Lucas

Lucas 24

Nuestro Señor resucitado da una comisión a sus testigos

Las mujeres ante el sepulcro

El primer día de la semana, muy de mañana, las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea vinieron al sepulcro. Traían las especias aromáticas que habían preparado para ungir el cuerpo de su Señor. Al encontrar el sepulcro abierto, entraron, pero comprobaron que el cuerpo de Jesús no estaba allí. “Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes; y como tuvieron temor, y bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día” (v. 4-7).

A pesar de que ignoraban lo que concernía al Señor, estas mujeres tenían un afecto ardiente por su persona, lo cual les dio el conocimiento que les faltaba. El amor por el Señor constituye el verdadero camino de la inteligencia espiritual. ¡Cuántos cristianos se quedan sin conocer las verdades de la Palabra porque la persona del Señor no constituye el objeto de su corazón!

La resurrección del Señor era de gran importancia. Por ello, estas santas mujeres, así como los discípulos, debían ser informados de este hecho de una manera muy especial. Dos ángeles bajaron del cielo para decirles que Aquel a quien ellas buscaban entre los muertos, vivía. Jesús había resucitado. También les recordaron lo que Jesús les había dicho cuando todavía estaba en Galilea (ver Lucas 9:22). Estas palabras deberían haberles impedido que buscaran a Jesús entre los muertos al tercer día. Al oír a los ángeles, “ellas se acordaron de sus palabras” (v. 8). Es importante guardar en el corazón la Palabra de Dios, creer en ella y meditarla, para que dirija toda nuestra conducta, en toda circunstancia. Estas piadosas mujeres habían olvidado lo que Jesús había dicho; querían ungir el cuerpo de Jesús, no sabiendo que ya había resucitado. Miraban hacia la tierra en lugar de mirar hacia arriba; estaban atemorizadas cuando debían estar felices. Así como el Señor había enseñado a los suyos con gran paciencia antes de su muerte, lo hizo también después, hasta que entendieron toda la verdad relacionada a su persona y los resultados de su obra.

“Y volviendo del sepulcro, dieron nuevas de todas estas cosas a los once, y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María madre de Jacobo, y las demás con ellas, quienes dijeron estas cosas a los apóstoles” (v. 9-10). Al citar sus nombres, Dios nos muestra cuánto apreciaba el apego y el celo que ellas tenían por su amado Hijo, a pesar de su ignorancia. Dios siempre tiene en cuenta lo que se hace por Jesús en un mundo que lo desprecia y que lo entregó a la muerte. Al oír el relato de las mujeres, los discípulos no les creyeron, “les parecían locura las palabras de ellas” (v. 11). Sin embargo, uno de ellos, Pedro, quien tenía un interés muy particular en comprobar si su Maestro vivía, “corrió al sepulcro; y cuando miró dentro, vio los lienzos solos, y se fue a casa maravillándose de lo que había sucedido” (v. 12). Sabemos que poco después, Jesús se le apareció (v. 34; 1 Corintios 15:5). Marcos 16:7 nos dice que las mujeres tenían un mensaje especial para Pedro de parte del ángel. ¡Cuántos pensamientos se agitarían en el corazón del desdichado discípulo, esperando encontrarse con su amado Maestro, a quien había negado! Seguramente recordaba que le había dicho: “Yo he rogado por ti” (cap. 22:32). Su última mirada en el patio del sumo sacerdote, una mirada de verdad y de amor, lo llevó a un ejercicio de corazón y lo sostuvo hasta el primer encuentro que no se hizo esperar.

