El lugar que Jehová ha escogido para poner su nombre
La autoridad divina en la Escritura
A quí comenzamos una nueva sección del Deuteronomio. El contenido de los primeros once capítulos establece el principio fundamental de la obediencia. Ahora llegamos a la aplicación práctica de este principio en la vida del pueblo después de tomar posesión del país. “Estos son los estatutos y decretos que cuidaréis de poner por obra en la tierra que Jehová el Dios de tus padres te ha dado para que tomes posesión de ella, todos los días que vosotros viviereis sobre la tierra” (v. 1).
Es muy importante que el corazón y la conciencia reconozcan la autoridad divina, independientemente de los detalles. Estos encontrarán el lugar que les corresponde una vez que el corazón haya aprendido a someterse completamente a la autoridad suprema de la Palabra de Dios.
Según vimos en los once capítulos precedentes, el legislador (Moisés) trabajaba ardorosa y fielmente para conducir al pueblo de Israel a la obediencia. Ante todo era necesario establecer el principio fundamental en lo más profundo de sus corazones. También nos concierne a nosotros esto: el deber absoluto de todo hombre es someterse incondicionalmente a la autoridad de la Palabra de Dios, y lo que ella ordene. Siempre hay que preguntarse: ¿Es Dios el que habla? Si es así, es suficiente. No hay necesidad de nada más.
Hasta que el corazón no esté gobernado por esa fuerza moral, no estaremos en condiciones de ocuparnos de los detalles. Si dejamos obrar la voluntad propia, y permitimos hablar a la razón, entonces el corazón irá presentando dudas y dificultades en el camino de la obediencia.
Nos podemos preguntar: «¿No debemos hacer uso de nuestra razón? ¿Para qué nos fue dada entonces?». Podemos dar dos respuestas. En primer lugar, nuestra razón no está en la condición en que Dios nos la concedió. Recordemos que sobrevino el pecado; el hombre es un ser caído: su razón, su juicio, su entendimiento, todo su ser moral es una ruina completa. Lo que produjo esta ruina fue la desobediencia a la Palabra de Dios.
En segundo lugar, tengamos en cuenta que si la razón fuera sana, demostraría esa salud sometiéndose a la Palabra de Dios. Pero no es sana. Es ciega y completamente pervertida. No podemos confiar en ella para las cosas espirituales, divinas o celestiales.
Si comprendiéramos bien este hecho, resolvería miles de cuestiones y solucionaría miles de dificultades. Los incrédulos se encuentran en ese estado a causa de la razón. El diablo susurra al oído del hombre: «Eres un ser dotado de razón, ¿por qué no te sirves de ella? Te fue dada para que la emplees en todas las cosas. Solo debes dar tu aprobación a lo que está al alcance de tu razón. Como hombre, tienes derecho a someter todo a la prueba de tu razón. Solo los necios aceptan con ingenuidad todo cuanto se les presenta».
¿Qué responderemos a tan astutas y peligrosas insinuaciones? Algo sencillo y concluyente: «La Palabra de Dios está por encima de la razón, así como Dios está por encima de la criatura, y el cielo por encima de la tierra». Por consiguiente, cuando Dios habla, todos los razonamientos deben dejarse a un lado. La razón puede ejercer su influencia si se trata solamente de la palabra de los hombres, de la opinión o el criterio humanos. Debemos emplearla para juzgar todo lo que se nos dice, según la única norma perfecta, la Palabra de Dios. Pero si se permite a la razón discutir con la Palabra de Dios, el alma se verá sumergida inevitablemente en las tinieblas de la incredulidad. Desde allí descender a las profundidades del ateísmo es muy fácil.
