El nacimiento y la niñez de Jesús
El nacimiento de Jesús
El profeta Miqueas había anunciado que el nacimiento de Jesús sería en Belén (cap. 5:2): “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”. En el capítulo anterior vimos que María vivía en Nazaret, y no en Belén. Para que las Escrituras se cumplieran, Dios se valió de un decreto de César Augusto, primer emperador romano y uno de los más poderosos, que prescribía el censo de toda la población del imperio. Cada habitante debía ir a su propia ciudad para ser empadronado. Obedeciendo a la orden, José y María, que pertenecían a la familia de David, acudieron a Belén, la ciudad de su antepasado real. Este censo solo tuvo lugar más tarde, siendo Cirenio gobernador de Siria. Dios no se preocupa por los empadronamientos que se hacen en los imperios del mundo; en aquel momento, lo que le importaba era el cumplimiento de las Escrituras. Y Augusto no se figuraba que debía ordenar el censo en una fecha tan precipitada, para que Aquel que un día gobernaría al mundo entero, naciera en el lugar indicado por los profetas. Dios usa cualquier medio para que se cumpla su voluntad, ya sea un emperador, un gran pez, una asna, o un león.
Aunque Belén era la ciudad de David y la pareja que había llegado de Nazaret era de la familia real, el nacimiento de Jesús, el Mesías, Rey de reyes, y Señor de señores, no tuvo lugar en la riqueza. Dios, al bajar a la tierra para salvar a sus criaturas y libertar la creación de la servidumbre del pecado, no podía llegar en medio del lujo que el hombre introdujo en él para procurar olvidar las consecuencias del pecado. El Salvador del mundo vino en condiciones que se parecían más al estado en que se encontraba Adán después de su pecado. Dios, al pronunciar el juicio de la serpiente, anunció que la simiente de la mujer quebrantaría el poder del diablo, quien acababa de colocar al hombre bajo las consecuencias del pecado.
Aun hoy, en Oriente, muchas casas se componen de un patio interior y de una planta baja lo bastante amplia donde la gente y las bestias de carga encuentran una protección durante la noche o cuando hace mal tiempo. En un lugar como estos fue donde María dio a luz al niño Jesús, al cual envolvió en pañales y acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. Seguramente habría habido lugar para algún gran personaje, pero no para esta pobre pareja que venía de Galilea, no para un simple carpintero. Sin embargo, el ángel había dicho a María que este niñito que acababa de nacer “sería grande”; que sería llamado “Hijo del Altísimo” (cap. 1:32). En lenguaje profético, Isaías había hablado de Él en estos términos:
Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia, desde ahora y para siempre
(Isaías 9:6-7).
Momentáneamente, esta grandeza quedó oculta para el mundo. Jesús, el Hijo del hombre, hacía su entrada entre los hombres en la más profunda humildad, bajo el imperio gentil al que destruirá un día. Seguiría su camino en la condición más oscura, humillándose siempre, para ser accesible a todos, y poner al alcance de cada uno la gracia que ofrecía. Esta vida, que empezó sobre la tierra en un establo, terminaría en la cruz. Jesús, al haberse humillado siendo Dios, haciéndose como hombre, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filipenses 2:6-8), con el fin de salvar al pecador.
La anunciación del Mesías a los pastores
Por lo que se refiere al mundo, el nacimiento de Jesús tuvo lugar en la más completa oscuridad. En cambio, para el cielo no sucedió del mismo modo. Dios no podía dejar un acontecimiento tan importante para él, sin darlo a conocer. Pero, ¿a quién escogería para revelar este hecho maravilloso y decir lo que el cielo pensaba de ello? No sería a la corte de Roma, ni a la de Herodes, y ni siquiera a los sumos sacerdotes. Toda esta escena maravillosa debía desarrollarse en un mismo ambiente, en un medio humilde, en donde los corazones, al no tener nada en este mundo, pudieran unirse al cielo para dar gloria a Dios.
“Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor” (v. 8-9). Un ángel del cielo fue enviado a esos humildes hombres, pero conocidos por Dios. La gloria del Señor los rodeó mientras que su Salvador y Señor reposaba en un pesebre. Esta gloria los asustó, pero se tranquilizarían al ver a Aquel que había dejado esa gloria y, siendo Dios, se había humillado para venir a salvarlos.
