundo pudiese ver a Cristo manifestado con fidelidad por nosotros! ¿Dónde están esos ríos de aguas refrescantes que debieran fluir de la Iglesia de Dios? ¿Dónde aquellas cartas de Cristo, conocidas y leídas por todos los hombres? ¿Dónde podemos ver en los caminos de su pueblo una reproducción práctica de la vida de Cristo, de tal manera que pudiésemos decir: “Allí hay verdadero cristianismo?”. Quiera el Espíritu de Dios despertar en nuestros corazones un deseo más intenso de ser conformes a la imagen de Cristo en todo. ¡Quiera él revestir de su poder a la Palabra de Dios que tenemos en nuestras manos y en nuestras casas! Solo así podrá ella hablar a nuestros corazones y conciencias, induciéndonos a juzgarnos a nosotros, nuestros caminos y asociaciones, a través de su luz celestial. Podremos aumentar de ese modo el número de esos verdaderos testigos, consagrados enteramente a Jesús y reunidos en su nombre, ¡en espera de su venida!
La fiesta de los tabernáculos y el lugar de su celebración
Vamos a dedicarnos por unos momentos a la institución de la fiesta de los tabernáculos, que complementa de manera notable la serie de verdades presentadas en nuestro capítulo.
“La fiesta solemne de los tabernáculos harás por siete días, cuando hayas hecho la cosecha de tu era y de tu lagar. Y te alegrarás en tus fiestas solemnes, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, y el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda que viven en tus poblaciones. Siete días celebrarás fiestas solemnes a Jehová tu Dios en el lugar que Jehová escogiere; porque te habrá bendecido Jehová tu Dios en todos tus frutos, y en toda la obra de tus manos, y estarás verdaderamente alegre. Tres veces cada año aparecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere: en la fiesta solemne de los panes sin levadura, y en la fiesta solemne de las semanas, y en la fiesta solemne de los tabernáculos. Y ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado” (v. 13-17).
Se presenta aquí la admirable figura del porvenir de Israel. La fiesta de los tabernáculos no ha tenido aún su cumplimiento. La pascua y el pentecostés se cumplieron ya en la preciosa muerte de Cristo y en el descenso del Espíritu Santo. Pero la tercera fiesta señala el porvenir y
la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo
(Hechos 3:21).
Notemos bien el tiempo en que esta fiesta debía celebrarse. Debía hacerse “cuando hayas hecho la cosecha de tu era y de tu lagar”; en otras palabras, después de la siega y la vendimia. Ahora bien, hay una distinción muy marcada entre estas dos cosas. Una habla de gracia y la otra habla de juicio. Al finalizar el siglo Dios recogerá su trigo en el alfolí; luego se pisará el lagar en un juicio terrible (Apocalipsis 19:15).
En Apocalipsis capítulo 14 tenemos un solemne pasaje referente a este asunto. “Miré, y he aquí una nube blanca; y sobre la nube uno sentado semejante al Hijo del Hombre, que tenía en la cabeza una corona de oro, y en la mano una hoz aguda. Y del templo salió otro ángel, clamando a gran voz al que estaba sentado sobre la nube: Mete tu hoz, y siega; porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura” (v. 14-15). Aquí tenemos la siega; y luego: “Salió otro ángel del templo que está en el cielo, teniendo también una hoz aguda. Y salió del altar otro ángel, que tenía poder sobre el fuego, y llamó a gran voz al que tenía la hoz aguda, diciendo: Mete tu hoz aguda, y vendimia los racimos de la tierra, porque sus uvas están maduras. Y el ángel arrojó su hoz en la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el gran lagar de la ira de Dios. Y fue pisado el lagar fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre hasta los frenos de los caballos, por mil y seiscientos estadios” (v. 17-20). ¡Cifra igual a la longitud de la tierra de Palestina!
