Lucas

Lucas 7

Cristo hace milagros y elogia a Juan el Bautista

La curación del siervo de un centurión

Después de estas enseñanzas, Jesús entró en Capernaum donde vivía un centurión cuyo siervo estaba enfermo. Al oír hablar de Jesús, el centurión mandó a unos ancianos de los judíos para que le rogaran que viniera a sanar a su siervo al cual amaba mucho. Los mensajeros dijeron a Jesús: “Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga” (v. 4). Jesús fue con ellos. Cuando se acercaban a la casa, el centurión mandó a unos amigos a su encuentro para decirle: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a este: Ve, y va, y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace” (v. 6-8). La conducta de este centurión (oficial romano), por lo tanto extraño al pueblo de Israel, es de una profunda belleza.

Primeramente nos revela a un gentil que creía en el Dios de Israel. Lo demostraba interesándose en los judíos, colocados bajo el dominio romano a causa de sus infidelidades hacia Dios. A pesar de esto los amaba y los había favorecido en el ejercicio de su religión construyéndoles una sinagoga.

Luego vemos en él la humildad, uno de los rasgos característicos del que ama y teme a Dios. Toma la posición de un gentil indigno de los favores de Dios, y reconoce en los ancianos de este pueblo esclavizado, a personas que pueden acercarse a Dios mejor que él mismo. Se juzga indigno de tenerlo bajo su techo, y podemos notar que él no es quien pone en evidencia sus liberalidades hacia los judíos.

Sobre todo, reconoce en Jesús a Aquel que posee la omnipotencia y toda la autoridad, al mismo tiempo que la bondad. Tan solo tiene que decir una palabra para cumplir lo que quiere. Habiéndolo oído, Jesús se admiró de él, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe” (v. 9). El Señor sentía con dolor en su corazón el desprecio de parte de su pueblo que veía en él solo al hijo de José. ¡Pero qué gozo para él ver la fe de un gentil, que sobrepasaba mucho la que encontró entre los judíos, pues reconocía el poder de la gracia que vino de parte de Dios para todos los hombres! Por eso, la respuesta no se hizo esperar. Cuando los enviados volvieron a casa, encontraron al siervo sano. Esta curación es un ejemplo de la libre gracia que vino por medio de Jesús para todos los hombres, carácter precioso del evangelio según Lucas. Nosotros también debemos nuestra salvación a esta gracia.

La resurrección del hijo de la viuda de Naín

Después de preservar de la muerte al siervo de un gentil, Jesús también iba a resucitar al hijo de una viuda, tal como en el futuro, sacará al pueblo judío del estado de muerte en el que se encuentra ahora. Jesús iba a la ciudad de Naín seguido por sus discípulos y por una gran multitud. Delante de la puerta, encontró a otra considerable multitud que seguía un féretro, llevando al sepulcro al único hijo de una viuda.

¡Qué contraste entre esos dos cortejos, uno con el Príncipe de la vida al frente, y el otro con la muerte! Esa muerte despiadada que hiere sin preocuparse por los dolores que causa, sin perdonar a una viuda que no tiene más que un hijo.

La multitud considerable que formaba el cortejo fúnebre mostraba su gran simpatía por la pobre madre, pero su desolación en presencia de un mal irreparable no cambiaba nada. Incluso la simpatía prueba nuestra impotencia. Pero Dios conocía la situación de su criatura con las desgracias que el pecado ha engendrado. Solo él puede proveer el remedio allí donde nosotros no sabemos más que gemir al comprobar nuestra impotencia. Jesús, la resurrección y la vida, sentía todos los males que soportaba el hombre. Él se enfrentó con la muerte. Movido a compasión hacia la madre viuda, le dijo: “No llores” (v. 13).

¿Quién en este mundo tendría el derecho de hablar de esa manera a una viuda alcanzada por un duelo semejante? Nadie. Porque nadie puede renovar los lazos que la muerte ha roto. Pero Jesús, el Hombre divino, unía a su perfecta simpatía el poder; llamaría a la vida al hijo que la muerte había tomado. “Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre (v. 14-15).

Al mismo tiempo que mostró su poder, ¡qué amor, qué ternura manifestó Jesús en esta circunstancia! Devolvió a la madre a su hijo vivo. Si le dijo: “No llores”, era porque sabía lo que iba a hacer. El corazón de Jesús es el mismo hoy hacia tantos padres e hijos que están en el duelo. A cada uno le dice: «No llores como los que no tienen esperanza. Voy a venir para reunirlos a todos, no como en Naín para que sigan una vida de dolores y fatigas en este mundo, sino para que estén para siempre conmigo en la casa del Padre, allí donde no habrá duelos, ni clamores, ni lágrimas». Hablando de ese momento, el apóstol Pablo dijo: “Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:18).

