Lucas

Lucas 11

Palabras reveladoras del Señor Jesús frente a la oposición

Enseñanza para orar

Aquí volvemos a encontrar a Jesús orando. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos. Y les dijo: Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal” (v. 1-4).

Los temas de oración que Jesús dio a sus discípulos se relacionaban con la época en la cual se encontraban. Al mismo tiempo, presentaban los grandes principios de lo que debemos pedir hoy. El objetivo de la oración es, en primer lugar, la gloria de Dios, lo que también debe ser nuestra preocupación esencial. El Señor enseñó esto cuando dijo: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).

Aquí, la primera petición es: “Santificado sea tu nombre”. Es necesario que quienes se encomiendan a Dios se mantengan apartados del mal, sin asociar ese Nombre a la impureza bajo ninguna forma.

“Venga tu reino”, era el deseo de aquellos que esperaban el cumplimiento de las profecías, que tenían que ver con el reinado de Dios. Este acontecimiento parecía inminente en los días de los discípulos, ya que ellos mismos predicaban que el reino de Dios se había acercado. Los creyentes en la actualidad tienen ante sus ojos la venida del Señor para arrebatar a los santos antes del establecimiento de su reinado. Como estamos en el día de gracia, nuestras oraciones deben relacionarse con ese carácter de Dios. Al mismo tiempo debemos anhelar su reinado, para que los derechos de Dios sean reconocidos sobre la tierra. Pero sabemos que ese reinado se establecerá mediante los terribles juicios apocalípticos. Es por eso que, pidiendo el establecimiento del reinado, pediríamos la ejecución de los juicios sobre el mundo, lo cual debemos dejárselo a Dios, y ocuparnos de que todos conozcan la gracia.

Las dos primeras peticiones de esta oración están en relación con los intereses de Dios: la separación del mal, y el establecimiento de sus derechos sobre la tierra.

A continuación, tenemos lo que se refiere a nuestras necesidades materiales: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. Fijémonos que tanto en Mateo como en Lucas dice: “Hoy”. Es la expresión de la dependencia constante que cuenta con recibir de Dios diariamente. No se piden grandes provisiones por mucho tiempo, sino el pan que se necesita para cada día. ¡Qué alivio da el poder dirigirnos a Aquel que sabe que necesitamos esas cosas, cuyo amor se ocupa tanto de nuestros intereses materiales como de los espirituales! Sabiendo esto, bien podemos buscar primeramente los intereses de nuestro Padre.

“Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben”. Aquí se refiere al gobierno de Dios en la vida, y no del perdón de los pecados por la eternidad. Es pedirle a Dios que no nos haga llevar las consecuencias de nuestros pecados, así como nosotros debemos perdonar a aquellos que nos hacen daño y perdonar las deudas a nuestros deudores. Pero esta petición supone la rectitud en aquel que la hace; porque para contar con una respuesta, es necesario tener una buena conciencia. Solo aquel que perdona a los que le deben, puede pedir a Dios que Él le perdone sus pecados, en virtud de este principio: “Porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Lucas 6:38).

“No nos metas en tentación”: no permitas que seamos colocados en circunstancias en las cuales sucumbiríamos a la tentación. Esto fue lo que le sucedió a Pedro cuando negó al Señor. Dios puede permitir que caigamos, para enseñarnos por este medio lo que hubiéramos aprendido por su Palabra, si la hubiéramos escuchado.

Aparte de estos temas de oración en relación con la posición en que se encontraban los discípulos, Jesús les mostró que la oración debía expresar las necesidades sentidas, presentadas con fe y con perseverancia, a medida que se fueran produciendo. Para eso Él dio el ejemplo de alguien que, hacia la medianoche, recibió la visita de un amigo y, al no tener alimentos, fue a casa de uno de sus amigos a pesar de la hora tardía, para pedirle tres panes. Este amigo, ya en la cama, no estaba muy dispuesto a darle lo que le pedía: “No me molestes” dijo, “la puerta ya está cerrada, y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme, y dártelos.” Jesús añade: “Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite” (v. 7-8). Este ejemplo nos enseña que si un hombre se deja doblegar por la insistencia de un amigo que le presenta sus necesidades, ¡cuánto más Dios el Padre responderá a la oración de la fe! Si un hombre cede a la importunidad, Dios, que nunca se siente molesto por la oración, dará lo que él sabe que es bueno a los que se dirijan a él con confianza.