En otras palabras, debemos guardar en lo más íntimo de nuestro corazón la siguiente verdad: el único terreno firme para el alma es la fe en la autoridad, majestad y plena suficiencia de la Palabra de Dios. Sobre este terreno se colocaba Moisés cuando hablaba al corazón y a la conciencia de Israel. Su único y gran propósito era llevar al pueblo a una cabal sujeción a la autoridad divina. Querer someter cada precepto, cada estatuto de la Palabra de Dios al control de la razón humana, es rechazar la autoridad divina, la Escritura, la seguridad y la paz. En cambio, cuando el Espíritu de Dios dirige al alma a someterse a la autoridad de la Palabra de Dios, entonces cada uno de sus mandamientos, incluso cada frase de su precioso Libro, es recibido como viniendo directamente de Él mismo. Quizás no alcancemos a comprender plenamente el significado de cada precepto, pero nos basta saber que procede de Dios. Ningún fundamento sólido moral puede establecerse mientras este gran principio no sea comprendido y arraigado en el alma.
Los pensamientos que acabamos de desarrollar asistirán al lector para que se dé cuenta de la relación que existe entre el capítulo que estamos estudiando y la sección anterior del libro. También lo ayudarán a comprender el alcance de los primeros versículos de este capítulo.
Destrucción de los lugares donde las naciones sirvieron a sus dioses
“Destruiréis enteramente todos los lugares donde las naciones que vosotros heredaréis sirvieron a sus dioses, sobre los montes altos, y sobre los collados, y debajo de todo árbol frondoso. Derribaréis sus altares, y quebraréis sus estatuas, y sus imágenes de Asera consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y raeréis su nombre de aquel lugar” (v. 2-3).
La tierra era de Dios. Los israelitas eran los arrendatarios. Por eso al entrar en posesión de ella, su primer deber era demoler todo rastro de la antigua idolatría. Esto era absolutamente indispensable. Aunque parezca intolerante esta manera de obrar con la creencia de otro pueblo, el único y santo Dios no podría obrar de otra manera con los falsos dioses y el falso culto. Sería una blasfemia suponer que él podría permitir el culto a ídolos en su tierra.
Discernamos bien esto. No hay ninguna duda de que el Dios misericordioso tiene paciencia con el mundo. Tenemos presente la historia de alrededor de seis mil años durante los cuales su longanimidad se ha ejercido de manera maravillosa. Desde los días de Noé, y a pesar del rechazo hacia su amado Hijo, él ha tenido paciencia.
Todo esto no afecta al gran principio expuesto en nuestro capítulo. Israel debía aprender que al tomar posesión de la tierra prometida, su primer deber era borrar todo rasgo de idolatría. El nombre de Dios, quien debía ser su único Dios, era invocado sobre ellos. Eran su pueblo, y él no podía permitirles que tuvieran relación con demonios.
Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás
(Mateo 4:10; Lucas 4:8).
Esto podía parecer muy intolerante e incluso fanático a juicio de las naciones incircuncisas. Ellas podían ufanarse de su libertad y gloriarse en base a su culto que admitía “muchos dioses y muchos señores”. Según ellas, debía haber una mayor amplitud de criterio permitiendo a cada cual seguir sus propias ideas en cuanto a religión, y escoger libremente el objeto de su adoración y el modo de rendirle culto. Así podría ponerse en evidencia un estado de civilización más adelantado, de mayor cultura y refinamiento, erigiendo, como en Roma, un Panteón en el cual todos los dioses del paganismo fueran adorados. Alguien podría decir: «¿Qué importa la religión del hombre, o el objeto de su culto, con tal de que sea sincero? Es para bien de la sociedad. Lo principal es trabajar para el progreso material, contribuir a la prosperidad nacional, para así afirmar los intereses individuales. Es conveniente que cada hombre tenga una religión, no importa su forma. La cuestión no es: ¿cuál es tu religión?, sino ¿quién eres tú?».
