Cristo exige el arrepentimiento y se lamenta por Jerusalén
Todos son merecedores del juicio
Le relataron a Jesús un hecho escandaloso que había ocurrido en Galilea. Pilato había mezclado la sangre de unos galileos con los sacrificios de ellos. Según lo que los judíos sabían del gobierno de Dios, aquellos que habían pecado recibían, tarde o temprano, su debido castigo. Por tanto, juzgaban a esos Galileos culpables de actos que trajeron sobre ellos el castigo de Pilato.
Jesús les contestó: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (v. 2-5). Así como Jesús lo mostró al final del capítulo precedente, los judíos estaban en vísperas de los juicios que pondrían fin a su existencia nacional. Dios ya no podía prolongar más el tiempo de su paciencia hacia ellos. Todos iban a perecer, salvo los que se arrepintieran.
Dios se ocupó de su pueblo, le mandó sus profetas, y finalmente a su propio Hijo. Por diferentes medios juzgaba el mal que surgía, castigando a los culpables y a menudo a la nación entera. Pero en este momento de la historia de los judíos, todos eran tan culpables que si sucedía una desgracia a algunos, no significaba que lo merecían más que los otros que habían sido librados. Si los juicios no los habían alcanzado a todos, era porque Dios todavía esperaba para obrar en gracia hacia muchos. Estaban de camino con el adversario antes de ser arrastrados ante el juez. Era el año en el cual el viñador todavía cuidaba la higuera (v. 8). Como Jesús les dijo, los que se arrepintieran no correrían la suerte que amenazaba a la nación entera.
Es muy natural para el hombre, creyéndose mejor que los demás, pensar que si acontece una desgracia a sus semejantes, se trata de un juicio de Dios. Olvida que, delante de Dios, todos somos igualmente culpables. Hoy como entonces, ese juicio aplicado a las víctimas de males y de calamidades diversas, individualmente o en familia, o como nación, no es justo. El mundo ha alcanzado tal grado de culpabilidad que los castigos están a la puerta. Dios se ocupa de extender la gracia al que responda al llamado de su amor. Si permite que vengan calamidades sobre algunas personas o sobre algunos pueblos, no es más que una señal precursora de lo que alcanzará a todos los que no se arrepientan. Cada uno debe preocuparse de su propio estado delante de Dios, juzgarse y convertirse mientras haya tiempo para hacerlo.
La higuera inútil
El Señor presenta el estado del pueblo judío por medio de la parábola de la higuera que un hombre había plantado en su viña y que no daba fruto. En las Escrituras, se toma frecuentemente a la higuera como figura de Israel (ver Joel 1:7; Mateo 21:18-22; Marcos 11:13). También es representado por una vid (Salmo 80:8-11; Isaías 5:1-7; Joel 1:7), y por un olivo (Jeremías 11:16; Romanos 11:24). Bajo todas estas figuras, Dios muestra que esperaba fruto de su pueblo de diversas formas: de la vid esperaba el gozo; de la higuera, el fruto; del olivo, el poder. Pero nunca había recibido nada.
En los versículos que nos ocupan, viendo el propietario que en vano había esperado recibir el fruto por tres años, dijo al viñador que cortara la higuera. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después” (v. 8-9). Los cuidados proporcionados a la higuera durante este último año representan el trabajo del Señor en medio de su pueblo. Tenía paciencia y misericordia hacia todos. Cumplía su obra de amor haciendo todo lo posible para que el corazón natural, si tenía la capacidad, llevara fruto para Dios. ¡Esfuerzo perdido! Después de esta última prueba, ya no había nada que hacer y nada que esperar. El señor de la higuera la iba a cortar.
Esta parábola confirma lo que hemos visto en los versículos 1 a 5, y en el capítulo 12:54-59, es decir, que el juicio iba a caer sobre el pueblo judío. La presencia de Jesús era el último medio para mostrar que Dios se ocupaba del hombre en la carne, pues Israel representaba la raza humana pecadora. Por medio de ese pueblo, Dios probó lo que era la familia del primer Adán. Como consecuencia de esta prueba, el primer hombre fue puesto de lado y juzgado en la cruz con la muerte de Cristo. Gracias a esta muerte, el hombre nacido de nuevo, el creyente, lleva fruto para Dios. Durante el reinado del Hijo del Hombre, un Israel nuevo podrá ser fundado para la gloria de Dios, y servir como centro de bendición terrenal. Mientras tanto, el pueblo rechazó a Jesús, a pesar de todos los cuidados que le brindaba. En vano se cavó alrededor de la higuera y se la abonó, todo eso no cambió su naturaleza.