En el camino a Emaús

Aquel día, dos discípulos, uno de los cuales se llamaba Cleofas, se dirigían a Emaús. Este pueblo se encontraba a sesenta estadios (unos 11 kilómetros) de Jerusalén. Yendo de camino, conversaban sobre lo que acababa de suceder en Jerusalén. Sin duda, estos acontecimientos llenaban el corazón de todos los que estaban apegados a Jesús. Mientras hablaban, Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, pero no lo reconocieron. Algunos dicen que se debe a que él había cambiado, pero no es así, sino que “los ojos de ellos estaban velados” (v. 16). No convenía que se distrajeran con la presencia repentina de Jesús. De esta manera toda su atención podía concentrarse en las Escrituras, por las cuales él les iba a demostrar que esos acontecimientos eran el cumplimiento de lo anunciado en ellas, y que estos discípulos tendrían que haber sabido.

Jesús les preguntó de qué hablaban con tanta tristeza. Asombrados de encontrar a alguien que parecía ignorar lo que acababa de suceder, Cleofas le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días? Entonces él les dijo: ¿Qué cosas? Y ellos le dijeron: De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron” (v. 18-24).

Las palabras dirigidas a Jesús en el camino a Emaús describen fielmente el estado general de sus discípulos, tanto hombres como mujeres. Las mujeres buscaban el cuerpo de Jesús para ungirlo. Estaban seguras de que todo se había terminado con él hasta la resurrección en el día postrero. Por su parte, los dos discípulos igualmente parecían convencidos de que toda la historia de Aquel a quien ellos llamaban: “profeta, poderoso en obra y en palabra” había llegado a su fin con su muerte. Ellos habían esperado que él redimiría a Israel, pero en lugar de eso, fue entregado por sus jefes. Lo que les había impedido comprender el sentido de todas las palabras de Jesús durante su ministerio, velaba aún sus ojos en este momento. Solo habían visto en él al Mesías prometido, cuyo reinado esperaban que se estableciera de inmediato. Esta preocupación aún la tenían en el primer capítulo de los Hechos, cuando ya su horizonte espiritual se había ensanchado por las enseñanzas de Jesús resucitado. Ellos le preguntaron: “¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). No habían comprendido que el estado moral del pueblo, y del hombre en general, era tan malo que el Señor no podía establecer su reinado sin la obra de la redención. Además, lo que les había impedido ver que todo lo que había acontecido con Jesús era para que se cumplieran las Escrituras, era que habían buscado allí lo que les interesaba a ellos, en lugar de buscar lo que se refería al Señor. Las Escrituras hablaban de un tiempo maravilloso para Israel, cuando sus opresores serían aniquilados. Según el capítulo 5 de Miqueas, entre otros, habían comprendido que quien iba a dominar en Israel nacería en Belén, como los judíos se lo dijeron a los magos. Allí también habían encontrado anunciada la destrucción de sus enemigos, mientras que el remanente de Jacob permanecería en medio de los pueblos como un león que pisotea y desgarra. Muchas otras cosas habían comprendido además. En cambio, lo relacionado a los derechos de Dios, su santidad, su justicia, su amor hacia los hombres, la cruz por la cual Dios sería glorificado y se cumplirían las promesas, la salvación de los pecadores, lo que concernía a Cristo y su exaltación después de haber glorificado a Dios por su muerte, todo esto estaba velado por el pensamiento de su propia honra rodeando a un Mesías glorioso sobre la tierra. Por eso Pedro, después de haber confesado a Jesús como el Cristo, cuando oyó hablar de su muerte le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22).

Comprendemos por qué el Señor no quería darse a conocer hasta que ellos entendieran por medio de las Escrituras todo lo que debía acontecer. De ahí en adelante, podrían conocerlo como a un Cristo resucitado que los introducía en un orden de cosas completamente nuevo.