Estas ideas podían encajar a una mente carnal y gozar de popularidad entre las naciones incircuncisas. Pero Israel debía recordar esta verdad: “Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deuteronomio 6:4); y esta otra: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). Su culto debía consistir en adorar al Dios vivo y verdadero, su Creador y Redentor. En su presencia todo verdadero adorador encuentra su lugar. Cada miembro del pueblo de la circuncisión, cuyo sublime y santo privilegio consistía en pertenecer al Israel de Dios, hallaba su parte. No tenía por qué importarles las opiniones u observaciones de las naciones que los rodeaban. ¿Qué podían saber esas naciones acerca de los derechos del Dios de Israel sobre su pueblo circuncidado? Absolutamente nada. ¿Eran competentes para decidir cualquier cosa con respecto a Israel? No, sus pensamientos, razonamientos, argumentos y objeciones sobre este tema no tenían valor alguno. Israel ni siquiera debía ocuparse de ellos. Su único y simple deber era inclinarse a la suprema y absoluta autoridad de la palabra de Dios que exigía la abolición de todo rastro de idolatría en la buena tierra que acababan de heredar.
No se trataba solamente de terminar con la idolatría, destruyendo las imágenes esculpidas para levantar en su lugar altares al verdadero Dios, sino que como Dios lo había dicho: “No haréis así a Jehová vuestro Dios, sino que el lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ese buscaréis, y allá iréis. Y allí llevaréis vuestros holocaustos, vuestros sacrificios, vuestros diezmos, y la ofrenda elevada de vuestras manos, vuestros votos, vuestras ofrendas voluntarias, y las primicias de vuestras vacas y de vuestras ovejas; y comeréis allí delante de Jehová vuestro Dios, y os alegraréis, vosotros y vuestras familias, en toda obra de vuestras manos en la cual Jehová tu Dios te hubiere bendecido” (v. 4-7).
El lugar de culto establecido por Dios
¡Qué verdad revelaban estas palabras a la asamblea de Israel! El único lugar donde debían rendir culto fue elegido por Dios y no por el hombre. Su morada, el lugar de su presencia, debía ser el centro de Israel. Allí debían llevar sus sacrificios y ofrendas, rendir su culto y compartir su alegría.
Esto puede parecer exclusivo, y en efecto lo era. Si Dios se complacía en escoger un sitio para establecer su residencia en medio de su pueblo redimido, era imperativo que su culto se celebrara allí. Toda alma piadosa y amante de Jehová encontraría sus delicias y podía decir de todo corazón: “Jehová, la habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria”. Y también: “¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo… Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán… (Salmos 26:8; 84:1-2, 4)".
Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad
(Salmo 84:10).
Esta habitación de Dios era preciosa para el corazón de todo verdadero israelita. La voluntad humana buscaría ir de acá para allá, anhelar algún cambio. Pero el verdadero adorador solo podía encontrar satisfacción, gozo, bendición y descanso en el lugar de la divina presencia. Donde él había puesto su santo nombre, y la autoridad de su preciosa palabra fuera reconocida, ese era el lugar… Buscar otro no solo hubiese sido abandonar la palabra de Dios, sino también su santa morada.
En todo este capítulo vemos el desarrollo de dicho principio. Moisés recordó al pueblo que a partir del momento en que entraran en la tierra prometida, debían renunciar a todo espíritu de independencia y de voluntad propia que los había caracterizado tanto en los llanos de Moab y en el desierto. “No haréis como todo lo que hacemos nosotros aquí ahora, cada uno lo que bien le parece, porque hasta ahora no habéis entrado al reposo y a la heredad que os da Jehová vuestro Dios. Mas pasaréis el Jordán, y habitaréis en la tierra que Jehová vuestro Dios os hace heredar; y él os dará reposo de todos vuestros enemigos alrededor, y habitaréis seguros. Y al lugar que Jehová vuestro Dios escogiere para poner en él su nombre, allí llevaréis todas las cosas que yo os mando:… Cuídate de no ofrecer tus holocaustos en cualquier lugar que vieres; sino que en el lugar que Jehová escogiere, en una de tus tribus, allí ofrecerás tus holocaustos, y allí harás todo lo que yo te mando” (v. 8-14).
