Lucas

Lucas 12

Jesús advierte contra la hipocresía, la avaricia y la ansiedad

La levadura de los fariseos

A pesar de la oposición de los jefes del pueblo, las multitudes se reunían por miles en torno a Jesús, a tal punto que los asistentes se atropellaban unos a otros. Sin embargo, es a sus discípulos a quienes Jesús se dirige. Les da las instrucciones necesarias para el cumplimiento de su servicio después de su partida. Les pone sobre aviso respecto a la levadura de los fariseos que era la hipocresía, un mal que los caracterizaba, y que había provocado los “ayes” en el capítulo anterior. Él llama “levadura” a la hipocresía porque este principio de mal penetra fácilmente a los que están en contacto con ella. Y esto ocurre con toda clase de pecado.

Para vivir en la hipocresía, hay que olvidar que Dios ve todo, conoce todo, y que tendremos que darle cuentas a él algún día. En ese momento, todo lo que nos hemos ocultado a nosotros mismos y a los demás, saldrá a la luz resplandeciente del tribunal de Dios. Por eso Jesús añadió:

Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas
(v. 2-3).

El creyente tiene el privilegio de vivir en la presencia de Dios, sabiendo que él conoce todos los pensamientos secretos de su corazón. Por eso procura no esconderle nada, sea lo que sea. La obra de Cristo lo puso en la luz, y debe vivir en ella en la práctica. Los discípulos iban a tener que sufrir por el nombre del Señor, y esta podría ser también nuestra parte. Por eso Jesús dijo: “Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed” (v. 4-5). No es a los hombres a quienes tendremos que dar cuentas en el día postrero. De modo que ahora como en ese entonces, se trata de tener siempre a Dios ante sí, y no temer a los hombres, cuyo poder no se extiende más allá de la muerte.

Muchos creyentes «mártires» (palabra que significa testigos), recibieron la gracia de ser fieles. Al temer a Dios, no le tuvieron miedo a los hombres, a pesar de las torturas y de las horribles muertes que sufrieron. Por lo tanto, tendrán eternamente la corona de la vida, prometida a todos los que dan su vida por el Señor (Apocalipsis 2:10). Este Dios es a quien debemos temer, y no a los hombres. Él es quien vela con bondad sobre todas sus criaturas, aun sobre las que tienen poco valor ante los ojos de sus semejantes, así como los gorriones. En ese tiempo, se vendían cinco de esos pajaritos por unos pocos centavos, y sin embargo, sabiendo esto, Jesús dijo: “Ni uno de ellos está olvidado delante de Dios” (v. 6). Para mostrar el cuidado y el amor infinito de Dios para con los suyos, dice: “Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (v. 7). Los rescatados fueron comprados al precio de la sangre del Hijo de Dios. Por eso tienen tanto valor a los ojos de Dios, y él se ocupa de ellos con el amor que tiene por su propio Hijo, a través de quien los ve siempre. Por eso no hay nada que temer.

Querido lector, no temamos dar testimonio de Cristo ante el mundo, francamente. ¡El tiempo es corto, aprovechémoslo! Temamos a Dios pensando en su amor por nosotros, en el sacrificio de su propio Hijo, en los sufrimientos que nuestro Salvador soportó pagando el precio de nuestros pecados al morir en la cruz. Entonces no retrocederemos ante el desprecio y el temor a los hombres. Se acerca el momento, en que todas las consecuencias de nuestro andar en la tierra y de nuestro testimonio, serán manifestados.

El Señor dice: “Todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; mas el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios” (v. 8-9). Dios quiere que la luz que manifestará todo en el día del juicio, ilumine ya a los suyos en el camino, para que no se dejen desviar por los pensamientos y la apreciación de los hombres, guiados por consideraciones materiales y visibles.

Al pensar en la oposición que los discípulos encontrarían en el cumplimiento de su servicio, Jesús dijo que a cualquiera que hablare contra el Hijo del Hombre, le sería perdonado. Este fue el pecado de los judíos que rechazaron a Jesús, mientras él estuvo entre ellos. Pero después del ministerio de Jesús, vendría el del Espíritu Santo por medio de los discípulos. Al que pronunciara palabras injuriosas contra el Espíritu Santo, que vino a este mundo para dar testimonio de Jesús resucitado, no le sería perdonado. Jesús dijo a los que lo crucificaban: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (cap. 23:34).

