El Hijo del Hombre profetiza el futuro
La ofrenda de la viuda
Entre quienes echaban sus ofrendas en el templo, Jesús vio junto a los hombres ricos a una pobre viuda que echaba dos blancas. Esta era la moneda más pequeña que existía en ese tiempo. Comparada con las ofrendas de los ricos, era muy poca cosa. Pero el Señor juzga nuestras ofrendas por su valor moral, no material. Jesús dijo: “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas esta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (v. 3-4).
Se ha dicho que Dios aprecia nuestras ofrendas, no por lo que damos, sino por lo que guardamos para nosotros. El Señor lo destaca en el caso de la viuda, que no había reservado nada para ella. Para dar de esta manera, es necesario haber depositado toda la confianza en Dios y conocerlo como la fuente inagotable, de la cual podemos extraer todo para cada día. Al experimentar su misericordia, el corazón siente la necesidad de expresarle su agradecimiento y de honrarlo devolviéndole lo que ha recibido de él. Todos podemos hacerlo en alguna medida, en las diversas circunstancias donde estamos. Se trate de los tesoros que David destinaba a Dios para su casa, o de las dos blancas de la viuda, podemos decir como el rey: “Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres… Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada; por eso yo con rectitud de mi corazón voluntariamente te he ofrecido todo esto” (1 Crónicas 29:14-17). Los principios que inclinaron a David a obrar de esa manera, fueron los mismos que hicieron obrar a la viuda. Se da a Dios de lo que proviene de él, y él es quien aprecia lo que se hace por su nombre. Para esto, el corazón debe estar apegado al Dador y no al donativo. Como David, debemos considerarnos huéspedes en la Casa de Dios y tener en cuenta su gloria. Debemos comprender como la viuda, que el valor de lo que damos es apreciado por Dios quien conoce los corazones y la posición. Él no evalúa los dones según la escala material de los hombres, se trate de una moneda o de una suma considerable.
Es alentador saber que Dios aprecia lo que hacemos por él, por poco que sea, según la disposición de nuestros corazones hacia él. De esta manera, podemos hacer mucho a sus ojos, aun cuando parezca poco a nuestros propios ojos y a los de los demás.
El acto de esta viuda agradó al Señor. Presentaba un contraste absoluto con lo que él acababa de decir al final del capítulo anterior en cuanto a los hombres religiosos.
Recordemos que Dios mira el estado de nuestros corazones y nuestras motivaciones. En estos tiempos se busca aparentar, así en materia religiosa, como en las demás cosas. Pero estamos delante de Aquel que dijo a Samuel:
Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón
(1 Samuel 16:7).
Predicciones sobre Jerusalén
La vista del magnífico templo, al igual que en los dos primeros evangelios, dio lugar a las enseñanzas concernientes al fin. En el pensamiento de los judíos, e incluso de los discípulos, ese templo maravilloso, casa de Dios y centro de bendición para Israel según la carne, debía permanecer para siempre. Cuando Jerusalén fue atacada por los romanos, los judíos no creyeron hasta el último momento que su templo caería en manos del enemigo. Jesús no quiso que los suyos quedaran con esa ilusión. Por eso dijo a sus discípulos: “En cuanto a estas cosas que veis, días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra, que no sea destruida. Y le preguntaron, diciendo: Maestro, ¿cuándo será esto? ¿y qué señal habrá cuando estas cosas estén para suceder?” (v. 6-7).
En este evangelio, el Espíritu de Dios enseñó en primer lugar a los discípulos qué testimonio tendrían que dar después de la ascensión de Jesús, y lo que sucedería a Jerusalén y a todo el pueblo bajo el dominio de los romanos. A diferencia de esto, la respuesta del Señor en los evangelios de Mateo y de Marcos presenta el fin del período actual, antes de su venida en gloria como Hijo del Hombre. Esto es relatado aquí a partir del versículo 25. Es importante discernir esto para comprender el pensamiento de Dios en cada evangelio y sacar provecho de las enseñanzas del Señor.