Como conclusión, Jesús añadió:

Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá
(v. 9-10).

Dios sabe que nosotros no tenemos ni la capacidad ni los recursos, y él se complace en satisfacer nuestras diversas necesidades, siempre que lo que le pidamos esté de acuerdo con Su voluntad.

Podemos contar con el amor de Dios para darnos lo que necesitamos, y aun cuando no nos conteste según nuestros deseos, nos contestará según su amor. Siempre lo hará sin dañar nuestros intereses espirituales que son eternos. Un padre no dará a su hijo una piedra, si este le pide un pan; ni una serpiente, si le pide un pescado; como tampoco un escorpión, si le pide un huevo. Podemos, pues, estar seguros de que lo que Dios nos da, es lo mejor. Por eso, Jesús dijo: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (v. 13). Si un hombre pecador obra hacia su hijo según sus sentimientos paternales, cuánto más el Padre celestial actuará según su amor.

En este evangelio, lo importante es el Espíritu Santo, porque había de venir como persona y con poder, para que los discípulos pudieran cumplir su servicio. En efecto, el Espíritu Santo como persona, no había venido todavía sobre la tierra. Sabemos que está aquí desde el día de Pentecostés; por eso ya no tenemos que pedirlo. Entonces, podemos ver que la enseñanza de Jesús en cuanto a la oración, se refería a la situación de los discípulos, al mismo tiempo que contiene instrucciones para todos los tiempos.

En la actitud de María, al final del capítulo anterior, donde la vemos sentada a los pies del Señor para escuchar su Palabra, y en la enseñanza de la oración aquí, vemos los dos grandes recursos de que dispone el Espíritu Santo para cuidar a los rescatados que esperan el regreso del Señor, es decir, la Palabra y la oración. Son, por así decirlo, los dos denarios que el samaritano dio al mesonero al marcharse. Si el creyente no utiliza estos dos medios, perderá su carácter cristiano; se debilitará espiritualmente, y pronto dejará de esperar el regreso del Señor.

La curación de un endemoniado mudo

Jesús echó fuera un demonio que impedía hablar a su víctima. El hombre caído bajo el poder de Satanás es moralmente mudo en cuanto a lo divino; esto le es desconocido. Solamente el conocimiento de Aquel que ha venido para liberarlo de ese poder diabólico, permite al hombre abrir su boca para expresarse según la voluntad de Dios, y alabarlo. Este milagro asombró a la gente. Esto ocurre siempre que un hombre se convierte. Se lo escucha hablar en el lenguaje de las Escrituras, cuando quizá anteriormente era una persona vulgar y tenía expresiones inconvenientes sobre ellas, sobre Dios o los creyentes. De repente comienza a hablar de las cosas de Dios con respeto y convicción, las presenta como la expresión de la verdad, ora y alaba al Señor. Todos se asombran y no se sabe a qué atribuir este cambio. Se tiene la tendencia a atribuirlo a cualquier cosa, menos al poder de Dios.

Es lo que sucedió en el caso de quienes fueron testigos del milagro operado por Jesús. No podían negar el hecho, pero decididos a no querer tener nada que ver con Jesús, atribuían a Satanás el poder por el cual el Señor operaba en medio de ellos. Algunos decían: “Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios” (v. 15). Otros, tan despectivos como los primeros, le pedían una señal para probarlo, como si los milagros que Jesús hacía no bastaran para que creyesen en él. El Mesías había venido en medio de ellos con el poder necesario para establecer su reinado, librándolo del poder del diablo y de las consecuencias de sus pecados. Jesús contestó a sus absurdos razonamientos diciendo: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae. Y si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo permanecerá su reino? ya que decís que por Beelzebú echo yo fuera los demonios” (v. 17-18). Es triste comprobar que el hombre dotado de una inteligencia de la que tanto se jacta, pueda presentar los razonamientos más necios cuando se trata de oponerse a la verdad.

