Lucas

Lucas 5

Los fariseos y escribas se oponen a Cristo

El llamamiento de Simón

Jesús no predicaba solamente en las sinagogas. Cuando llegó al borde del lago de Genesaret, grandes multitudes se le agolpaban para oír la palabra de Dios. Al ver cerca de la orilla dos barcas que los pescadores habían dejado allí para lavar sus redes, Jesús subió a una que pertenecía a Simón, y le rogó que la alejara un poco de tierra. Desde allí pudo enseñar más libremente. Luego, como quería hablar con Simón, le dijo: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red” (v. 4-5). La noche es más favorable para la pesca que el día; sin embargo el trabajo de esos pescadores había sido infructuoso.

Sucede lo mismo con todos los esfuerzos del hombre sin Cristo, son vanos. Mientras que con el Señor, aún en las condiciones más desfavorables, llevan fruto. Para estar seguro de la bendición, es necesario hacer como Pedro: obedecer a la palabra de Jesús. Habiendo seguido la orden de Jesús, recogieron gran cantidad de peces, y viendo que la red se rompía, llamaron a sus compañeros de la otra barca para que les ayudaran. Entonces llenaron las dos embarcaciones de tal manera que se hundían.

El relato de esta pesca milagrosa, debida a la bendición del Señor, nos enseña dos cosas. El hombre natural no puede hacer nada sin Dios, pero tampoco sabe aprovechar la bendición divina; es incapaz de soportarla. En este estado, todo lo que Dios podría hacer por él se pierde, como vemos en esta pesca en que tanto los pescadores, como los peces y la barca por poco se pierden. Solo el nuevo nacimiento nos pone en condiciones para recibir la bendición de Dios. Jesús vino a cumplir la obra de redención que coloca al hombre en un nuevo estado. Así puede llevar fruto para el Señor y disfrutar de todos los bienes que le otorga la gracia para su vida en la tierra y para la eternidad.

En Juan 21:6-11 encontramos, en circunstancias parecidas, una imagen de la capacidad de recibir la bendición de Dios en virtud de la obra de Cristo en la cruz. Jesús se apareció a sus discípulos en la misma orilla que antes, y les ordenó que echasen su red al lado derecho de la barca. Después de haber obedecido, no podían retirarla por la cantidad de peces. En virtud de la muerte de Cristo, la bendición es segura, y el creyente capaz de disfrutar de ella. Esto tendrá lugar de manera especial en el milenio, de lo que es figura la escena de Juan 21.

Cuando Simón Pedro vio esta manifestación del poder de Jesús, sintió temor, al igual que sus compañeros, entre los cuales se encontraban Jacobo y Juan. Comprendió inmediatamente que se encontraba en la presencia de Dios y, echándose a los pies de Jesús, le dijo:

Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador
(v. 8).

El sentimiento de la presencia de Dios produce siempre la convicción de pecado. Es lo que debe suceder para que se experimente la necesidad de la salvación y se la acepte.

Cuando la Palabra de Dios es presentada al pecador y ella obra en su conciencia, lo primero que nace no es el gozo, sino el temor de Dios, a quien ha ofendido. Luego, la gracia que vino con la verdad, le enseña lo que Dios ha hecho para quitar su pecado y darle el gozo de la salvación. Isaías experimentó estos sentimientos cuando se encontró delante del mismo Señor, quien entonces no era un hombre en una barca, sino Dios sobre su trono; “sus faldas llenaban el templo” (Isaías 6:1-4). Cuando el profeta oyó a los serafines proclamar la santidad y la gloria de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Entonces un serafín tomó del altar un carbón encendido y tocó la boca del profeta. Este quedó purificado por el contacto del fuego del juicio de Dios que había alcanzado la víctima consumida sobre el altar. Y se le dijo: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:7).

