Lucas

Lucas 4

Jesús comienza su ministerio

La tentación

El Señor Jesús como hombre, el postrer Adán, salió a escena para volver a empezar la historia del hombre, pero del hombre según los propósitos de Dios, y para cumplir Su obra perfecta en medio de la humanidad caída por el pecado bajo el poder de Satanás.

El primer Adán, puesto en estado de inocencia en el paraíso terrenal, podía disfrutar de todo lo que le rodeaba y tener comunión con Dios, quien se acercaba a él sin dificultad para su propio gozo. Como ya todos sabemos, Dios solo le prohibió una cosa: comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero, ¡ay!, tentado por el diablo, sucumbió, a pesar de las circunstancias favorables en las cuales se encontraba. Al escuchar a Satanás, se colocó bajo su poder, así como toda su raza. Separado de Dios por el pecado, echado fuera del jardín de Edén, cayó bajo la sentencia de la muerte. De parte del hombre, todo estaba irremediablemente perdido por la eternidad; pero Dios tenía sus propios recursos.

Se trataba de sacar al hombre que estaba bajo el poder del diablo, y volver a llevarlo a Dios librándolo de todas las consecuencias del pecado. Solo Dios podía hacer esto. En el capítulo 3 de Génesis, antes de anunciar a Adán y a Eva cuáles serían las consecuencias de su pecado para toda su vida, Dios dijo a la serpiente que la simiente de la mujer le quebrantaría la cabeza, esto es, que le quitaría el poder, lo que implicaba la plena liberación del hombre.

Como ya hemos visto, el evangelio según Lucas nos presenta de una manera especial a Jesús como Hijo del hombre, la simiente de la mujer, el último Adán. En los versículos que nos ocupan, lo vemos luchando con el tentador. Tenía que vencerlo antes de empezar su ministerio de liberación. El Espíritu Santo que llenó a Jesús, lo condujo al desierto. El huerto del Edén se volvió un desierto, es decir, un mundo donde no hay nada para Dios. Allí el diablo lo tentó durante cuarenta días, durante los cuales el Señor no comió nada. Un hombre no puede permanecer sin comer más de cuarenta días. El número cuarenta representa siempre un tiempo de prueba. Al final de aquellos días, Jesús tuvo hambre, y el diablo escogió ese momento para tentarlo sabiendo que se encontraba en presencia de Aquel de quien Dios le había hablado en el Edén. La tentación consistía en tratar de desviarlo del camino de obediencia a Dios, camino en el cual Jesús acababa de colocarse para glorificar a Dios y salvar a sus criaturas.

Sabiendo que Jesús era el Hijo de Dios, tal como Dios mismo lo había proclamado, Satanás le dijo: “Si eres Hijo de Dios, dí a esta piedra que se convierta en pan. Jesús, respondiéndole, dijo: Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (v. 3-4; Deuteronomio 8:3). La propuesta de Satanás sorprende por su extremada sutileza. Jesús era verdaderamente Hijo de Dios. Podía convertir una piedra en pan. Pero si hubiera hecho este milagro, no habría cumplido la dependencia que caracterizaba al hombre obediente; habría cedido al diablo. Por el contrario, contestó precisamente con un pasaje que se relaciona con el hombre, y que muestra que la obediencia a Dios precede a la satisfacción de las necesidades naturales, por más legítimas que estas sean. Jesús no había recibido de Dios la orden de comer; esperaba de su Padre la palabra para hacerlo.

No habiendo obtenido nada de Jesús con esta primera tentación, el diablo lo llevó a “un alto monte, y le mostró en un momento todos los reinos de la tierra. Y le dijo el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos” (v. 5-7). Aquí la tentación se relaciona con la mundanalidad. Jesús tendrá un día bajo su autoridad todos los reinos del mundo, y ellos le darán su gloria. Pero recibirá esto de su Padre como consecuencia de su obediencia hasta la muerte, en la cual Satanás fue vencido. Por lo tanto, no podía recibir esta gloria del diablo, ni tampoco rendirle homenaje. Una vez más, la Palabra de Dios permitió reducir al enemigo al silencio. En lugar de reconocer la autoridad del diablo, Jesús reconoció la de la Palabra escrita. Contestó: “Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (v. 8; Deuteronomio 6:13).