En respuesta a esta oración, Dios tuvo paciencia hacia los judíos antes de dispersarlos entre las naciones y destruir Jerusalén. Individualmente, todos aquellos que creyeron durante ese tiempo recibieron el perdón; en un solo día hubo tres mil de ellos (Hechos 2:41). Todos estos salieron de Israel y fueron agregados a la Iglesia. Nadie podía tener el pretexto de no conocer al Espíritu Santo que había venido para dar testimonio, por medio de los discípulos, de todas las glorias de Jesús y de los efectos de su muerte. Por eso, el rechazo del testimonio que el Espíritu Santo daba por medio de los apóstoles determinó el juicio que cayó sobre los judíos como nación.

Cuando los discípulos daban su testimonio en las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, era tal el testimonio del Espíritu Santo que ellos no tenían que preocuparse de lo que iban a decir: “Porque”, dijo Jesús, “el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que debáis decir” (v. 12). La oposición que encontrarían sería, en realidad, oposición contra el Espíritu Santo.

Un hombre necio

Un hombre vino a rogarle a Jesús que interviniera entre él y su hermano para repartir una herencia. Jesús le respondió: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (v. 14). El Señor no estaba en el mundo para favorecer a los hombres en sus intereses materiales. Había venido a abrir el camino hacia el cielo a los pecadores esparcidos en un mundo arruinado y perdido.

Es necesario quitar la mirada de las cosas materiales, por más valiosas y legítimas que sean a nuestros ojos, y fijarla en Cristo. Esto es lo que Jesús les iba a mostrar. En primer lugar dijo: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (v. 15). El Señor sabía que la avaricia gobernaba el corazón de esos hombres que no podían repartir ellos solos su herencia. Era porque tenían el corazón en las cosas de la tierra. Ahora bien, tarde o temprano tendremos que abandonar los bienes materiales, mientras que el alma continuará existiendo para siempre. Lo importante para todo hombre es la vida, una vida que no está en los bienes, y que se puede perder por la eternidad aferrándose a las riquezas de este mundo.

Jesús demostró la importancia de esta verdad en la parábola del hombre rico, cuyos campos habían producido tanto que se había visto obligado a derribar sus graneros para levantar otros más grandes y guardar allí todas sus cosechas. Una vez que tuvo todas esas riquezas, había dicho: “Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (v. 19-20).

El Señor llama necio al hombre que piensa de esta manera. Cegado por las riquezas materiales llega al punto de atreverse a disponer del futuro, y promete a su alma gozarse por muchos años. No tiene en cuenta que la duración de su existencia sobre la tierra le es desconocida. Por otra parte, parece ignorar que su alma vivirá eternamente. Lo que necesita, no es el gozo por “muchos años”, aun si estos le fueren concedidos, sino el gozo por la eternidad. Y este no se encuentra en los bienes materiales que se tendrán que abandonar un día.

El Señor Jesús era la fuente de vida y felicidad eternas en medio de los hombres, y no un juez para repartir bienes que se pueden dejar de un momento a otro. Comprendemos porqué llama “necio” al que se preocupa por los goces que duran un momento, y no se preocupa por su futuro. El hombre perdió la vida a causa del pecado, y toda la creación gime bajo las consecuencias de su caída. Ahora bien, la tierra con todo lo que contiene desaparecerá un día, pero el hombre seguirá existiendo. Por tanto, la gran preocupación de cada uno de nosotros ahora debe ser nuestro futuro eterno. Es una necedad dejarse desviar de algo que es tan importante, y preocuparse solo por el bienestar material durante los años de nuestro paso sobre la tierra, aun cuando se disponga de muchos años para disfrutar de ello.