Jesús explica las Escrituras

Jesús dijo a sus discípulos: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 25-27). Todo aquello que los discípulos esperaban, así como los gloriosos consejos de Dios que aún ignoraban, descansaban sobre este hecho capital: la muerte de Cristo. “¿No era necesario que el Cristo padeciera…?”. Esta absoluta necesidad es afirmada varias veces en los evangelios, particularmente en Lucas (ver Lucas 9:22; 17:25; 22:37; 24:7, 26, 46). Ningún judío había comprendido el significado de los numerosos sacrificios ordenados en la ley, en los cuales la vida de una víctima debía ser quitada. Todos eran tipos del sacrificio de Cristo en la cruz. La obra de redención y reconciliación de todas las cosas tenía que cumplirse para que Cristo pudiera reinar. Si el Señor hubiera subido al cielo sin pasar por la muerte, si hubiera sido librado de ella como Pedro lo deseaba, para los hombres solo habría quedado la ejecución del justo juicio de Dios.  Esta creación hubiera sido el escenario donde se desarrollarían las terribles consecuencias del pecado bajo el poder de Satanás, y el mal habría triunfado.

En sus planes de gracia, Dios tenía en vista una nueva creación fundada en la muerte de su propio Hijo. El justo juicio de Dios cayó sobre el primer hombre, el mundo y Satanás, para que la creación arruinada por el pecado, antes de ser destruida pudiera disfrutar de la reconciliación de todas las cosas con Dios bajo el hermoso reinado de Cristo. Luego, cuando el cielo y la tierra actuales hayan pasado, serán reemplazados por cielos nuevos y tierra nueva, y perdurarán eternamente en una perfección absoluta, porque el sacrificio de Cristo hará imposible la reaparición del pecado. Juan el Bautista expresó esto diciendo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Los discípulos ignoraban todo este plan maravilloso de Dios.

Jesús no solamente debía sufrir, sino que debía entrar en su gloria. El cumplimiento de los consejos de Dios no podía llevarse a cabo en un día. La obra de la gracia en este mundo debía realizarse durante el tiempo de la paciencia de Dios. Luego se ejecutarían sus juicios sobre la tierra, antes de que Cristo reinase. No era necesario que el Señor quedara sobre la tierra durante ese tiempo. Con su muerte había colocado la base sobre la cual todo podía descansar. Había acabado la obra que el Padre le había dado que hiciese, y podía regresar a la gloria (Juan 17:1-5). En el Salmo 110:1, Dios le dice también: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. No solamente era necesario que Jesús sufriera, sino que también entrara en “su gloria” en el cielo, y no en su reino terrenal, lo cual tendrá lugar más adelante.

Jesús deseaba que el conocimiento de sus discípulos descansara sobre las Escrituras. Entonces les explicó lo que Moisés y los profetas decían de él, de su obra y de la nueva posición que iba a tomar. Él iba a dejarlos, pero tendrían con ellos su Palabra. Vemos en el libro de los Hechos que los discípulos hicieron buen uso de ella. Se apoyaban constantemente en ella para probar lo relacionado a él y a su obra. Jesús les explicó “en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27). Allí está la clave de las Escrituras, cuyo gran tema es Cristo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Querer comprender la Biblia sin ver en ella a Cristo y sus glorias en figuras y en tipos, ya sea en las profecías o en los Salmos, es como tratar de reconstituir un árbol juntando las ramas sin tener en cuenta el tronco.

Para el cristiano, buscar lo relacionado a Cristo en la Palabra, es también el medio para encontrarse con las bendiciones que tiene en él. Puesto que posee todo en Cristo, el creyente está asociado con él en su gloria celestial, como también lo estará en su gloria terrenal. Hoy en día se habla mucho de un Cristo hombre a quien se pretende honrar resaltando sus perfecciones humanas: el renunciamiento de sí mismo, la abnegación y el amor al prójimo. Se dice que este hombre finalmente fue víctima del egoísmo y el orgullo del pueblo judío, opuestos a los principios de amor que aplicaba a todos. A menudo se cita a Cristo como un modelo a imitar, pensando que si cada persona se inspirara en los principios del Señor Jesucristo, la humanidad mejoraría y vería tiempos mejores. Estos argumentos están basados en tres graves errores:

1. No reconocer la divinidad absoluta del hombre Cristo Jesús, Hijo de Dios aun antes de venir a este mundo.

2. Negar la ruina total del hombre en Adán, tan incorregible e incapaz de imitar a Jesús como de cumplir la ley. Se necesita una nueva naturaleza para poder hacer el bien que Jesús hacía en la tierra.

