Lucas

Lucas 6

El Señor Jesús reprende los errores de sus críticos

El Hijo del Hombre es Señor del sábado

Al principio de este capítulo, Jesús sigue mostrando que su presencia en gracia pone de lado todo lo que se relacionaba con Israel según la carne. Los fariseos vieron a los discípulos arrancar espigas de trigo y restregarlas para comerlas un día sábado, llamado el sábado segundo-primero1 . Entonces les dijeron: “¿Por qué hacéis lo que no es lícito hacer en los días de reposo?” (v. 2). Como respuesta a esta acusación, Jesús les recordó que David, perseguido por Saúl, entró en la casa de Dios y tomó de los panes de la proposición que solamente los sacerdotes tenían derecho a comer; y que comió de ellos y dio a sus compañeros.

Jesús, el verdadero rey David, rechazado como él (y ese rechazo anulaba las ordenanzas), era también el Hijo del Hombre, el Señor del sábado. Dios, lo había instituido como señal del pacto con su pueblo, mostrando así que quería hacerle participar de su reposo. Por su infidelidad, Israel había roto el pacto e hizo imposible el reposo. Pero el amor de Dios no podía permanecer inactivo en presencia de la miseria del hombre, aun un día sábado. Como la ordenanza ya no tenía razón de ser, el Hijo del Hombre tenía el derecho y el poder de dejarla de lado. El sábado del amor de Dios solo tendrá lugar en el cielo. Para la tierra será en el milenio. Entonces Dios “descansará en su amor” (Sofonías 3:17, V. M.). Esperando ese momento, Jesús dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17).

  • 1El sábado llamado “segundo-primero” era el primero de los siete sábados que se contaban desde el día siguiente al sábado en que se ofrecían las primicias de la siega. Era el segundo a partir del sábado en que se presentaban las gavillas (Levítico 23:9-16).

Una curación en día de reposo

Otro sábado Jesús entró en una sinagoga y enseñaba. Había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y fariseos, que siempre buscaban la manera de encontrar a Jesús en falta, lo observaban para ver si sanaría a este lisiado, y así tener de qué acusarlo. Ya los vemos decididos a deshacerse de Jesús a quien no podían soportar. Conociendo sus pensamientos, Jesús mandó al enfermo ponerse de pie ante todos. Luego les dijo: “Os preguntaré una cosa: ¿Es lícito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿salvar la vida, o quitarla? Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él lo hizo así, y su mano fue restaurada” (v. 9-10).

Esta curación excitó el odio de los jefes religiosos y se preguntaban qué podrían hacer contra Jesús. El formalismo religioso no puede soportar el amor de Dios en acción. El amor quiere ser libre para obrar donde se encuentran las necesidades. Pero el hombre prefiere las formas de una religión carnal, porque ellas le permiten seguir su propio camino, manteniendo el orgullo religioso de la carne. La gracia activa en la persona de Jesús se levantó por encima de toda consideración carnal y cumplió su obra a pesar de la oposición. Una vez más, vemos que el vino nuevo debía ser puesto en odres nuevos y que los hombres preferían el viejo.

El llamamiento de los doce apóstoles

Jesús estaba cada vez más aislado en medio del pueblo. Desconocido y menospreciado, reemplazó el sistema legal, para esparcir las bendiciones que los hombres necesitaban, bendiciones que la ley no podía dar a los pecadores. En esta posición, Jesús quiso enviar a algunos hombres a su trabajo, así como él mismo había sido enviado por Dios, y comunicarles el poder necesario para cumplir la misma obra que él hacía. Llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos a quienes nombró apóstoles, o enviados. Jesús, al mismo tiempo que era Dios obrando con poder en medio de los hombres, actuaba conforme a su posición de hombre dependiente de Dios, su Padre. Antes de escoger a los apóstoles, pasó la noche en oración.

Fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios
(v. 12).

Retengamos esta enseñanza y sigamos este ejemplo. Allí está la fuente del poder, de la sabiduría, de la inteligencia, y de todo lo que necesitamos para cumplir nuestros deberes, sean cuales fueren. Salomón inició su carrera real diciendo a Dios: “Da, pues, a tu siervo corazón entendido… para discernir entre lo bueno y lo malo…” (1 Reyes 3:9). También se dirige al joven diciendo: “Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5-6).