Satanás volvió a intentarlo por tercera vez, citando a su vez la Palabra. “Y le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden; y, en las manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra” (v. 9-11; Salmo 91:11-12). Esta vez la tentación tiene un carácter espiritual. El pasaje citado se refiere al Mesías, en un salmo que habla de la confianza que este tiene en la protección de Dios. Es cierto que se trataba de Jesús, pero para Él era suficiente saber que esta palabra estaba escrita. Contaba con Dios para el momento en que tuviera necesidad de Él. Pero no necesitaba obrar por su propia cuenta o por la del diablo, para saber si lo que Dios había dicho era verdad. Por eso contestó a Satanás: “Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios” (v. 12; Deuteronomio 6:16). Tentar a Dios es hacer algo para ver si lo que Dios ha dicho es verdad. Si creo a Dios, no necesito probar la autenticidad de lo que Él dice.

Podemos ver que en Lucas las tentaciones no siguen el mismo orden que en Mateo, donde la segunda de Lucas se encuentra en tercer lugar. En Mateo, Jesús es tentado primeramente como hombre, luego como Mesías, y finalmente como Hijo del hombre. En Lucas el orden es moral: en primer lugar tenemos la tentación carnal; luego, una tentación mundana, y finalmente una tentación espiritual. En los dos evangelios, las tentaciones se refieren a los tres géneros de codicias por las cuales el primer Adán sucumbió. Leemos en Génesis 3:6: “Y vio la mujer, 1°, que el árbol era bueno para comer, 2° y que era agradable a los ojos, 3° y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría”. A esta cita corresponde la de 1 Juan 2:16: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo”. Se puede reconocer fácilmente el carácter de estas tres clases de codicias, en lo que el diablo colocó delante de Jesús. Nuestro precioso Salvador no sucumbió, porque no había en Él ningún otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios, en una sumisión absoluta a su Palabra.

Es lo que caracteriza al segundo hombre: únicamente hacer la voluntad de Dios. Adán consideró lo que el fruto del árbol ofrecía para su propia satisfacción, y puso a un lado la palabra de Dios. ¡Cuántas veces hacemos lo mismo, aun en el espacio de un solo día! Recordemos que pecar es seguir nuestra propia voluntad en vez de cumplir la voluntad de Dios.

Jesús vino a este mundo como hombre para ser sumiso a la voluntad de Dios, y volver a empezar la historia del hombre nuevo y obediente. Resistió a Satanás sometiéndose a la palabra escrita, consiguiendo así una victoria absoluta. Desde entonces, como lo vamos a ver, pudo despojar al enemigo de sus bienes libertando a los hombres de los efectos del poder de Satanás, mientras “anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hechos 10:38). Al final de su carrera en la tierra, dejó impotente a aquel que tenía el poder de la muerte, al sufrir la muerte en lugar de los culpables.

“Y cuando el diablo hubo acabado toda tentación, se apartó de él por un tiempo” (v. 13). Estas palabras no se encuentran en Mateo, por razones que muestran con qué cuidado ha sido escrita la Palabra de Dios. El relato de Mateo termina con estas palabras: “Vete, Satanás, porque escrito está…” (Mateo 4:10), lo que Lucas no podía decir, ya que esta tentación no es la última en su evangelio. Además, podemos comprender por esta porción que el diablo volvería después de “un tiempo”, cuando el ministerio público de Cristo hubiera terminado. Se le presentaría con los terrores de la muerte, lo que tuvo lugar en Getsemaní, para intentar que Jesús se volviera atrás y no cumpliera el acto supremo de obediencia, la muerte, por medio de la cual desarmó al diablo.