La curación de una lisiada
El Señor continuó su obra de gracia a pesar de todo. Trabajó mientras duraba el día (Juan 9:4). Un día de reposo, Jesús enseñaba en la sinagoga, y vio allí a “una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios” (v. 11-13).
Este milagro, que se llevó a cabo un día de reposo, indignó al jefe de la sinagoga quien se dirigió a la multitud en estos términos: “Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo” (v. 14). Este hombre miserable reconoció en Jesús el poder de hacer milagros, pero quería que los cumpliera teniendo en cuenta el orden establecido bajo la ley, del cual formaba parte el día de reposo. Este orden suponía que el hombre era capaz de obedecer, y por consiguiente, de tener parte en el reposo del cual el sábado era figura. Jesús, por el contrario, había venido en medio de su pueblo porque, bajo el sistema de la ley, este pueblo iba a perecer. Él venía para librarlo de las consecuencias del pecado y de la esclavitud de Satanás. No podía descansar en medio del estado de pecado en el cual se encontraba su criatura; su amor no se lo permitía. No observaba la ley para cumplir su obra de gracia. Como lo hemos visto en el capítulo 5:36-39, la actividad de la gracia no se ejercía en el círculo restringido del sistema legal. No se ponía el vino nuevo de la gracia en los odres viejos de la ley.
Dirigiéndose al jefe de la sinagoga, Jesús le dijo: “Hipócrita, cada uno de vosotros ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?” (v. 15-16). Jesús calificó de hipócrita a este hombre que se servía de la ley para oponerse a la acción de la gracia hacia una pobre mujer atada por Satanás, mientras que esos observadores de la ley desataban su ganado el día de reposo. Si los judíos religiosos se hubieran dado cuenta de su estado miserable bajo el poder de Satanás, si hubiesen comprendido que el poder de Dios en amor estaba allí en la persona de Jesús para librarlos de él, habrían también entendido que la observación del día de reposo no haría cesar este amor que desataba del poder de Satanás a una hija de Abraham. Pero la hipocresía de esta gente religiosa manifestaba un odio implacable contra Jesús.
Hay una diferencia entre ellos y el pueblo que “se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por él”, mientras que sus “adversarios”, al oírlo “se avergonzaban” (v. 17). En todos los evangelios encontramos que la multitud era más accesible, porque tenía grandes necesidades. Sin embargo, los religiosos, quienes tomaban el lugar de pastores del rebaño de Israel, no se preocupaban por ellas (ver Mateo 9:36; Marcos 6:34).
La enfermedad de esta mujer muestra una de las formas bajo las cuales Satanás ejercía su poder sobre los hombres. Ella tenía un “espíritu de enfermedad” que hacía que anduviera encorvada y no pudiera enderezarse. Sin ser como los que se llaman “endemoniados”, su enfermedad tenía como causa un espíritu satánico. El hombre se cree libre, pero no se da cuenta en qué medida se encuentra bajo el poder de Satanás. Los hombres libres son aquellos que han sido libertados por la fe en el Hijo de Dios (ver Juan 8:31-45).
El reino de Dios
Cuando Israel dejara de existir, sería reemplazado por el reino de Dios. Este reino se establecería por medio de la predicación y la recepción del evangelio y no con poder y gloria, como acontecerá cuando Jesús venga como Hijo del Hombre. Hasta ese entonces, estando ausente el rey, el reino tomará cierta forma. Es lo que muestran los versículos 18 y 19, donde Jesús lo compara “al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su huerto; y creció, y se hizo árbol grande, y las aves del cielo anidaron en sus ramas” (v. 19). En la Palabra, un árbol grande simboliza siempre a un poder terrenal o un personaje eminente. Es lo que llegó a ser el reino de Dios en la ausencia del Rey, en lugar de conservar ante los ojos del mundo su carácter de pequeñez como al principio. (Para comprender el significado del árbol grande, ver Ezequiel 31:1-9, donde se refiere al pueblo asirio; y en Daniel 4:20-27, donde se refiere a Nabucodonosor). Los pájaros que habitan en las ramas son los hombres que vienen a buscar ventajas y protección bajo ese poder.
Otro carácter del reino de Dios es presentado por “la levadura, que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo hubo fermentado” (v. 21). Aquí se trata de las doctrinas humanas que se mezclaron con lo que viene de Dios. En lugar de permanecer apegados a la Palabra que formó el reino, los hombres introdujeron en él sus propios pensamientos. La falsa enseñanza se desarrolló desde el principio de la historia de la cristiandad, y como la levadura, penetró en toda la masa.