En esto, como en todas las cosas, Jesús fue el modelo perfecto. Cuando se sirvió de su poder divino, siempre fue bajo la dependencia de Dios, en obediencia. Quería ser dirigido por Dios en la elección de sus apóstoles. Antes de nombrarlos pasó la noche en oración. Judas Iscariote, que fue el traidor como lo recuerda Lucas, era uno de los doce. Jesús lo conocía, conocía su carácter y lo que haría. Sin embargo, no lo puso a un lado, pues Dios su Padre quería que estuviese entre los doce.

Jesús descendió del monte y se detuvo con los suyos en la llanura. Allí se encontró rodeado de una gran multitud de gente de Judea, de Jerusalén, y de la región marítima de Tiro y de Sidón que habían venido para oírlo y ser sanados de sus enfermedades. Toda la gente procuraba tocarlo, porque de él salía un poder que sanaba. Vemos cada vez más que Jesús era la fuente de todo bien, y el centro en el cual se encontraban las respuestas a todas las necesidades. Era necesario seguirlo y escucharlo para ser salvado y bendecido, tanto en ese momento como en la actualidad. Esto llenaba de odio y de celo a los jefes del pueblo, que veían descender su prestigio. Lamentablemente, más tarde este pueblo se dejó convencer por ellos de que Jesús merecía la cruz.

Los bienaventurados y su conducta

Rodeado de aquellos que lo escuchaban, a quienes separaba del resto del pueblo que no quería saber nada de él, Jesús les enseñó cuál sería su porción si lo seguían. Tendrían que soportar las consecuencias de su rechazo. Desde el momento en que habían creído en él, ya no eran del mundo, sino del cielo. Por consiguiente eran bienaventurados según Dios, a pesar de las penas y el desprecio que soportarían aquí.

Jesús alzó los ojos hacia los discípulos. No eran solamente los doce, sino todos los que aceptaban las enseñanzas de Jesús y formaban el verdadero y nuevo pueblo de Dios, heredero de las promesas. Luego les dijo: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (v. 20). Su pobreza era su gloria, porque seguían a Aquel que se hizo pobre para enriquecernos. Jesús no tuvo nada en el mundo; pero le pertenecen toda gloria y autoridad en el cielo y sobre la tierra, para el futuro.

Los que se hayan unido a él en la humillación, también estarán unidos a él en la gloria. “Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos, porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres con los profetas” (v. 21-23). En una palabra, los que en el mundo hayan tenido la porción de Jesús, el sufrimiento en medio de un estado de cosas opuesto a Dios, tendrán la gloria en el reino y en el cielo con él. Dios llama bienaventurados a los que lo esperan. Vale la pena sufrir algo siguiendo al Señor en el mundo, para ser llamado bienaventurado por el “Dios bienaventurado”. Él sabe lo que significa ser bienaventurado. Si él designa a alguien así, podemos estar seguros de que lo es. Por otro lado, Jesús pronuncia los ayes sobre los bienaventurados según el mundo.

Destaquemos una diferencia en la manera en que el Espíritu de Dios relata aquí este discurso de Jesús y el texto que tenemos en Mateo 5. En Mateo, el Señor habla a todos, y les presenta los caracteres de los que querían tener parte en las bendiciones del reino. Aquí encontramos algo más íntimo. El Señor se dirige directamente a los discípulos y les dice: “bienaventurados vosotros”. Luego se dirige a los que querían su parte en el mundo, en contraposición a sus discípulos y les dice también “vosotros”: “Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas” (v. 24-26).

No se puede formar parte del mundo hoy y tener parte con Cristo en el cielo. Esta es una verdad solemne que todos debemos meditar seriamente. Se acerca el momento en que se dará definitivamente la porción a cada uno. Las risas de algunos días darán lugar al llanto eterno, pero también el llanto de algunos días dará lugar a un gozo eterno para aquellos cuya porción en este mundo fue el Señor.

En los versículos que siguen (v. 27-36), Jesús se dirigió nuevamente a sus discípulos en estos términos: “Pero a vosotros los que oís, os digo”. Como en ese entonces, los que hoy oyen la Palabra forman parte de los bienaventurados a quienes Jesús determina su conducta en los versículos siguientes. Tendrían que mostrar los caracteres de gracia que manifestó en su persona. Porque Jesús fue el modelo perfecto de esa conducta.

“Amad a vuestros enemigos” (v. 27). El hombre se hizo enemigo de Dios; todos lo somos por naturaleza. Dios nos amó y nosotros debemos hacer lo mismo con los que no nos aman. “Bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian” (v. 28). ¡Cuán contraria a nuestros corazones naturales es esta forma de proceder!

