Lucas

Lucas 10

Setenta discípulos más y su misión

Misión de los setenta

Jesús mandó setenta mensajeros que fueran delante de él anunciando al pueblo que el reino de Dios se había acercado. Aunque ya había enviado a los doce apóstoles, Jesús quería utilizar el poco tiempo que le quedaba en medio de esta generación incrédula y perversa, decidida a no querer nada de él, porque veía en medio de ella una gran cosecha y pocos obreros para trabajar. Su amor era activo, y hasta el último momento cumplió su obra de gracia.

Hoy nos encontramos en una época parecida. Si miramos el estado de este mundo, es tan malo como el de entonces. El Evangelio no parece producir ningún efecto. Se desprecia la Palabra de Dios, se la rechaza, todo va cada vez peor. Si solo consideráramos esto, no tendríamos el valor de hablar del Evangelio alrededor nuestro y en los países paganos.

Dios ve este triste estado, mejor que nosotros mismos. Pero lo que también ve mejor que nosotros, es una gran cosecha en medio de tanto mal y tanta incredulidad. Su paciencia es una muestra de ello. Todavía permite que se anuncie el Evangelio en todo lugar. Despierta a los hombres en medio de terribles guerras y de sus consecuencias, y por diversas circunstancias más. Mientras dure la época de la gracia, él trabajará y nos invita a colaborar con él. Nos gustaría que el Señor venga para poner fin a tantos sufrimientos de sus amados. Él mismo quisiera liberar a su Esposa de semejante escena y tenerla consigo en la gloria, pero para eso espera la voluntad de su Padre.

Es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento
(2 Pedro 3:9).

Durante este tiempo, él ruega a los hombres que reciban el perdón y la paz, pues evidentemente el tiempo es corto, y los juicios están a la puerta.

Jesús vio que la cosecha era grande y que había pocos obreros. Quería que los discípulos tuvieran un mismo pensamiento con él y que rogaran al Señor que guiara obreros a trabajar en su campo. Luego, como él mismo era el Señor de la cosecha, los envió. Conociendo el estado del pueblo, les dijo: “Yo os envío como corderos en medio de lobos” (v. 3). Sin embargo no debían llevar provisiones. Estando todavía Jesús con ellos, se encontraban bajo su protección. No debían saludar a nadie en el camino, porque el tiempo apremiaba. En Oriente, el saludo requería tiempo, a causa de las ceremonias que lo acompañaban. Ellos debían llevar la paz a las casas donde entraran; si allí había hijos de paz, esta descansaría sobre ellos. Debían sanar a los enfermos y decirles: “Se ha acercado a vosotros el reino de Dios” (v. 9). Al igual que los doce, cuando afirmaran que el reino de Dios se había acercado, y no los recibieran, debían sacudir el polvo de sus pies contra ellos. La porción de aquellos que los rechazaran sería el juicio; no tenían otra cosa que esperar.

Esto distinguía el mensaje de los setenta del mensaje de los doce. Sodoma, a pesar de su inmoralidad, tendrá un castigo más tolerable en el día del juicio que el de las ciudades de Galilea que han tenido tan grandes privilegios. Si el Señor hubiera hecho en Tiro y en Sidón lo que hizo en aquellas ciudades, ellas se habrían arrepentido sentadas en cilicio y ceniza. Su castigo también será más soportable que el de Corazín, Betsaida o Capernaum. Dios había enviado a Jesús, y Jesús envió a los discípulos. Escuchándolos y recibiéndolos, escuchaban y recibían a Dios mismo. ¡Qué verdad importante para todo el que escucha el mensaje divino! Todo es definitivo: la bendición y el juicio.

¡Cuánto se parecen aquellos días a los que vivimos hoy! Aquello era el fin de una dispensación de Dios en la cual, los que escuchaban el mensaje de gracia eran salvos del juicio que iba a caer sobre la nación. Este juicio de alcance eterno, es en proporción a los privilegios concedidos pero despreciados. Es importante que nadie desprecie el día de la gracia que aun permanece. Cada hora que pasa lo acorta y nos acerca a la felicidad o a la desdicha eterna.

