Lucas

Lucas 18

Jesús vuelve anunciar su muerte y resurrección

Exhortación a orar siempre

Estos versículos se relacionan con los anteriores, donde vimos al Hijo del Hombre viniendo del cielo para librar a los suyos y juzgar a los malvados.

El Señor había dado a sus discípulos las enseñanzas relacionadas con aquel tiempo. Ellos no debían dejarse engañar por los que pretenderían informarles sobre la venida de Cristo. Debían abandonar todo para no perder su vida. Sabiendo cuáles serían las tribulaciones por las que pasarían, el Señor les recomendó orar sin cansarse durante esos tiempos terribles, aguardando la liberación. Esta enseñanza se dirige a todos, en cualquier época. Para asegurarles de que sus peticiones serían respondidas, a pesar de la duración de la prueba, Jesús comparó la manera de obrar de un juez de la tierra, un pecador, con la del Dios de amor, lleno de solicitud por los suyos.

“Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia” (v. 2-5). Gracias a su perseverancia frente al juez injusto, la viuda obtuvo lo que deseaba. Con cuánta más razón, los que se dirigen a Dios pueden tener la seguridad de obtener una respuesta, en cualquier circunstancia. El Señor añadió: “Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (v. 6-8). Es importante retener esta enseñanza, en todo tiempo y circunstancia. Cuando el remanente piadoso atraviese la gran tribulación de los últimos días, ciertamente Dios intervendrá en su favor. En su paciencia, él tiene sus motivos para no contestar enseguida.

Sabemos que para el remanente judío, la prueba durará el tiempo necesario para producir en el corazón el arrepentimiento, para purificarlo y formar en él los caracteres morales que convienen al reino de Dios. Luego podrá recibir al Señor. Dios no va a intervenir hasta que esta obra esté cumplida. No quiere algo hecho a medias. Él quisiera retirar a los suyos del crisol. Tiene compasión de ellos mientras están pasando por la prueba, pero en su perfección, no puede obrar según su amor a expensas de su justicia y su santidad. Él desea llevar a sus escogidos a gozar plenamente de la liberación y de las bendiciones que les concederá, formándolos a su imagen. Obtener la liberación a cualquier precio, y cuando nosotros la deseamos, es ir en contra de una plena bendición. Los fieles que atraviesen la tribulación en aquellos días podrán estar seguros de que serán liberados, pero en el momento en que Dios lo desee, para su bien. El “Juez de toda la tierra”, como lo llama Abraham en Génesis 18:25, hará justicia tarde o temprano, solo hay que esperar el momento. En el versículo 8, el Señor añade: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. A pesar de los clamores de angustia del remanente judío durante su larga prueba, su fe no estará a la altura de la liberación que obtendrá. Podemos ver esto en Hechos 12, cuando la iglesia en Jerusalén oraba fervientemente por Pedro, a quien Herodes había puesto en la cárcel. Dios oyó las peticiones de los suyos y envió a un ángel para que librara a Pedro. Entonces él fue a la casa donde estaban varios reunidos orando. Cuando la muchacha que abrió la puerta dijo que era Pedro, ellos creyeron que estaba loca. Las respuestas de Dios siempre sobrepasan a la fe que se dirige a él.

Debemos orar siempre y no desmayar. Es lo primero que debemos retener de las enseñanzas del Señor a sus discípulos. Luego, si él no responde cuando nosotros lo quisiéramos, debemos confiar en él. Tiene sus razones para no intervenir, porque está obrando para nuestra felicidad eterna. Los resultados de su actividad serán plenamente manifestados en la gloria. Pablo dice en 2 Corintios 4:17: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria”. Ahora bien, si queremos ser librados rápidamente de la prueba, nos veremos privados de sus resultados eternos. Sería cambiar las bendiciones eternas por las ventajas presentes y temporales.