3. Negar el carácter propiciatorio de la muerte de Cristo, indispensable para que Dios pudiera mostrar su perdón hacia el pecador.

Es preciso apartarse de semejantes ideas que pretenden honrar a Cristo hombre concediéndole cierta supremacía sobre los demás hombres, pero considerándolo con la misma naturaleza que ellos, y negando así su divinidad eterna. Este Cristo no es Aquel de quien hablaron Moisés y los profetas. Y aquellos que solo lo conocen como el mejor de los hombres, no saben ver en las Escrituras “lo que de él decían”, ni tampoco la salvación que se les ofrece.

Jesús en Emaús

Los dos discípulos, junto a su admirable compañero de ruta, se acercaban al pueblo hacia donde se dirigían. Entonces Jesús hizo como que iba más lejos. “Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado. Entró, pues, a quedarse con ellos” (v. 29). El corazón de los dos viajeros sentía un misterioso atractivo por ese forastero. No podían consentir en separarse tan bruscamente de él. Sin duda, fueron ellos quienes lo invitaron a cenar juntos, pero cuando estaban sentados a la mesa, él tomó el lugar de anfitrión. Él fue quien dio gracias y partió el pan. “Aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista” (v. 30-31).

Los discípulos de Jesús lo habían visto partir el pan y dar gracias frecuentemente en medio de ellos y de las multitudes.1 Al ver esto otra vez fue suficiente para que los dos discípulos lo reconocieran. Ahora bien, después de la muerte de Cristo, este acto adquirió el significado que el Señor le dio la noche que fue entregado. Ya no recordaba a un Cristo que vivía sobre la tierra, sino a un Cristo muerto, alimento para el hombre, e indispensable para poseer la vida eterna, como lo dice en Juan 6:50-53. Pero este Cristo que murió para darnos la vida, también resucitó, y es así como debemos conocerlo. Así se presentó a los discípulos en Emaús. Aunque no era la cena propiamente, este partimiento del pan les recordaba la muerte de Aquel que había sido su compañero, en quien habían creído y en quien debían creer aún. Sus ojos se abrieron y lo reconocieron como resucitado. Pero él desapareció.

Jesús los dejó con el conocimiento de su persona, como acababan de adquirirlo por medio de las Escrituras. Un Cristo muerto a todo lo pasado y que había resucitado. Había tomado vida para un nuevo orden, no el reino sobre la tierra, sino en el cielo. Todo esto lo comprenderían mucho mejor cuando viniera el Espíritu Santo.

Se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?
(v. 32).

Estos discípulos tenían la vida de Dios y un profundo apego por el Señor a pesar de su culpable ignorancia. Jesús añadió a lo que ya había en sus corazones, la luz que necesitaban para hacer arder en ellos ese fuego del amor divino que sus palabras les comunicaban. No podían guardar para ellos solos semejante revelación. En esa misma hora se levantaron y regresaron a Jerusalén donde encontraron a los once y a otros discípulos reunidos. Estos les dijeron: “Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan” (v. 34-35).

Ahora, estando todos seguros de la resurrección del Señor, él les iba a mostrar que, habiendo resucitado, seguía siendo siempre el mismo.

  • 1No se utilizaba un cuchillo para cortar el pan, el cual era habitualmente aplanado y seco. El jefe de familia lo partía en pedazos para distribuirlo.

Jesús se aparece a sus discípulos reunidos

Mientras Cleofas y su acompañante contaban a los discípulos cómo Jesús se les había manifestado, el Señor mismo se puso en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos” (v. 36-43).