Esas figuras apocalípticas, expuestas con sus propias características, son escenas que ocurrirán antes de la celebración de la fiesta de los tabernáculos. Cristo recogerá su trigo en el alfolí celestial y después de ello vendrá con aplastante juicio sobre la cristiandad. De este modo cada sección del Libro inspirado: el pentateuco, los salmos, los profetas, los evangelios (o hechos de Cristo), los Hechos (del Espíritu Santo), las epístolas y el Apocalipsis, todos tienden a establecer de una manera incontrovertible el hecho de que el mundo no será convertido por el Evangelio, que las cosas en la tierra no mejorarán, sino que por el contrario irán de mal en peor. Ese glorioso tiempo prefigurado por la fiesta de los tabernáculos debe ir precedido por la vendimia de la viña de la tierra, de la cual las uvas serán echadas en el lagar de la ira del Dios Todopoderoso.
¿Cómo es posible que ante tantas pruebas divinas, proporcionadas por cada una de las secciones del canon inspirado, los hombres persistan en abrigar la ilusoria esperanza de un mundo convertido por el Evangelio? ¿Qué significa, pues, recoger “el trigo” y pisar la vendimia “en el lagar”? Obviamente no habla de un mundo convertido. Quizá se nos diga que no podemos edificar nada sobre los paradigmas mosaicos y los símbolos Apocalípticos. Podría ser así si no tuviéramos más que figuras y símbolos. Pero cuando todos los rayos de la lámpara de la inspiración celestial convergen sobre esos tipos y símbolos, descubrimos su profundo significado en nuestras almas. Los encontramos en perfecta armonía con las voces de los profetas, de los apóstoles y las vivas enseñanzas de nuestro Señor. En otras palabras, todo habla el mismo lenguaje, enseña la misma lección y lleva el mismo testimonio sobre esta verdad: al final del presente siglo, en vez de un mundo convertido y preparado para un milenio espiritual, habrá una viña cubierta y cargada de racimos maduros para el lagar de la ira del Dios Todopoderoso.
Si el cristianismo profesante, principalmente sus maestros, aplicara sus corazones al estudio de estas solemnes realidades, ¡qué diferente sería! ¡Quiera el Señor arraigar en sus corazones estas verdades, de tal modo que arrojen al viento las ilusiones que tanto daño hacen a las almas, y acepten la verdad de Dios tan claramente revelada y expuesta!
La redención, la presencia del Espíritu Santo y la esperanza de la gloria
Antes de terminar esta sección quisiéramos recordarle al lector cristiano que debemos mostrar en nuestra vida diaria la bendita influencia de esas verdades que hemos meditado. El cristianismo está caracterizado por esos tres actos fundamentales: la redención, la presencia del Espíritu Santo y la esperanza de la gloria. El cristiano es redimido por la preciosa sangre de Cristo, está sellado por el Espíritu Santo y espera a su Salvador.
Estos son sólidos hechos, realidades divinas y grandes verdades fundamentales. No son meros principios u opiniones, sino que están destinados a ser un poder vivo en nuestras almas y a brillar en nuestras vidas. ¡Son bendiciones prácticas! Notemos la marea de alabanza y acción de gracias, gozo y bendición fluyendo de la congregación de Israel reunida alrededor de Jehová. Alabanza y acciones de gracia ascendían a Dios, y las corrientes de una generosa compasión fluían del corazón del pueblo sobre todos los necesitados. “Tres veces cada año aparecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios… Y ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado” (v. 16-17).
No debían presentarse delante de Jehová con las manos vacías, sino con el corazón lleno de alabanza y las manos llenas de los frutos de la bondad divina para alegrar los corazones de los obreros de Jehová y de los pobres. ¡Qué palabras! Jehová quería reunir a su pueblo alrededor suyo para llenarlo de gozo y alabanza y hacer de él el conducto de sus bendiciones para otros. Israel no debía permanecer bajo sus vides e higueras alegrándose en las ricas y variadas bendiciones gratuitas que lo rodeaban. Esto hubiera podido parecer justo en su momento, pero no habría respondido al pensamiento y al corazón de Dios. No, tres veces al año debían levantarse y trasladarse al lugar del encuentro divinamente designado y entonar sus aleluyas a Jehová su Dios. Debían compartir generosamente con los necesitados lo que él les daba. Dios confirió a su pueblo el precioso privilegio de regocijar el corazón del levita, del extranjero, de la viuda y del huérfano. Esta era la obra en la cual él mismo se deleitaba, ¡bendito sea su Nombre para siempre! ¡Quiso compartir ese deleite con su pueblo! Quería que se supiera, viera y sintiera que el sitio donde se encontraba con su pueblo era una esfera de gozo y alabanza, un centro desde el cual los ríos de bendición desbordaban en todas direcciones.