A menudo no sabemos exponer ante Dios nuestras necesidades, porque no comprendemos por qué él permite una prueba que aparentemente es en contra de nuestro bien. Por eso, “el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos. Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:26-28). Sin embargo, cuando necesitamos una respuesta inmediata, Dios la concede, porque él sabe lo que nos conviene. Por otro lado, debemos vivir en comunión con el Señor, para que nos enseñe si debemos insistir ante él para obtener la respuesta.

Nuestros tiempos son muy similares a los del remanente judío futuro. Muchas oraciones se elevan a Dios para que ponga fin a tantas calamidades. Podemos decir también que él tiene paciencia antes de intervenir. Mientras tanto, él cumple su obra en el mundo y en los suyos. Él completa y prepara a su iglesia para llevarla consigo. La liberación no tendrá lugar como para el residuo judío, con la ejecución cuando Sus juicios sobre los malvados, sino el Señor venga para retirar a su iglesia. Luego vendrán los juicios sobre aquellos que serán dejados. Mientras tanto, oremos sin descanso y con el conocimiento que Dios nos da acerca de los tiempos actuales, remitiéndonos a su sabiduría e inteligencia absolutas. Él nunca se equivoca, y todo lo lleva a buen término para los suyos (ver Salmo 57:1-2).

El fariseo y el publicano

En estos versículos el Señor mostró cómo el orgullo y la confianza en sí mismo se oponen al espíritu de gracia que es el gran tema de sus enseñanzas. En esta parábola, vemos a dos hombres que oraban en el templo, pero de manera muy diferente.

Uno era fariseo y el otro publicano. El orgulloso fariseo presentaba a Dios su justicia propia. Jactándose de lo que era y hacía, daba gracias por no parecerse a los demás hombres, ni al publicano. La luz divina nunca había iluminado su conciencia. Su oración era una abominación a Dios quien conoce el corazón del hombre. Dios aborrece el orgullo porque pretende elevar a la criatura caída a la altura o por encima de Dios. El Espíritu de Dios condena este pecado en los términos más fuertes. La Palabra lo menciona casi siempre en primer lugar entre aquellas cosas que serán juzgadas. “La soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca perversa, aborrezco” (Proverbios 8:13). “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 16:18). “Jehová asolará la casa de los soberbios” (Proverbios 15:25). “Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido” (Isaías 2:12-17). “La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día” (Isaías 2:11). Del rey Nabucodonosor se dice: “Mas cuando su corazón se ensoberbeció, y su espíritu se endureció en su orgullo, fue depuesto del trono de su reino, y despojado de su gloria” (Daniel 5:20). “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5; Proverbios 3:34). Se podrían multiplicar estas citas, pero notemos que el último capítulo del Antiguo Testamento comienza con estas palabras: “Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama” (Malaquías 4:1).

“Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (v. 13). Este hombre sentía el efecto de la luz de Dios que había alumbrado su conciencia respecto de su estado de pecado. Ni siquiera se atrevía a levantar los ojos hacia la morada del Dios al que había ofendido. Todavía no conocía la gracia, pero confiaba en la misericordia de Dios: “Sé propicio a mí, pecador”.

¡Qué contraste entre estos dos hombres! ¡Cuánto agradaba a Dios que el publicano viniera a él con un corazón quebrantado! “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17). Del espíritu sincero, que confiesa su pecado, dice:

Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño
(Salmo 32:2).

En Job 33 vemos los diversos medios que Dios emplea para llevar al pecador hasta este punto. “Para… apartar del varón la soberbia” (v. 17); muestra al hombre “su deber” (v. 23), el juicio de sí mismo para poder decir: “Lo libró de descender al sepulcro,… halló redención” (v. 24). Entonces dijo del publicano: “Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14). Todo aquel que se acerca a Dios como un pecador perdido, es elevado por él a la posición que da al pecador que se arrepiente. Pero, quien se complace en su propia justicia y se admira comparándose con los pecadores en vez de presentarse ante Dios, será humillado bajo el juicio, lejos de su presencia. Este es también un principio general que caracteriza al gobierno de Dios en este mundo. Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Cuando Faraón dijo: “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel?” (Éxodo 5:2), él tomó el camino de los abismos del Mar Rojo. Cuando Nabucodonosor se atribuyó la gloria de su reino, se volvió como una bestia, comiendo la hierba del campo.

