Lucas

Lucas 9

Jesús anuncia su muerte y pone a prueba a sus discípulos

El envío de los doce apóstoles

En el capítulo 6 vimos que Jesús había escogido a doce discípulos a quienes llamó apóstoles, es decir enviados. Hasta este momento habían permanecido con su Maestro, luego Jesús los reunió para enviarlos a predicar el reino de Dios. Les dio autoridad sobre los demonios y el poder de sanar a los enfermos y lisiados. Aun cuando Jesús veía que cada día crecía su rechazo, quería emplear todos los medios posibles para dar a conocer a su pueblo lo que les traía. Multiplicó estos medios dando a los apóstoles el poder de liberación que él mismo tenía y que debía haber llevado a los judíos a creer en él. El amor no se cansa, mientras la hora del juicio no haya sonado.

Jesús dijo a los discípulos que no llevaran consigo nada para el camino, ni bordón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni ropa para cambiarse. Mientras el Señor se encontrara allí, ellos gozarían de su protección, pues él los mandaba hacia un pueblo que se suponía lo recibiría. Después de su rechazo todo cambiaría para ellos, como lo leemos en el capítulo 22:35-38. Donde se los recibía debían permanecer, y sobre quienes no los recibieran debían pronunciar un juicio sacudiendo contra la ciudad el polvo de sus pies. “Y saliendo, pasaban por todas las aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes” (v. 6).

Cuando Herodes oyó hablar de Jesús se quedó muy asombrado, porque algunos decían que era Juan el Bautista o uno de los antiguos profetas que había resucitado de los muertos. Otros decían que Elías había aparecido. El desdichado Herodes no pensaba en Elías, ni en los profetas. Su conciencia le remordía por el crimen que había cometido haciendo decapitar a Juan. Lo recordaba y seguramente temía su aparición. ¡Aunque se procure adormecer la conciencia, ella siempre habla! Está lista para captar la menor voz que corra, y todo lo que oye la acusa, aunque se niegue a reconocerlo. Lector, dejémosla hablar. Escuchemos lo que quizá tenga que decirnos. Y si nos dice algo, confesémoslo a Dios, sin tratar de ahogar su voz o disculparnos. Este será el único medio de descargarla y de encontrar el descanso y la felicidad perdidos por culpa nuestra. Ya sea que se trate de un inconverso, o de las faltas que puede cometer un creyente, el medio de obtener la liberación y el perdón es idéntico: la confesión a Dios. Pero para que la conciencia cumpla de manera segura su servicio debe ser iluminada por la Palabra de Dios, lo que le da una apreciación sana del bien y del mal.

En el caso de Herodes se ve simplemente una conciencia incómoda. Es tan escaso su pesar por tal crimen que poco después se hace amigo de su enemigo Pilato para dar muerte a Jesús.

Alimentación de los cinco mil

A su regreso, los apóstoles vinieron a Jesús y le contaron todo lo que habían hecho. Entonces él los llevó a un lugar desierto, aparte, cerca de Betsaida. Después del servicio es bueno retirarse, no solamente para reposar físicamente, sino para estar con Dios sin ninguna distracción, porque, como Marta, podemos dejarnos absorber por el trabajo. Sin embargo, no es posible gozar de mucho tiempo de tranquilidad en un mundo donde se sienten toda clase de necesidades. Sobre todo mientras el amor de Dios está en actividad.

Grandes multitudes habían seguido a Jesús y a sus discípulos, y leemos que “él les recibió, y les hablaba del reino de Dios, y sanaba a los que necesitaban ser curados” (v. 11). Si Jesús se hubiera limitado a sanar, los judíos lo habrían recibido. Pero sus actos de poder en bondad, iban acompañados con la predicación del reino de Dios, es decir, de un orden de cosas donde todo debe estar en armonía con la naturaleza de Dios. Ahora bien, lo que el hombre es y lo que hace es tan opuesto a los caracteres de Dios que esta predicación no les gustaba, a pesar de la bondad que la caracterizaba. Por eso rechazaron a Jesús. Nosotros también tenemos que hacer el bien, mitigar las miserias en medio de un mundo expuesto a tantos sufrimientos. Pero no olvidemos que al procurar socorrer a los que están en el dolor, es indispensable imitar el modelo perfecto presentando también la Palabra de Dios.