Escuchando al Señor y comprendiendo que somos objetos de la gracia podremos vencer nuestras disposiciones naturalmente vengativas para manifestar los caracteres de amor con los cuales Jesús siempre obró en este mundo, y sigue obrando en nosotros. Tampoco debemos resistir a los que hacen violencia. “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva” (v. 29-30). Así lo hizo Jesús, “como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 53:7). Se dejó despojar de todo por los hombres, como una oveja de su lana. “Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23). Para la carne es difícil obrar así. Pero podemos ser los testigos de Jesús, quien vino a este mundo para abrirnos el camino al cielo y mostrarnos en su vida perfecta los caracteres de los que no son de este mundo, porque por gracia son del cielo.

El testimonio que tenemos que dar no consiste solamente en asistir a reuniones cristianas, en contraste con los que no van nunca. Debemos mostrar los caracteres de la gracia, de la cual somos objetos, en toda nuestra conducta. Tenemos la tendencia de actuar hacia los demás según su manera de ser con nosotros, conducta absolutamente contraria al espíritu del Evangelio. Si Dios hubiese hecho así con nosotros, no conoceríamos más que los castigos eternos después de una vida de pecado. Por el contrario Jesús dijo: “Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (v. 31). ¡Qué buen trato recibirían nuestros semejantes si obedeciéramos esta palabra!

Lo mismo dijo respecto al amor: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman” (v. 32). Si imitamos a los pecadores, nada mostrará que somos hijos de un Padre que es amor. Los caracteres de Cristo deben distinguir al creyente de los demás hombres. De igual modo debemos prestar con el único propósito de ayudar al que está en la necesidad, y no para hacer una inversión. En una palabra, es dar sin esperar nada a cambio, porque si se presta de manera interesada, imitamos a los pecadores. Para obrar así, es necesario apreciar la recompensa que se encontrará más tarde. Jesús añade: “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos” (v. 35).

¡Qué honor poder manifestar los caracteres divinos, de manera que seamos reconocidos como hijos del Altísimo! Por esto Jesús dijo:

Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso
(v. 36).

Debemos imitarlo en todo. “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (v. 37-38).

El principio de toda la conducta del discípulo de Cristo es la gracia que tiene por modelo a Dios el Padre, así como Jesús la manifestó en este mundo en medio de hombres pecadores. Pero en su vida no encontró más que oposición de parte de la naturaleza humana caída.

Por eso la vida de Dios debe ofrecer un contraste absoluto con la vida del hombre en Adán. Para poder luchar contra la corriente de la manera de vivir de los hombres, debemos encontrar una motivación en Dios y tener por modelo a Jesús. El Señor muestra las consecuencias de una vida así, porque tenemos que ver con el gobierno de Dios, bajo el cual todas las acciones llevan sus consecuencias.

Un día sabremos los resultados de nuestra manera de vivir, ya sea en la tierra, o en la eternidad. En cuanto a la bendición que puede resultar de nuestra obediencia a la Palabra, una vez más tiene que ver con la gracia. El Señor dará mucho más que todo lo que hayamos hecho. Será “medida buena, apretada, remecida y rebosando” (v. 38).

Cuántos motivos poderosos y llenos de gloria nos ha dado Dios para que seamos fieles y andemos como bienaventurados en las pisadas de Aquel que siempre hacía las cosas que agradaban a su Padre. Ojalá que todos, grandes y pequeños, podamos estar lo suficientemente empapados de la gracia de la cual somos objetos, para obrar según sus principios hacia nuestros semejantes, sean quienes sean. Sabemos que este es el medio para ser feliz y bendecido esperando los resultados gloriosos en la eternidad.

Diversas enseñanzas

En el versículo 39, Jesús ilustra el estado del pueblo y sus dirigentes comparándolos a un ciego conducido por otro ciego. Semejantes líderes no podrán evitar la fosa que encuentran en su camino y caerán en ella. Al final del camino de todo hombre natural hay una fosa. Si este no recibe a Jesús, que ha venido a traer la luz para que vea donde termina su camino, caerá en ella por la eternidad.

En la actualidad hay muchas personas que pretenden ser dirigentes espirituales, pero que no tienen la luz de la vida, porque confían en su propia sabiduría. Únicamente aceptando a Jesús, enviado por Dios para ser la verdadera luz que alumbra a todo hombre (Juan 1:9), se puede andar en el camino de salvación.

