Lucas

Lucas 19

Jesús entra en Jerusalén como rey

Jesús y Zaqueo

Al pasar Jesús por Jericó, un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los publicanos, deseaba verlo. Pero no podía a causa de la multitud y porque era muy pequeño de estatura. Entonces se adelantó corriendo, y se subió a un sicómoro para ver al Señor cuando pasara. “Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso” (v. 5- 6). ¡Qué aliento para los que tienen un verdadero deseo de conocer al Señor! Sabiendo esto, él mismo vino al mundo para responder a esa necesidad.

Zaqueo no pensaba que Jesús se ocuparía de él y menos aún esperaba poder recibirlo en su casa. El inmenso deseo de ver a Jesús le hizo vencer su dificultad. Encontró un eco en el corazón del Señor, a quien no le importaba que Zaqueo tuviera una posición deshonrosa como jefe de los publicanos. Estos eran despreciados por los judíos porque recaudaban los impuestos para los romanos. Jesús se ocupaba en responder a las necesidades, dondequiera que estuviesen.

Queridos amigos, jóvenes o mayores, quienes leen estas líneas, si ustedes sienten la necesidad de un Salvador, estén seguros de que él lo sabe, y responderá a ella. Él los está buscando en este mundo, quiere encontrarlos y llenar de gozo sus corazones. ¡Vayan a él!

Al ver que Jesús había entrado en casa de Zaqueo, todos comenzaron a murmurar, diciendo “que había entrado a posar con un hombre pecador” (v. 7). ¿Dónde habría podido entrar Jesús en este mundo, sin encontrarse en casa de un pecador? Los que se creen justos no necesitan un Salvador, y quedan sin la gracia, sin el gozo y sin la dicha eterna.

Entonces Zaqueo dijo al Señor: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (v. 8-10). Jesús hizo mucho más de lo que Zaqueo esperaba. Él quería simplemente verlo, sin embargo recibió en su casa la salvación que el Hijo del Hombre vino a traer desde el cielo a los pecadores. Zaqueo contó a Jesús cómo actuaba conforme a su conciencia recta. Estaba muy bien, pero esto no lo podía salvar. El pecador necesita la salvación, y esta solo se encuentra en Aquel que vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.

En el capítulo 18 de Mateo, vimos que cuando Jesús hablaba de los niños, dijo simplemente que había venido a “salvar” lo que se había perdido (v. 11). Al hablar de los que ya no son niños, él añade la palabra “buscar”, lo que indica el trabajo de conciencia que el Señor debe operar en la persona para llevarla a la convicción de su estado de pecado. La persona se da cuenta de la necesidad que tiene de un Salvador, y puede recibirlo como si fuera un niño. El niño no necesita ser convencido, porque cree todo lo que se le dice.

Cuando la salvación vino a la casa de Zaqueo, todos allí pudieron beneficiarse de ella. A pesar de su decadencia como judío, Zaqueo era hijo de Abraham, tanto como el ciego de Jericó, y ambos fueron hechos hijos de Abraham como creyentes.

Parábola de las diez minas

Quienes estaban en el entorno de Jesús pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente (v. 11). Pero el Señor les hizo comprender que no sería así, diciendo:

Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo
(v. 12-13).

Con estas palabras Jesús les dio a entender que él iba a ir al cielo, el país lejano, y allí recibiría el reino, pero luego volvería a la tierra para establecer sus derechos como soberano. Entre tanto, a aquellos que lo recibieron en su primera venida, les dio dones para que trabajaran en su ausencia. Cada uno, siendo responsable ante el Señor de lo que le confió, debe negociar, no quedar ocioso, mientras lo espera.

Luego Jesús añadió algo importante en cuanto a la culpabilidad del pueblo judío: “Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que este reine sobre nosotros” (v. 14). El pueblo despreció a Jesús, su rey; y confirmó su rechazo cuando lo llevó ante Pilato y exclamó: “No tenemos más rey que César” (Juan 19:15). Después de la muerte de Jesús, Dios, en su inmensa paciencia, dio a los judíos un tiempo durante el cual Pedro les presentó todavía al Cristo diciendo: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado” (Hechos 3:19-20). Pocos fueron los que escucharon el mensaje de Pedro y pasaron a formar parte de la Iglesia. El pueblo, en su mayoría, lo rechazó.

Esteban, hombre lleno de gracia y de poder, les recordó que siempre habían resistido al Espíritu Santo, porque habían matado a los profetas que anunciaban la venida de Cristo y a él le habían dado muerte (Hechos 7:51-52). Por eso apedrearon a Esteban, ese embajador que los judíos incrédulos enviaron al país lejano, el cielo, para que notificara al Rey su rechazo definitivo. Esteban fue el primer mártir cristiano.