Habrá dos hombres1 que llegarán al apogeo del orgullo. Uno de ellos tomará el lugar de Dios en su templo, y el otro se presentará como el Cristo. Ambos serán arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre (Apocalipsis 19:20). Pero, Aquel que se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, fue exaltado por Dios quien “le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” (Filipenses 2:7-11). Estos caminos tienen un fin que es completamente opuesto el uno del otro. En el mundo todavía están estos dos caminos. ¿En cuál de ellos nos encontramos? Es muy importante saberlo porque pronto llegaremos al final.

Esta palabra también nos enseña que Dios justifica al que reconoce su pecado y el juicio que merece, y confiesa que es pecador. Del mismo modo, vemos que la humildad debe caracterizar a quienes desean entrar en el reino. También nos enseña cómo comienza el camino que lleva al cielo. Este camino era nuevo para el judío, quien no debía considerarse mejor que los demás hombres, sino que tenía que ponerse en su lugar, como pecador ante Dios “que justifica al impío” (Romanos 4:5).

  • 1El jefe del imperio romano futuro y el Anticristo.

Jesús bendice a los niños

Traían los niños a Jesús para que los tocara; pero los discípulos reprendieron a quienes lo hacían.

Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él
(v. 16-17).

El Señor quería que los discípulos entendieran cuál era la condición para poder entrar en el reino de Dios. Si la cuestión era el pecado, como en el caso del publicano, era necesario humillarse, reconociéndose culpable e indigno, y entregarse a Dios. Luego tomar la actitud de un niño, sin ninguna pretensión en cuanto a sí mismo, aceptando con toda sencillez lo que Dios dice.

Al Señor le gustaba presentar a los niños como ejemplo de la disposición que se debe tener para entrar en el reino de Dios. Jesús estaba en un mundo corrompido, en contacto constante con hombres malos, cuyos pensamientos conocía, aun cuando ellos los disfrazaban con hipocresía. Él veía en los niños a los seres menos alejados del estado en el cual el hombre había sido creado. Estaban perdidos por su naturaleza, pero no rechazaban al Salvador que había venido a la tierra para buscarlos. El mal no se había desarrollado tanto en ellos como para oponerse a Dios, quien había venido a ellos en persona de Jesús. Su gracia los atraía sin dificultad, así como atraía a aquellos que tenían conciencia de su estado de pecado. El Señor era manso y humilde, tan misericordioso que la gente sentía la libertad de traer a los niños para que los tocase. Sin darse cuenta, le concedían un gozo que en ninguna manera podía sentir en sus relaciones con el hombre cargado de pretensiones. En este, había que destruir la propia justicia, conducirlo al estado del publicano, y hacerlo semejante a un niño.

Los discípulos todavía no comprendían que el hombre, en su estado natural, no tenía ningún valor a los ojos de Dios. Pensaban que en ellos habría cosas que el Señor podría considerar aceptables. Para los discípulos, Jesús perdía el tiempo con esos niños que aún no habían adquirido ningún valor entre los hombres. Sin embargo, Dios obtenía su alabanza de la boca de ellos (ver Salmo 8:2, V. M.). Es muy importante comprender esto en nuestros días, en los cuales se quiere dar importancia al hombre según el desarrollo de las facultades que Dios le ha dado. Si el hombre se considera valioso por su inteligencia, esto no le alcanzará para entrar en el reino de Dios. Primero tiene que tomar el lugar de un niño, y reconocer como el publicano, su absoluta indignidad.