La Palabra de Dios fue escrita de una manera perfecta. Cada evangelista dio una descripción particular de lo que sucedería. Mateo, escribe desde el punto de vista judío. Presenta la responsabilidad de ese pueblo y los acontecimientos anteriores a la posesión de las promesas hechas a los padres con la venida de Cristo. Lucas habla sobre todo de los juicios que pondrán de lado a ese pueblo, hasta el cumplimiento de los tiempos de los gentiles, en los que se encuentra el período de la gracia. Menciona solo brevemente lo que tiene que ver con la venida del Hijo del Hombre. Se entiende que si se quisiera hacer un solo relato de los cuatro evangelios haría imposible la comprensión de todo el pensamiento divino. Esto nos privaría de la bendición que Dios tenía en vista al darnos cuatro relatos.
Jesús comenzó advirtiendo a sus discípulos acerca de las dificultades que vendrían en los días posteriores a su partida. No deberían dejarse engañar por los que se presentaran como el Cristo.
Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y: El tiempo está cerca. Mas no vayáis en pos de ellos
(v. 8).
En general, el enemigo tiene dos maneras de hacer daño a los fieles: imita la verdad, en su carácter de serpiente, o bien, obra con violencia por medio de la persecución, bajo el carácter de león rugiente. Para poder resistir, tenemos que vivir cerca del Señor y apegados a su Palabra.
En aquellos días malos, antes de que los romanos destruyeran Jerusalén, los discípulos iban a oír hablar de guerras y conspiraciones. En efecto, no faltaron guerras y revueltas en medio del pueblo judío. Jesús les dijo que no se dejaran espantar, “porque es necesario que estas cosas acontezcan primero; pero el fin no será inmediatamente” (v. 9). Habría muchos otros acontecimientos antes del fin. “Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá grandes terremotos, y en diferentes lugares hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo” (v. 10-11). Estas cosas debían suceder durante el tiempo de los juicios que terminarían con la destrucción de Jerusalén y con la dispersión del pueblo entre las naciones. Todo esto se cumplió al pie de la letra.
En los versículos 12 al 19, el Señor advirtió a sus discípulos que previo a esos acontecimientos ellos sufrirían persecuciones muy dolorosas. Se los entregaría a las sinagogas y a las cárceles, se los llevaría ante los gobernadores y los reyes, a causa del Nombre del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata algunos de esos sucesos. Nos describe parte de la actividad de Pedro y de Juan, obviando la de los demás apóstoles que vivieron con Jesús. Solo se menciona que Jacobo fue ajusticiado por Herodes.
Cuando serían llevados ante las autoridades civiles y religiosas, los discípulos no debían preocuparse de antemano por su defensa, pues el Señor dijo: “Yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan” (v. 15). Esto sucedió, no solo con los discípulos de entonces, sino con quienes en adelante, tuvieron que dar un testimonio público en respuesta a sus acusadores. Aquellos que sintieron su debilidad y su incapacidad fueron sostenidos maravillosamente por Aquel de quien eran testigos. Aun hoy, quienes desean ser fieles, reciben del Señor lo que necesitan para dar testimonio.
En los versículos 16-19, el Señor les habló de cuanto iban a sufrir, no solo de parte de las autoridades, sino también de sus parientes. Serían entregados por sus familiares y sus amigos, odiados por todos a causa de su Nombre. Muchos serían llevados a la muerte. La persecución de parte de la propia familia ocasiona dolores extremos. Sabemos hasta qué punto el fanatismo religioso, entre los judíos, los paganos, y aun más en la iglesia católica romana, ha excitado a los miembros de una misma familia contra quienes eran fieles al Señor. Entre los judíos, el odio contra Jesús, el crucificado, no tuvo límites. Entregados a su ceguera y bajo el poder de Satanás, no retrocedieron ante ningún medio para hacer sufrir y deshacerse de quienes confesaban el nombre de Cristo.
El Señor entró luego en detalles con respecto a la toma de Jerusalén y los sufrimientos que deberían soportar los discípulos y el pueblo incrédulo. “Pero cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado” (v. 20). Se trataba de los ejércitos romanos, dirigidos por Tito, que sitiaron la ciudad hasta hacerla caer. Los discípulos debían huir antes que fuera tomada: “Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse; y los que estén en los campos, no entren en ella. Porque estos son días de retribución, para que se cumplan todas las cosas que están escritas… Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo” (v. 21-23).