A pesar de todo esto, el soberano recibió el reino, y volverá en su día para ejecutar los juicios sobre la generación que sucederá a aquella que rechazó al Señor y que también hará lo mismo. Jesús dijo: “A aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí” (v. 27). Cuando el rey vuelva, tomará conocimiento de cómo sus siervos hicieron valer lo que les había confiado al irse. “Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno” (v. 15).

En la parábola de los talentos (Mateo 25), el señor dio a sus siervos cinco, dos, y un talento. Pero aquí da a cada uno la misma cantidad. No hay ninguna contradicción en esta diferencia. En la parábola de Mateo, el Señor mostró que en su soberanía dio a cada siervo según la aptitud que reconoció en él. En Lucas, presenta la parte de la responsabilidad del siervo. “Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a este dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades” (v. 16-19).

En Mateo, la recompensa consistía en ser establecido sobre mucho, y en entrar en el gozo de su Señor. Es más general. En Lucas, donde se trata del rey que recibe un reino y que viene a reinar, él da a cada uno autoridad sobre tantas ciudades como lo que ha ganado en minas. Los siervos hicieron prosperar los intereses del rey durante su ausencia y su rechazo; están asociados a él en su gloria, disfrutando de lo que ganaron, y gozando de la compañía del rey mismo. Esto será para todos los obreros del Señor, cualquiera sea la importancia del servicio.

Notemos también que los siervos no atribuyeron a su trabajo lo que produjeron las minas, sino que dijeron: “Tu mina ha ganado diez minas”. Solo lo que el Señor da lleva fruto, el siervo solo tiene que usar lo que recibió. Fue lo que no hizo aquel que contestó: “Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste” (v. 20-21). Este fue el mismo razonamiento que tuvo uno de los siervos en Mateo 25:24-25. Ignoraba por completo el carácter de su señor. Este conocimiento es lo único que puede dar al siervo la capacidad de hacer valer lo que recibió. ¿Cómo se puede hablar a otros del amor, de la abnegación y de la gracia del Señor, si se lo conoce como un hombre duro y exigente?

En Mateo cae una sentencia sobre el siervo perezoso. Aquí no dice nada del castigo. El siervo lo sufrirá al mismo tiempo que los enemigos del rey, quienes serán traídos y decapitados delante del soberano. En Mateo no se habla de estos últimos.

Luego, al siervo que no hizo nada se le quitó la mina, para dársela al que tenía diez minas. Cuando le advirtieron al señor que aquel ya tenía diez minas, él respondió: “Os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (v. 26). El Señor dio aquí un principio general. Cuanto más conocimiento tenemos de él, cuanto más fieles somos en su servicio y en todo lo que le pertenece, tanto más recibiremos, no solamente en el presente, sino para la eternidad. Cuando los santos estén en la gloria, sobre la tierra no quedará nada de lo que haya sido el verdadero cristianismo. Lo que la cristiandad actual presuma poseer, profesándolo exteriormente, se verá en aquellos que estarán en el cielo.

¡Que Dios nos conceda conocer mejor a nuestro Señor! Que podamos gozarnos en todas sus perfecciones y así obtener la capacidad para servirlo en todo lo que él pone delante de cada uno de nosotros. ¡No temamos testificar en favor de él en medio de este mundo que lo rechaza! Muy pronto participaremos de su gozo y compartiremos su autoridad en el reino, si hemos sufrido su rechazo sobre la tierra y somos sumisos a su autoridad aunque los hombres la menosprecian.

Jesús entra como Rey

“Dicho esto, iba delante subiendo a Jerusalén” (v. 28). Jesús se encaminó con los suyos, abriendo la marcha hacia «la ciudad que mata a los profetas». Él sabía lo que le esperaba, pero por un instante, entraría con los honores reales. Antes de ser rechazado definitivamente, debía ser presentado como el Hijo de David, para que en los días del juicio el pueblo no tenga excusa.

El Señor se sirvió de su autoridad para obtener el pollino de asna sobre el cual entraría como rey a la ciudad de David. “Envió dos de sus discípulos, diciendo: Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella hallaréis un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado jamás; desatadlo, y traedlo. Y si alguien os preguntare: ¿Por qué lo desatáis? le responderéis así: Porque el Señor lo necesita. Fueron los que habían sido enviados, y hallaron como les dijo… Y lo trajeron a Jesús; y habiendo echado sus mantos sobre el pollino, subieron a Jesús encima. Y a su paso tendían sus mantos por el camino” (v. 29-32, 35-36).