Jesús volvió a decirles: “Pues si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿vuestros hijos por quién los echan? Por tanto, ellos serán vuestros jueces” (v. 19). Si los judíos admitían que los hombres, sus hijos, echaban fuera los demonios –y lo podían hacer en el nombre de Jesús– entonces, ¿por quién los echaban? Por esto los hijos serían sus jueces. Jesús les dijo: “Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros” (v. 20). La culpabilidad del pueblo se hacía patente por la acusación que traían contra Jesús, puesto que por él había llegado el reino de Dios hasta ellos. ¡No es de extrañarse de todo lo que los judíos han sufrido y sufrirán aun por haberse negado a reconocer a su Mesías en la persona del Señor! Satanás, el hombre fuerte, revestido de su armadura, en vano guardaba su palacio. Uno más fuerte que él, Jesús, había venido, lo había vencido durante la tentación en el desierto, y lo despojaba de sus bienes librando a los hombres de su poder. Pero el pueblo no quería reconocerlo, y así quedó bajo ese poder.

“El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (v. 23). La persona de Jesús era la piedra angular de toda la obra que se cumplía, tanto en ese momento como ahora. En este mundo es necesario trabajar y recoger con él para obrar según el pensamiento de Dios, principio muy importante en la actualidad. Muchos reúnen prosélitos en torno a sí mismos o de ciertas doctrinas, incluso escriturales. Pero para hacer un buen trabajo, es necesario recoger con Jesús. Es preciso que su Palabra sea apreciada, que su autoridad sea reconocida, porque recoger sin él, es formar una reunión sin un lazo; es la dispersión.

“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo; y no hallándolo, dice: Volveré a mi casa de donde salí. Y cuando llega, la halla barrida y adornada. Entonces va, y toma otros siete espíritus peores que él; y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero” (v. 24-26). Quizás en algunas almas se puede llevar a cabo una obra que produzca algunos efectos. Pero si no es la obra de Jesús por medio de la Palabra, el enemigo, que no abandona su presa fácilmente, volverá y encontrará en aquel en quien se han manifestado algunas buenas disposiciones, un terreno apropiado para cumplir su obra y hacer su condición peor que la anterior.

Esta es una seria advertencia para aquellos que confían en sus propios esfuerzos, que quieren trabajar haciendo el bien rechazando a Cristo y la verdad de su Palabra. Quizá obtengan ciertos resultados, al menos aparentes, pero no se podrán sostener ante los nuevos ataques del enemigo. Hay un solo medio para ser liberado del mal, del poder de Satanás, de los pecados y del juicio futuro: recibiendo a Jesús como su Salvador de su vida. El que posee esta vida, posee la vida del Hombre fuerte que saqueó los bienes a Satanás. Satanás no puede vencerlo, mientras este Hombre fuerte se le oponga.

La condición de aquel en quien el espíritu malo vuelve con siete espíritus peores que él, será la del pueblo judío vuelto a Palestina en su incredulidad. Su condición bajo el poder de Satanás será siete veces peor que aquella en la cual se encontraba cuando rechazó a Jesús. El mismo principio puede aplicarse a la cristiandad que, después de disfrutar de todos los privilegios que le dio el Evangelio, caerá en la apostasía y será la presa del enemigo.

Al oír las palabras de Jesús, una mujer exclamó: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste” (v. 27). Dicho en otras palabras: Bienaventurada la que fue tu madre. Jesús respondió:

Antes, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan
(v. 28).