No hay que confundir las recomendaciones que el Señor da en estos versículos, con las palabras semejantes que se encuentran en Mateo 24:16-20 y en Marcos 13:14-20. En estos dos evangelios, las palabras del Señor se relacionan, como ya lo hemos dicho al principio de este capítulo, con un tiempo futuro. En ese momento, los creyentes judíos, de vuelta en su país, verán a un ídolo establecido en el templo, llamado “la abominación desoladora”. Tendrán que huir, porque será la señal de días terribles bajo el reinado del anticristo. En cambio, en este pasaje de Lucas, se trata del día en que Jerusalén fue rodeada por los ejércitos. Tendrían que huir para evitar perecer en la toma de la ciudad por los romanos. Esto ocurrió exactamente. Los discípulos tuvieron en cuenta las advertencias del Señor y se refugiaron en una pequeña ciudad llamada Pella, en Perea, del otro lado del Jordán, y fueron librados.
Por todos los detalles relacionados a la huida de los suyos, vemos los cuidados del Señor sobre ellos. Quería que estuvieran a salvo cuando los juicios de Dios cayeran sobre el pueblo incrédulo y perseguidor. Los creyentes de hoy no tienen necesidad de estas advertencias pues serán preservados de los juicios futuros de otra manera. Nosotros esperamos del cielo la venida del Señor, que nos librará de la ira que caerá sobre el mundo.
Luego Jesús anunció que los judíos serían alcanzados por los juicios pues habían rechazado al Mesías y habían pedido que su sangre cayera sobre ellos y sobre sus hijos. “Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo. Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan” (v. 23-24). Todo eso se cumplió al pie de la letra.
Se cree que aproximadamente un millón de personas murió durante la toma de Jerusalén. Los demás fueron llevados presos, vendidos como esclavos o conducidos a Roma para figurar en el cortejo triunfal del vencedor. Muchos fueron echados a las fieras, y el resto fueron dispersados por todas partes como esclavos sin ningún valor.
Jerusalén fue destruida por completo, según las palabras del profeta Miqueas: “Por tanto, a causa de vosotros Sion será arada como campo, y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosque” (Miqueas 3:12; ver también Jeremías 26:18). Así llegó a su fin la magnífica ciudad, centro y alma del pueblo judío, pero llamada por Jesús «la ciudad que mata a los profetas, y apedrea a los que le son enviados» (Lucas 13:34). Por encima de todo, fue la ciudad culpable de matar a su Rey, cuando le fue presentado. Desde ese momento, y por muchos años, esta ciudad quedó en manos de los gentiles. Luego, durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Inglaterra libertó a Palestina de los turcos y les prometió a los judíos la tierra de sus antepasados.
Aún antes de esa liberación, muchos judíos habían vuelto allí provenientes de diferentes países, y desde entonces otros continuaron regresando. En 1948, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, los judíos proclamaron su independencia.
Este nuevo país, ahora llamado Israel, ha crecido y prosperado. Pero todavía no es dueño de todo el territorio poseído por los judíos en la antigüedad. Vemos en los acontecimientos relatados una acción providencial de Dios, pero no es su intervención directa, la cual es todavía futura. Queda aún el cumplimiento de la profecía acerca del arrebatamiento de la Iglesia.
Entonces llegará un tiempo de tribulación, el cual completará lo que es llamado en la Biblia “los tiempos de los gentiles”, y después Jerusalén volverá a ser gloriosa, más aun que en los tiempos del rey Salomón. Cristo, el verdadero Salomón, el Príncipe de justicia y de paz, vendrá a reinar y allí será el centro de la gloria milenaria.