No fue este el caso del hombre de la parábola, puesto que la misma noche del día en que hacía todos sus planes, Dios le pidió su alma. Había preparado riquezas para otras personas que a su vez tendrían que dejarlas también, y seguir su existencia en un lugar donde estas no tienen ningún valor, ya sea en el lugar de tormentos o en el de la felicidad. Jesús añadió:

Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios
(v. 21).

El hombre rico según Dios se deja enriquecer por él de una vida eterna y de los bienes que le pertenecen.

En nuestros días, estos “necios” son numerosos. Olvidan que el hilo de su vida puede ser cortado de un momento a otro. No piensan que morir no es dejar de existir, porque el alma proviene del soplo de Dios que hizo a Adán un “alma viviente”. En cambio, los animales llegaron a la existencia por el poder de Dios, sin que soplara en ellos vida. Por consiguiente, su existencia se acaba en el momento en que el cuerpo perece, y no tienen ninguna responsabilidad hacia Dios su Creador; pero este no es el caso del hombre. Por haber fracasado en su responsabilidad, el hombre acarrea las consecuencias eternas. Entonces Dios, que es amor, le da el tiempo de su paso por este mundo para pensar en su porvenir y aceptar la gracia que se le ofrece en el don de la vida eterna. Pero en vez de aceptar este regalo con agradecimiento, vive como si fuera a quedar para siempre sobre la tierra, o como si después de la muerte todo se acabara.

Los tiempos actuales son extremadamente serios, porque nos acercamos al fin del tiempo de la paciencia de Dios. Más que nunca, es el momento de pensar que Dios todavía está dando tiempo a todo el que aun no tiene la vida eterna, para aceptarlo. Este corto plazo debe aprovecharse. ¡Meditemos en esto seriamente, sin dejarnos distraer por las cosas que se ven, que solo son por un tiempo, mientras que las que no se ven son eternas, sea la desdicha o la felicidad!

La confianza en Dios

El corazón del hombre no debe ser apartado de Dios por las riquezas, pero tampoco por las preocupaciones de la vida diaria. Jesús dijo a sus discípulos: “Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por el cuerpo, qué vestiréis. La vida es más que la comida, y el cuerpo que el vestido” (v. 22-23). La confianza en Dios el Padre debe quitar del corazón toda inquietud. Dios ha dado la vida; ha formado el cuerpo, y él es quien se encarga de su cuidado. No se trata de pereza ni de indiferencia en cuanto a las necesidades de la vida, sino de confianza en Dios cuando se piensa en el futuro, para que el corazón no se desvíe de las cosas celestiales, de nuestros verdaderos intereses que están en relación con la gloria de Dios.

El Señor pone por ejemplo a los cuervos: “Ni tienen despensa, ni granero, y Dios los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que las aves?” (v. 24, ver Job 38:41; Salmo 147:9). El cuervo no tiene ninguna preocupación por la vida; encuentra cada día lo que Dios le ha preparado. Entonces, ¿por qué se tendría que preocupar el creyente, si es el objeto del amor de Dios y conoce ese amor, ignorado por un ave?

Nadie podría añadir ni un codo (45 centímetros) a su altura, por más que se preocupara. Dios es el que da al cuerpo humano su desarrollo; nadie puede añadirle nada. Si alguien lo pudiera alargar aunque sea un codo, creería haber hecho algo grande. Pero Jesús dijo: “Si no podéis ni aun lo que es menos, ¿por qué os afanáis por lo demás?” (v. 26). Debemos dejar todo en las manos de Dios. A él no le importa que uno sea alto o bajo; es la vida la que cuenta. Dios creó todo lo necesario para cuidar tanto del hombre como de los animales.

Sabe también que el cuerpo no solo tiene necesidad de alimentos, sino también de ropa, necesidad que proviene del pecado. Él mismo vistió a Adán y a Eva1 después de la caída, y sigue proveyéndonos a nosotros de lo necesario. A este respecto, Dios no quiere que los suyos se preocupen más que los lirios que están vestidos, dice el Señor, más magníficamente que Salomón en toda su gloria. Y añade:

Y si así viste Dios la hierba que hoy está en el campo, y mañana es echada al horno, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
(v. 28).