¿No tiene todo esto una lección para la Iglesia de Dios? ¿No habla esto a lo más íntimo del corazón del que escribe como también del que lee estas líneas? Por cierto que sí. ¡Aprovechemos esta enseñanza! La maravillosa gracia de Dios debe obrar de tal modo sobre nuestros corazones para que se llenen de alabanzas y nuestras manos de buenas obras. Si las tipologías, sombras y figuras de nuestras bendiciones produjeron tanto agradecimiento y activa benevolencia, ¡cuánto más poderoso debería ser el efecto de las bendiciones reales!
Consideraciones prácticas
Pero, ¿disfrutamos de nuestras bendiciones? ¿Nos apropiamos de ellas? ¿Nos asimos de ellas con el poder que da la fe simple? Aquí está el secreto de toda la cuestión. ¿Existen cristianos profesantes gozando plenamente de lo que prefiguraba la Pascua, es decir, de la completa liberación del juicio y del presente mundo malo? ¿Dónde están los que gozan de su Pentecostés, es decir, de la morada del Espíritu Santo en ellos? Pregunte a la gran mayoría de los que profesan ser cristianos si han recibido al Espíritu Santo y vea qué respuestas darán. ¿Y qué contestación puede dar el lector? ¿Puede decir: «Sí, gracias a Dios sé que he sido lavado en la preciosa sangre de Cristo y sellado con el Espíritu Santo»? Solo un pequeño número de personas entre la inmensa multitud de cristianos profesantes conoce estas preciosas verdades que son el privilegio del más sencillo miembro del cuerpo de Cristo.
Lo mismo podríamos decir de la fiesta de los tabernáculos. ¡Cuán pocos comprenden su significado! El cristiano es llamado a vivir en el poder actual de lo que representa.
Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve
(Hebreos 11:1).
Nuestra vida y nuestro carácter deben estar regidos por la influencia de la “gracia” combinada con la “gloria” que esperamos.
Pero si las almas no están fundadas sobre la gracia, y ni siquiera saben que sus pecados son perdonados, si se les enseña que es presunción estar seguros de la salvación, y es humildad y piedad vivir en continua duda y temor; si se les dice que nadie puede estar seguro de su salvación antes de comparecer ante el tribunal de Cristo, ¿cómo podrán mantenerse en un terreno cristiano, manifestar los frutos de la vida cristiana o disfrutar de las esperanzas propias del cristiano? Si un israelita de la antigüedad hubiese dudado acerca de si era o no hijo de Abraham, un miembro de la congregación de Jehová, o de si realmente estaba en la tierra que les había sido prometida, ¿cómo hubiera podido celebrar la fiesta de los panes sin levadura, la de Pentecostés, o la de los tabernáculos? Tales cosas no hubieran tenido significado ni valor alguno para él. Incluso podemos afirmar que ningún israelita hubiese pensado en algo tan absurdo.
¿Cómo es, pues, posible que los profesantes, de los cuales muchos son verdaderos cristianos, verdaderos hijos de Dios, no sean capaces de establecerse en el verdadero terreno cristiano? Ven transcurrir los días de su vida entre dudas y temores. Sus ejercicios y servicios religiosos los cumplen como una obligación legal y una preparación moral para la vida futura. Muchas almas, realmente piadosas, se mantienen en dicho estado durante toda su vida; y no comprenden ni consideran la “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13) que la gracia ha puesto ante nosotros para animar nuestros corazones y apartarnos de las circunstancias presentes. La tratan como una simple utopía. Ellas esperan el día del juicio en lugar de aguardar al brillante “Lucero de la mañana” (2 Pedro 1:19). Oran por el perdón de sus pecados y piden a Dios el don del Espíritu Santo cuando deberían regocijarse en la segura posesión de la vida eterna, de la justicia divina y del Espíritu de adopción.