En virtud de la victoria alcanzada sobre Satanás en el desierto, Jesús pudo cumplir su ministerio de liberación, en favor de los hombres. Pero después de este maravilloso servicio, quedaba todavía por ejecutar la obra que libertaría al hombre de la muerte eterna. Para esto no bastaban los milagros. Era preciso la misma muerte de Jesús, en la cual “la simiente de la mujer” aplastaría la cabeza de la serpiente. Se comprende por qué Satanás procurara oponerse a la muerte de Cristo cuando llegó la hora. Allí también Jesús obedeció, puesto que había recibido este mandamiento de su Padre (Juan 10:18). Fue obediente hasta la muerte de cruz (Filipenses 2:8). Allí el diablo fue definitivamente vencido. Jesús murió, pero resucitó, prueba del triunfo que acababa de conseguir sobre aquel que tenía el poder de la muerte. “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).

Antes de continuar, examinemos las consecuencias prácticas que derivan para nosotros de la victoria de Jesús sobre Satanás. En primer lugar, y sobre todo, nosotros también podemos lograr la victoria sobre las tentaciones de Satanás, empleando el mismo medio que Jesús, es decir, citando la Palabra de Dios y permaneciendo sujetos a ella. En el sendero de la obediencia, Satanás siempre queda subyugado. El enemigo quiere ante todo impedir que el creyente obedezca, porque la desobediencia lo priva de la comunión con Dios, lo desvía de la verdad, deshonra a Dios, y, al producir oscuridad en el alma, lo extravía cada vez más.

¡Qué estímulo para todos nosotros, jóvenes y ancianos, el saber que, a pesar de la presencia y la actividad de un adversario tan poderoso en nuestro camino, podemos seguir sin que nos alcance, si escuchamos la Palabra de Dios y la obedecemos! Cuando Satanás encuentra en nosotros esta obediencia, se retira tal como tuvo que hacerlo ante Jesús.

Resistid al diablo, y huirá de vosotros
(Santiago 4:7).

En 1 Pedro 5:8-9 leemos: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe”. No podríamos resistirle si el Señor Jesús no lo hubiera vencido. Pero si, frente a la obediencia, Satanás sufre una derrota, hay que recordar que tiene todo el poder sobre la carne. De modo que, si la dejamos obrar, si pecamos, le ofrecemos una presa fácil. Los creyentes no solo son hechos capaces de resistir al diablo en el presente, sino que pronto vamos a ser librados de la escena en la cual él opera todavía y seremos arrebatados al cielo por el Señor. Entonces el diablo y sus ángeles serán precipitados sobre la tierra para atormentar a aquellos que no hayan querido saber nada de Cristo durante la época de la gracia (Apocalipsis 12:7-12). “Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20).

Quiera Dios permitirnos considerar al Señor en la tentación, puesto que allí estuvo por nosotros, para mostrarnos a los que creemos, cómo vencer al enemigo. Si Jesús lo hubiera vencido por su poder divino, su victoria no nos habría servido de nada, puesto que nosotros no poseemos ese poder. Pero desde el momento en que Él consiguió esta victoria como hombre, por la simple obediencia a la Palabra, este medio quedó a nuestra disposición. Jesús se hizo hombre porque nosotros somos hombres, con el fin de morir para salvarnos, después de haber sido el modelo para los que iba a salvar en la cruz.