El capítulo 13 de Mateo presenta los diversos caracteres del reino de los cielos por medio de siete parábolas. Las tres últimas, la del tesoro, la de la perla y la de los peces, presentan lo que es de Dios en medio de lo que ha venido a ser el reino. Mientras que las tres precedentes, muestran el lado exterior: la cizaña en medio de la buena semilla, el árbol grande, y la levadura. Lucas hace resaltar la forma que toma el reino de Dios, en cambio Mateo resalta lo que es bueno y lo que es malo.
Cómo se entra en el reino
Jesús prosiguió su camino hacia Jerusalén enseñando en las ciudades y en los pueblos. Este era un momento solemne para el pueblo, porque era la última vez que el Señor pasaba por esos lugares. Su rechazo iba a consumarse en la crucifixión.
Uno de los que lo escuchaban, le dijo: “¿Señor, son pocos los que se salvan?” (v. 23). Se trataba de aquellos que serían salvos del juicio que iba a caer sobre la nación. El Señor en sus enseñanzas les mostró las consecuencias de su rechazo (v. 33-35). Pero Isaías ya había dicho: “Si fuere el número de los hijos de Israel como la arena del mar, tan solo el remanente será salvo” (Romanos 9:27; Isaías 10:22). En los últimos días, este residuo formará el pueblo que gozará del milenio, mientras que el del tiempo del Señor forma parte de la Iglesia. La pregunta que se le hizo a Jesús era muy oportuna, pero lo que importaba más aun era saber quién se salvaría y cómo iba a efectuarse eso. Jesús contestó diciendo: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán” (v. 24).
Ya no era cuestión de ser hijo de Abraham para entrar en el reino. Jesús, humillado y rechazado, era la puerta. Era preciso creer en él, y recibirlo reconociendo el estado de pecado. Por esta puerta estrecha solo se puede pasar despojándose de todo lo que hace el orgullo del hombre natural. Dijo Jesús: “Muchos procurarán entrar, y no podrán”, porque procurarán entrar por otro medio: las buenas obras, la religión de la carne, la fe de la inteligencia, y tantos otros medios que presentan al hombre una entrada más fácil, en apariencia, que la puerta estrecha de un Jesús crucificado. Esta última forma no da lugar a nada de lo que es de la carne.
No es que haya personas que quieran entrar por la puerta estrecha y no puedan; porque todos los que quieran entrar por la puerta estrecha lo podrán hacer. No hay dos puertas. No hay dos maneras de ser salvos. Pedro les dijo a los judíos en Hechos 4:12:
No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.
Es el nombre de Jesús crucificado. No solamente no se debe buscar otra entrada, sino que hay que darse prisa para entrar por ella, porque esta puerta estrecha se cerrará. Jesús dijo: “Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois” (v. 25). ¡Ese tiempo se acerca, queridos amigos! La puerta todavía permanece abierta hoy. Aunque es estrecha, es la única que lleva a la vida. Aquel que la abrió, es quien permite la entrada al pecador que recibe a Jesús como Salvador. Él también la cerrará: cuando él abre, nadie puede cerrar, y cuando él cierra, nadie puede abrir (Apocalipsis 3:7).
En vano se jactarán de los privilegios recibidos encontrándose en relación con el Señor, como aquellos judíos que lo habían oído enseñar en sus calles, y que habían comido y bebido en su presencia (v. 26). Ninguna de estas ventajas podrá hacer que se abra la puerta, como tampoco lo hará el haber frecuentado personas cristianas, haber ido a reuniones, haber sido criado por padres cristianos. Hay solo un tiempo para entrar: hoy; y hay solo una puerta: Jesús crucificado, aquel a quien Pablo predicó en Corinto (1 Corintios 1:23). A todos aquellos que se hayan enorgullecido por los privilegios que han tenido, el Señor les contestará: “Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad” (v. 27).
A los judíos que se valían de su calidad de hijos de Abraham, creyendo que por eso tenían derecho al reino, pero despreciaban a Jesús, les dijo: “Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos” (v. 28). Los patriarcas y los profetas estarán en el reino porque creyeron en Dios y, por consiguiente, en Jesús, que iba a venir, y que en ese momento estaba entre los judíos. Será sobre el mismo principio de fe, “porque vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios” (v. 29). El llanto y el crujir de dientes serán la porción de quienes hayan poseído en este mundo los mayores privilegios sin hacer uso de ellos.
