Lucas

Lucas 1

La venida de Cristo y la de su precursor profetizadas

La dedicatoria a Teófilo

Lucas se interesó por Teófilo (cuyo nombre quiere decir, amigo de Dios), y quería que conociera bien la verdad de las cosas en las cuales había sido enseñado. Lucas siguió con exactitud toda la historia de Jesús desde el principio, y la escribió por orden. El Espíritu de Dios lo usó para que nos diera a conocer a la persona de Jesús, bajo el carácter tan precioso del Hombre divino que trajo a los hombres la maravillosa salvación ofrecida a todos. El título de “excelentísimo” dado a Teófilo (v. 3), indica que probablemente ocupaba un lugar entre los funcionarios del gobierno romano. Félix y Festo llevaban el mismo título en Hechos 23:26; 24:3 y 26:25.

La situación del pueblo de Israel

Lucas empieza su relato cuando el pueblo de Israel se encontraba organizado y gozando de una relativa paz después de los disturbios y las persecuciones que había soportado bajo los reyes de Siria, desde el regreso del cautiverio en Babilonia. Herodes reinaba en Judea. No era judío, sino idumeo, pueblo descendiente de Esaú. Este rey, un cruel tirano, quiso tener la simpatía de los judíos y por eso reconstruyó y embelleció su templo. El sacerdocio todavía funcionaba como lo había organizado David en 1 Crónicas 24. Exteriormente, todo estaba en orden, la casa estaba limpia de idolatría y adornada con las formas del culto a Jehová (Lucas 11:25). A pesar de eso, los judíos y sus jefes tenían su corazón muy lejos de Dios. Sin embargo, en medio de este estado de cosas, algunas personas piadosas estaban en relación con Dios y esperaban al Libertador prometido.

Zacarías y Elisabet

Entre las personas que temían a Dios se encontraba un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías (1 Crónicas 24:10), y su mujer Elisabet, de las hijas de Aarón. “Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor” (v. 6). No tenían hijos, lo que era una gran humillación para toda mujer judía piadosa, porque se esperaba el nacimiento del Mesías según la profecía de Isaías 7:14. Zacarías había orado mucho por un hijo; pero los dos se hacían viejos y no habían recibido respuesta.

El anuncio del nacimiento de Juan

Un día cuando Zacarías, el sacerdote, cumplía con su servicio según el orden de su clase, “le tocó en suerte ofrecer el incienso, entrando en el santuario del Señor… Y se le apareció un ángel del Señor puesto en pie a la derecha del altar del incienso. Y se turbó Zacarías al verle, y le sobrecogió temor. Pero el ángel le dijo: Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan” (que significa el favor de Jehová, v. 9-13). Dios hubiera podido contestar a Zacarías sin necesidad de enviar un ángel. Pero el niño que iba a nacer era tan importante para Dios, que era necesario este mensajero extraordinario para anunciar su llegada. Por las palabras del ángel vemos que Dios había oído las oraciones de Zacarías, aunque no le había contestado. Leemos en 1 Juan 5:14-15:

Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.

Las tenemos; Dios no dice cuándo las dará. Él tiene sus razones para hacernos esperar, aunque sea mucho tiempo, porque Él lo hace todo con sabiduría. Él ejercita la fe para que confiemos completamente en Él.

En el caso de Zacarías, como en el de Abraham en ocasión del nacimiento de Isaac, Dios muestra que es poderoso para cumplir lo que quiere. Él usa diferentes instrumentos para el cumplimiento de sus propósitos, pero es necesario que estos instrumentos se declaren inútiles para que Dios haga todo. La fe solo cuenta con Dios, y es lo que le honra. Él “llama las cosas que no son como si fuesen” (Romanos 4:17). Quiere que esperemos aunque todo parezca imposible, así como lo hizo Abraham (Romanos 4:18).