El ángel dijo a los pastores: “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (v. 10-12). En efecto, la aparición de un ángel en medio de la gloria del Señor, que venía a anunciar el nacimiento de Cristo, el Salvador del pueblo y del mundo, no era motivo de temor, sino de gozo para estos pastores, como para todo el pueblo. Esta escena no presentaba nada para la gloria del hombre. La ciudad de David era una aldea pobre; lo que causaba este gran gozo era un niñito acostado en un pesebre. Lo que es grande y glorioso, lo que tiene importancia, hoy como entonces, es lo que reviste este carácter para Dios.
Dios no tiene en cuenta las apreciaciones de los hombres; puesto que respecto a los pensamientos de Dios “no hay quien entienda” (Romanos 3:11). “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 1:27-29). Cuando el Señor se manifieste en gloria, será otra cosa. La gloria de los hombres desaparecerá para dar lugar a la gloria de Dios, mientras que “la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Habacuc 2:14). En aquel día: “Jehová solo será exaltado” (Isaías 2:11).
Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!
(v. 13-14).
Esperando el día en que sea glorificado en todo el universo, en ese momento Dios era alabado por el coro celestial. Un ángel anunció el mensaje a los pastores, pero una multitud de ángeles proclamó y celebró las consecuencias, para Dios y los hombres, de la aparición en este mundo del niñito acostado en el pesebre. Tres cosas maravillosas eran anunciadas:
1. “¡Gloria a Dios en las alturas!”. La venida de Cristo estableció la gloria de Dios en los lugares celestiales por la victoria del bien sobre el mal, porque Satanás había querido quitar a Dios su gloria poniendo al hombre y a toda la creación bajo juicio. Por el contrario, Dios sería glorificado en medio de la escena del mal donde se encuentra el hombre bajo las consecuencias del pecado, haciendo triunfar la gracia y obteniendo una gloria que no habría tenido si hubiese dejado que los hombres recibieran el castigo que merecían.
2. “En la tierra paz”. No hemos visto la paz establecida en este mundo desde la venida de Jesús hasta nuestros días, a pesar de todos los esfuerzos que las naciones han hecho por lograrla. Pero sabemos que habrá un reinado de paz para esta creación, atormentada desde hace ya mucho tiempo por las consecuencias del pecado. Será “libertada de la esclavitud de corrupción”, dice Pablo en Romanos 8:21, por el Hombre que acababa de nacer en Belén. Sin su nacimiento y su vida de obediencia hasta la muerte, la tierra hubiera permanecido bajo el poder de Satanás, en la agitación y el desorden hasta su destrucción. Pronto el Hijo del Hombre aparecerá en toda su gloria, para establecer su reinado de paz sobre la tierra. En aquel día nadie podrá oponerse a Él: Satanás será atado y los malvados serán como paja en las llamas del fuego (Malaquías 4:1).
3. Finalmente, la multitud del ejército celestial proclamó la “buena voluntad” de Dios a los hombres. Dios empleó los mismos términos para expresar su complacencia en la persona de Jesús en el bautismo de Juan (cap. 3:22), por cuanto entró en este mundo en forma de hombre. Dios no demostró su buena voluntad en los ángeles, ni tomó su causa para salvar a los que habían caído. Tomó la causa de los hombres, con quienes quería tener la misma relación que con su propio Hijo, quien estaría en medio de los rescatados, “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).
¡Qué maravillosa es la gracia de Dios en el don de su Hijo, para cumplir sus propósitos! Encontró su gloria sacando a esta creación de las consecuencias del pecado y colocando en Su favor a los hombres culpables de todos los males que sufre la creación. Comprendemos por qué Dios quiso que las multitudes del ejército celestial celebrasen el nacimiento de Aquel por quien se cumplirían estas cosas magníficas, ya que los hombres no sabían lo que sucedía en Belén aquella noche. El nacimiento de Jesús y su muerte en la cruz son los hechos más gloriosos del tiempo y de la eternidad; y el cielo no podía guardar silencio.