El día iba llegando a su fin. El lugar era desierto, y la multitud numerosa y sin recursos. Al ver la situación, los discípulos, cuyo descanso e intimidad con Jesús habían sido estorbados, le aconsejaron que despidiera a la gente y que ella fuera a los pueblos de alrededor, para alojarse y encontrar víveres. Humanamente, el consejo de los discípulos parecía sabio e incluso benevolente. Pero en el fondo era dictado por la búsqueda de su propia comodidad; pensaban en sí mismos. Esto nos sucede con demasiada frecuencia, aun cuando parecemos desinteresados. En cambio, con Jesús todo era muy diferente. Su corazón desbordaba de amor, nunca pensaba en sí mismo y seguía con paciencia su obra de bondad hacia todos. Para Jesús, los recursos no estaban en la región de alrededor, sino en él mismo.

Los discípulos sabían tan poco de la gloria de su persona en relación con las necesidades de la gente, así como la desconocieron estando en peligro en medio de la tempestad. Jesús no solo deseaba proveer a las necesidades de las multitudes, él quería que los discípulos fueran quienes las proveyeran disponiendo de su poder: “Dadles vosotros de comer. Y dijeron ellos: No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta multitud. Y eran como cinco mil hombres” (v. 13-14).

Ellos siempre tenían los ojos en otra parte y no en Jesús, mientras que la fe solo lo mira a él. Cinco panes es algo visible, pero insuficiente. Si las cosas visibles nos bastaran, no necesitaríamos la fe. En nuestras dificultades, sean pequeñas o grandes, nos parecemos mucho a los discípulos. La mayoría de las veces empezamos contando los recursos visibles en vez de ir a Jesús y esperar en él, quien puede usar lo que es visible y multiplicarlo.

Jesús dijo a los doce:

Hacedlos sentar en grupos, de cincuenta en cincuenta. Así lo hicieron, haciéndolos sentar a todos. Y tomando los cinco panes y los dos pescados, levantando los ojos al cielo, los bendijo, y los partió, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante de la gente. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que les sobró, doce cestas de pedazos
(v. 14-17).

Jesús nos enseña que al confiarle lo poco que tenemos, él lo bendice para que sea suficiente e incluso para que sobre. Él es quien provee a las necesidades, sirviéndose de nosotros y de lo que tenemos. Así podemos cumplir lo que Dios coloca delante de nosotros, aun cuando nuestros recursos parezcan insuficientes, ya sean recursos espirituales o materiales; y tendremos la experiencia de que no solamente es suficiente, sino que sobra.

Jesús anuncia su muerte

Jesús se valía de su poder para cumplir las obras que su Padre le había encomendado, pero permaneciendo siempre como el Hombre dependiente de Dios. En este evangelio, en el cual se manifiesta plenamente su carácter de Hijo del Hombre, lo vemos en oración siete veces, dos de las cuales están en este capítulo (v. 18, 28).

El Espíritu de Dios señala estos hechos maravillosos para enseñarnos que la oración no solo caracterizaba la vida diaria de Jesús (cap. 5:16; 11:l), sino que precedía cada una de las circunstancias importantes de su vida. Lo vemos antes de comenzar su ministerio público (cap. 3:21); antes de escoger a los apóstoles (cap. 6:12); en el versículo 18 de nuestro capítulo, antes de hablar a los suyos del cambio de dispensación como resultado de su rechazo; en el versículo 28 antes de la transfiguración; en el capítulo 22:42 y 44, en Getsemaní. Comprendemos así que la oración debe ser un hábito en nuestra vida. En las circunstancias importantes, difíciles y dolorosas, es cuando debemos orar con mayor fervor.

“Aconteció que mientras Jesús oraba aparte, estaban con él los discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado. Él les dijo: ¿Y vosotros, quién decís que soy?” (v. 18-20). Jesús iba a hablar de su muerte que rompería sus relaciones con Israel, como pueblo según la carne, puesto que este pueblo lo rechazaba. Cada uno tenía una opinión particular de su persona, pero nadie lo reconocía como el Cristo prometido. Entonces, Jesús preguntó a sus discípulos:

¿Y vosotros, quién decís que soy?