En virtud de la muerte de Jesús, el Evangelio sería predicado a todas las naciones y muchos entrarían en el reino. Jesús les dice: “Y he aquí, hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros” (v. 30). Los gentiles eran los postreros, porque el privilegio de estar en relación con Dios pertenecía solo a los judíos. Pero los que creyeron vinieron a ser primeros, y los judíos, que no creyeron, se hicieron los últimos, por haber rechazado a su Mesías. Por la gracia de Dios, ellos volverán a tomar su lugar con el remanente creyente que disfrutará de las bendiciones milenarias encabezando a todos los pueblos del universo. Los que hayan formado parte de la iglesia profesante sin vida, se encontrarán en el último rango, en calidad de apóstatas. Serán objetos de los juicios que se acercan hoy en día. Es lo que Pablo enseña en Romanos 11:17-32.
El Señor abandona la casa de Israel
Unos fariseos vinieron a advertirle a Jesús que Herodes quería matarlo. ¿Era esto benevolencia de su parte? El Señor tomó esta oportunidad para advertir a los judíos de la situación en la que iba a dejarlos, ya que todo lo que Dios había hecho por ellos, desde los profetas hasta Cristo había sido en vano. Jesús respondió a los fariseos: “Id, y decid a aquella zorra: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra. Sin embargo, es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino; porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén” (v. 32-33).
A Jesús no le preocupaban las intenciones de Herodes. Cumplió el servicio que había recibido de Dios en medio del pueblo que iba a crucificarlo, sabiendo que no tendría más éxito que los profetas a quienes ellos habían matado. Su servicio terminaría, plenamente cumplido, con su muerte en Jerusalén, y no antes. Esto sería por mano de Herodes, que no podía matarlo como tampoco Pilato lo hubiera logrado, si Dios no le hubiera dado el poder de hacerlo.
A lo largo de toda su vida, Jesús fue un modelo perfecto. En esta circunstancia, lo vemos continuar su trabajo sin preocuparse por la oposición que se le hacía, ni de las consecuencias de su fidelidad. ¡Qué enseñanza para nosotros! Como él, tenemos que seguir el camino que Dios nos traza, sin ocuparnos de la oposición que podamos encontrar. Alguien dijo: «Hay que hacer el bien, dejar que hablen, y seguir adelante en el camino». Es un camino de sufrimiento; pero es el de la obediencia y de la comunión con el Señor. Necesitamos estar empapados, sobre todo los jóvenes, de estos principios, en este tiempo en que hay tan poca energía para el bien, y en el que la opinión de los demás tiene tanto poder para hacernos desviar del deber. Debemos tener la certidumbre de estar en el camino de Dios, de conocer su pensamiento, con el firme deseo de hacer su voluntad. Entonces podemos contar con él para vencer las dificultades que se presentan siempre en el camino de la obediencia.
Jesús, frente a la muerte que iba a consumar la culpabilidad de Jerusalén, y en su amor desconocido por esta ciudad rebelde, exclamó:
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!
(v. 34).
Jesús hacía alusión al ministerio de los profetas que él, el Jehová del Antiguo Testamento, había enviado para hacer volver al pueblo hacia él. En 2 Crónicas 36:15-16 leemos: “Y Jehová el Dios de sus padres envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas” (ver también Jeremías 7:13, 25-26; 11:7; 25:3-4; 26:5; 29:19; 35:15; 44:4). El ejemplo conmovedor de una gallina que recoge a sus polluelos debajo de sus alas, nos hace comprender con qué amor el Señor procuraba hacer volver hacia sí a ese pueblo que lo abandonaba tan fácilmente por los ídolos. Este amor se manifestó sobre todo cuando Dios les envió a su único Hijo, muy amado, pensando, “tendrán respeto a mi hijo” (Marcos 12:6).
Pero ahora todos los recursos divinos hacia ese pueblo irresponsable estaban agotados; el Señor iba a abandonarlo. Entonces dijo a los judíos: “He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (v. 35). ¡Qué solemnes palabras! Ellas expresan el abandono del pueblo por parte de aquel que lo había cuidado tanto tiempo. Pero también dan a entender que aquel que era rechazado entonces, sería recibido un día por el pueblo arrepentido. El remanente futuro de Israel, después de un tiempo de prueba terrible, mirará “a quien traspasaron” (Zacarías 12:10), y dirá: “Bendito el que viene en nombre del Señor” (v. 35). A causa del amor de Dios, la gracia tiene siempre la última palabra. Aunque de parte del hombre todo está perdido, Dios tiene sus recursos. Sobre la base de la responsabilidad, el hombre no puede obtener nada, pero por la gracia lo obtiene todo, por la fe, en virtud de la muerte de Cristo.