Jesús les llevó a los suyos la paz que había obtenido por su obra en la cruz. Quería que ellos, al disfrutar de esta paz, lo reconocieran como resucitado, conservando por ellos el mismo amor de siempre. Deseaba que, tanto ellos como nosotros, al pensar en él resucitado y glorificado, supiéramos que es Aquel que el Evangelio nos muestra desde el principio hasta el fin, pese a que la posición en la cual se encuentra es totalmente diferente. Les mostró a los suyos sus manos y sus pies, que guardaban las marcas de los clavos con que lo habían sujetado a la cruz. Es lo que comprobó Tomás en Juan 20:27, y lo que nosotros veremos por la eternidad. Los discípulos estaban felices de verlo, pero aún tenían sus dudas. Sin embargo, el Señor se encargó de quitarlas pidiéndoles alimento y comiendo delante de ellos. Sus discípulos fueron testigos irrefutables de la resurrección de Jesús, con el recuerdo tan dulce, como es para nosotros, de que él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Cuando estemos en gloria, veremos a esa bendita persona que anduvo sobre la tierra, yendo de un lugar a otro haciendo el bien, cuidando de los suyos con un amor incansable; quien aún hoy sigue instruyéndonos, soportándonos, levantándonos y animándonos. Allí también veremos las marcas de la crucifixión, como un eterno testimonio del precio que pagó para rescatarnos. Jesús no quería que los suyos creyeran que tenían ante sí una visión espiritual. Por eso les dijo que tocaran su cuerpo. En esto tenemos la garantía de que el cuerpo que resucitará será el mismo que ha sido sepultado. No resucita en espíritu, sino en un cuerpo espiritual, tangible como el anterior, mientras que un espíritu no se puede tocar. “Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual” (ver 1 Corintios 15:42-44). Podríamos debatir mucho sobre lo que es un cuerpo espiritual, pero nos gozamos creyendo lo que Dios nos dice. Pronto tendremos un cuerpo glorificado, semejante al de Cristo. Disfrutaremos contemplando a Jesús en sus gloriosas perfecciones mediante nuestros cuerpos resucitados y glorificados. Por la fe sabemos débilmente lo que entonces sabremos perfectamente, porque “ahora vemos… oscuramente” (1 Corintios 13:12). Notemos aún que si Jesús comió delante de sus discípulos, no era porque su cuerpo necesitara alimento. Simplemente condescendió a cumplir este acto para convencerlos de que era él mismo, y no un espíritu. Su cuerpo resucitado ya no tenía necesidad de alimento, aunque aún estuviera sobre la tierra.

La Palabra dice que la sangre es la vida en el hombre (Génesis 9:4; Levítico 17:11). Cuando vino al mundo, Jesús participó de carne y sangre (Hebreos 2:14). En esta condición dio su vida, su sangre corrió, fue la muerte de su cuerpo. Cuando resucitó volvió a tomar ese mismo cuerpo, pero en forma espiritual (cuya vida ya no está en la sangre). El Señor dejó por completo la existencia con la cual había entrado voluntariamente en este mundo para morir. Ya no podía dar su vida, ni cansarse, ni sufrir, ni experimentar el hambre. Todas esas cosas eran parte de la vida que él había tomado al venir a la tierra, pero ya no existían cuando resucitó, y ya no existirán más para nosotros cuando seamos semejantes a él.

Después de haberles asegurado a los discípulos sobre la realidad de su resurrección, y probarles que era el mismo, les abrió la inteligencia para conocer las Escrituras, recordando lo que ya les había dicho cuando estaba con ellos. Era necesario que todas las cosas escritas de él en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, se cumplieran.1

Como consecuencia de la muerte de Cristo y de su resurrección, iba a suceder algo completamente nuevo: el Evangelio iba a ser predicado a todas las naciones.

Les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén
(v. 46-47).