En la tentación de Jesús encontramos una verdad importante, a la que debemos prestar atención. Para poder obedecer la Palabra y citarla, es necesario conocerla y leerla desde la juventud. Esta es la verdadera instrucción sin la cual toda otra enseñanza no ofrece ningún beneficio para la eternidad. Un manual de instrucción pública del siglo dieciocho, para uso de los maestros, declara que la enseñanza de la Biblia debe ser la base de todas las ramas de estudio, puesto que todo lo demás procede de ella. ¡Pretendiendo haber hecho progresos, se ha retrocedido mucho desde aquella época! Si la Palabra de Dios ya no forma parte de la enseñanza pública, al menos podemos tenerla en nuestros hogares y leerla cada día. Y no debemos contentarnos con leerla, sino que también es necesario enseñar porciones de memoria a los niños de toda edad, según era corriente en las escuelas y en las familias. Lo que uno aprende en su juventud permanece para toda la vida; es un capital que lleva múltiples intereses, cuyos beneficios se esparcen en todos los aspectos de la vida, para la gloria de Dios, y para la felicidad presente y eterna de aquel que posee semejante tesoro.

Jesús en Nazaret

Después de haber llevado a Jesús al desierto, donde encontró al tentador, el Espíritu lo volvió a llevar a Galilea para que empezara allí su servicio de amor para con los hombres. El hombre obediente, vencedor del enemigo, en quien nada limitaba el poder del Espíritu Santo, estaba listo para cumplir los pensamientos de Dios con respecto a su pueblo terrenal, como hacia todos los hombres.

En Galilea, la región despreciada por los judíos, Jesús repartió los beneficios que traía de parte de Dios. Enseñó en las sinagogas la Palabra de Dios, la cual era su vida, anunciando al pueblo la liberación y cómo beneficiarse con ella. Su fama se divulgó pronto en las regiones de alrededor (v. 14-15).

En Nazaret, ciudad donde se había criado pero donde no vivía, ya que Capernaum es llamada “su ciudad” en Mateo 9:1, (véase Marcos 2:1), entró en la sinagoga el sábado, según su costumbre. Le dieron el libro (o rollo) del profeta Isaías, lo desplegó y leyó los dos primeros versículos del capítulo 61: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová”. Todos tenían los ojos fijos en Jesús, sorprendidos de ver a quien había pasado su niñez en medio de ellos, tomar el lugar de un rabino o de un escriba. Y más sorprendidos quedaron todavía cuando, al devolver el libro al que estaba de servicio, les dijo:

Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros
(v. 21).

En efecto, los habitantes de Nazaret tenían en medio de ellos al objeto de esta profecía y de tantas otras: “Aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (Juan 1:45). Si ellos hubiesen querido reconocerlo y recibirlo, ¡qué gozo hubieran experimentado!

Al anunciar a Cristo, los profetas anunciaban los juicios y las bendiciones que Él había de traer. Este pasaje de Isaías presentaba las dos cosas; pero en su lectura, Jesús se detuvo antes de llegar a las palabras que predecían el juicio: “El día de venganza del Dios nuestro” (Isaías 61:2). El Señor traía la gracia y la verdad, el juicio estaba reservado para más tarde. Durante toda su vida en la tierra fue la expresión perfecta de las palabras que leyó en Nazaret, Aquel que Dios había ungido con el Espíritu Santo para cumplir su obra de gracia. Estas palabras expresaban el amor divino que se interesaba por el hombre caído bajo las consecuencias del pecado, lejos de Dios.

La pobreza caracteriza al pecador, porque se ha desviado de Dios, fuente de todo bien. Gime, cautivo bajo la esclavitud de Satanás y del pecado. Está ciego: el pecado oscurece su entendimiento y le impide verse tal como Dios lo ve. Permanece en las tinieblas cual prisionero sin derecho y sin fuerza para defenderse, pisoteado por el opresor. Dios envía a Jesús en medio de los hombres para llevarles la liberación e introducir las bendiciones de su reino: “el año de la buena voluntad de Jehová” (Isaías 61:2).