Los nombres escritos en los cielos

Los discípulos volvieron con gozo diciendo a Jesús: “Aun los demonios se nos sujetan en tu nombre” (v. 17). Todo el poder necesario para librar a los hombres de la esclavitud de Satanás se encontraba ante ellos, presente y activo. Era ese mismo poder les daría libertad más tarde. Por eso en Hebreos 6:5 los milagros que los apóstoles cumplían son llamados “los poderes del siglo venidero”. Entonces, Jesús les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (v. 18). Esta escena la volvemos a encontrar en Apocalipsis 12:9. Cuando los santos celestiales sean introducidos en el cielo, Satanás será echado de allí, donde tanto tiempo desempeñó el papel de acusador de los hijos de Dios (v. 10); (ver Job 1:6-12; 2:3; Zacarías 3:1-2). Satanás trabajará con gran furia en la tierra contra el remanente de Israel, hasta el momento de la liberación de ese residuo. Entonces, el poder divino del cual disponían los discípulos en el nombre de Jesús lo encadenará por mil años.

Jesús dijo a los discípulos: “He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará. Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (v. 19-20). El poder de Dios, ejerciéndose en bendición sobre la tierra, era motivo de gozo para los discípulos. Pero había un gozo muy superior, relacionado a lo celestial: el hecho de que sus nombres estaban escritos en los cielos. Aunque en ese momento eran incapaces de apreciarlo en todo su valor, más tarde comprendieron todas las ventajas de su posición celestial en asociación con Cristo. Esto les permitió atravesar victoriosamente las dificultades que encontraron en el mundo, donde su Maestro había hallado la muerte, y donde vivían como extranjeros al igual que él, porque pertenecían al cielo.

“En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó” (v. 21). Jesús se gozaba al ver cumplirse los planes de amor de su Padre, quien quería introducir en una posición celestial a los pequeños que recibían a Jesús. Por el contrario, los sabios y los entendidos del pueblo rechazaban el propósito de Dios (cap. 7:30), que era bendecirlos también por medio de Cristo. Esto era lo que el Padre había considerado bueno, y Jesús se regocijaba en ello, aunque fuera penoso para su corazón no poder introducir a todo el pueblo en la bendición prometida.

Para que esas bendiciones celestiales pertenecieran a los niños –a todos los que tienen este carácter a los ojos de Dios– y para que entraran en esa relación con Dios como Padre, era preciso que el Hijo viniera al mundo para revelar al Padre. Sin embargo, nadie conoce al Hijo, sino el Padre, porque solo Dios penetra en ese misterio de la unión de la divinidad y de la humanidad en su persona. Esta unión era necesaria para que el Padre fuera revelado, y que los creyentes de esta dispensación pudieran tener con él una relación vital como sus hijos muy amados. Solo esa unión permitía que Dios se acercara en gracia a los hombres pecadores sin aniquilarlos. También por eso Jesús se hizo hombre, para morir en la cruz y salvar a los pecadores.

En estos pasajes vemos un cambio en el carácter de las bendiciones concedidas a los creyentes. Esto se llama cambio de economía o de dispensación. Era la introducción de las bendiciones celestiales, la porción de la Iglesia. Entre tanto, se espera la dispensación futura en la cual Dios concederá a su pueblo terrenal las bendiciones prometidas en virtud de la obra de Cristo. Los discípulos también disfrutaban de un privilegio inmenso: ellos veían y escuchaban al Mesías. Era lo que los profetas y reyes habían deseado ver y oír. Por eso Jesús los llamó bienaventurados, en medio del pueblo que rechazaría, y los rechazaría también a los discípulos. “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (v. 23-24). En todos los tiempos, los bienaventurados fueron y son los que creen a Dios, que reciben su Palabra y la guardan, cualesquiera sean las circunstancias en las que se encuentren. Todo puede estar contra ellos, pero Dios es por ellos.