Jesús debía quitar los pecados de Pedro y de sus compañeros. Por esto se encontraba con ellos en la barca, y podía decir a Pedro que estaba convencido de pecado: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (v. 10). ¡Qué gracia infinita se expresa en estas palabras: “No temas”! El hombre que debía temer el juicio merecido, se encontraba en la presencia de Aquel que, siendo Dios, se había hecho hombre para soportar este juicio. Por eso Jesús pudo decir a un pecador lo que equivale a: «No temas, porque yo seré juzgado en tu lugar, llevaré el castigo por tus pecados». En virtud del poder que Jesús desplegaba en gracia en este mundo, anunció a Pedro que, por ese mismo poder, ya no recogería peces. Desde entonces sacaría hombres del mar de este mundo de pecado y de tinieblas, para llevarlos a la maravillosa luz de Dios. Pedro y sus asociados, Jacobo y Juan, lo dejaron todo y siguieron a Jesús.

La curación de un leproso

En una ciudad donde Jesús se encontraba, vino a él un leproso, y cayendo sobre su rostro, dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (v. 12). Jesús lo tocó diciendo: “Quiero; sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él” (v. 13). Este hombre había discernido en Jesús el poder divino, el único que podía sanarle. Como ya sabemos, la lepra representa el pecado, del cual no se puede ser purificado sino por la fe en la sangre de Cristo. Este hombre veía en Jesús el poder, pero dudaba del querer. Comprendemos esto porque vivimos en un mundo caracterizado por el egoísmo y la indiferencia. Siempre se puede dudar de la buena voluntad de los que acudan en ayuda de los desdichados.

El leproso aun no conocía al único Hombre que se diferenciaba de todos los demás, el que, movido de compasión por su criatura, había venido del cielo para socorrerla. El hombre compasivo, pero al mismo tiempo Dios cumpliendo en favor de su pueblo lo que fue dicho de él en el Salmo 103:3: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias”. Y también:

Yo soy Jehová tu sanador
(Éxodo 15:26).

La débil fe del leproso recibió inmediatamente la única respuesta que podía recibir de la gracia: “Quiero; sé limpio”. Jesús le pidió que no dijera a nadie lo que había sucedido, sino que se presentara al sacerdote, y ofreciera lo que la ley de Moisés ordenaba en un caso semejante (ver Levítico 14), “para testimonio a ellos” (v. 14). Puesto que solo Dios podía sanar la lepra, y reconociendo que Jesús había sanado a este hombre, los sacerdotes debían admitir que él era Dios que había venido en medio de su pueblo. Esta curación era un testimonio irrebatible. Pero lamentablemente fue en vano para la nación, porque los judíos no creyeron en Jesús.

La fama de Jesús se propagaba cada vez más. “Se reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades. Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba” (v. 15-16). Jesús no buscaba la fama; cumplía con su servicio, y se apartaba de los elogios y de la admiración de los hombres para buscar en el aislamiento la comunión con Dios por medio de la oración. Era el hombre que dependía de Dios para ejercer el poder divino en favor de los desdichados. Era el modelo perfecto del siervo. Jesús no se atribuía nada a sí mismo y solo procuraba el bien de los hombres en la obediencia y la dependencia de Dios, su Padre, a quien quería glorificar ante todo.

La curación de un paralítico

Un día, Jesús enseñaba a una gran multitud entre la que se encontraban unos fariseos y doctores de la ley. Habían llegado de todos los pueblos de Galilea, de Judea y de Jerusalén, “y el poder del Señor estaba con él para sanar” (v. 17). Aquí la palabra “Señor” se refiere a Dios. ¡Qué privilegio para estos hombres tener en medio de ellos el poder de Dios para sanarlos! ¡Si al menos hubieran aprovechado lo que la bondad de Dios ponía a su disposición, por medio de la fe! Por incredulidad los jefes no aprovecharon la presencia del Señor, sin embargo, otros se acercaron a él con fe en ese mismo momento y obtuvieron lo que deseaban: “Y sucedió que unos hombres que traían en un lecho a un hombre que estaba paralítico, procuraban llevarle adentro y ponerle delante de él. Pero no hallando cómo hacerlo a causa de la multitud, subieron encima de la casa, y por el tejado le bajaron con el lecho, poniéndole en medio, delante de Jesús. Al ver él la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados” (v. 18-20).