Jesús enriquece a los pobres que lo reciben, libera de la esclavitud de Satanás y del pecado. Él da la capacidad de ver según la luz divina y libera a los oprimidos. Da al pecador todo lo que puede hacerle eternamente feliz en el conocimiento de Él mismo. Pero es necesario recibirle. Es precisamente lo que la gente de Nazaret no hizo; en esto representan a todo el pueblo, que no le brindó mejor acogida. Muy asombrados, daban testimonio de Él en estos términos: “¿No es este el hijo de José?” (v. 22). Al conocer sus pensamientos, Jesús les dijo: “Sin duda me diréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo; de tantas cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaum, haz también aquí en tu tierra. Y añadió: De cierto os digo, que ningún profeta es acepto en su propia tierra” (v. 23-24). No bastaba con ver milagros y quedar impresionado por ellos; era preciso creer que el Mesías prometido estaba presente, Aquel de quien Isaías había escrito.

La gracia que Jesús traía había penetrado ya en otro tiempo entre los gentiles, cuando Israel estaba bajo los juicios de Dios, a causa de la idolatría. Con más razón en este momento, si los judíos rechazaban a Jesús, la gracia se extendería a los gentiles. Elías no fue enviado a ninguna viuda en Israel, sino a una extranjera, en Sarepta. De la misma manera, en el tiempo de Eliseo, no hubo otro leproso sanado fuera de Naamán el sirio, un gentil. Llenos de ira, y comprendiendo bien el alcance de las palabras de Jesús, los judíos, en vez de aprovecharlas para sí, procuraron deshacerse de Él, llevándolo hasta el borde escarpado del monte en el cual se encontraba la ciudad para despeñarlo. Pero Jesús pasó por en medio de ellos y se fue. Aún no había llegado su hora. La conducta de la gente de Nazaret presenta un fiel retrato de la conducta de todo el pueblo hacia Jesús.

Jesús en Capernaum

Volvemos a encontrar a Jesús en Capernaum un sábado; allí también enseñaba. Los que lo oían se asombraban de Su doctrina, porque Él hablaba con autoridad. En efecto, ¿qué palabra podía tener una autoridad semejante a la Palabra de Dios, presentada por Dios el Hijo, Aquel que era “La Palabra” (Juan 1:1), Dios manifestado en carne? Quisieran o no, los hombres tenían que reconocer esta autoridad. Esta Palabra que tenemos en las manos es la misma hoy, aunque no sea presentada por Jesús como hombre en la tierra. Ella tiene su propio poder divino sin el cual ninguna obra podría cumplirse en el corazón del hombre. Es necesario recibirla, al igual que los Tesalonicenses, como siendo verdaderamente la Palabra de Dios (1 Tesalonicenses 2:13).

Sabemos que la Biblia entera es la Palabra de Dios, conservada a través de siglos de tinieblas, en vista de los malos días actuales. Ella posee la misma autoridad que la que fue pronunciada entonces por Jesús.

Jesús no enseñaba solamente; quería también librar al hombre que había caído bajo el poder de Satanás. En la misma sinagoga, se encontraba un desdichado, poseído por un espíritu inmundo. Cosa extraña y triste de comprobar que, contrariamente a los hombres que no veían en Jesús más que a uno de sus semejantes, los demonios sabían que Él era el Hijo de Dios. El demonio exclamó en voz alta: “Déjanos; ¿qué tienes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios” (v. 34). Estos ángeles caídos, –puesto que eso son los demonios–, reconocen el juicio que les espera a todos. No hay perdón para ellos, saben quien ejecutará ese juicio, y tiemblan ante este pensamiento. “Los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19). En cuanto a los hombres culpables, para quienes hay perdón, rehúsan creer en Aquel que ha venido para salvarlos y niegan Su divinidad. Aun cuando creen en Dios, no por eso tiemblan. No creen en su culpabilidad, ni en el juicio que les espera. ¡Qué terrible estado el del hombre inconverso e incrédulo!