Los lirios se preocupan menos aun que los pájaros de su apariencia.

Como personas inteligentes, conscientes de nuestra existencia, ¿nos atormentaremos por todas estas cosas? Por el contrario, la inteligencia debería llevarnos a una mayor confianza en Dios. Pero, desdichadamente, en el hombre natural no hay nada de eso, porque a causa del pecado, su inteligencia lo eleva, en lugar de hacerle comprender la necesidad de su dependencia de Dios. Este sentimiento perdido por la caída, solo lo puede experimentar el hombre por medio de la regeneración. La fe cuenta con Dios, y deja que él provea todo.

El creyente sabe que Dios no solamente conserva a todos los hombres, sino que también es su Padre, cuyo amor se manifestó en relación con las necesidades de la vida presente y con las de la vida futura. Él le abre un horizonte que sobrepasa a todo lo que tiene que ver con este mundo perdido y arruinado por el pecado.

El creyente debe preocuparse por el reino de Dios, y dejar a su Padre el cuidado de todo lo que concierne a las cosas materiales. Por eso Jesús dice: “Vosotros, pues, no os preocupéis por lo que habéis de comer, ni por lo que habéis de beber, ni estéis en ansiosa inquietud. Porque todas estas cosas buscan las gentes del mundo; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas. Mas buscad el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas” (v. 29-31).

Las naciones del mundo dejaron a Dios, y lo conocen aun menos como Padre, por eso su corazón está ocupado de lleno en las cosas de la vida presente. Pero los que conocen al Padre, pueden confiar en él y buscar las cosas que pertenecen a su reino. Allí se reconocen los derechos de Dios, en contraste con el mundo que lo rechazó en la persona de Jesús. Que todo lo que el creyente haga en pensamientos, y palabras y acciones, sea según la voluntad y el pensamiento de Dios, y él se ocupará de todo lo demás, para que esto no nos sea motivo de distracción.

Estas enseñanzas del Señor nos muestran cuán lejos estamos a menudo de practicarlas. Porque, ¿no es el afán de las cosas materiales, bajo diversas formas, que ocupa el mayor lugar en nuestros corazones, en vez de la búsqueda del reino de nuestro Padre, es decir, las cosas de Dios? ¿Esto significa que debemos descuidar el trabajo y los deberes de la vida presente? Todo lo contrario. Pero debemos cumplirlos para el Señor y no para nosotros mismos. Nuestros corazones deben estar apegados a las cosas celestiales y eternas que nos han sido dadas por la gracia de Dios, aun cuando nos movemos en el círculo estrecho de las cosas visibles y perecederas, que son sin esperanza para la eternidad.

  • 1Sabemos que las túnicas de pieles, con las cuales Dios cubrió a nuestros primeros padres después de su pecado, son una figura del vestido de justicia con el que el pecador debe ser revestido por Dios para poder mantenerse en su presencia. Citamos el caso en relación con nuestro tema porque fue Dios quien los revistió.

Los servidores en espera de su Maestro

Los que habían recibido a Jesús son llamados “manada pequeña”. En efecto, el número reducido es lo que caracterizó a los fieles en todos los tiempos. El Señor se dirige a ellos diciendo: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino” (v. 32). ¡Qué estímulo para esas personas débiles y despreciadas por la mayoría! No tienen nada que temer ya que su Padre les ha dado el reino, un reino que no es de este mundo, lo que los hace extranjeros sobre la tierra. El Señor les enseña que su conducta debe ser acorde a su posición y sus privilegios. No solamente no deben buscar las riquezas, ni estar preocupados por la vida, sino que los bienes que quizás poseen en la tierra deben transformarlos en tesoros celestiales, haciendo el bien a los que están en necesidad.

“Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (v. 33-34). El cristiano debe conducirse en relación con el cielo. Ya no pertenece a la tierra. Por esta razón, sus tesoros tampoco están sobre la tierra; de otra forma, también su corazón estaría allí. No es malo que un creyente posea bienes en este mundo; pero los debe utilizar con vistas al cielo, hacer de ellos “bolsas que no se envejezcan”.