Allí otra vez, Jesús puso las cosas en su lugar. Porque lo que hace a alguien bienaventurado en este mundo, es escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. La porción de la madre de Jesús era hermosa, sin duda, pero era única; no podía compartirse con nadie. No debemos dejarnos desviar de la verdad por cualquier cosa. El enemigo supo sacar provecho hábilmente de la atención piadosa que se le concedió a la madre de Jesús. Por dar un lugar tan grande a la virgen María en algunas iglesias, muchas almas se desviaron de la verdad, tal y como nos la presenta la Palabra de Dios. Allí todo el lugar es dado a Cristo, y él debe tener todo el lugar en el corazón. Muchos son aquellos a quienes el Señor podría decir hoy: Más bien, bienaventurados los que vienen directamente a mí, escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Se trata de la salvación o de la fuerza necesaria para triunfar contra el mal, el recurso se encuentra únicamente en Jesús. Dios repite a todos lo que dijo a los discípulos: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (cap. 9:35). Recordemos que al escucharse la voz “Jesús fue hallado solo”. Solo él basta.

La generación perversa demanda una señal

Al ver a las multitudes amontonarse alrededor de él, Jesús contestó a los que le pedían una señal en el versículo 16: “Esta generación es mala; demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal de Jonás” (v. 29). Mateo 12:40 presenta a Jonás como señal de la muerte de Jesús. Aquí, como en el versículo 41 de Mateo 12, vemos que los paganos le prestaron atención a Jonás, mientras que Jesús no fue escuchado en medio de su propio pueblo. La reina del Sur había venido desde los fines de la tierra para oír a Salomón, y toda la sabiduría del gran rey la asombró mucho. Jesús dijo: “Y he aquí más que Salomón en este lugar” (v. 31). Aquel de quien Salomón con toda su sabiduría, no era más que una débil imagen, estaba allí. Sin embargo, los judíos lo habían rechazado. Por esto, “los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque a la predicación de Jonás se arrepintieron, y he aquí más que Jonás en este lugar” (v. 32). En medio del pueblo estaba Aquel en cuyo nombre Jonás había hablado a los ninivitas. ¡Qué responsabilidad por no haberlo escuchado!

¡Cuántos paganos se levantarán en el día del juicio para condenar a muchos cristianos nominales, jóvenes y viejos, que se habrán conformado con su profesión cristiana sin creer en él! O tal vez habrán hablado acerca de su Persona que se hizo carne para venir al mundo, negando su divinidad y negando la inspiración de las Escrituras por las que podemos conocer al Señor. ¡Quiera Dios que ninguno de nuestros lectores se exponga a la vergüenza de semejante condenación en el día del juicio!

La lámpara del cuerpo

Después de haber dicho que en medio de los judíos había uno más grande que Jonás y que Salomón, Jesús añadió: “Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo del almud, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz” (v. 33). Esta lámpara era el Señor que había venido al mundo; él era “la luz del mundo” (Juan 8:12). Dios lo había puesto en el mundo de manera que todos podían ver brillar esa luz. Los profetas lo habían anunciado, y todo lo que dijeron de él se había cumplido. Juan el Bautista había venido antes que él, según las Escrituras, a fin de preparar los corazones para recibirlo. Todas las características de Cristo, sus hechos, sus palabras, daban testimonio de él. Dios no había descuidado nada para que su Hijo fuera reconocido. La luz había brillado con todo su esplendor, pero para que produjera sus efectos en los que la veían, era necesario algo: tener un ojo bueno.

El ojo bueno es el ojo de la fe que descansa en Jesús con toda sencillez, descartando cualquier otra consideración o razonamiento. Los que decían: “Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta” (Juan 7:52), no tenían un ojo bueno. O bien: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, dice este: Del cielo he descendido?” (Juan 6:42), y otros razonamientos que la incredulidad siempre tiene la habilidad de formular. En la naturaleza, un ojo sencillo es el que puede fijarse en un solo objeto a la vez; es el caso del ojo humano. Espiritualmente debe ser así. El ojo de la fe solo ve a Jesús, presentado en las Escrituras.