Pedro respondió espontáneamente: “El Cristo de Dios” (v. 20). Tenían la verdadera fe en él como el Cristo que Dios había prometido, el que debía reinar sobre su pueblo como los profetas lo habían anunciado.

Pero era inútil seguir hablando de esto al pueblo. Jesús se lo prohibió a los discípulos: había pasado el tiempo y él debía morir. Entonces les dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día” (v. 22). ¡Qué cambio para Jesús y los suyos! En lugar de gloria, vendrían los sufrimientos y la muerte, pero también la resurrección. Jesús quería que los discípulos entendieran este cambio, muy penoso para ellos. Lo comprendieron con dificultad, después de la resurrección de Jesús. Por esto les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?” (v. 23-25). En vez de seguir a un Cristo glorioso, aclamado por todos, como hubiera debido serlo, debían seguir a un Cristo rechazado, despreciado y llevado a la muerte. Esta muerte colocó al mundo y todo lo que forma parte de él, bajo el juicio de Dios. Por lo tanto debemos dejar la vida que llevamos en relación con este mundo, para obtener la vida eterna. En efecto, la muerte de Jesús ponía fin al mundo y hacía imposible el establecimiento del reino, pero abría el camino al cielo y a la vida eterna. Para obtenerla es necesario renunciar a todo, a sí mismo, a ese “yo” continuamente relacionado con el mundo, y seguir a Cristo, llevando su cruz. Esto es, debemos morir para el mundo.

El apóstol Pablo dice: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). El que quiere proteger su vida de hombre en este mundo que está bajo el juicio de Dios, donde Cristo sufrió y encontró la muerte, perderá su vida por la eternidad, su parte será la eterna separación de Dios. Entonces hay que escoger entre la muerte en este mundo con la vida en la eternidad, o la vida del mundo con la muerte eterna.

Esto es sumamente importante. En efecto, ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero –los multimillonarios que creemos tan ricos, solo tienen una mínima parte de él– si se pierde a sí mismo? Cuando este mundo pase con todo lo que tiene, todos los hombres, desde Adán hasta el último que nazca, existirán siempre y sufrirán las consecuencias de su corto paso sobre la tierra. Los que hayan seguido a Cristo creyendo en él y sufriendo con él, vivirán con él en la gloria. Los que hayan querido disfrutar sin él de los placeres del mundo, sufrirán eternamente sin él en las tinieblas de afuera. Estas son verdades solemnes que deben hacer pensar a los que todavía echan una mirada de envidia sobre el mundo y descuidan así sus intereses eternos.

El Cristo rechazado tomó el carácter de Hijo del Hombre, título más grande que el de Mesías. Sus derechos y su poder se extendieron hacia el universo entero. Así es como aparecerá ante el mundo y ante los judíos. En ese día reconocerá públicamente a los que lo siguieron en su rechazo y se avergonzará de los que se hayan avergonzado de él y de sus palabras, cuando era despreciado. “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles” (v. 26).

Es importante juzgar las circunstancias presentes a la luz de lo que dice la Palabra acerca del futuro para que no nos equivoquemos por la apariencia engañosa de las cosas visibles que son solo temporales.

Con el fin de fortalecer la fe de los que creían en él, Jesús les dijo: “Hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios” (v. 27). Jesús quería que a través de su camino de sufrimiento y muerte, la fe de los discípulos se fortaleciera con una manifestación gloriosa del reino de Dios, cuyo establecimiento sobre la tierra no podía cumplirse en ese momento. Esto sucedió en la escena de la transfiguración de la que Pedro habló más tarde diciendo: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia” (2 Pedro 1:16-17).

La transfiguración

Aproximadamente ocho días después de haber pronunciado las palabras relatadas en el versículo 27, Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió a un monte a orar: “Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente. Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (v. 29-31).