“Y Jesús le reprendió, diciendo: Cállate, y sal de él. Entonces el demonio, derribándole en medio de ellos, salió de él, y no le hizo daño alguno. Y estaban todos maravillados, y hablaban unos a otros, diciendo: ¿Qué palabra es esta, que con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos, y salen?” (v. 35-36). Cuando Dios quiere cumplir algo, no tiene más que hablar; ya sea para enseñar, para ahuyentar a los demonios o cumplir cualquier otro milagro, para crear el mundo o sostenerlo, para hacer subsistir en la antigüedad los cielos y la tierra, o reservarlos para el fuego del juicio (léase Juan 1:3; Hebreos 11:3; 2 Pedro 3:5, 7). “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y el mundo existió” (Salmo 33:9; véase v. 6). Este Dios estaba presente en medio de los hombres como Salvador, pero ellos no quisieron nada de Él. Sin embargo, en virtud de que Jesús ha “efectuado la purificación de nuestros pecados” (Hebreos 1:3), aún hoy ofrece a todos la salvación; pero este día de gracia va a tener su fin. Por eso, a todos los que todavía no la han aprovechado, se les ruega encarecidamente que no esperen a que la puerta se cierre, pues entonces será demasiado tarde.

La fama de Jesús se esparcía en todos los lugares vecinos a Capernaum. Pero no quiere decir que todos los que se asombraban ante el poder extraordinario de Jesús, creían en Él. En el presente pasaría lo mismo, si el Señor se encontrara en la tierra haciendo milagros, su fama se haría oír por todas partes, sin que por ello todos creyesen en Él. Creer es otra cosa que comprobar un hecho innegable e impresionante.

Jesús en casa de Simón y en el desierto

Al salir de la sinagoga, Jesús se dirigió a la casa de Simón cuya suegra estaba afectada por una gran fiebre, “y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, reprendió a la fiebre; y la fiebre la dejó” (v. 38-39). Al instante la mujer, curada, se levantó y sirvió a Jesús y a los que estaban con Él. En la enfermedad de esta mujer, tenemos otra figura del estado en el cual se encuentra el hombre como consecuencia del pecado. Sin paz con Dios, sin reposo, sufriendo de una mala conciencia, busca en este mundo la felicidad que no tiene en Dios. Su impotencia le da una agitación febril. Corre, se agita; la tierra no le basta; procura tener el dominio de los aires, debajo del agua, como también sobre la tierra. Para eso emplea la inteligencia que Dios le ha dado, en los pocos días de los cuales dispone, y que a menudo él mismo acorta. Luego, debe morir en esta actividad febril, a no ser que conozca a Aquel que puede darle reposo y paz anunciándole que el pecado, causa de todos los males, fue quitado en la cruz. Si lo acepta, la paz viene a ser su porción. Como la suegra de Pedro, lleno de felicidad, puede servir al Señor, en calma y confiando en Él, esperando el momento de estar en su presencia.

Al ponerse el sol, momento propicio para salir en los países cálidos, los que tenían lisiados y enfermos los llevaban a Jesús, quien sanaba a todos. Los demonios también salían clamando que Jesús era el Hijo de Dios; pero Jesús les prohibía hablar. Se negaba a recibir el testimonio de los demonios porque quería que los hombres reconocieran que era el Cristo por su propio testimonio.

Al día siguiente, por la mañana, Jesús se fue a un lugar desierto, pero las muchedumbres lo encontraron y procuraron retenerle. Entonces les dijo: “Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado” (v. 43). Todo lo que Jesús tenía por delante era cumplir con su servicio, en conformidad a la voluntad de su Padre. No quería disfrutar de la consideración de las muchedumbres, cautivadas por las demostraciones de su poder y su palabra, que cumplía en obediencia a su Dios y por amor a los hombres. A todo siervo de Dios le gusta permanecer entre quienes trabaja; pero su deber es obedecer y agradar a su Maestro, y no procurar su propio bien. Jesús se fue de allí para predicar en las sinagogas de Galilea.