La visita de los pastores
Cuando los ángeles se fueron, los pastores dijeron entre ellos: “Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado. Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (v. 15-16). Las noticias que habían oído de este niñito produjeron en los pastores el deseo de verlo. Con nosotros debería suceder lo mismo. Cuanto más aprendemos lo que Jesús es para Dios y para nosotros, tanto más debería crecer en nuestros corazones el deseo de conocerlo y aprender más de él. Pronto, junto a los pastores y los rescatados, contemplaremos en toda su gloria, a Aquel que estuvo acostado en el pesebre de Belén. Vemos en esos hombres lo que caracteriza a la fe: solo se ocupa de lo que Dios dice. No levanta razonamientos sobre sus palabras, ni sobre los medios que tiene para cumplirlas. La señal para que los pastores reconocieran a Cristo, el Señor, era un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El mensaje de Dios les reveló su valor. Su fe lo distinguía aún bajo esta forma, al igual que el ladrón al ver al hombre crucificado a su lado, allí donde también el centurión romano reconoció al Hijo de Dios. Cuando Él regrese, la “señal” será también Él mismo, el Hijo del Hombre viniendo en gloria (Mateo 24:30).
“Y al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño” (v. 17). ¡Qué fortalecimiento para la fe recibió María con las palabras de los pastores! Está escrito que todos los que las oyeron se maravillaron, pero que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (v. 19). Ojalá todos nosotros, después de oír hablar del Señor, no solo quedemos impresionados y asombrados, sino que guardemos y meditemos en nuestros corazones las palabras sobre tal Persona. Es la manera de aprovecharlas, de aprender y conocer cada vez mejor a nuestro Salvador, nuestro Señor, nuestra Vida, nuestro Modelo, y el propósito que hemos de perseguir en la tierra. Si nos ocupamos de esto, seremos guardados de las codicias de este mundo; nos asemejaremos más a Jesús en toda nuestra vida, lo que hará de nosotros sus verdaderos testigos. Para aquellos que no encuentran en Jesús ningún atractivo, ninguna belleza, en quienes Su Nombre no despierta ninguna necesidad de verle, ni de oír algo de Él, quiera Dios abrir sus corazones para que lo reciban como Salvador. En ese estado están perdidos y pueden de un momento a otro ser llamados a comparecer ante Dios.
Después de haber visto al niñito y haber relatado las palabras del ángel,
Volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había dicho
(v. 20).
¡Dichosos hoy como entonces aquellos cuyos pensamientos están en comunión con Dios con respecto a Su Hijo!
Queridos lectores, nos encontramos muy cerca de un acontecimiento glorioso, que es consecuencia del que nos ocupa en este capítulo, y que sucederá de manera aun más inadvertida para los hombres que el nacimiento de Jesús, porque será en un abrir y cerrar de ojos. Me refiero al arrebatamiento de los creyentes para ir al encuentro del Señor. ¿Es un motivo de gozo pensar en esto?
Simeón
Los padres de Jesús, como se los llama a María y a José en el versículo 27, cumplieron con todo lo que la ley exigía. A su debido tiempo, llevaron a Jesús al templo en Jerusalén para presentarlo al Señor. Jehová tenía un derecho especial sobre todos los primogénitos de Israel (Éxodo 13:2), porque los había guardado en Egipto cuando destruyó a los primogénitos de los egipcios.
Al cabo de treinta y tres días, debía ofrecerse un sacrificio de purificación según Levítico 12. El sacrificio de José y María muestra que eran pobres, aunque pertenecían a la familia de David. La ley decía que si los padres no podían ofrecer un cordero, este se reemplazaba por “un par de tórtolas, o dos palominos” (palomas). José y María presentaron dos palomas. Todas las circunstancias hacen resaltar la humillación de Aquel que vivió en la pobreza para que nosotros fuésemos enriquecidos (ver 2 Corintios 8:9).
Mientras María y José estaban en el templo, el Espíritu de Dios llevó allí a un anciano que se llamaba Simeón. “Este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel” (v. 25). Su justicia práctica y su piedad no le permitían conformarse al estado que caracterizaba al pueblo. Conocía la promesa de un libertador y lo esperaba. Dios, respondiendo a su fidelidad, le había “revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte, antes que viese al Cristo del Señor” (v. 26, V. M.).
“Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (v. 27-32). Al igual que María y Zacarías, Simeón vio el nacimiento del niño Jesús como el cumplimiento de las promesas hechas a los padres, esto es, la bendición de Israel y de las naciones. Sostuvo al niñito en sus brazos y eso le bastó; ya podía irse en paz. La Palabra de Dios había animado su fe al asegurarle la liberación. Ahora había visto la salvación de Dios, el medio por cual Dios salvaría a su pueblo y cumpliría todas sus promesas.
José y María se asombraban de las cosas que se decían de Jesús. Se ve que ellos no habían comprendido las glorias de este niño maravilloso, ni las consecuencias gloriosas de su venida a la tierra. Simeón los bendijo y dijo a María: “He aquí, este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (v. 34-35).
Enseñado por Dios, Simeón comprendió el efecto que produciría la presencia del Bien Supremo en medio del pueblo hundido en el pecado. Jesús sería una ocasión de caída para aquellos que lo rechazaran, y de levantamiento para los que lo recibieran. Tendría que soportar la “contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3), y el alma de María sería traspasada al ver a Aquel a quién podía llamar su hijo, siendo rechazado y morir. Es posible representarnos el sufrimiento de esta madre, testigo de todo lo que Jesús sufrió de parte de los judíos durante su ministerio de amor, que terminó con su muerte en la cruz.
Ana, la profetisa
Al mismo tiempo que Simeón, estaba también en el templo una mujer piadosa muy avanzada en edad, llamada Ana, una profetisa que no abandonaba ese lugar. Servía a Dios con ayunos y oraciones, noche y día. Presentándose en ese momento, alababa al Señor y hablaba de Él a todos los que en Jerusalén esperaban la liberación que traería el Mesías. Malaquías ya había hablado de esto:
Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre
(cap. 3:16).
Malaquías describe el estado moral en el que se encontraba el pueblo desde el regreso del cautiverio hasta el nacimiento del Señor. El pueblo estaba satisfecho de su propio estado, que exteriormente parecía en orden, pero que solo tenía la apariencia de la piedad, como hoy sucede en la cristiandad.
En semejante ambiente, Una persona piadosa como Ana solo podía ayunar y orar. El ayuno indicaba que ella no participaba en la satisfacción y en los regocijos del pueblo. Por medio de la oración ella esperaba únicamente en Dios, quien era su porción y el que podía traer el cambio necesario para disfrutar de la bendición prometida. El servicio de esta mujer piadosa, mientras esperaba el nacimiento de Cristo, es el mismo para los que en la actualidad esperan la venida del Señor. No se apartaba del templo, lugar de gozo y paz para todo israelita piadoso. En el salmo 84, David expresa en estos términos sus sentimientos y los del residuo de Israel que había tenido que huir de su país en los últimos días: “¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová… Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán… Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos” (v. 1-2, 4, 10).
Actualmente, en forma individual, el creyente puede hacer realidad la presencia de Dios viviendo apartado del mal y, colectivamente, allí donde dos o tres están reunidos en el nombre del Señor. Tenemos entonces el privilegio de vivir, como Ana, separados del mundo, en la presencia de Dios en ayunos y oraciones, y también de hablar del Señor a todos los que lo esperan. Así seremos capaces de hablar a los que no conocen al Señor y que se distraen con las cosas de un mundo que está listo para el juicio.
Pocos eran los que temían a Dios y pensaban en su nombre esperando la liberación. Malaquías dice que ellos “hablaron cada uno a su compañero”; pero aun siendo pocos, Dios prestaba atención a estas conversaciones. Había un libro de memoria para los que le temían y pensaban en su nombre.
Los reyes escribían en un libro las hazañas que sus súbditos hacían por ellos (Ester 2:23; 6:1-2). De la misma manera, Dios registra aún hoy las grandes acciones de los que le temen y obran en consecuencia, esperando la liberación por medio de la venida del Señor. Como el residuo de aquel entonces, ellos son el tesoro particular del Señor. Qué precioso poder, en efecto, comportarnos en este tiempo de manera que satisfaga el corazón del Señor, en ese momento un niñito, ahora, una persona glorificada a quien esperamos.