Al ver este milagro, todos, atemorizados, glorificaban a Dios diciendo: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor” (v. 16-17). ¡Ay! a pesar de esto, y a pesar de todo el bien que aún hizo después, mataron a Jesús. No porque era profeta, sino porque era el Hijo de Dios que había traído a los hombres la luz sobre su estado de pecado, cosa que no podían soportar. Así es el corazón natural, a pesar de todo el amor que Dios le manifiesta.

La prueba de Juan el Bautista

Juan había sido puesto en la cárcel. Y Jesús, de quien había dado testimonio y a quien había anunciado al pueblo como el Mesías prometido, no parecía preocuparse por él. Lo dejó en cautiverio, en lugar de librarle por ese poder del cual Juan oía hablar. Podemos comprender la prueba a la que estaba sometido este santo hombre de Dios.

Cuando Juan supo por sus discípulos las cosas maravillosas que Jesús hacía, mandó a dos de ellos para preguntarle: “¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?” (v. 19). En presencia de los enviados de Juan, Jesús sanó a muchas personas de enfermedades, plagas, espíritus malignos, y devolvió la vista a unos ciegos. Y les dijo a los discípulos de Juan: “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (v. 22).

El profeta tenía todas las pruebas de la presencia de Cristo en la tierra, de quien era el precursor. Pero lo que no había comprendido era que Cristo, antes de tomar su aventador para limpiar su era (ver Lucas 3:17), es decir, antes de ejecutar los juicios sobre el pueblo apóstata para establecer su reinado, debía ser rechazado e introducir un estado de cosas nuevo y celestial como resultado de su muerte. Los actos de poder que Jesús cumplía probaban al pueblo, como también a Juan, que él era el Mesías prometido. Los que creían en él debían tomar parte en su rechazo y las consecuencias. Jesús añadió para la conciencia de Juan: “Bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí” (v. 23). Esto es, bienaventurado aquel a quien la humillación de Cristo y su anonadamiento no lo escandalicen, y cuya fe en él se mantenga a pesar de todo.

Jesús da testimonio de Juan

Si Jesús dirigió a Juan palabras que debían alcanzar su conciencia y fortalecer su fe, después se volvió a la gente y dio testimonio de él llamándole “el mayor de los profetas”. Luego mostró la culpabilidad de esa generación a quien las exhortaciones de Juan no conmovían como tampoco lo había hecho la gracia de Jesús.

Jesús preguntó a la multitud lo que habían ido a ver al desierto donde estaba Juan el Bautista. No era un gran personaje de este mundo, estos están en los palacios de los reyes. Era “un profeta”. Les dijo: “Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: He aquí, envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti” (v. 26-27, cita de Malaquías 3:1). “Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él” (v. 28).

Juan era el mayor de los profetas porque solo él tuvo el privilegio de ver al Mesías anunciado y esperado por muchos. Sin embargo, todavía formaba parte del orden legal de cosas precedente, mientras que el Jesús rechazado introducía un nuevo estado de cosas, llamado “el reino de Dios”. Este se caracterizaba por bendiciones, celestiales y eternas, de manera que el más pequeño de este reino sería más grande que el mayor profeta del siglo de la ley. Todos los creyentes poseen esta porción privilegiada, dado que se encuentran bajo la gracia.

El pueblo, al oír lo que Jesús decía de Juan, así como los publicanos y los pecadores, daban gloria a Dios, porque habían recibido el bautismo de Juan. Pero los doctores de la ley y los fariseos que no habían sido bautizados, “desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos” (v. 30) que se cumplían con la llegada de Juan y de Jesús. Los que pretendían ser sabios e inteligentes rechazaban las bendiciones que Dios había decretado para el pueblo, porque estas se volverían contra ellos en juicio. Los que habían escuchado a Juan el Bautista “justificaron a Dios” (v. 29) porque había cumplido Sus promesas.

Jesús comparó la generación incrédula que no lo recibía, como tampoco había recibido a Juan, con unos niños en la plaza del mercado, que regañan a sus compañeros por no haber bailado cuando ellos tocaban flauta, ni haber llorado cuando ellos entonaban canciones tristes. Tal como esos niños que no responden a los deseos de sus compañeros, los judíos permanecieron indiferentes al llamamiento de Juan que los invitaba a huir del juicio por medio del arrepentimiento y el bautismo.