El ángel siguió diciendo a Zacarías: “Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra (jugo de manzana fermentado), y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre” (v. 14-15). Estas eran las cualidades de este niño: un motivo de gozo y alegría para su padre y para otros. Sería grande delante del Señor (Lucas 7:28); sería nazareo, es decir, separado para Dios, fuera de toda la excitación de los goces naturales que producen, en figura, el vino y las bebidas fuertes. Además, iba a estar lleno del Espíritu Santo antes de su nacimiento. Solo cuando la persona se separa por completo de todo lo que es carnal, el Espíritu Santo puede trabajar con poder para producir el cumplimiento de un verdadero servicio para el Señor, cualquiera que sea.

Los versículos 16 y 17 nos hablan de lo que Juan iba a hacer. “Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos”. Su predicación haría que muchos llegaran al Señor por medio del arrepentimiento. “E irá delante de él (el Señor) con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (v. 17). El poder y el espíritu de Elías caracterizan el celo que ponía este profeta en hacer volver hacia su Dios al pueblo sumergido en la idolatría de los Baales. Es lo que caracterizaría al ministerio de Juan, que iría delante del Señor, para preparar por medio del arrepentimiento, un pueblo dispuesto a recibirle.

La incredulidad de Zacarías

Después de haber pasado mucho tiempo suplicando al Señor que le diera un hijo, Zacarías no podía creer el mensaje que el ángel le dio. Preguntó como podrían tener un hijo si él y su mujer ya eran ancianos. Olvidaba que aquel a quien había orado era Dios, y que Él cumple lo que quiere, sin importar los medios que desea emplear. Asombrado de que un hombre pusiera en tela de juicio o dudara de la palabra de Dios, el ángel le dijo: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas” (v. 19). Por haber estado siempre en la presencia de Dios y haber visto su grandeza y su poder, el ángel no podía comprender esta incredulidad; por eso dijo: “Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo” (v. 20). Los ángeles también encuentran extraño que el hombre no se conforme al orden establecido por Dios en la creación; como lo dice Pablo en relación a la mujer en 1 Corintios 11:10.

Zacarías quedó en el templo más de lo acostumbrado por la aparición del ángel, y el pueblo que estaba afuera orando, a la hora del incienso, se extrañaba de que el sacerdote no saliera. Cuando lo hizo, no podía hablarles sino por señas. Sin embargo, cumplió los días de su servicio antes de volver a su casa.

La esperanza de tener un hijo alegró mucho a Elisabet. Estaba feliz pues Dios le había quitado la vergüenza de no tener un hijo.

El anuncio del nacimiento de Jesús

Seis meses después de la aparición del ángel Gabriel a Zacarías, también se le apareció a una virgen llamada María, que vivía en Nazaret de Galilea. Más de quinientos años antes, encontramos que Dios había mandado a este mismo ángel al profeta Daniel para anunciarle dos grandes acontecimientos. El primero (Daniel 8), respecto a un poderoso enemigo del pueblo judío, el rey del Norte, que aparecería al final de los tiempos. El segundo (Daniel 9), en relación a la época de la venida de Cristo y su rechazo (Daniel 9:21-27).

Entrando donde ella estaba, el ángel dijo a María: “¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres” (v. 28). Confundida al oír semejante saludo, María se preguntó qué podría ser eso. El ángel continuó: “María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios” (v. 29). Estas palabras dieron confianza a la joven. No tenía nada que temer, ya que era el objeto de la gracia de Dios. Las palabras del ángel le mostraron la gran honra que Dios le concedía al escogerla para que fuera la madre del Salvador. Este era un privilegio que deseaba con ardor toda mujer piadosa en Israel. Todavía hoy hay mujeres judías que esperan ser la madre del Mesías, porque no creen que ya vino.