Este hecho nos muestra la perseverancia de la fe para obtener lo que está a su disposición en Jesús. Este evangelio nos da varios ejemplos de esa perseverancia: el caso de la viuda y del juez injusto (cap. 18); el del ciego en el camino de Jericó (en el mismo capítulo); y el de Zaqueo (cap. 19). Aunque Jesús no esté visiblemente presente en la tierra hoy, su poder en gracia siempre está a disposición de la fe, para responder a las necesidades materiales y espirituales presentadas a Dios en su nombre. Quizás nuestras oraciones no reciban la respuesta deseada; pero Dios contestará según sus pensamientos que siempre son buenos y sabios, aunque, en el momento, no nos parezca así.

Los escribas y fariseos al oír que Jesús dijo:

Tus pecados te son perdonados,

cavilaron y alzaron la voz contra la supuesta blasfemia, diciendo que solo Dios puede perdonar pecados, precisamente lo que dice el Salmo 103 citado anteriormente. Pero esos desdichados sabios e inteligentes de aquel entonces no querían reconocer a Dios en medio de ellos en la persona de Jesús. El Señor, conocedor de sus pensamientos, les respondió: “¿Qué caviláis en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (v. 22-24). Bajo el gobierno de Dios en medio de su pueblo, la enfermedad era habitualmente la consecuencia de algún pecado. Por eso, perdonar los pecados que habían causado la enfermedad, de hecho era realizar la curación. Una vez perdonados los pecados, el castigo quedaba eliminado. Por eso en Juan 5:14, Jesús dijo al que había sanado: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor”.

El paralítico se levantó al instante, tomó su lecho y se fue a su casa glorificando a Dios, mientras que los escribas y fariseos quedaban indignados. Todos los asistentes, llenos de asombro, alababan al Señor y, atemorizados, decían: “Hoy hemos visto maravillas” (v. 26). Sin embargo, a pesar de estas impresiones, nada se podía producir en las muchedumbres sin fe. Solo la fe que tiene a Jesús por objeto puede salvar, y no las impresiones, aunque estas sean producidas por una intervención divina que la conciencia natural reconoce.

El llamamiento de Leví

Jesús quería llamar a otro compañero de trabajo. En el mundo, cuando un gran hombre quiere un colaborador, lo escoge entre aquellos que estima a su altura. Considerando el estado del hombre, Jesús no podía encontrar seres semejantes. De modo que los tomó tales como los encontró, vasos vacíos que quiso llenar de su amor y su poder. Debido a su gracia escogió a seres indignos, los únicos que había. En el caso que nos ocupa, Jesús se dirigió a Leví, un publicano, hombre despreciado por los judíos a causa de sus ocupaciones. (En Mateo 9:9 Leví es llamado Mateo). Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos. Este servicio, que se practicaba con usura, constituía para estos funcionarios una fuente de ingresos a expensas del pueblo. Por eso eran detestados por los judíos que los calificaban como gente de mala vida.

Viendo a Leví sentado en el banco de los tributos, Jesús le dijo:

Sígueme. Y dejándolo todo, se levantó y le siguió
(v. 27-28).

El llamado de Dios lleva en sí el poder de abandonar todo para seguir a Cristo. La fe no razona. Siguiendo al Señor, tenemos todo en él, y encontramos en nuestro camino todo lo que su bondad ha preparado para cada día.