Israel debía someterse al mandamiento de Dios no solo en cuanto al objeto, sino también en cuanto al lugar y al procedimiento de adoración… Desde el momento en que pasaran el río de la muerte y pusieran el pie en la herencia que Dios les había dado, debían poner término a la propia voluntad. Una vez que disfrutaran la tierra de Jehová y el reposo en ese país, su servicio debía consistir en la absoluta obediencia a su palabra. Lo que había pasado en el desierto no iba a tolerarse en Canaán. Cuanto más encumbrados fuesen sus privilegios, tanto mayor era su responsabilidad.
Quizás algún liberal que pretenda libertad de acción y voluntad abogue por el derecho del criterio privado en materias religiosas. Seguramente afirmará que todo lo que acaba de detener nuestra atención es extremadamente fanático e incompatible con los conocimientos de nuestro siglo. Le responderemos simplemente: ¿Acaso Dios no tiene derecho a ordenar a su pueblo cómo este debe adorarlo e indicarle el lugar donde quiere encontrarse con él? Es necesario admitir su indiscutible derecho a decidir sobre cómo, cuándo y dónde su pueblo debía acercarse a él. ¿Es una prueba de inteligencia, de refinamiento, de amplitud de criterio, de universalidad de espíritu negar a Dios sus derechos? Definitivamente ¡no!
Si Dios tiene derecho a mandar, ¿será fanatismo si su pueblo le obedece? Es muy sencillo responder esto. La única libertad de ideas y de corazón es obedecer los mandamientos de Dios. No por eso era cerrado Israel. Al ir a ofrecer los sacrificios en el lugar designado y rehusar acudir a otro sitio, Israel era obediente. Los gentiles podían ir adonde les gustase, pero no el pueblo de Dios.
Un único lugar, un solo centro
¡Qué privilegio indecible para cuantos amaban a Dios reunirse en el sitio donde el nombre de Dios era ensalzado! ¡Qué gracia querer reunir a su pueblo alrededor suyo en ocasiones! Este hecho no perjudicaba en nada los derechos y privilegios personales de los israelitas. Al contrario, abundaban aún más. Dios, en su infinita bondad, tomaba en cuenta todo esto, y se deleitaba en ministrar alegría y bendición a su pueblo, individual y colectivamente. Lo leemos: “Cuando Jehová tu Dios ensanchare tu territorio, como él te ha dicho, y tú dijeres: Comeré carne, porque deseaste comerla, conforme a lo que deseaste podrás comer. Si estuviere lejos de ti el lugar que Jehová tu Dios escogiere para poner allí su nombre, podrás matar de tus vacas y de tus ovejas que Jehová te hubiere dado, como te he mandado yo, y comerás en tus puertas según todo lo que deseares. Lo mismo que se come la gacela y el ciervo, así las podrás comer; el inmundo y el limpio podrán comer también de ellas” (v. 20-22).
Vemos aquí la bondad y tierna compasión con las que Dios obraba para hacer el bien y satisfacer a cada uno. La única restricción era: “Solamente que te mantengas firme en no comer sangre; porque la sangre es la vida, y no comerás la vida juntamente con su carne. No la comerás; en tierra la derramarás como agua. No comerás de ella, para que te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti, cuando hicieres lo recto ante los ojos de Jehová” (v. 23-25).
Este era un principio fundamental en la ley, (al cual hicimos referencia en nuestros “Estudios sobre el libro de Levítico”). Israel debía obedecer para que les fuera bien a ellos y a sus hijos. Debían reconocer los soberanos derechos de Dios, ese era el punto.
Habiendo hecho esta excepción, el legislador (autor) vuelve a ocuparse del culto público. “Pero las cosas que hubieres consagrado, y tus votos, las tomarás, y vendrás con ellas al lugar que Jehová hubiere escogido; y ofrecerás tus holocaustos, la carne y la sangre, sobre el altar de Jehová tu Dios; y la sangre de tus sacrificios será derramada sobre el altar de Jehová tu Dios, y podrás comer la carne” (v. 26-27).