El creyente no es de este mundo y sus bienes están en el cielo. Entonces, debe esperar constantemente al Señor, que vendrá a buscarlo para introducirlo allí donde está su tesoro. En esa espera, debe servirle. Jesús dice: “Estén ceñidos vuestros lomos”. Esta es la actitud del siervo. “Y vuestras lámparas encendidas” (v. 35). Este es el testimonio, la manifestación de la vida de Dios, una luz que debe brillar en la noche moral de este mundo esperando a su Señor. “Sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida” (v. 36). El señor del ejemplo no les dijo a sus siervos a qué hora volvería; por eso tenían que velar constantemente, para estar listos a abrirle la puerta a la hora que fuera. De esta forma debemos esperar al Señor. ¿Lo hacemos verdaderamente?

El Señor llama “bienaventurados” a los siervos a quienes encontrará velando. Dice: “De cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (v. 37). ¡Qué gloria para esos siervos ser servidos por su Señor! Vale la pena esperarlo fielmente como verdaderos siervos. Esos siervos son propiedad de su señor, sin derecho a disponer de su persona, ni de su tiempo, enteramente al servicio de aquel que los compró. ¡Que tengamos ese carácter de siervos vigilantes, con el oído atento para escuchar los primeros sonidos que anuncian la llegada del Señor! Él va a venir. Entonces ya no habrá que velar de noche, será el reposo eterno, y el Siervo perfecto y glorioso servirá a los suyos en una mesa que estará eternamente tendida, donde ellos disfrutarán de su amor y de todo lo que Jesús mismo es. Con semejante perspectiva ante nosotros, podemos esperar al Señor en todo momento.

Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá
(v. 40).

En estas palabras hay una advertencia que no concierne solamente a los siervos que aguardan a su Señor, sino a cada uno de aquellos que no conocen al Señor. Hoy más que nunca, estas palabras “estad preparados” suenan al oído de todos, porque todavía estamos en el día de la gracia. Es un gran privilegio que el Señor les concede a todos oír su llamado. Los que no presten atención a ello, se exponen a oír estas otras palabras: «Demasiado tarde». El tiempo de gracia habrá pasado, y el Señor habrá cerrado la puerta.

El servicio y sus consecuencias

En los versículos anteriores, Jesús mostró a sus discípulos de qué manera debían esperarlo. Luego, Pedro preguntó: “Señor, ¿dices esta parábola a nosotros, o también a todos?” (v. 41). Entonces, Jesús les mostró la responsabilidad de aquellos a quienes ha confiado un servicio durante su ausencia. Los comparó a un mayordomo fiel y prudente, al que su amo puso sobre sus siervos para darles su alimento en el tiempo adecuado.

Este servicio consiste en alimentar por medio del ministerio de la Palabra, a aquellos que pertenecen al Señor. Los que sean hallados fieles en este servicio cuando el Señor venga, serán establecidos sobre todos sus bienes. En el versículo 37 dice de aquellos que esperan fielmente al Señor, “hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles”. Es una recompensa más íntima, mientras que el cristiano fiel en la administración que le fue confiada, tendrá una recompensa en relación con ella: “le pondrá sobre todos sus bienes” (v. 44). Quienes permanezcan fieles, aguardando al Señor y en su servicio, participarán de estas dos recompensas, porque como lo vemos en el versículo 45, la espera del Señor está íntimamente ligada al servicio.

En los versículos 45 al 48, Jesús hace alusión a las personas que asumieron la responsabilidad de siervos, estableciéndose como tales en la casa de Dios. Desde el momento en que tomaron ese lugar, tienen la correspondiente responsabilidad y, sea lo que fuere, el Señor es su Maestro. Pero como no poseen la vida, esos siervos no lo esperan. Entonces dijeron: “Mi señor tarda en venir” (v. 45). Les falta lo que puede mantenerlos conscientes de sus deberes, o sea, el pensamiento de que de un momento a otro el Señor va a venir y que se enterará de su conducta durante su ausencia. Al perder de vista el regreso de su Señor y el sentimiento de su responsabilidad, se levantan por encima de sus compañeros de trabajo, pretendiendo tener derechos sobre ellos. Los tratan con violencia buscando su satisfacción carnal, golpean a los criados y a las criadas, comen y se emborrachan (v. 45).