El samaritano que iba de camino

Los versículos que preceden nos muestran que las bendiciones celestiales reemplazan a las terrenales que el hombre no puede obtener sobre la base de su responsabilidad. De igual forma, la parábola del samaritano indica cómo la gracia alcanzó al hombre pecador incapaz de responder a las exigencias de la ley de Dios.

Un intérprete de la ley, cegado por sus pretensiones, quiso probar a Jesús. Le preguntó cómo podía heredar la vida eterna que Adán había perdido por su desobediencia, pero que se prometía al hombre si cumplía la ley. Jesús le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquel, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás” (v. 26-28). En su respuesta, este intérprete presentó la ley en su esencia, porque del amor hacia Dios y hacia el prójimo derivan todos los mandamientos.

Jesús lo puso frente a esta ley, poniéndolo así a prueba, mientras que él era quien quería probar al Señor. Como intérprete de la ley, él conocía sus exigencias y sabía que no las había cumplido. Pero, sobre todo, había una cosa que lo confundía: el asunto del prójimo. Sin duda su conciencia lo acusaba por no haberlo tratado los demás según las ordenanzas. Quería discutir el significado de la palabra “prójimo” preguntándole a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29). Trataba de justificarse a sí mismo. Seguramente pretendía haber amado a ciertas personas a quienes consideraba su prójimo. Pero, ¿debía dar este calificativo a cualquier persona y amarla como a sí mismo?

Por medio de esta parábola Jesús le enseñó que la gracia, de la cual él mismo era la expresión sobre la tierra, llama “su prójimo” a todos los pobres miserables que tienen necesidad de socorro; esto incluye a todos los hombres. La ley exigía de ellos el amor que no podían dar. Por el contrario, Cristo había venido para amarlos, para que, gozando de ese amor, ellos pudieran amar a su vez a Dios y a su prójimo, poseyendo la vida eterna que Dios da gratuitamente.

Jesús expone el estado del intérprete de la ley, que es el de todos los hombres, bajo la figura de un viajero que, yendo de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de ladrones. Jerusalén simboliza el estado de bendición en el cual Dios había colocado al hombre en la creación, pero que este perdió al caer en el pecado. Al escuchar la voz de Satanás, se encontró en el camino que terminaba en Jericó, que representa la maldición. En efecto, después de la destrucción de esta ciudad por el poder de Dios, Josué pronunció la maldición sobre quien volviera a construirla, lo que tuvo lugar en el reinado de Acab (1 Reyes 16:34; Josué 6:26). El camino que desciende de Jerusalén a Jericó es extremadamente rápido por la diferencia de niveles de esas dos localidades. Jerusalén está situada en una montaña a 780 metros de altura, y Jericó al borde del Jordán, cuyo valle, muy profundo, se encuentra bajo el nivel del mar. Este camino es una buena representación de aquel en el cual el pecado colocó al hombre para arrastrarlo rápidamente hacia la perdición.

En el camino de la maldición, pronunciada contra aquel que no cumpla todas las palabras de la ley (Deuteronomio 27:26), el hombre tiene que vérselas con Satanás, quien lo despojó de todo lo que podía hacerlo capaz de responder a las justas exigencias de Dios. Dios quiso remediar el estado del hombre que estaba bajo el sistema de la ley, representado por el sacerdote y el levita en esta parábola. Pero la salvación por la ley solo se aplicaba al hombre que fuera capaz de cumplirla, y nadie pudo hacerlo. El sacerdote vio al desgraciado que había caído en manos de ladrones y siguió su camino. Para sacar provecho del servicio del sacerdocio, era necesario tener algo para ofrecer, por poco que fuera. El hombre natural no tiene más que manchas y heridas; con eso no podría obtener nada.