Ya sea que se trate de la venida del Señor en su nacimiento, o para arrebatar a los santos, o para reinar, Él siempre viene para “los que le esperan” (Hebreos 9:28).
Ana había vivido siete años con su marido y lo había perdido hacía ochenta y cuatro años aproximadamente. Era, por lo tanto, muy anciana. Esta mujer puede representar al pueblo de Israel: los siete años que pasó con su esposo, figurarían el tiempo durante el cual Israel estuvo en relación con Dios, al principio de su historia, (siete expresa un tiempo perfecto). Y ochenta y cuatro años representarían el tiempo durante el cual este pobre pueblo vivía y tendría que vivir como una viuda sin su marido, porque rechazó a su Dios.
La niñez de Jesús
Dios no ha considerado oportuno relatarnos la historia de la vida de Jesús desde su nacimiento hasta el comienzo de su ministerio. Pero el Espíritu de Dios, al escoger a Lucas para presentarnos la humanidad de Cristo, nos habla lo suficiente de ese tiempo en el resto de nuestro capítulo, para guardar nuestra mente de todo pensamiento imaginario y erróneo con respecto a la divinidad y la humanidad de nuestro precioso Salvador. Nos muestra que, desde el pesebre hasta la cruz, Jesús siempre tuvo conciencia de su divinidad, haciendo al mismo tiempo realidad su humanidad perfecta, desde su nacimiento hasta la madurez.
Al dejar correr la imaginación, ciertas personas han pretendido que Jesús, antes de comenzar su ministerio, hacía milagros mientras trabajaba con José en la carpintería, y han asegurado otros hechos que la Palabra no menciona. Es necesario rechazar todo lo que se dice sobre Jesús durante los primeros treinta años de su vida, excepto lo que nos relatan los dos primeros capítulos de Lucas.
Vida en Nazaret: Cuando María y José cumplieron todo lo que la ley exigía, “volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret” (v. 39). La vida de Jesús antes de su presentación al pueblo había de transcurrir en esa ciudad y en esa región despreciada. Por esto le dieron el nombre despectivo de Nazareno. Nada en su vida durante este tiempo, atrajo la atención de los hombres. Juan el Bautista no lo conocía, los habitantes de Galilea mucho menos; era conocido como “el hijo del carpintero”, e incluso “el carpintero” (Marcos 6:3).
Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él
(v. 40).
Su desarrollo intelectual y físico siguió un curso absolutamente natural y normal, siempre en relación con su edad. Estaba lleno de sabiduría, su vida humana tenía un origen divino. Su sabiduría era tan perfecta como su desarrollo físico; ninguna huella de pecado impedía su crecimiento. El favor de Dios no podía menos que descansar sobre tal niño.
Viaje a Jerusalén: Como todo israelita debía hacerlo según la ley, los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subió también con ellos. Terminada la fiesta, José y María emprendieron el regreso a Galilea con los de su región. Creyendo que Jesús estaba en la compañía de los viajeros, caminaron un día sin darse cuenta de que Jesús no los seguía. En seguida volvieron a Jerusalén a buscarlo. Después de tres días, “le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas” (v. 46-47). Notemos que todo es perfecto en la actitud de este niño de doce años, en medio de los doctores judíos: “oyéndoles y preguntándoles”. Él hubiera podido enseñarles a ellos, pero habría abandonado la perfección de su humanidad correspondiente a su edad. A un niño de doce años no le corresponde enseñar a doctores, entre los cuales podrían encontrarse ancianos. Su sabiduría y su inteligencia extraordinarias se manifestaban por sus respuestas y sus preguntas que asombraban al grupo. Lo que conviene a un niño es interrogar y contestar lo que se le pregunta. Más tarde, la enseñanza de Jesús sorprendería a los judíos. En Marcos 1:22 dice: “Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Los alguaciles enviados para prenderle dijeron de Él: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46).
Mientras tanto, Jesús siguió el desarrollo humano en todo lo que convenía a su edad. Al entrar en este mundo, se sometió a las leyes naturales que Él mismo, como Dios, había creado. ¡Cuán maravillosa es la humanidad de Cristo, ya sea que la consideremos en su niñez, o durante su ministerio! Nos lleva también a admirar y comprender ese amor maravilloso, fuente y causa de la humillación voluntaria de Aquel que consintió en hacerse hombre en medio de los hombres para manifestarles el amor de Dios y tomar sobre sí las consecuencias de su desobediencia bajo el juicio de Dios.