Pedro dice a los que apacientan el rebaño de Dios que no lo hagan “por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Pedro 5:2-3). Esta conducta señalada aquí por el Señor caracterizó, sobre todo, al clero de la Iglesia Romana a lo largo de la historia. El Señor vendrá, tanto para los siervos infieles, como para los fieles. A los primeros, como no lo esperan, los sorprenderá, los castigará y los pondrá con los infieles. Puesto que la recompensa será en relación con la fidelidad, el juicio lo será con la infidelidad, y esto en proporción con el conocimiento que se haya tenido de la voluntad del Señor.

Este pensamiento es muy serio para los que viven en la cristiandad, teniendo el conocimiento de la verdad tal como el Evangelio la revela. Y es particularmente importante para quienes ocupan el lugar de siervos del Señor, ya sea que ellos hayan escogido serlo o que el Señor los haya llamado. La responsabilidad de ellos es incomparablemente mayor que la de los paganos. El Señor dice: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (v. 47-48). Aquí, como en muchos pasajes, vemos que Dios juzga de acuerdo a los privilegios que le ha dado al individuo, y no en forma uniforme como muchos piensan, acusando a Dios de injusto. Dios establecerá según su justicia perfecta e inflexible, el grado de responsabilidad de cada uno. Es verdad que los paganos hacen cosas abominables. Pero a los ojos de Dios, son muchísimo menos culpables que los que se llaman cristianos y en apariencia cometen menos mal, pero están lejos de vivir bajo la luz de la verdad que conocen. Mientras pretenden servir al Señor, no viven conforme a la Palabra, ni esperan su regreso.

Efectos de la presencia de Jesús sobre la tierra

Si Jesús hubiera sido recibido cuando vino a la tierra, habría traído la paz que los ángeles anunciaron en su nacimiento. Pero la maldad de los hombres acarrea un efecto contrario. Jesús dijo: “Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?” (v. 49). Desde el momento en que rechazaron a Jesús, el fuego se encendió, es decir, empezó el juicio. El fuego siempre es una figura del juicio divino. Pero el Señor vino para dar a conocer a los pecadores el amor de Dios. Para eso debía ser bautizado con el bautismo de la muerte, un juicio que merecían los culpables. Jesús se angustió profundamente hasta el cumplimiento de ese bautismo (v. 50), porque deseaba que todos conocieran su amor más plenamente que cuando se encontraba sobre la tierra. En efecto, no lo podía manifestar tal como su corazón lo deseaba. Por medio de su muerte, Jesús permitió que todos en el mundo conocieran esa gracia. Una vez que se llevó a cabo el juicio, y la justicia de Dios fue satisfecha, entonces su gracia y su amor, de los cuales Jesús era la expresión en medio de su pueblo que lo rechazaba, tuvo libre curso en el mundo entero.

De ahora en adelante, la gracia reinaría por la justicia (Romanos 5:21). Sin embargo, hasta el día en que los juicios liberen la tierra de todos los malvados, para establecer el reinado de paz del Hijo del Hombre, habrá siempre conflicto entre quienes reciban al Señor y quienes lo rechacen. Jesús dijo: “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra” (v. 51-53). Desgraciadamente, este es el resumen de lo que ha sucedido desde que se predica el Evangelio en el mundo. La división en el seno mismo de las familias, rompiendo los lazos naturales más estrechos. Es el resultado de la manifestación de la luz en medio de las tinieblas. Esa luz lo revela todo, muestra el mal en el cual se encuentra el hombre.

El ser humano es orgulloso, enemigo de Dios, y por lo tanto, es su perseguidor. Por esto, comprendemos el gran error de los que piensan que el Evangelio debe pacificar al mundo, y que su predicación debe llevar a todos los hombres al reinado de Cristo.