El levita tampoco podía hacer nada y por eso siguió su camino. Hubiera podido explicarle la ley y recordarle las exigencias, pero, ¿qué podía ofrecerle, qué podía decirle a un hombre medio muerto? Los representantes del sistema legal solo pasaron de largo. Dejaron al hombre en su estado miserable, en el camino de la maldición. Hubiera permanecido allí para siempre si el que en esta parábola se llama un samaritano no se hubiese acercado a él. “Iba de camino” (v. 33), el camino que Dios le había trazado, que empezaba en la gloria, pasaba por el pesebre de Belén, para encontrar en este mundo al pecador en su miseria, mostrarle su gracia, y a continuación ir a la cruz para cargar con sus pecados.

Cristo había venido porque sabía que el hombre estaba en ese estado. En vez de preguntarse si un ser tan miserable era su prójimo o no, fue precisamente esa miseria que lo atrajo. ¡Ese fue el amor manifestado por Jesús!

Vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él
(v. 33-34).

El intérprete de la ley ignoraba que él mismo tenía necesidad de ese trato de amor; él, que pretendía cumplir los mandamientos y quería justificarse porque no lo había hecho. Tenía que vérselas con aquel a quien sus colegas religiosos, y quizás él mismo, llamaban “samaritano” (Juan 8:48), pero que era el Hijo de Dios, venido a este mundo para salvar a los pecadores, expresión del amor de Dios para con todos. El pecador perdido no podía obtener nada por sí mismo, puesto que había caído en las manos de Satanás, quien lo había despojado de todo lo que Dios le había dado. Pero si el hombre reconoce su impotencia, dejará que Jesús se le acerque, y por gracia llegará a ser uno de esos bienaventurados cuyos nombres están escritos en el cielo.

Después de poner aceite y vino sobre las heridas del desdichado, emblema de lo que lo haría capaz de regocijarse bajo la acción de la gracia, el samaritano lo llevó al mesón. El mesón representa un lugar donde los que reciben la gracia son puestos en seguridad, porque el Señor no los deja vagar en el camino peligroso de este mundo cuyo amo es Satanás. Todavía no es el cielo, sino un lugar sobre esta tierra, donde son entregados a los cuidados de una persona que se ocupa de ellos con interés.

“Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese” (v. 35). Jesús tuvo que marcharse de este mundo, después de haber cumplido toda su obra sobre la tierra. Pero envió el Espíritu Santo para velar sobre los redimidos. El Espíritu Santo vino a la tierra después de la ascensión del Señor. Ese Consolador estará con los creyentes eternamente, y hace efectiva la obra de Cristo y lo que él es hasta su regreso.

Los dos denarios que el samaritano le dio al mesonero nos hacen pensar que este acontecimiento no se hará esperar mucho tiempo. El denario era el salario cotidiano de un obrero. Ante Dios un día es como mil años, y mil años como un día. De modo que para Dios es como si todavía no hubieran transcurrido dos días desde que el Señor subió al cielo. La Palabra de Dios siempre deja suponer que el tiempo que nos separa de la venida del Señor es muy corto, para que lo esperemos constantemente.

En resumen, Jesús expuso por medio de esta parábola el estado del hombre delante de Dios, y la gracia que había venido en su ayuda, en su Persona, el Hombre divino y despreciado. Luego preguntó al intérprete de la ley cuál de esos tres personajes era “el prójimo” de aquel que había caído en manos de ladrones. Él contestó: “El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Vé, y haz tú lo mismo” (v. 37). Hacer lo mismo es usar de misericordia para con el miserable, sea quien fuere. Pero para el intérprete de la ley eso no era posible si antes no reconocía su estado lamentable y recibía a Jesús, quien lo amaba, dejándolo que se acercara, en lugar de despreciarlo como lo hacían los jefes del pueblo, y como aun hoy lo hace el mundo.

Hacer algo meritorio es el principio legal, mientras que dejarse amar por el Salvador despreciado, para poder amar a su vez, es el principio de la gracia. El pecador tiene mucha dificultad en aceptar que, ante Dios, él es como ese hombre despojado de todo y dejado medio muerto por el diablo, en el camino de la maldición. Su orgullo y sus pretensiones rechazan la gracia que le es presentada por Jesús, el Hombre humilde y manso, sin apariencia, aunque es Señor de todo. Pero los sencillos, los niños, aceptan lo que Dios dice como la verdad, y poseen todo lo que la gracia les ha traído. “Bienaventurados los pobres en espíritu” (Mateo 5:3). Han escogido la buena parte que no les será quitada.