Ya no era solo el establecimiento del reino en gloria que debía cumplirse según las Escrituras. En virtud de la muerte de Cristo quien glorificó a Dios, se iba a predicar el perdón a todos los hombres, comenzando por la ciudad asesina, culpable de la muerte de todos los profetas y también del Mesías.

Al principio, Juan el Bautista predicó el arrepentimiento solamente al pueblo judío, diciendo que el reino de los cielos se había acercado. El rey iba a venir con el aventador en la mano para limpiar su era; y el hacha estaba lista para derribar todo árbol que no llevara buen fruto. Una vez que el rey fue rechazado, los juicios caerían sobre la nación culpable.

Ahora también se predica el arrepentimiento, obra que se opera en el corazón y en la conciencia del culpable para llevarlo a reconocer su estado de pecado. Al arrepentimiento se añade el perdón de los pecados. Después de que alguien ha reconocido que merece el juicio, el Evangelio le muestra que ese juicio lo llevó el Salvador en la cruz. En cambio, Juan el Bautista predicaba el arrepentimiento porque el juicio iba a venir. Con Jesús, la aplicación de la salvación pasó a ser universal y no excluía a ningún pecador. Comenzaba con los más culpables, en Jerusalén, según la intercesión de Cristo cuando le crucificaban: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (cap. 23:34). Era necesario que la gracia de Dios pudiera tener libre curso en el mundo entero. ¡Cuánto sobrepasaba todo esto a los mezquinos pensamientos de los discípulos quienes solo pensaban en su propia gloria!

Al convertirse en los mensajeros de tan buena noticia, los discípulos necesitaban un poder que los capacitara para cumplir su misión en medio de la oposición del mundo que había crucificado a Aquel de quien ellos iban a ser los testigos. Jesús les dijo: “Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (v. 48-49). La promesa del Padre, es el Espíritu Santo prometido ya en el Antiguo Testamento, llamado “el Espíritu Santo de la promesa” en Efesios 1:13, y “la promesa del Espíritu Santo” en Hechos 2:33 (ver Ezequiel 36:27; Joel 2:28-29). Dios opera por el Espíritu Santo quien es el representante activo de su poder. Cuando el Señor comenzó su ministerio, fue bautizado con el Espíritu Santo. Pedro, hablando de él, dijo a Cornelio: “Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo este anduvo haciendo bienes…” (Hechos 10:38). Por medio de su muerte, el Señor colocó a sus discípulos y a todos los creyentes en su misma posición. En la cruz el juicio de Dios se ejecutó sobre el viejo hombre, de modo que el creyente en Cristo es una nueva creación. Así puede recibir el Espíritu Santo, que es el poder de la vida nueva, para ser testigo de Cristo y cumplir la obra de la gracia hasta su regreso.

Los discípulos permanecieron en Jerusalén desde la ascensión del Señor hasta Pentecostés, cuando recibieron el Espíritu Santo. Así lo leemos al principio del libro de los Hechos, que es la continuación del evangelio de Lucas, y escrito por el mismo autor.

  • 1La ley de Moisés, los profetas y los salmos, designan todo el Antiguo Testamento. La “ley de Moisés” comprende el Pentateuco; “los profetas”, los libros de los profetas, así como Josué, Jueces, los libros de Samuel, los Reyes y las Crónicas. Todos los demás libros entran en “los salmos”, incluso Daniel y las Lamentaciones de Jeremías.

La ascensión del Señor

Jesús condujo a sus discípulos a Betania, y allí “alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” (v. 50-51). A menudo Jesús se retiraba a Betania, sobre todo en los últimos días de su ministerio, cuando ya no pasaba sus noches en Jerusalén. Allí gozaba de la comunión de María, Marta y Lázaro. Esto era un refrigerio para su corazón en medio de un pueblo hostil y de un mundo donde no tenía lugar para reposar su cabeza. Al elegir Betania como el lugar desde donde dejar esta tierra, el Señor demostró que su corazón seguía siendo el mismo. Aún después de su resurrección, Betania seguía siendo el lugar de sus afectos.