Este relato nos muestra el gozo de los discípulos viendo por fin a su Maestro aceptar los honores reales, después de haberlo escuchado hablar tanto de sus sufrimientos, mientras ellos pensaban en la gloria. ¡Con qué diligencia improvisaron con sus mantos las alfombras que habitualmente cubrían el camino real! Pero los pensamientos del Rey, a pesar de estar participando del gozo de los discípulos, probablemente eran muy diferentes. Él sabía que su presentación como Rey solo haría acentuar su rechazo, y aumentaría la culpabilidad de la ciudad sobre la cual iba a llorar cuando apareciera ante su mirada (v. 41-44). “Cuando llegaban ya cerca de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas!” (v. 37-38). Los discípulos expresaron su gozo bajo la acción del Espíritu de Dios, quien les dio el pensamiento divino apropiado para ese momento. Comenzaron a alabar a Dios por todos los milagros que habían visto y que confirmaban que Jesús era el Mesías prometido, pero sin producir ningún efecto en el pueblo.

Los discípulos podían alabar a Dios porque habían recibido al Mesías como tal. Pero, en lugar de exclamar como la multitud celestial en el nacimiento de Cristo: “En la tierra paz” (cap. 2:14), ellos dijeron: “Paz en el cielo”. El que traía la paz a la tierra había sido rechazado, por lo tanto, en lugar de paz habría disturbios, guerra y juicios. Durante este tiempo, la paz es llevada al cielo. Esto puede parecernos extraño, pero debemos tener presente que los lugares celestiales son la esfera de las actividades de Satanás y sus ángeles. Ellos son “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). En Apocalipsis 12:10, Satanás es llamado “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche”. Entre el arrebatamiento de los santos y la venida del Señor en gloria, Satanás y sus ángeles serán echados del cielo (Apocalipsis 12:9) y bajarán a la tierra para hacer desastres entre los hombres. Ya no podrán hacer nada contra los creyentes en el cielo donde reinará la paz, como lo proclamaron los discípulos. Esto será posible porque el Señor entró en el cielo como vencedor después de haber acabado la obra de la cruz. Cuando se establezca el reinado, Satanás será atado por mil años, entonces se cumplirá lo que anunciaron los ángeles en el nacimiento del Señor: “En la tierra paz”. La paz reinará durante este hermoso reinado, porque Satanás no podrá hacer daño a los hombres.

Los fariseos, ajenos a esta maravillosa escena, y oyendo a los discípulos dar rienda suelta a su gozo, dijeron al Señor: “Maestro, reprende a tus discípulos. Él, respondiendo, les dijo: Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían” (v. 39-40). Era necesario dar testimonio de Jesús como Rey, y si nadie lo hacía, Dios se podía servir de las piedras. Bajo el poder divino, estas eran más dóciles que el corazón endurecido del pueblo judío.

Jesús llora por Jerusalén

“Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación” (v. 41-44).

En este evangelio brillan las perfecciones del corazón divino y humano del Señor Jesús. En su perfecto amor sintió el dolor por no poder llevar a cabo sus pensamientos de gracia hacia su amada ciudad. Pensó en lo que ella tendría que sufrir por no haber conocido el día en el cual su Rey había venido en gracia. Durante mucho tiempo trató de reunir a sus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas (cap. 13:34). Jesús sabía lo que la ciudad tendría que padecer durante la terrible invasión de los romanos, y todo lo que sucedería después. De este juicio habla también en el capítulo 21:5-24.

Dios tiene mucha paciencia hacia su pueblo, y la tiene también ahora hacia el mundo. Excede a todo lo que podemos concebir en nuestra flaqueza humana. Pero su paciencia no puede sobrepasar a la justicia, la santidad, y la verdad divinas. Dios no puede permitir que su paciencia menoscabe sus demás atributos. Él es perfecto y no descuidará el equilibrio de sus perfecciones y de sus glorias. Su gracia, su paciencia, su misericordia, su justicia y su santidad se ejercen de manera perfecta en su gobierno hacia los hombres. Esto da tranquilidad en medio de todas las circunstancias que atraviesa actualmente el mundo. Podemos confiar en Dios, Él sabe por qué permite tantas cosas que nos parecen injustas, que sin duda lo son, de parte de quienes las cometen. En su tiempo Dios los castigará, pero por ahora, tiene sus razones para tolerarlas.