Leví apreciaba a Jesús como para hacerle un gran banquete. Una multitud de publicanos y otra gente estaban con él a la mesa. Esto levantó las protestas de los fariseos y de los escribas que murmuraban contra los discípulos diciendo: “¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?” (v. 30). La gracia de Dios y la justicia propia de los fariseos no podían estar en armonía. Los fariseos, estimando que el reino solo les pertenecía a ellos y a sus semejantes, abandonaban a su suerte con desprecio a los que consideraban pecadores. Los justos en su propia opinión no conocen la gracia. En Jesús esa gracia vino precisamente para quienes se reconocen pecadores. Jesús les respondió: “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (v. 31-32). El que se reconoce pecador es llamado a arrepentirse, confesando su estado delante de Dios y el juicio que pronuncia sobre él. Luego puede aceptar la gracia que vino en la persona de Jesús. Los que se creen justos quedan fuera de los efectos de la gracia. Esta no les dice nada, no es para ellos, mientras permanecen satisfechos de sí mismos.

Lo viejo y lo nuevo

Estos mismos razonadores preguntaron a Jesús por qué los discípulos de los fariseos y los de Juan ayunaban a menudo y hacían oraciones, mientras que los suyos comían y bebían. Jesús les respondió: “¿Podéis acaso hacer que los que están de bodas ayunen, entre tanto que el esposo está con ellos? Mas vendrán días cuando el esposo les será quitado; entonces, en aquellos días ayunarán” (v. 34-35). Los discípulos habían encontrado al Mesías, a Aquel de quien habían hablado los profetas (Juan 1:45-46). Ellos eran los bienaventurados que veían y oían lo que varios profetas y reyes habían deseado ver y oír, y no habían podido. Por eso su gozo se compara con el de los invitados a una boda, que tienen con ellos al esposo. Pero vendría un tiempo cuando, por el odio de los que menospreciaban a Jesús y su manera de obrar, el Esposo, Jesús, sería quitado a los discípulos. Entonces ayunarían, pero no con el ayuno de los fariseos, los cuales formaban parte de un mundo hundido en la alegría (ver Juan 16:20).

La pregunta de los fariseos llevó al Señor a mostrar, por medio de una parábola, que no se puede mezclar el sistema legal que los judíos querían conservar, y el de la gracia que traía Jesús. “Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo; pues si lo hace, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán. Mas el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar” (v. 36-38).

El vestido nuevo del cristianismo se estropeará si de él se toma un trozo para remendar lo que parece defectuoso en el vestido del legalismo. No combinará. El sistema de la ley permanece tal como Dios lo ha instituido. Para nosotros, es necesario aceptar el cristianismo en su totalidad, tal como Dios lo da para reemplazar la ley que no ha llevado nada a la perfección, pues no puede corregir ni salvar al pecador. La religión legal en sus formas no podría contener el vino nuevo, el poder vivificante de la gracia que Dios traía a este mundo. Ponerlo en los odres viejos del judaísmo sería perder ese vino nuevo. Al haber venido para salvar a los pecadores, Jesús no podía mantenerlos a la distancia, como lo hacían los que observaban la ley. Los discípulos no podían ayunar, ya que tenían con ellos al Esposo cuya presencia los llenaba de gozo. Los dos sistemas no se mezclan.

La confusión entre la ley y la gracia, y las formas que resultaron de ello, causaron la ruina de la Iglesia. Las dos perdieron su fuerza porque, ¿qué efecto se puede producir presentando a Jesús a personas a quienes se les predica la ley? ¿Y cómo mantener los rigores de la ley, santa, justa y buena, mientras se predica que Dios es misericordioso, y que estamos bajo la gracia? El vestido está estropeado; los odres y el vino están perdidos.

Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree
(Romanos 10:4).

Pero el hombre no está dispuesto a aceptar lo nuevo. Jesús dijo: “Y ninguno que beba del añejo, quiere luego el nuevo; porque dice: El añejo es mejor” (v. 39). El hombre prefiere el sistema viejo que se dirige y honra a la carne. La gracia, por el contrario, considera al pecador culpable y perdido sin recurso alguno. Viene para salvarlo, librarlo de su naturaleza mala y de sus pecados, y hacer de él una nueva criatura.