La seriedad de este profeta y su predicación hacen que comparemos su ministerio con las canciones tristes que no tuvieron efecto. El ministerio de Jesús que llegó a continuación, manifestando una misericordia sin igual en medio del pueblo, tampoco los conmovió. Era el sonido de la flauta al cual muy pocos habían contestado, excepto para acusar a Jesús de ser “comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores” (v. 34). Sin embargo la sabiduría tenía hijos, los que habían escuchado la voz de Dios y no confiaban en sus propios pensamientos. Esta es la gran enseñanza de los Proverbios, sobre todo en los nueve primeros capítulos. Cristo personifica la sabiduría. Él es quien hace oír su voz en ese libro como en el evangelio (cf. Proverbios 9:1-6; Mateo 22:1-14). Escuchándolo se “hallará la vida” (Proverbios 8:35).

Una pecadora en casa de Simón

Un fariseo invitó a Jesús a comer en su casa. Mientras estaba a la mesa, “una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume (v. 37-38). Al ver esto, el fariseo dijo para sí: “Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora” (v. 39). Ambos personajes apreciaban a Jesús pero de forma muy distinta.

La mujer había visto en él la gracia que necesitaba y tenía la certidumbre de que no la rechazaría. Esta gracia atraía su corazón de una manera tan exclusiva y poderosa que no se preocupaba en absoluto por el fariseo. Este, por el contrario, no veía nada en Jesús que le atrajese. Podía decir como aquellos a quienes Isaías hace alusión: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2).

Simón era un justo en su propia opinión, un hombre satisfecho de sí mismo, no sentía ninguna necesidad de perdón. El que era el “más hermoso de los hijos de los hombres”, en cuyos labios se derramó la gracia (Salmo 45:2), no atraía su corazón. Para él, Jesús ni siquiera era profeta. Jesús le dijo: “Simón, una cosa tengo que decirte… Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Dí, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado” (v. 40-43). Luego Jesús mostró a Simón que él, quien no creía tener ninguna deuda hacia Dios manifestado en Cristo en la tierra, ni siquiera le había recibido con las consideraciones que se usaban en Oriente. Sin embargo, esta mujer que tenía el corazón lleno de amor por Jesús, le manifestaba el honor y el respeto que había faltado en Simón.

Este no le había dado agua para sus pies, pero ella los había regado con sus lágrimas y los había enjugado con los cabellos de su cabeza. Él no le había dado beso, pero ella no había dejado de cubrir sus pies con sus besos. Él no había ungido su cabeza con aceite, en cambio ella había ungido sus pies con perfume. Por eso le dijo: “Sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados” (v. 47-48).

Jesús no quería decir que el amor se merece, sino que esta mujer, al haber visto en él la gracia que ella necesitaba, lo amó como consecuencia, antes de oír de la boca del Salvador que ella había recibido el perdón. Porque el amor hacia Dios solo puede nacer viendo este amor. Simón no tenía ningún motivo para amar a Jesús. No veía en él a un Salvador, porque no lo necesitaba.

Por esta mujer vemos que el conocimiento de Dios produce la convicción de pecado, al mismo tiempo que la certidumbre de que en él hay perdón para los pecados que este conocimiento descubre. La gracia atrae. Por eso los pecadores venían a Jesús en lugar de huir. Lo vimos en el caso de Pedro en el capítulo 5. Las personas dormidas en cuanto a sus pecados, los que son justos en su propia opinión, los indiferentes, los incrédulos, huyen del Salvador. Pero no los pecadores convencidos y arrepentidos. Estos tienen la seguridad de ser recibidos.

Al oír que Jesús dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados”, “los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es este, que también perdona pecados? Pero él dijo a la mujer:

Tu fe te ha salvado, vé en paz
(v. 48-50).

La fe que esta mujer tenía en Jesús, esa fe que la empujaba hacia él, que había discernido en él al Salvador, constituía para ella un medio de salvación, como Jesús se lo dio a conocer. Esto es una realidad mientras dure el día de gracia, que comenzó cuando Jesús estaba sobre la tierra y que puede terminar hoy. Todos los que todavía no han oído la voz de Jesús diciéndoles: “Tus pecados te son perdonados”, no esperen a mañana para venir a él. Hoy los espera para poder decírselo.