Cuando sus padres encontraron a Jesús en medio de los doctores, “se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (v. 48-49). María y José no comprendían que para un niño dotado de tal desarrollo espiritual, había algo que lo atraía en Jerusalén más que el regreso inmediato, después de la fiesta, a los asuntos de la vida cotidiana. “Los negocios de su Padre” ocupaban su corazón. Naturalmente se sentía atraído hacia la casa de Dios en Jerusalén. Esto estaba en perfecto acuerdo con el desarrollo que había alcanzado y del cual sus padres no podían darse cuenta. Ellos no comprendían la relación que tenía con Dios, de la cual Él tenía siempre plena conciencia, la de Hijo de Dios. “Mas ellos no entendieron las palabras que les habló” (v. 50). ¡Qué maravilla que hubiese tal niño en este mundo! ¡Qué motivo de adoración y agradecimiento es para aquellos que, alumbrados por el Espíritu de Dios, contemplan la persona del Señor Jesús y dicen: «¡Fue por mí que el Hijo de Dios vino y vivió como tal en la tierra!».
“Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (v. 51). Aunque María no podía comprender con su inteligencia todo lo que Jesús era, su corazón experimentaba un profundo gozo al conservar sus palabras que, sin duda, llegaron a ser comprensibles más tarde. Jesús “estaba sujeto a ellos”. Estas palabras deberían meditarlas todos los niños en la actualidad, cuando se trabaja tan activamente para desarrollar la inteligencia de la juventud proveyendo muchas cosas, que en otro tiempo se reservaban para una edad más avanzada. No es raro ver que los niños se valgan de su pretendida superioridad intelectual para no someterse a sus padres, a quienes consideran anticuados en el camino del progreso. ¿Qué piensan de Jesús, quien siendo Dios, poseyendo todo conocimiento y todo poder, no obstante estuvo sujeto a sus padres humanos, incapaces de elevarse a la altura de sus propios pensamientos? Nos agrada repetir que la plenitud de la deidad que habitaba en Él corporalmente, nunca le impidió hacer una realidad la perfección de su humanidad. Esta no consiste en la grandeza, ni en el poder según los hombres, sino en la dependencia y la obediencia absolutas. Modelo de hombre hecho, Jesús es también modelo para el niño. ¡Que Dios nos conceda a todos poder imitarle!
“Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (v. 52). Como en el versículo 40, aquí se nos muestra que el desarrollo humano de Jesús era progresivo en sabiduría y en estatura, como lo sería el de todo hombre en su estado normal, pero sin pecado. Es importante distinguir entre la “naturaleza humana” y la “naturaleza pecaminosa”. Jesús participó de la “naturaleza humana”, pero no de la “naturaleza pecaminosa”. Participó “de carne y sangre” (Hebreos 2:14), pero no de nuestra naturaleza caída en el pecado. La humanidad es la creación de Dios, mientras que nuestra naturaleza mala es consecuencia de la caída. Jesús se hizo hombre para poder morir, sufrir y ser tentado en todo, pero sin pecado, para poder simpatizar con los que, después de Él, pasarían por el sufrimiento, en el camino que conduce a la gloria luego de haber creído.
El Señor sigue siendo hombre por la eternidad, y todos los rescatados también serán hombres eternamente, hombres según los consejos de Dios, puesto que Adán solo era una figura del que iba a reemplazarle y a conducir a una humanidad culpable y perdida a un estado de perfección, fuera del alcance del pecado y de la muerte, anulando la muerte, y borrando los pecados por su obra en la cruz.
Sus delicias eran “el estar con los hijos de los hombres” (Proverbios 8:31, V. M.), en la eternidad. Comprendemos porqué en su nacimiento los ángeles celebraron la “buena voluntad [de Dios] para con los hombres” (Lucas 2:14). En la eternidad los hombres celebrarán al Señor por haberse hecho hombre para tener compañeros en la gloria. Desde ahora, sobre la tierra, los que han creído comienzan el culto que le será rendido eternamente.