El desarrollo de las facultades naturales y el conocimiento de las ciencias en todo el dominio de la creación, no es algo malo en sí mismo. Lo malo es el uso que se hace de ellas con tanta frecuencia, en relación a Dios y a su Palabra. El hombre imagina que, conociendo algo de las maravillas que Dios ha colocado en la naturaleza, se puede librar de lo que nos dice en su Palabra. Se cree con el derecho de utilizar las luces sacadas de la creación para juzgar al Creador y la revelación de sus pensamientos eternos con respecto al hombre pecador, y por consiguiente rechazar la salvación que él ofrece. Es como si quisiéramos utilizar una vela para estudiar el sol. Felizmente, entre los verdaderos sabios, siempre hubo quienes tomaron el lugar de niños ante Dios. Así pudieron gozar de las maravillas de la revelación de Dios, no gracias a su ciencia, sino gracias a la luz del Espíritu Santo con el cual fueron sellados como hijos de Dios después de haber creído.

Bueno sería que quienes pretenden fundarse en la sabiduría humana para cuestionar las cosas de Dios, comprendieran que si tienen algún valor en la vida presente, esto no les sirve de nada para entrar en el reino de Dios. Deben tomar el lugar de un niño, pues Jesús dijo: “De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (v. 17).

Un hombre muy rico

No solo las pretensiones humanas o los pecados groseros pueden impedir al hombre alcanzar la salvación, y seguir al Señor. El siguiente relato nos muestra que los bienes terrenales que poseía un hombre intachable, constituyeron un gran obstáculo para su salvación.

Un hombre principal preguntó a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (v. 18). En primer lugar, el Señor corrigió la idea equivocada que este jefe del pueblo tenía con respecto a los hombres y a Jesús, dirigiéndose a él como a un «buen Maestro». Ciertamente, Jesús era bueno, pero vio que la única diferencia que su interlocutor encontraba entre el Señor y cualquier otro hombre, era su bondad. Por lo tanto, siendo él también bueno, podía recibir enseñanzas útiles sobre la vida eterna, la cual pensaba adquirir por sus propios medios. Por eso Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo Dios” (v. 19). Jesús era Dios, y no solo un hombre; en cuanto a su naturaleza era totalmente distinto. Pero ese hombre principal no veía a Dios en él.

Luego, Jesús respondió la pregunta relacionada con la vida eterna. Colocó a su interlocutor ante la ley: “Los mandamientos sabes”, le dijo (v. 20). “Todo esto lo he guardado desde mi juventud” (v. 21), respondió el jefe del pueblo. Esto significaba que nunca había cometido adulterio, ni matado, ni robado; no había dado falso testimonio y había honrado a sus padres. Sin embargo, reconocía que no poseía la vida eterna. La observación de la ley, como Jesús se la presentó en el versículo 20, no le aseguraba nada. La ley solo había traído la maldición. Pero este hombre se encontraba ante Aquel que era “el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Simplemente tenía que aceptarlo y seguirlo. Jesús le dijo:

Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme. Entonces él, oyendo esto, se puso muy triste, porque era muy rico
(v. 22-23).

Era muy diferente a lo que él había pensado; debía dejar todo. No tenía la menor idea de su estado de perdición, ni de los recursos que la gracia de Dios ofrecía para el hombre en ese estado. Solo pensaba en las posesiones terrenales. Quería disfrutar de sus bienes y de la vida en el mundo, vida que Adán perdió por haber pecado. No pensaba que esta tierra iba a desaparecer, y con ella todo lo que él poseía. El Señor le ofrecía el medio para adquirir riquezas mejores y duraderas en el cielo, siguiéndolo a él. Solamente él podía sacarlo de ese estado y llevarlo a la felicidad eterna. Pero su inmensa fortuna le impedía ver más allá. Jesús no ofrecía ningún atractivo para su corazón. Prefería sus riquezas antes que a Jesús y la vida eterna. Se marchó triste, muy triste.