Después de esto, el ángel anunció a María que daría a luz un hijo que se llamaría Jesús, nombre que significa: Jehová-Salvador. Y añadió: “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (v. 32-33). Semejantes glorias pertenecían al que sería hijo de María, pero que al mismo tiempo era Hijo del Altísimo. El Hijo eterno de Dios, vino a ser Hijo del hombre. Nació como hijo de David, por María que pertenecía a la familia de ese rey, a fin de reinar para siempre sobre la casa de Jacob. El trono ya no pasaría de mano en mano, como el de los reyes de la tierra (Daniel 2:44; 7:14, 27). Como Mesías o Cristo, hijo de David, Él reinaría sobre Israel; y, como Hijo del hombre, sobre el universo entero, hasta que entregue el reino a Dios el Padre por la eternidad, después de que el cielo y la tierra hayan pasado. Todas estas glorias pertenecían al niño que había de nacer. Pero aunque debía ser perfectamente hombre, el ángel dijo a María: El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (v. 35). Porque si el Hijo de Dios se hacía hombre, misterio que no entendemos, eso solo podía suceder por la intervención del poder del Espíritu Santo, y no por la voluntad humana. Este niñito al nacer, sería absolutamente santo, separado de toda mancha de la humanidad pecadora; porque lo que viene de Dios no puede ser manchado, aun cuando se revista de humanidad.

Es importante mantener la verdad respecto a la humanidad del Señor Jesús. Hoy en día encontramos mucha incredulidad, e incluso cierta fe mezclada con el razonamiento humano, y que, de hecho, ya no es fe. La fe cree a Dios y no procura comprender para creer. Es suficiente saber que Jesús, el Hijo de Dios, nació sobre la tierra, así como la Palabra de Dios nos lo enseña en este capítulo. Ya sea que lo veamos en un pesebre, o calmando los vientos y el mar, o resucitando a los muertos, o clavado en una cruz, o que contemplemos en la gloria a la diestra de la Majestad en los cielos, Él siempre es el mismo. Un hombre que es Dios, tanto hombre como Dios, siendo lo uno y lo otro al mismo tiempo. Solo cambia la forma bajo la cual es visto, la persona no cambia (Salmo 102:27; Filipenses 2:6-8; Colosenses 2:9). Para explicarnos cómo puede ser esto, aparte de lo que nos dice la Palabra, tendríamos que ser Dios, y si fuéramos Dios, no sería necesario explicárnoslo, porque Dios lo sabe todo. Hay un solo Dios y nosotros somos hombres, esto es, seres dependientes de Él, débiles, manchados, pecadores y perdidos. Es cierto que somos inteligentes, pero esta inteligencia no sobrepasa los límites de la creación material, y se equivoca cuando trata de sobrepasarlos. Además, la inteligencia está muy lejos de poder explorar profundamente el dominio infinito que le pertenece a Dios. Por el pecado, el hombre permanece sin inteligencia en cuanto a Dios y a las cosas de Dios (Romanos 3:11). Es por eso que debe creer a Dios. Si cree, recibe una nueva naturaleza que, por el Espíritu Santo, lo hace inteligente para conocer las cosas de Dios, pues está escrito: “Pero el hombre natural (es decir, el hombre que se guía solamente por su propia alma y no por el Espíritu de Dios) no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura” (1 Corintios 2:14).

Debemos considerarnos muy dichosos por saber que el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos, sin que nosotros tuviéramos que discutir sobre la unión de su humanidad y de su divinidad, misterio que permanece insondable incluso para el creyente, el cual solo puede contemplar con adoración. Jesús dijo: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27). Pero volvamos a nuestro tema tal como este capítulo nos lo presenta.

Antes de irse, el ángel anunció a María que su parienta Elisabet, mujer de Zacarías, también tendría un hijo a pesar de su vejez; y le dijo:

Porque nada hay imposible para Dios
(v. 37).