Después de hablar a los discípulos de su muerte, Jesús habló de ello con Moisés y Elías, que estaban glorificados como él. Era lo más importante y necesario en aquel momento de la historia del mundo y del pueblo judío. Moisés había dado la ley que el pueblo había quebrantado y puesto a un lado. Los profetas, representados por Elías, procuraron constantemente hacer volver al pueblo hacia Jehová, mientras proclamaban los juicios que vendrían como consecuencias de su pecado. Todo fue inútil. Los profetas también anunciaron al Mesías, y este vino pero no fue recibido. ¿Qué hacer? ¿Acaso permanecería Dios impotente en presencia de la maldad del hombre? Sí, impotente si quisiera emplear al hombre rebelde y perdido. Era imposible, y ya se hizo la prueba. Pero para Dios todo dependía de la muerte de su amado Hijo que sufrió en la cruz el juicio que nosotros merecíamos. Satisfecha la justicia divina, Dios quedó libre para obrar hacia todos según sus planes de gracia. Ya no tenía que contar con el hombre natural que finaliza en la cruz, sino con Jesús quien lo glorificó por su muerte, y a quien debe en recompensa la salvación del creyente, y toda la gloria en el cielo y sobre la tierra. Gloria en la cual él introducirá a los que han creído.

Los tres discípulos estaban rendidos de sueño frente a esta escena. Pero permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Pedro dijo a Jesús: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías; no sabiendo lo que decía” (v. 33). Sin duda habría sido bueno permanecer en la proximidad de esos personajes gloriosos, pero no era posible en el estado en que se encontraba el pueblo judío y el mundo. Era necesario un estado de cosas que correspondiese a ello. Era precisa la obra de la cruz, para que pudieran venir “los tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos 3:21), esto es, el reinado glorioso del Hijo del Hombre.

Esta aparición gloriosa era una muestra del reino de Dios en gloria, en el cual participarán todos los santos celestiales y terrenales. O sea, todos los que estén en el cielo en ese momento y todos los que estén sobre la tierra. Moisés y Elías representan a los primeros, y los tres discípulos a los últimos. Moisés simboliza a los que resucitarán y Elías a los que serán arrebatados, porque Moisés pasó por la muerte, mientras que Elías fue llevado al cielo sin ver la muerte. El espectáculo de esta gloria debía fortalecer la fe de los discípulos, y de todos los creyentes, y animarlos a seguir a Cristo llevando su cruz hasta el momento en que tendrán su parte con él en esa misma gloria.

En esa maravillosa escena aprendieron todavía más:

Mientras él decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd
(v. 34-35).

Esta nube, señal de la presencia de Jehová en medio de su pueblo, cubrió el tabernáculo en el desierto cuando fue terminado, y lo llenó de la gloria de Jehová (Éxodo 40:34-35). De la misma manera sucedió en el templo de Salomón después de su dedicación (2 Crónicas 7:1-3). En ese momento, nadie se atrevía a entrar en el santuario, pues el hombre en su estado natural no puede soportar la gloria de Dios. Al mismo tiempo, la voz de Dios reivindicó la gloria de su Hijo amado, a quien los discípulos querían colocar en el mismo lugar que Moisés y Elías. Por más gloriosos que fueran esos grandes siervos, Dios no quería que se los confundiera con su Hijo, así como en el bautismo de Juan, cuando Jesús tomó lugar entre los arrepentidos (cap. 3:21-22). “Y cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo” (v. 36).

Los ministerios de Moisés y Elías no tuvieron resultado porque se dirigían al hombre en Adán. Debían reemplazarse por el ministerio de Cristo. Por eso, estos dos hombres en el monte hablaban con Jesús acerca de su muerte que cumpliría en Jerusalén, para que Dios pudiera dar libre curso a sus planes de gracia hacia el hombre. Luego Moisés y Elías desaparecieron y Jesús quedó solo. Desde entonces, hay que escucharlo a él. No es que no tengamos que meditar en las enseñanzas dadas por la ley y los profetas. Al contrario, conducidos por el Espíritu de Dios vemos que, en todo el Antiguo Testamento, el Hijo de Dios es el tema principal. Esto fue lo que Jesús trató de dar a entender a los discípulos en el camino a Emaús: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (cap. 24:27, 44-45). Pero no se debe poner las enseñanzas de la ley y de los profetas en el lugar de Jesús y de sus enseñanzas.

La epístola a los Hebreos se escribió precisamente para mostrar a los cristianos que habían salido del judaísmo que la persona de Cristo y su obra reemplazaban todo el orden de cosas precedentes, en lo cual ya no debían detenerse. Así como la voz lo proclamó desde la nube, debemos escuchar solo a Jesús. Sus enseñanzas bastarán hasta el momento glorioso en que lo veamos cara a cara, glorificados, semejantes a él. Mientras tanto, disfrutamos de la posición en la que nos ha colocado. Nos encontramos en la misma relación que él, y en la misma proximidad de su Dios y su Padre.