Viendo esto, Jesús dijo: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios. Y los que oyeron esto dijeron: ¿Quién, pues, podrá ser salvo? Él les dijo: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (v. 24-27). Las riquezas atan a la tierra, y el corazón humano, hecho para disfrutar de esas cosas, se apega a ellas por encima de todo. No se piensa que el pecado cambió completamente el estado del hombre ante Dios, y todo lo que se relaciona con la primera creación se ha vuelto perecedero. Por eso Dios, interviniendo en favor del pecador, le presenta a Jesús, el único que puede dar la vida eterna y los bienes que pertenecen a una nueva creación. Es cuestión de recibirlo en el corazón y seguirlo, dejando todo lo que pertenece a un mundo perdido. Los que no poseen bienes en la tierra pueden aceptar a Jesús más fácilmente y seguirlo. Sin embargo, nadie recibe a Jesús como su único tesoro presente y eterno si Dios no obra en él. Por eso, Dios puede hacer posible que tanto los ricos como los pobres sean salvos. Para eso envió a su propio Hijo.

Los que oyeron hablar de lo difícil que es para un rico entrar en el reino de Dios, quedaron asombrados, porque ellos alimentaban siempre la idea judía de tener bienes terrenales. Consideraban que el favor de Dios estaba sobre aquellos que más tenían, y por lo tanto, que entrarían más fácilmente en el reino. Por eso dijeron: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?”. Si los ricos no podían salvarse, entonces, ¿quién se salvaría? En efecto, si Dios no salvara, nadie obtendría la salvación. ¡Gracias a él porque quiere y puede salvar!

Entonces Pedro le hizo notar a Jesús que los discípulos habían dejado todo para seguirlo. Jesús le dijo: “De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (v. 29-30). Solo la fe puede hacer dejar todo para seguir a Jesús, no es un asunto de cálculos. Si vamos a él, dejando todo por él, encontramos que no hay ninguna pérdida, aun en el presente. Dios tiene en cuenta lo que hace la fe, que es lo único necesario para emprender el camino. Luego obtendremos todo lo que Dios preparó en el camino al cielo donde gozaremos de la vida eterna en gloria.

Jesús anuncia sus sufrimientos y su muerte

A partir del versículo 51 del capítulo 9, vemos a Jesús de camino hacia Jerusalén. En este momento estaba muy cerca, había llegado a los contornos de Jericó. En el camino, tomó aparte a los doce, y les dijo: “He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará” (v. 31-33).

Jesús había hablado mucho a sus discípulos acerca del tiempo de la gracia y de lo que era necesario para entrar en el reino de Dios. Pero todas estas enseñanzas habrían sido inútiles sin su muerte. No se habría introducido el tiempo de la gracia y ningún pecador habría sido justificado. Ni los pobres, ni los ricos entrarían en el reino de Dios, y tampoco los niños. Por consiguiente, nada de lo que los profetas habían predicho se habría cumplido. Era necesaria la muerte de Cristo para poner fin judicialmente al hombre en Adán, a toda su historia y a todas las consecuencias del pecado. En la cruz se manifestó el odio del hombre en su grado más alto, para encontrarse con el amor de Dios en la plenitud de su expresión. Todo esto se unió en Cristo, sufriendo de parte de Dios y de los hombres. Cuando los discípulos oyeron a Jesús hablar de sus sufrimientos, no entendieron nada. Sus pensamientos se relacionaban siempre a un Cristo viviendo sobre la tierra y la manifestación inmediata de su reino. Sin embargo, tendrían que haber creído lo que Jesús les decía a pesar de que como judíos no lo podían comprender. Nuestra falta de comprensión, a menudo es la consecuencia de la incredulidad. En el capítulo 24:25-26, Jesús les reprochó esto: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”. Los discípulos deberían haber comprendido estas cosas que se iban a cumplir y de las cuales Jesús les hablaba, ya que sus profetas habían anunciado los sufrimientos de Cristo. Después de haber recibido el Espíritu Santo, ellos comprendieron todas las profecías. Es maravilloso ver, en el libro de los Hechos, con qué facilidad los apóstoles encontraban en el Antiguo Testamento los pasajes concernientes a Jesús, a su obra y sus resultados gloriosos.