“Desde el lugar de su morada miró sobre todos los moradores de la tierra. Él formó el corazón de todos ellos; atento está a todas sus obras” (Salmo 33:14-15; ver también Lamentaciones 3:31-42). Dios ve y conoce lo que nosotros ignoramos, y pesa todo en las balanzas de su santuario. Tendríamos que ser Dios para comprender las causas de todo lo que él permite en su gobierno en medio del estado de pecado en el cual se encuentra el mundo, especialmente al final del tiempo de la gracia. Mientras dure la paciencia de Dios, debemos tener sus mismos sentimientos de gracia y de paciencia.

No podemos ver el mal sin sufrir, como tampoco podemos ver la injusticia sin indignarnos; pero tenemos que ser misericordiosos para con todos, aun con nuestros enemigos, si los tenemos. No podemos, de ninguna manera, desear la ejecución de los juicios de Dios. Cuando su paciencia haya llegado a su fin, y se haya alcanzado la medida divina, Dios ejecutará sus juicios. Entonces, los pensamientos de los santos estarán también de acuerdo con los suyos. Por eso, en Apocalipsis 11:16-18, vemos a los ancianos dándole gracias a Dios porque él ejecuta sus juicios sobre los malos. Cuando habla de los juicios que caen sobre Babilonia, la falsa iglesia, en Apocalipsis 18:20 leemos: “Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella”.

Dios soporta el estado en el cual el mundo se encuentra actualmente. Esto no es indiferencia hacia el mal que se comete y a todo el sufrimiento de sus criaturas, sino para tener gracia hacia el pecador que se arrepiente. Todavía quiere salvar. Por eso, todo aquel que aún no goza de la salvación, ¡vaya hoy mismo a Jesús! Mañana puede ser demasiado tarde.

Después de un tiempo de paciencia hacia su pueblo terrenal, tiempo que duró siglos, Dios envió al Mesías prometido. Después de su rechazo, todavía esperó cuarenta años antes de destruir Jerusalén y abandonar a los judíos en manos de los gentiles. Ahora, veintiún siglos después de la muerte de su Hijo, Dios todavía tiene paciencia con el mundo. A causa de su amor todavía no dio libre curso a su ira. Muy pronto, en virtud del sacrificio de su Hijo, Dios cumplirá hacia los judíos todas las promesas hechas a los padres. Ese tiempo está cercano, porque la gracia llega a su fin. Esto significa que atravesamos momentos solemnes.

Jesús purifica el templo

Jesús entró en el templo y comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban, diciendo: “Escrito está: Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (v. 46; ver Isaías 56:7; Jeremías 7:11). Cuando el Señor venga para reinar, purificará el templo, lugar de adoración a Jehová, que estará mancillado por los judíos apóstatas y las naciones.

Aquí tenemos una figura de este hecho en el Hijo de David que acababa de entrar como Rey en la ciudad. El templo estaba mancillado por los judíos, quienes todavía pretendían servir a Dios habiendo rechazado a su Hijo. El comercio de los animales necesarios para los sacrificios había prevalecido sobre la seriedad que se debía a la casa de Jehová. Podemos comprender fácilmente esto, si tenemos en cuenta las inclinaciones mercantiles de los judíos.

Según la ley de Moisés, aquellos que se encontraban demasiado alejados del lugar que Jehová había escogido para poner su Nombre, tenían que tomar el dinero del ganado que habían consagrado, y comprar otro en el lugar donde iban a ofrendar (ver Deuteronomio 14:23-26). Cuando el estado moral es malo, se guardan las formas exteriores de culto en beneficio de la carne. Lo que sucedió en el judaísmo corrompido, volvió a ocurrir con el cristianismo en nuestros días.

A pesar del triste estado del pueblo y de su inminente rechazo, Jesús no se cansaba de hacer su obra: “Enseñaba cada día en el templo” (v. 47), mientras que los principales sacerdotes, los escribas y los jefes del pueblo procuraban matarlo. Pero no podían hacer nada “porque todo el pueblo estaba suspenso oyéndole” (v. 48). En tanto que el servicio del Señor no estuviera cumplido, nadie podía apoderarse de él. Cuando llegó su hora, se entregó por obediencia.

En principio, esto es lo que ocurre en nuestros días. Mientras la obra de Dios no haya terminado en este mundo, el poder del mal no tendrá todo el dominio, a pesar de toda la actividad que despliega bajo diversas formas procurando deshacerse de lo que le molesta y llevando a los hombres bajo el poder de Satanás. Cuando “lo que lo detiene” (2 Tesalonicenses 2:6) sea quitado, este poder tendrá plena libertad. Deseamos que todos los que están advertidos escuchen la Palabra de Dios, para no estar sobre la tierra en un momento así.