Todo esto se opone directamente a las sencillas y claras enseñanzas del Nuevo Testamento. Es completamente ajeno al verdadero espíritu del cristianismo. Destruye la paz del cristiano e impide el verdadero e inteligente servicio y testimonio cristianos. Es imposible presentarse ante el Señor con el corazón lleno de alabanza por los privilegios que no se gozan, o con sus manos llenas de bendición.
Pedimos la más diligente atención de los hijos de Dios, en la iglesia profesante, sobre este importante asunto. Les rogamos que escudriñen las Escrituras y vean si encuentran en ellas algo que los autorice a mantener las almas en oscuridad, duda y esclavitud. En ellas hay solemnes amonestaciones, llamamientos apremiantes, serias exhortaciones, y ¡alabamos a Dios por ello! No debemos desdeñarlas. Pero el lector debe comprender claramente que es el precioso privilegio, hasta del más pequeño en la fe de Cristo, saber que sus pecados son perdonados, que ha sido aceptado por Dios Padre en Cristo resucitado, sellado por el Espíritu Santo, y que ha heredado la gloria eterna. Por la soberana e infinita gracia, estas son sus bendiciones claramente establecidas que el amor de Dios le concede. La sangre de Cristo lo hizo apto y el testimonio del Espíritu Santo se lo asegura.
¡Quiera el gran Pastor y Obispo de las almas, nuestro Señor Jesucristo, guiar a todos sus amados, los corderos y ovejas del rebaño que compró con su sangre, a conocer por medio de las enseñanzas de su Santo Espíritu las cosas que les son concedidas gratuitamente por parte de Dios! ¡Ojalá que quienes las conocen en cierta medida puedan conocerlas más plenamente y manifestar sus preciosos frutos en una vida de verdadera dedicación a Cristo y a su servicio!
Creo que muchos de los que hacemos profesión de estar familiarizados con las verdades de la fe cristiana, no estamos respondiendo debidamente a nuestra profesión. No estamos obrando según el principio expuesto en el versículo 17 de nuestro capítulo: “Cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado”. Es como si olvidáramos que aunque no tenemos que hacer nada ni dar nada por nuestra salvación, podemos hacer mucho por el Salvador y dar mucho para sus obreros y sus pobres. Es muy peligroso exagerar el principio de que nada tenemos que hacer ni dar. Si en los días de nuestra ignorancia y esclavitud legal trabajábamos y contribuíamos por falsos principios y con fines equivocados, con seguridad no debemos obrar menos y dar menos ahora que profesamos ser salvos y bendecidos con todas las bendiciones espirituales en el Cristo resucitado y glorificado. No debemos contentarnos con comprender y proclamar estas grandes y gloriosas verdades. También el corazón y la conciencia deben ser alcanzados por su acción sagrada, y la conducta y el carácter deben ser puestos bajo su poderoso y santo influjo.
Con toda la ternura y el amor posible ofrecemos al lector estas consideraciones prácticas, animándolo para que las examine con oración. No queremos herir, ofender o hacer desmayar el corazón del más humilde cordero del rebaño de Cristo. Además, no es nuestro propósito arrojar la piedra a nadie, sino sencillamente escribir, como en la presencia de Dios, y hacer sonar a oídos de la Iglesia una nota de alarma ante lo que constituye un gran peligro. Creemos que es urgente considerar atentamente nuestros caminos y humillarnos ante el Señor a causa de nuestras numerosas faltas, deficiencias e inconsecuencias, y buscar junto a él la gracia para ser más sinceros, dedicados y decididos en nuestro testimonio por él.