El ciego de Jericó

Cuando Jesús llegó a las afueras de Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino mendigando. ¡Qué triste cuadro del estado en el cual había caído Israel! Un descendiente de Abraham, ciego, mendigando en el país que había manado leche y miel cuando se lo había dado a su pueblo. Pero, en medio de este pueblo caído por la desobediencia, había alguien infinitamente mejor que toda la fertilidad de Canaán y su abundancia pasada. Era Jesús de Nazaret, el Hijo de David, que había venido para cumplir las promesas hechas a los padres. En él estaban los recursos para que el pueblo saliera de su miseria.

Cuando oyó a la multitud que pasaba, el ciego preguntó qué ocurría. Entonces le dijeron que iba pasando Jesús nazareno. Y alzando la voz, dijo:

¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!
(v. 38).

Pero la gente lo reprendió para hacerlo callar. Esta multitud, figura del mundo que profesa una religión, no siente ninguna necesidad y no puede comprender al que clama a Jesús. Ponen trabas a los que buscan al Señor.

Siendo consciente de su estado, el ciego clamó mucho más: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!” (v. 39). Entonces Jesús se detuvo, pidió que se lo trajeran, y le dijo: “¿Qué quieres que te haga? Y él dijo: Señor, que reciba la vista. Jesús le dijo: Recíbela, tu fe te ha salvado. Y luego vio, y le seguía, glorificando a Dios; y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios” (v. 41-43). Aunque el pueblo en su ceguera rechazaba a Jesús, la fe individual lo recibía. Era el último momento para aprovechar la presencia del Hijo de David, y el ciego no lo dejó pasar. Jesús iba a Jerusalén, y allí moriría. Todo el poder de la gracia estaba a disposición de la fe para sanar y para salvar. Jesús no le dijo: «Te sano», sino “tu fe te ha salvado”, las mismas palabras que había pronunciado en tantas otras ocasiones. Cuando la fe entra en actividad, cae la ceguera espiritual. Así era entonces, y así es en nuestros días, en los que hemos llegado a los límites extremos de la paciencia de Dios. La puerta de la gracia se cerrará, y Dios se ocupará nuevamente de su pueblo terrenal. Por eso, aquellos que todavía no han echado mano de la salvación, ¡clamen a Jesús como lo hizo el ciego de Jericó! No deben preocuparse por el mundo, que lo único que hace es apartar del Salvador a los que necesitan de él.

Todo nos hace pensar que el tiempo de la gracia va a llegar a su fin. Mientras se establecen las nacionalidades, la cuestión del restablecimiento de los judíos en su país está a la orden del día. Nadie puede negar que la mano de Dios obra providencialmente detrás de la escena con ese fin, pues, ¿qué interés podrían tener los pueblos para favorecer el regreso de los judíos a Palestina?

La iglesia será arrebatada en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, los que queden ya no tendrán ningún medio para salir del terrible estado en el cual se encuentren los hombres. ¡No habrá ninguna salida para huir de los juicios! En vano irán a los montes y a las peñas para esconderse de la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16). No se moverá ni una roca, asistirán impasiblemente a los juicios que caerán sobre aquellos que no quisieron recibir al Salvador cuando les fue presentado.

Como lo hemos visto en nuestro estudio de los dos primeros evangelios, el servicio público del Señor terminó con la curación del ciego de Jericó. El ciego llamó a Jesús “Hijo de David”. Esto nos muestra que, a pesar de su rechazo que lo llevó a tomar el título de Hijo del Hombre, aquellos que lo reconocieron personalmente como Hijo de David, fueron beneficiados por su venida. Siguiendo a Jesús estuvieron al abrigo de los juicios que alcanzaron al pueblo judío, y pasaron a formar parte de la Iglesia. Esta, durante un tiempo, ha reemplazado a Israel como testimonio de Dios sobre la tierra.