Si dejamos fluir nuestro razonamiento, quizá nos preguntemos: «¿Por qué todos debían acudir al mismo lugar? ¿No podían tener un altar en casa, o por lo menos un altar en cada ciudad principal, o en el centro de cada tribu?». Dios lo había dispuesto de otro modo. Esto le bastaba a todo israelita. Aunque no seamos capaces de comprender el por qué de lo que Dios dice, nuestro deber y obligación es obedecer. Marchando humildemente con gozo por la senda de la obediencia, nuestras almas serán iluminadas en cuanto al pensamiento de Dios y encontraremos abundante bendición cerca de él. Solo aquellos que lo aman y guardan sus mandamientos conocen esta bendición.
Este es el modo de responder a todos los razonamientos y dudas de la mente que no se sujeta a la ley de Dios. ¿Tenemos que explicar a los incrédulos los motivos que nos hacen obrar? No es asunto nuestro. Sería una pérdida de tiempo y de trabajo, porque no nos entenderían nunca. ¿Cómo podría comprender un ateo por qué se les ordenó a las doce tribus de Israel que adoraran en un lugar determinado, alrededor de un solo centro? Imposible. La razón moral de tan hermosa institución está por encima del alcance de su comprensión.
En cambio el hombre espiritual conoce la causa: Dios congregaba a su amado pueblo alrededor suyo a fin de que pudieran regocijarse junto a él, para tener su especial complacencia en ellos. ¿No es esto precioso para todos los que realmente aman al Señor?
Si el corazón era indiferente a Dios, poco le importaba el lugar de culto. Pero un corazón sincero, desde Dan hasta Beerseba, se regocijaba al reunirse en el lugar donde Jehová había puesto su nombre para encontrarse con los suyos. “Yo me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos. Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén (el centro de Dios para Israel). Jerusalén, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí. Y allá subieron las tribus, las tribus de Jah, conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el nombre de Jehová. Porque allá (y no en otro sitio) están las sillas del juicio, los tronos de la casa de David. Pedid por la paz de Jerusalén; sean prosperados los que te aman. Sea la paz dentro de tus muros, y el descanso dentro de tus palacios. Por amor de mis hermanos y mis compañeros diré yo: La paz sea contigo. Por amor a la casa de Jehová nuestro Dios buscaré tu bien” (Salmo 122).
Aquí tenemos la doble aspiración de un corazón que amaba la morada de Dios. Jerusalén era el centro de reunión de las doce tribus de Israel, al cual estaba unida el alma de todo verdadero israelita. Esta ciudad unía el culto de Jehová y la comunión de su pueblo de forma perfecta.
Tendremos ocasión de volver sobre tan precioso tema cuando lleguemos al estudio del capítulo 16 de nuestro libro. Por ahora terminaremos esta sección reproduciendo el último párrafo del capítulo que estamos tratando.
No añadirás ni quitarás de ello
“Cuando Jehová tu Dios haya destruido delante de ti las naciones adonde tú vas para poseerlas, y las heredes, y habites en su tierra, guárdate que no tropieces yendo en pos de ellas, después que sean destruidas delante de ti; no preguntes acerca de sus dioses, diciendo: De la manera que servían aquellas naciones a sus dioses, yo también les serviré. No harás así a Jehová tu Dios; porque toda cosa abominable que Jehová aborrece, hicieron ellos a sus dioses; pues aun a sus hijos y a sus hijas quemaban en el fuego a sus dioses. Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no añadirás a ello, ni de ello quitarás” (v. 29-32).
La preciosa Palabra de Dios debía formar un recinto sagrado alrededor de su pueblo, dentro del cual podían gozar de su presencia y deleitarse en la abundancia de su gracia y misericordia. Debían apartarse por completo de todo lo que era contrario a la santidad de Aquel cuya presencia era a la vez su gloria, su gozo y su gran salvaguardia moral contra todo ardid y abominación.
¡Desgraciadamente, no resistieron! Pronto destruyeron las vallas de ese recinto y se desviaron de los santos mandamientos de Dios. Hicieron precisamente lo que se les había dicho que no hicieran, cosechando terribles consecuencias. Más adelante volveremos a tratar este tema.