En los versículos 25 al 28, el Señor deja a un lado el período en el cual la Iglesia está sobre la tierra, y habla de lo que sucederá entre su venida para arrebatar a los santos y su regreso en gloria. “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (v. 25-26). En ese tiempo, quienes no crean en Dios no sabrán lo que va a pasar; pero serán conscientes de que se preparan cosas terribles. Las naciones estarán atemorizadas por “el bramido del mar y de las olas”, expresiones que son una figura de la agitación extraordinaria de los pueblos. Ante las revueltas políticas, los hombres quedan perplejos en la expectativa de las cosas que van a suceder. No lo saben, porque no creyeron la verdad cuando les fue presentada durante el tiempo de la gracia, pero lo que suponen, los llena de temor. ¿Y qué sucederá? El versículo 27 lo dice: “Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria”. Vendrá para juzgar a sus enemigos y librar al remanente representado por los discípulos que entonces rodeaban al Señor. Les dijo: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (v. 28). Los malos se asustarán y temblarán por no saber lo que va a suceder, pero la fe y la esperanza de los discípulos se fortalecerá al ver en esas terribles circunstancias, las señales precursoras de su liberación.
En nuestros días sucede lo mismo. El mundo no sabe en qué van a terminar los acontecimientos actuales. Muchos creen que llegarán tiempos de paz y de prosperidad. Pero nadie está muy convencido de eso, y muchos viven en el temor. Los que creen en la Palabra de Dios y se dejan enseñar por ella, saben que no habrá paz sobre la tierra hasta que se establezca el reinado del Hijo del Hombre. Ese tiempo de paz y prosperidad, sueño de los hombres desde la caída, y respuesta a los suspiros de la creación, no podrá existir antes sobre la tierra. Ellos saben que primero vendrá el Señor para arrebatar a los suyos y que ese momento está cerca. ¡Cuánto consuelo, fortaleza y aliento da esta certeza a todos los creyentes! Particularmente a aquellos que han sufrido las terribles consecuencias de la guerra. El creyente tiene una esperanza. Sabe hacia dónde se dirige, y qué alcanzará a través de todo lo que sucede en la tierra. Por eso no puede compartir los temores del mundo, como tampoco sus ilusiones. La Palabra de Dios dice:
Ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo. A Jehová de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo
(Isaías 8:12-13).
Estas palabras alentadoras encuentran su aplicación hoy, mientras se espera que el remanente de Israel experimente todo su valor.
¿Disfrutan todos nuestros lectores de una seguridad perfecta en medio del ruido del mar y de las olas, en un mundo tan agitado? ¿Esperan que se levante la Estrella de la mañana en medio de la noche tempestuosa? “A Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses 1:10). Deseamos que quienes no poseen la seguridad en la paz con Dios, reciban sin tardar la preciosa certeza de su salvación por la fe en el Señor Jesucristo. El tiempo pasa rápidamente. El Señor está cerca.
Últimas advertencias
Por medio de una parábola, el Señor anunció a sus discípulos lo que sucedería antes de su venida. También les dio algunas exhortaciones en cuanto a su andar hasta aquel momento. “Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (v. 29-31). Durante el tiempo de su rechazo, Israel permaneció sin ninguna apariencia de vida, como los árboles en invierno. Pero cuando sucedan las cosas de las cuales habló Jesús, serán las primeras manifestaciones de vida en los judíos. Después del largo invierno que habrán pasado, serán semejantes a los brotes de la higuera cuando llega la primavera.
Cuando los creyentes vean esto, sabrán que el reino de Dios está cerca. Lucas, que siempre deja la puerta abierta a las naciones, no habla solamente de la higuera, sino de “todos los árboles”, que representan a los otros pueblos. Estos movimientos precursores del fin alcanzan a las naciones tanto como a Israel.
Lucas dice que “el reino de Dios” se ha acercado. Todo responderá a los caracteres de Dios, en contraste con los acontecimientos anteriores que tendrán los caracteres del hombre caído y de Satanás. En Lucas, el Espíritu de Dios presenta el lado moral de las cosas. En los dos primeros evangelios, lo que está cerca es la venida gloriosa del Hijo del Hombre. Los dos son verdaderos, pero cada uno con su punto de vista diferente, bajo la inspiración divina.
Jesús dijo:
De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán
(v. 32-33).
Por “esta generación” hay que entender las características distintivas de la raza, y no la duración de la vida de una persona. A excepción del remanente, los judíos tendrán el mismo carácter de incredulidad y oposición a Dios y a Cristo que en los días en que vivían los discípulos. Los juicios caerán sobre esta generación con la certeza que da la inmutable Palabra del Señor. Todo lo que ella dice se cumplirá, para bendición de algunos, y para juicio de los otros. Cuando el cielo y la tierra hayan pasado, la verdad de lo que se ha dicho se probará con el establecimiento de lo eternal y el cumplimiento de todo lo que haya tenido lugar hasta la disolución de la primera creación.