Todo lo que se refiere a la salvación, al reinado de Cristo, a los cielos nuevos y una tierra nueva, sin hablar de la primera creación, son cosas imposibles para los hombres. Pero, gracias a Dios, nada le es imposible, y su actividad tan poderosa se desplegó en favor de pobres pecadores perdidos como nosotros. A pesar de la ruina de la primera creación, Dios cumplirá lo que dijo, no solo para su pueblo terrenal, sino para todos los hombres.

María visita a Elisabet

En aquellos días, María fue a ver a su parienta que vivía en una población en las montañas de Judá. En cuanto Elisabet oyó el saludo de María, llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor” (v. 42-45).

¡Qué escena tan maravillosa acontecía en la humilde casa de Zacarías, entre estas dos mujeres a quienes Dios había escogido para el cumplimiento de sus propósitos eternos! Solo el cielo era testigo de ello y podía apreciarlo; pero estas humildes mujeres, retiradas del mundo, bajo el poder del Espíritu de Dios, entraban por la fe en las cosas maravillosas que ocupaban sus corazones y el de Dios. La historia de la humanidad nunca había visto el nacimiento de personajes tan gloriosos en medios tan humildes. Nada menos que el Rey de reyes y el mayor de los profetas. La verdadera grandeza en esta tierra no se encuentra en lo que es aparente según los hombres, sino en lo que es de Dios. Ahora, por la fe, podemos no solamente admirar lo que pasaba en la casa de Zacarías, sino penetrar en las consecuencias gloriosas y eternas que resultaron de la venida de Jesús a este mundo. Elisabet dijo a María: “Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor” (v. 45). Al que cree le pertenecen las cosas que Dios promete. Si Dios dirige un mensaje al pecador, las cosas que dice, las cumple. Si Dios dice:

Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre
(Hechos 10:43),

al que cree, Dios le perdona los pecados. Sucede lo mismo con todas las promesas de Dios para la vida práctica. “Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19).

El canto de alabanza de María

Al oír las palabras de Elisabet, María bendijo a Jehová Dios así: “Engrandece mi alma al Señor1 ; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre, y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo proezas (actos de valor) con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre” (v. 46-55). En este cántico María alaba al Señor por bendecir a Israel al cumplir las promesas que le había hecho a Abraham. Estas promesas solo podían cumplirse en Cristo, porque los judíos apoyándose en la ley habían perdido todo por su desobediencia. María, en su humildad, manifiesta el estado del pueblo o residuo en su debilidad, pero que la misericordia de Dios elevará hasta la bendición prometida. Este cántico se parece mucho al de Ana (1 Samuel 2) que celebra la elevación de los humildes, la liberación de los que esperan en Jehová, y el juicio de los malvados. La fe habla como si ya todo estuviese cumplido, tanto en el caso de Ana, como en el de María. Siempre sucede así, cuando Dios habla o sale a escena, mientras nada se ve aún.

Después de una estadía de tres meses con Elisabet, María regresó a su casa.

  • 1En estos primeros capítulos, la palabra Señor corresponde al Dios eterno, Jehová.

El nacimiento de Juan el Bautista

Nació el hijo prometido a Zacarías. Sus vecinos y parientes, al saber que el Señor había “engrandecido su misericordia” (v. 58) para con Elisabet, se alegraron con ella. Se ve que había vivido retirada, disfrutando sola, salvo con María, del favor que Dios le había concedido en su edad avanzada. La conciencia de ser un objeto particular de la gracia de Dios la hace humilde, e impide la jactancia que siempre es carnal. Pero, llegado el momento, el Señor enseña a hablar para rendirle testimonio, desata la lengua para que solo le glorifique a Él.