Después de haber hablado de sí mismo como de una lámpara que brilla en la casa, Jesús habla de aquellos en quienes brilla esa luz.

La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz
(v. 34).

El ojo es bueno si se recibe a Jesús por la fe, tal como Dios lo presenta. Así todo el cuerpo estará iluminado y cesarán todos los razonamientos inútiles. Pero si el ojo es malo, no se recibe a Cristo. El entendimiento está oscurecido y el alma permanece en las tinieblas, así como todo el cuerpo. Puesto que Jesús es la luz que brilla en aquel que lo recibe en toda su belleza, este también viene a ser luz. “Sois luz en el Señor” (Efesios 5:8). “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14). Para que esta luz se manifieste con pureza y brillo, tiene que producir en el creyente todos sus efectos, que todo su ser sea penetrado por ella, para que dirija su andar. Si esta acción interior no se produce, quizá haya ciertos efectos exteriores, por algún tiempo, pero sin fe y sin vida. Luego, las tinieblas se adueñarán del alma y la hundirán en una oscuridad definitiva. Es lo que advierte el Señor: “Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas” (v. 35).

¡Qué gran privilegio poder mostrar la luz de Dios en medio de este mundo hundido en las tinieblas, porque rechazó la luz cuando ella vino en toda su belleza, en Cristo como Hombre! Que todos podamos tener siempre los ojos fijos sencillamente en el Señor para estar llenos de luz. Como él mismo lo dice: “como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor” (v. 36).

El juicio de las formas religiosas

Jesús estaba aun hablando cuando un fariseo le rogó que comiera con él. Al sentarse a la mesa, su anfitrión se asombró porque Jesús no se lavó las manos antes de comer. Aquella gente atribuía mucha importancia a la observación de todos los detalles relacionados a las ceremonias religiosas. Eso les daba una apariencia de gran santidad mientras que su conducta hacia Dios no era la correcta.

Conociendo esos pensamientos farisaicos, Jesús desenmascaró y juzgó esta hipocresía: “Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad. Necios, ¿el que hizo lo de fuera, no hizo también lo de adentro? Pero dad limosna de lo que tenéis, y entonces todo os será limpio” (v. 39-41). La religión de formas o apariencias , sin la vida de Dios, tiene muchos escrúpulos. Atribuye gran valor a las cosas que tienen como único mérito el ser visto por los hombres, pero ninguno para Dios. Lo que importa es la pureza interior. De nada sirve querer esconder a Dios el interior por medio de las apariencias, porque él hizo lo de adentro, y lo ve tanto como lo de afuera.

En primer lugar debe ser purificado el corazón, para poder tener una vida pura. Pedro dice:

Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro
(1 Pedro 1:22).

Es lo que les faltaba a los fariseos y a todos los que se conforman con una religión de apariencias que cubren un corazón manchado, lleno de maldad. Si nuestra relación interna con Dios es la correcta, esto se manifestará de manera exterior. Todo se desprenderá naturalmente según el estado del corazón. Para los fariseos todo hubiera estado limpio si ellos hubieran manifestado un amor verdadero, practicando la caridad por medio de sus bienes. Lo que ensucia ante Dios es el pecado, la desobediencia a las leyes que él ha establecido. Pero si estamos purificados del pecado, practicaremos el bien y todo estará limpio.

En los versículos 42-44, Jesús pronuncia los “ayes” por la hipocresía que caracterizaba la vida de los fariseos. Dios no podía soportarla más. Pagaban el diezmo de ciertas hierbas de valor insignificante, pero descuidaban el juicio y el amor de Dios de donde habría emanado una vida de verdadera consagración a Dios. Ellos buscaban su propia gloria, ocupaban los primeros asientos en las sinagogas y esperaban los saludos del público. Quizá los hombres los creían santos, pero Jesús los comparó con sepulcros blanqueados, que uno pisa sin darse cuenta de que el interior está lleno de corrupción.