El Evangelio hace salir del mundo al que lo recibe. La verdad separa lo que es de Dios y del hombre. Mientras se cumpla esta obra, tendrán lugar la oposición y la persecución. Una vez que termine el tiempo de la paciencia de Dios, los creyentes serán retirados de este mundo, y el juicio caerá sobre quienes hayan rechazado la luz del Evangelio. Entonces el reinado de Cristo se establecerá con los judíos y los gentiles paganos que hayan creído en el Evangelio del reino, que se predicará después del arrebatamiento de la Iglesia.

Advertencia a las multitudes

Estos versículos contienen una advertencia solemne para los judíos y para el mundo de hoy. Los judíos deberían haber comprendido lo que Dios quería de ellos al enviarles a su Hijo. Dirigiéndose a las multitudes, Jesús les dijo: “Cuando veis la nube que sale del poniente, luego decís: Agua viene; y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: Hará calor; y lo hace. ¡Hipócritas! Sabéis distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo? ¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (v. 54-57). Puesto que sabían interpretar los pronósticos meteorológicos, deberían haber conocido el carácter moral del tiempo en el que vivían, porque Jesús se les presentaba de manera que pudieran comprenderlo. Deberían saber que la tormenta de los juicios de Dios iba a estallar si no recibían al Señor y no aprovechaban la ola de bendición que les traía. El tiempo en que Dios no toleraría más la conducta de los judíos se acercaba rápidamente.

Pero, antes de la ejecución de los juicios, el pueblo era como un hombre que va de camino con su adversario para comparecer ante el magistrado. Jesús les dice que debía esforzarse por escapar, porque si entraba a juicio, no saldría hasta que pagara la última blanca (v. 58-59). ¡Ay! El adversario del pueblo era Dios. En lugar de rechazar a Jesús, ellos hubieran debido reconciliarse con él, pues “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). Pero no lo hicieron. Como nación, fueron entregados a los romanos. Ellos mataron a muchos, y los que quedaron fueron dispersados por el mundo entero. Todavía hoy se encuentran bajo las terribles consecuencias de haber rechazado al Mesías, hasta el momento cercano en que, según Isaías 40:1-2, será dicho: “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados”.

Acabando con la paciencia de Dios, Israel fue puesto de lado por algún tiempo, y fue reemplazado por la Iglesia como testimonio sobre la tierra. Al igual que Israel, la Iglesia falló por completo. En lugar de separarse del mundo en testimonio hacia su Señor, se ha asemejado a él. Hoy, la paciencia de Dios está llegando a su fin, y todos tendrían que darse cuenta de esto.

El Señor Jesús vendrá a arrebatar a los suyos, para librarlos de la ira de Dios que caerá sobre el mundo. Los que creen en la Palabra de Dios lo saben, y reconocen claramente los caracteres solemnes de nuestros tiempos.

Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación (la liberación) que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día
(Romanos 13:11-12).

El estado moral de la cristiandad, más aun que los acontecimientos políticos, comprueba que estamos al final de la historia del cristianismo sobre la tierra, historia que terminará con los juicios próximos (leer 2 Timoteo 3:1-5, donde se describen los caracteres morales de los hombres de hoy, así como en el capítulo 4:3-4). Sabemos que la cristiandad no puede ser restaurada. Pero el llamado a ponerse en regla con Dios, su adversario, se dirige todavía a cada uno individualmente, mientras dura la época de la gracia. Pronto será necesario comparecer ante el juez para escuchar pronunciar su condenación eterna. Entonces será demasiado tarde para escapar.

Dios permite los terribles acontecimientos actuales para llamar la atención de los indiferentes e incrédulos. Muchos prestan oído a la voz de la gracia cuando se encuentran en presencia de la muerte. A causa de que el corazón natural está tan endurecido, Dios permite que los males se prolonguen para extender el amor y la misericordia a un mayor número. Y no solamente en los campos de batalla y en los hospitales, sino en todo lugar, especialmente para aquellos de nuestros lectores para quienes Dios todavía es su adversario. Una voz solemne les dice: «Ponte rápidamente en regla con él, antes de que seas arrastrado ante el Señor y Él te juzgue como juez».