El demonio que los discípulos no lograron sacar

Mientras Jesús estaba en el monte con Pedro, Jacobo y Juan, los otros discípulos permanecían abajo, luchando contra el poder de un demonio que no podían sacar. Cuando Jesús descendió, una gran multitud vino a su encuentro. “Y he aquí, un hombre de la multitud clamó diciendo: Maestro, te ruego que veas a mi hijo, pues es el único que tengo; y sucede que un espíritu le toma, y de repente da voces, y le sacude con violencia, y le hace echar espuma, y estropeándole, a duras penas se aparta de él. Y rogué a tus discípulos que le echasen fuera, y no pudieron. Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros, y os he de soportar? Trae acá a tu hijo” (v. 38-42). Incapaces de aprovechar el poder con el cual Jesús los había dotado, los discípulos participaban de la incredulidad del pueblo. Esto provocó una gran indignación en el Señor. No basta estar con Jesús, ni siquiera poseer dones; es necesario tener fe para utilizarlos. El caso de este endemoniado nos ofrece un cuadro impresionante del poder de Satanás sobre el hombre y nos muestra que solo Dios puede librar de él a su criatura. Este poder se encontraba en Jesús, en una gracia perfecta, a disposición de la fe. Por eso el pobre padre oyó estas benditas palabras: “Trae acá a tu hijo.” Mientras se acercaba, el demonio lo derribó y lo atormentó violentamente; pero tuvo que abandonar a su víctima por la palabra de Jesús, quien sanó al muchacho y se lo devolvió al padre. “Y todos se admiraban de la grandeza de Dios” (v. 43).

Aun hoy podemos llevar a Jesús todas nuestras dificultades. Si lo hacemos con fe, recibiremos las respuestas que su amor quiere concedernos. Para la fe no hay dificultades, porque la fe cuenta con Dios, para quien no existen las dificultades.

¿Quién es el más grande?

“Maravillándose todos de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres” (v. 43-44). Los discípulos no comprendieron estas palabras pero temieron preguntarle. Jesús acababa de manifestar su poder a favor de un endemoniado. Por eso los discípulos seguían con la idea de que Jesús iba a continuar su trabajo de liberación que finalizaría con el establecimiento de su reino en la tierra. Pero Jesús escogió precisamente aquel momento para volver a decirles que él, el Mesías, a pesar de todo su poder, iba a morir. Y ellos no entendieron nada.

No habían prestado atención al tema de conversación de Jesús con Moisés y Elías en el monte. Solo habían retenido la gloria de esta escena, pero no el medio para obtenerla. Era necesaria la muerte para poner fin al estado de pecado en que se encuentra el hombre bajo el poder del diablo, y para colocarlo en un estado nuevo en el que Dios pueda bendecirlo, desplegando todo su amor y su poder. Pero Jesús aquí presentó muy en particular su propia muerte ante los discípulos. Sería entregado a los hombres siendo objeto de su odio. Así les indicaba que no debían esperar nada de parte de los hombres, ya que ellos andaban en pos de él, en su mismo camino.

Los discípulos, en lugar de hacer preguntas a Jesús para comprender sus palabras, siempre preocupados por sí mismos y por su gloria, se pusieron a discutir “quién de ellos sería el mayor” (v. 46), mientras Jesús les hablaba de su muerte.

Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso junto a sí, y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande
(v. 47-48).

El mundo, y por consiguiente lo que es grande en el mundo, es juzgado por la muerte de Cristo en la cruz. De modo que al procurar la grandeza según los pensamientos de la carne, nos alejamos muchísimo del pensamiento de Dios.

Lo que es grande según Dios, lo que era en el momento en que los discípulos discutían entre sí, es un Cristo despreciado y rechazado. Su nombre tiene valor, porque el nombre es la expresión de la persona que lo lleva. Los humildes recibían a Jesús; para eso era preciso hacerse como un niñito. El niñito no tiene pretensiones en este mundo, no ocupa lugar en él. Al recibir a uno de estos pequeños en el nombre de Jesús, se lo recibía a él, y al recibir a Jesús, se recibía a Dios que lo había enviado. Esta pequeñez, que permitía recibir a Jesús, constituía la verdadera grandeza.