¡Qué privilegio tenemos de poseer la Palabra, en medio de todo lo que es inestable y pasajero en la tierra, y de poder descansar sobre ella con fe! Siempre fue una gran fuente de fortaleza y valor para los discípulos de todos los tiempos.
Mientras esperen el reino de Dios, a través de los tiempos difíciles que lo precederán, los discípulos no deberán buscar su satisfacción en las cosas de este mundo, ni dejarse preocupar por los problemas de la vida. Esto perjudicaría su vigilancia y los apartaría de su esperanza. En lugar de esperar ese día, serían sorprendidos por él, porque llegará de un modo inesperado sobre quienes no lo aguardan, como un lazo del cual no podrán escapar. “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre” (v. 34-36).
Estas exhortaciones contienen los principios según los cuales también debemos conducirnos mientras esperamos al Señor. Quienes tenemos el privilegio de conocerlo y de esperarlo, debemos vivir separados del mundo y de todo lo que pueda apartar el corazón de tal espera. Nuestra conducta debe estar gobernada por la esperanza de encontrarnos en un momento con el Señor. Si su venida nos libra de los juicios que caerán sobre este mundo, no practiquemos las cosas que van a atraer esos juicios. Los discípulos y todos los creyentes, por su conducta, serán “tenidos por dignos de escapar” a los juicios, “y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”.
Cuando se trata del gobierno de Dios1 , la liberación final se considera siempre como consecuencia del andar. Desde el punto de vista de la gracia, donde se trata del amor de Dios y del cumplimiento de sus consejos eternos, nuestra salvación depende de la fe en la obra de Cristo. Pero estas dos cosas no se contradicen. Por la fe se posee la vida eterna, y esta debe manifestarse en hechos, lo que la Palabra llama “buenas obras”. Estas se oponen a la vida del mundo. Nuestra conducta debería probar que somos hijos de Dios. ¿Quiénes serán arrebatados al encuentro del Señor en el aire para escapar de los juicios venideros? Son los creyentes cuyo andar prueba que son del cielo. Considerando esto, el Señor dijo: “que seáis dignos de escapar de todas las cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”.
Es importante que retengamos esta enseñanza, pues somos propensos a descansar sobre la salvación que poseemos por la fe. Sabemos que esta no depende de nuestras obras, pero no nos preocupamos suficientemente por el andar, que es el único medio para probar o poner de manifiesto que somos hijos de Dios, y de testificar al Señor nuestra gratitud. Nuestra vida no debería encontrar satisfacción en las cosas del mundo. Deseamos que todos los jóvenes creyentes sean penetrados por estas verdades desde el comienzo de su carrera cristiana. Sin esto, no hay testimonio. Dios es deshonrado por una vida que no responde a la posición que en su gracia nos dio. Si no vivimos para complacer al Señor, al cual le debemos todo nuestro ser, estamos buscando nuestra propia satisfacción. Será una existencia egoísta que se apropia de lo que es del Señor.
Jesús continuó su obra de amor mientras duró el día de su servicio (ver Lucas 13:33; Juan 11:9). Pero ese día llegaba a su fin. “Y enseñaba de día en el templo; y de noche, saliendo, se estaba en el monte que se llama de los Olivos. Y todo el pueblo venía a él por la mañana, para oírle en el templo” (v. 37-38). Jerusalén ya había sido juzgada. Y aunque el Señor cumplía allí su servicio en favor de la gente, no podía permanecer en ese lugar para descansar. Quizás también nosotros tengamos que estar en ciertos lugares para cumplir la tarea que el Señor nos pone delante, pero no para acomodarnos allí. Este es un principio general que siempre debemos tener en cuenta. Estamos “en el mundo”, pero no somos “del mundo”, como tampoco Jesús lo era, aunque todos tenemos un servicio que cumplir allí. ¡Que podamos entonces cumplir con nuestro deber imitando al Modelo perfecto!
- 1Se entiende por «gobierno de Dios» la manera en que Dios obra en relación a la conducta.