Solo la sangre de Cristo puede purificar el corazón. Luego, es preciso el juicio continuo de sí mismo para que el andar exterior corresponda a esta pureza de corazón ante Dios.

Al oír las palabras de Jesús a los fariseos, un intérprete de la ley le dijo: “Maestro, cuando dices esto, también nos afrentas a nosotros” (v. 45). Esta observación dio a Jesús la oportunidad de exponer el verdadero estado de esos intérpretes que enseñaban la ley al pueblo. Es fácil predicar a los demás y exigirles el cumplimiento de las Escrituras. Pero, para que la enseñanza sea provechosa, hay que mostrar mediante el ejemplo que es posible cumplir lo que se exige de los demás. Es lo que no hacían los doctores. No tocaban ni con un dedo las cargas que ponían sobre los hombres.

Por otro lado parecía que honraban a los profetas que sus padres habían matado, puesto que les edificaban tumbas. Ahora bien, la verdadera forma de honrarlos habría sido la de observar lo que ellos habían dicho, y recibir a Aquel a quien ellos habían anunciado. Al no hacerlo, se unían con los que les habían dado muerte. Pensaban que si los profetas estuvieran entre ellos, no los tratarían como lo habían hecho sus padres. Sin embargo, estaban haciendo exactamente lo mismo, y por eso serían juzgados. “Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo” (v. 49-50). En efecto, Dios les envió profetas y apóstoles en la persona de los discípulos que el Señor dejó tras sí, y ellos mataron a unos cuantos de ellos. Empezando por Esteban porque les recordaba cómo ellos habían tratado a los que habían predicado la venida de Cristo (Hechos 7).

Puede parecer extraño que Dios demandara a esta generación la sangre de todos los profetas asesinados desde el comienzo del mundo. Nada más natural. Si los primeros hombres que habían matado a un justo o a un profeta se hubieran arrepentido de su mal camino, así como también sus descendientes, Dios los habría perdonado. Pero si, en vez de arrepentirse, sus descendientes seguían el mismo camino de sus padres, después de la larga paciencia de Dios que se prolongó de generación en generación, el juicio los alcanzaba, porque su conducta no había cambiado. En el caso de Israel, cuanto más grande era la paciencia de Dios, menos escuchaban y tanto más aumentaba su responsabilidad. De manera que los juicios serán terribles sobre las generaciones del fin, que no han sacado ningún provecho de las experiencias de las generaciones anteriores. Esta manera de obrar de Dios, en vez de ser injusta, como ciertos razonadores se atreven a decir, hace resaltar su longánima paciencia y su bondad, puesto que Él habrá esperado miles de años antes de ejecutar sus juicios.

En el versículo 52, el Señor repite un tercer “ay” contra estos intérpretes de la ley, porque en vez de creer y practicar lo que ellos enseñaban, quitaban la llave de la ciencia: “Vosotros mismos no entrasteis, y a los que entraban se lo impedisteis”. Tendrían que haber escuchado al Señor y conducir hacia él a aquellos que eran enseñados por ellos. Es lo que hizo Juan el Bautista cuando dijo delante de sus discípulos: “¡He aquí el Cordero de Dios!” (Juan 1:36). Y luego sus discípulos siguieron a Jesús.

En vez de sacar provecho de las palabras que oían, los escribas y los fariseos tendían trampas a Jesús, provocándole a que hablara para hallarlo en alguna falta. Esto sucede a menudo: en lugar de aceptar los reproches que se nos hacen, procuramos hallar alguna falta en los que los formulan para justificarnos, pero esto aumenta la culpabilidad. Si por el contrario, aceptamos las observaciones y las reprimendas que se nos dirigen, podremos juzgar lo que es malo en nuestra conducta y luego practicar el bien.