Ocho días después del nacimiento, el niño debía ser circuncidado según la ley, y recibir un nombre. Según la costumbre israelita, los parientes de Zacarías querían que el niño llevase el nombre de su padre. Como Zacarías estaba mudo, Elisabet les dijo: “No, se llamará Juan” (v. 60). Ellos le dijeron: “¿Por qué? No hay nadie en tu parentela que se llame con ese nombre” (v. 61). Cuando preguntaron a Zacarías qué decía él, pidió una tablilla1 y escribió: “Juan es su nombre” (v. 63). Esta declaración sorprendió a los asistentes, y al instante se abrió la boca de Zacarías para declarar públicamente lo que, hasta entonces, había pertenecido a la fe solamente. Todos los vecinos de Zacarías y de Elisabet estaban llenos de temor. Esto ocurre cuando la presencia o la acción de Dios se manifiesta en este mundo, porque Dios es un extraño para el hombre a consecuencia del pecado. En toda la región de las montañas de Judea, se comentaban estas cosas. Los que las escuchaban las guardaban en su corazón y decían: “¿Quién, pues, será este niño? Y la mano del Señor estaba con él” (v. 66).

  • 1Por no tener papel, para escribir las cosas corrientes se usaban unas tablillas de madera embadurnadas de cera, en las cuales se gravaban las palabras utilizando una espiga de metal puntiaguda. El otro extremo, plano, permitía borrar lo escrito.

La profecía de Zacarías

Cuando Zacarías pudo hablar, lleno del Espíritu Santo exclamó: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (v. 67-75). Es importante notar que estas palabras de Zacarías tienen por tema, no el nacimiento de su hijo, sino el cumplimiento de las promesas por la venida de Cristo a este mundo.

Cristo es siempre el tema de la alabanza y de la adoración, de la cual es y será eternamente el objeto. Todavía no estaba Jesús, solo se trataba del nacimiento de su precursor, que motivó esta alabanza; pero todo se ve como si ya se hubiera cumplido.

Ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo
(v. 68-69).

Las profecías iban a cumplirse. El pueblo sería libertado de sus enemigos para servir a Dios sin temor, pues hasta ese entonces lo había hecho al precio de terribles persecuciones. De hecho, esto no pudo suceder a causa del rechazo del Mesías, pero todo está garantizado para el milenio. La fe de Zacarías disfrutaba de ello, como Abraham cuando, gracias a la misma fe, vio el día del Señor, el día del cumplimiento de las promesas (Juan 8:56). Disfrutamos pensando que este reinado de paz va a llegar, aun cuando vemos el mundo trastornado constantemente por guerras y más guerras.

Zacarías siguió con la profecía de su hijo, pero en relación con Cristo. “Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (v. 76-79).

Por el estado de pecado en que se encontraban los judíos, Dios solo podía cumplir sus promesas librándolos de sus pecados. Estaba dispuesto a perdonarlos si ellos se arrepentían. Por eso Juan debía ir antes del Señor y preparar los corazones para que le recibiesen, invitándolos a arrepentirse. Entonces el Rey podría establecer su reinado. Sabemos que el pueblo, como tal, no escuchó ni a Juan el Bautista, ni al Mesías; por ello, el establecimiento del reinado solo quedó aplazado. Este está asegurado por la sangre del nuevo pacto, vertida en la cruz, en la cual el Rey de los judíos servía de víctima por sus pecados, y no solamente por los suyos, sino por los del mundo entero.

Este grande y maravilloso capítulo termina así: “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (v. 80). Pasaron treinta años, durante los cuales no sabemos nada de su vida que transcurrió fuera de un pueblo que, para Dios, era como un desierto, salvo algunas personas que nos son presentadas al principio de este Evangelio. Mateo solo nos dice que Juan iba vestido de piel de camello con un cinturón de cuero alrededor de sus lomos, y que su comida era miel silvestre. Vivía separado de todo, incluso de su familia. Vivía en el completo nazareato, con la austeridad de un profeta que llevaba el carácter de Elías. Su propósito era hacer volver al pueblo que se había alejado de Dios. Veremos que el Salvador, viniendo a traer la gracia a los pecadores arrepentidos, tenía un carácter más popular, siendo a la vez el Nazareo perfecto.