Jesús vino para enseñar a los hombres y conducirlos en el camino de la vida, pero la mayoría de ellos no lo escucharon. Un pequeño número de discípulos lo recibió, y a ellos les mostró que no serán tratados mejor que su Maestro. “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (v. 40). Los que siguen las enseñanzas del Señor tendrán en este mundo una porción semejante a la suya: no estarán por encima de él. En Juan 15:20 les dijo: “El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”. Por otra parte, imitando a su Maestro en el camino de la obediencia y de la verdad, los discípulos serán como él, en la misma posición y con los mismos privilegios. “Mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (v. 40). ¡Que todos podamos ser discípulos perfeccionados o maduros! Para esto, es preciso escuchar al Señor y andar en sus pisadas.

En los versículos 41 y 42 vemos que para ser un hombre maduro, es necesario ver claro el camino. No para quitar la paja que está en el ojo del hermano, sino para ver el mal que está en sí mismo, para quitar la viga que está en el propio ojo. Es preciso tener a Cristo, la luz, ante nosotros; compararnos con él, para ver nuestros defectos en toda su gravedad. Entonces podremos juzgarnos para ser librados de ellos. Pero si nos consideramos fuera de la presencia de Dios, veremos el mal en nuestros hermanos, y querremos ayudarles a librarse de él, sin ver que toleramos en nosotros cosas mucho más graves que nos privan por completo de la capacidad de andar en la luz que Dios nos ha dado. Si conocemos la verdad solo para aplicarla a nuestros hermanos, somos hipócritas, personas sin corazón hacia ellos.

En los versículos 43-45, Dios quiere que vivamos vidas sinceras y que demos buen fruto. El hombre inconverso solo puede producir frutos malos, el producto de su corazón natural, en el cual se reconoce el árbol que lo produce, porque no se puede cambiar su naturaleza. “No se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas” (v. 44). El hombre bueno, el que participa de la naturaleza divina, que ha recibido a Cristo, produce lo que es bueno, es decir, los frutos de la vida de Dios. Estas dos naturalezas no pueden permanecer escondidas, pues “de la abundancia del corazón habla la boca” (v. 45). Si el corazón se ocupa de las cosas del mundo, habla de ellas. A pesar de las apariencias de piedad en una persona, su lenguaje manifestará la naturaleza de su corazón. El que busca las cosas de Dios, habla de ellas.

En aquel entonces, como ahora, algunas personas profesaban tener cierta consideración hacia Cristo. Se incluían entre sus discípulos, tenían constantemente el nombre del Señor en la boca. Pero Jesús les dijo:

¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?
(v. 46).

Pretensiones, palabras, profesión exterior, todo esto no tiene ningún valor para Dios. Se trata de poner sus palabras en práctica. Dios solo tiene en cuenta la obediencia. Pero para obedecer es preciso haber nacido de nuevo, poseer la naturaleza de Aquel que al entrar en el mundo dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7).

En los versículos 47 a 49, Jesús muestra las consecuencias de la obediencia y de la desobediencia a su Palabra. El que escucha la Palabra y la pone en práctica es semejante a un hombre que hizo su casa sobre la roca. Cuando las aguas dieron contra ella, no la movieron. Pero el que escucha la Palabra sin ponerla en práctica, es semejante a un hombre que edificó su casa sobre la arena. Cuando las aguas del río crecieron por la inundación, dieron contra ella y la derrumbaron.

Llega un momento en que es puesta a prueba la realidad de la profesión de cada persona. Entonces se ve quienes practican la Palabra de Dios, y quienes se contentan con solo escuchar, diciendo de buena gana: “Señor, Señor”. La ruina de estos “será grande”, dice la Palabra. ¡Qué gran ruina la de un alma que tiene tanto precio a los ojos de Dios, cuando ella desaparece bajo las olas del juicio, con toda una vida de grandes apariencias, incluso, quizás, una religión exterior que había construido sobre la arena de sus propios pensamientos! No se puede engañar a Dios. Él quiere la verdad. Todo quedará en plena luz, en un momento u otro.

Quiera Dios que todos comprendamos cuán grave es escuchar la Palabra de Dios y no ponerla en práctica. En el día del juicio, este privilegio como el de haber recibido una educación cristiana, aumentará terriblemente la responsabilidad y la culpabilidad. Si las cosas escritas en los libros que se abrirán en el día del juicio no son frutos de la Palabra de Dios, quienes los hayan producido serán echados en las tinieblas de afuera.