La buena parte

Seguimos a Jesús a la casa de Marta, en Betania. Marta trabajaba con mucha abnegación para recibir bien al Señor que iba acompañado por sus discípulos. Por cierto, no era poca cosa ese servicio, y nadie sabía apreciarlo mejor que Jesús. María, la hermana de Marta, tomaba a pecho tanto como ella el bienestar del amado huésped, pero manifestaba su apego a Jesús aún de otra manera. La Biblia dice de ella: “la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra” (v. 39). Ella no solamente lo recibía, sino que también lo escuchaba. “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”, había dicho el profeta Samuel (1 Samuel 15:22). A primera vista, la actividad de Marta puede parecer más útil y oportuna que la actitud de María. En un caso semejante, así pensarían hoy muchas personas. Pero Jesús no pensaba así. Para que nuestro juicio sea verdadero, es preciso que esté de acuerdo con el del Señor. En todo debemos buscar su pensamiento y conformarnos a él.

Descontenta con su hermana que le dejaba todo el trabajo de recibir a los invitados, Marta se acercó a Jesús y se quejó: “Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada” (v. 40-42).

El error en Marta no era servir; muy al contrario. Pero su servicio ocupaba todo su corazón. “Marta se preocupaba con muchos quehaceres” (v. 40). Todo lo que nos aparta de la persona de Jesús, nos perjudica. Incluso el servicio, como en el caso de Marta. Él es quien debe tener el primer lugar en nuestros corazones, sin lo cual no podemos hacer progresos y asemejarnos a él. En lugar de distraerse, María escuchaba la palabra de Jesús, sentada a sus pies. Ella había escogido una parte que no le sería quitada, ni sobre la tierra, ni en la eternidad, cuando el servicio será suprimido. Si servir a Cristo nos aparta de él en lugar de gustar de su Persona, ese servicio será vano. En el cielo, el corazón tendrá solo a Jesús por objeto.

Lo más importante, mientras esperamos el regreso del Señor, es permanecer a sus pies para escuchar su Palabra. El servicio ocupa un gran lugar en la vida del cristiano; de hecho, es toda su vida.

Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas
(Efesios 2:10).

Pero antes de servir, debemos estar a los pies del Señor para escuchar su Palabra. Necesitamos su pensamiento para comprender lo que él nos pide y para saber cumplirlo. Es preciso que la persona de Jesús tenga valor para el corazón, para que apreciemos su Palabra. Es necesario conocerlo, disfrutar de él, de su amor, para no correr el riesgo de alimentar nuestras almas con lo que hacemos por él.

Al hacerlo así tendremos la inteligencia necesaria para conocer su voluntad. María nos da un ejemplo notable de esto. Ella sirvió a Jesús en una circunstancia en que nadie podía hacerlo, cuando, seis días antes de la crucifixión, lo ungió con un perfume de nardo puro (Juan 12:3-8). Sabía lo que convenía en ese momento, gracias a la comunión que había gustado a los pies del Señor. Comprendía que él iba a morir y, frente al odio de los hombres, quiso testificar de lo que él era para su corazón, y honrarlo dignamente. Por lo tanto, fue la única en hacer algo para su sepultura (v. 7). Todo servicio fructífero deriva del conocimiento de Cristo y del apego a su Persona, la cual tiene mayor valor para el corazón que lo que se hace por él.

¡Dios quiera que nos parezcamos a María disfrutando sobre la tierra de la porción que tendremos en la eternidad! ¡Que nos gocemos en el Señor mientras lo servimos con el celo de Marta, pero sin dejarnos distraer por lo que hacemos por él!

En este relato, vemos en María la actitud de aquellos que esperan la venida del Señor; ellos tienen el corazón ocupado en él escuchando su Palabra.