Nos conmueve la actitud de Jesús frente a sus discípulos en el momento de su ascensión. Él es siempre el mismo, y bendijo a los suyos allí también. Con razón podemos decir:

Tus manos traspasadas…

Con sus señales ciertas

De tu intenso sufrir,

Permanecen abiertas,

Prontas a bendecir.

En el evangelio según Mateo, el Señor había convocado a los suyos para reunirse en Galilea. También allí los volvió a encontrar según el relato de Marcos. Según los dos primeros evangelios, y sobre todo en Mateo, el Señor Jesús ejerció la mayor parte de su ministerio en Galilea. Por eso se volvió a reunir allí con sus discípulos después de su resurrección, en el país despreciado, con los pobres del rebaño, en medio de quienes había resplandecido la luz en el principio (Mateo 4:12-17). Él se quedó con ellos, tomando su lugar en espíritu en medio del remanente, hasta la consumación del siglo (Mateo 28:20). Por este motivo el evangelio de Mateo no menciona la ascensión del Señor.

Cuando Lucas presenta a Jesús como Hijo del Hombre, habla de la gracia que se extiende a todos, dando detalles que nos confirman que su corazón no ha cambiado. De acuerdo con este carácter, hace anunciar en el universo el arrepentimiento y la remisión de los pecados. Les comunicó a los suyos todo lo que necesitaban para ello, la comprensión de las Escrituras y la promesa del Espíritu Santo. Habiendo acabado su tarea, se sentó a la diestra de Dios, esperando hasta que sea cumplida la obra de la gracia. Luego volverá como Hijo del Hombre para establecer sus derechos en poder y en gloria sobre toda la creación. Los discípulos adoraron a Jesús cuando subió al cielo, y regresaron a Jerusalén con gran gozo. “Y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios” (v. 53).

Una maravillosa transformación se había efectuado en los discípulos gracias a todo lo que Jesús les había comunicado. Antes de su muerte, y aún después, estaban tristes y decepcionados. En cambio, en este momento, a pesar de la partida de su amado Maestro, sus corazones desbordaban de gozo. A pesar de las circunstancias que deben atravesar los amados del Señor, reconociéndolo a él y la inmutabilidad de sus palabras, pueden pasarlas llenos de gratitud y gozo. Mientras tanto, esperan el hermoso momento en el que solo él llenará los corazones, en un mundo nuevo, donde no habrá separación ni motivos de tristeza.

Llenos de este gozo, los discípulos esperaron en oración hasta el día de Pentecostés la llegada de la tercera persona de la Trinidad. Desde entonces, cumplieron su servicio abundando en la vida divina y bajo la poderosa acción del Espíritu Santo. Como Jesús se lo había dicho en Juan 14:12, hicieron obras mayores que él mismo, salvo la obra de la redención.

Con mucha debilidad nos hemos ocupado de este maravilloso evangelio según Lucas. En una pequeña medida pudimos ver al Hombre divino que descendió del cielo para salvarnos, trayendo de parte de Dios Padre el perdón que necesitábamos los hombres pecadores y perdidos. Quiera Dios que quede grabado en el corazón de todos nosotros algo de las bellezas de Aquel de quien el salmista dijo:

Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios
(Salmo 45:2).

Que esto pueda producir en nosotros el deseo de aprender más de él, para parecernos cada vez más a él, hasta el día en que nuestro conocimiento será perfecto, porque seremos semejantes a él y lo veremos tal como es.

Deseamos que aquellos que aún no tienen esta esperanza, no tarden en recibir al Salvador. Que puedan ser atraídos por la gracia que se derramó en sus labios y por la cual da la bienvenida a todos los que vienen a él. Estamos en los últimos tiempos, y cada hora que pasa nos acerca al momento en que será demasiado tarde para aceptar lo que durante tanto tiempo se ha rechazado.