Alguien que echaba fuera a los demonios

Al oír hablar del valor que iba ligado al nombre de Jesús, Juan pensó en alguien que echaba fuera a los demonios en este nombre; al ver esto, los discípulos se lo habían prohibido porque no seguía a Jesús con ellos.

Según los discípulos, para que lo que este hombre hacía tuviera valor, tendría que haber estado con ellos. Aparentemente insistían mucho en la honra a su Maestro, pero en realidad el amor propio gobernaba sus pensamientos. Jesús les dijo: “No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es” (v. 50). El odio de los hombres hacia Jesús había alcanzado un grado tal, que ya no había término medio. Si alguien se atrevía a declararse a favor de Cristo, estaba a favor de los discípulos que lo seguían. Por lo tanto era uno de ellos.

Todo lo que Cristo es para el corazón le da valor al creyente. Si el Señor tiene valor para el redimido, este lo seguirá con aquellos que están en el mismo camino, no por los que ya lo seguían, sino por amor a Cristo. Que en estos días malos podamos seguir al Señor, apegándonos a su persona y a su Palabra, y no temamos mostrar que estamos por él, mientras que el mundo lo rechaza cada vez más. Y sin descuidar seguirlo con aquellos que le son fieles.

En el camino a Jerusalén

En ese momento, Jesús emprendió su último viaje hacia Jerusalén, donde iba a morir. Consciente de lo que le esperaba en la ciudad que mata a los profetas, y apedrea a los que le son enviados (cap. 13:34), se dirigió resueltamente hacia ella. En Isaías 50:7 está escrito de él: “Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado”. Era necesario todo el poder del amor en la obediencia a su Dios y Padre para hacer frente a la muerte humillante de la cruz con el pleno conocimiento de lo que le esperaba. Aunque Jesús iba como víctima a Jerusalén, era consciente de que debía haber sido recibido como Rey. Por eso mandó delante de él unos mensajeros para que le prepararan alojamiento. Llegaron a un pueblo de samaritanos, pero “no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén” (v. 53). Al igual que los judíos, y por odio hacia estos, los samaritanos lo rechazaron y le manifestaron su menosprecio. El corazón del Señor percibía esto en toda la sensibilidad de su perfecto amor. Nada se le perdonó a Jesús sobre la tierra. En sus afectos más puros experimentó el odio bajo las formas más diversas. Pero estas manifestaciones del hombre, enemigo de Dios, hicieron resaltar más las perfecciones del corazón del Hombre perfecto, expresión del amor de Dios.

Jacobo y Juan, indignados por el rechazo de los samaritanos, propusieron a Jesús que hiciera bajar sobre ellos fuego del cielo, así como Elías lo había hecho en la antigüedad en la misma tierra, cuando Ocozías envió varios grupos de cincuenta soldados para echar mano del profeta (2 Reyes 1). Elías ejecutaba los juicios de Dios, en contraste con su sucesor Eliseo, cuyo ministerio se caracterizó por la gracia. Los discípulos entendían más fácilmente los pensamientos de juicio que los de la gracia, personificada por su Maestro, verdadero Eliseo en medio de su pueblo. Jesús les dijo: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois” (v. 55). La gracia conducía a Jesús a Jerusalén para llevar el juicio en lugar de los culpables. Por eso se ve que no ejecutó juicios en su camino, lo que tampoco había hecho durante su ministerio. Él había venido para salvar y no para juzgar. Se fueron pues a otro pueblo, según las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos.

También hoy el espíritu de gracia y misericordia debe animar a los discípulos del Señor, porque todavía dura el tiempo de su paciencia. Somos testigos de mucho mal que atrae el juicio de Dios sobre los hombres; pero Dios es paciente y prolonga el día de gracia. Así debemos hacer nosotros también. No para que seamos indiferentes con respecto a lo que está mal, sino para manifestar hacia todos la gracia de la cual nos beneficiamos. De esta forma invitaremos a los hombres al arrepentimiento para que sean salvos, especialmente porque sabemos que el tiempo de la gracia está llegando a su fin.

En pos de Jesús

Mientras Jesús caminaba con sus discípulos, un hombre que deseaba seguirlo se acercó y le dijo: “Señor, te seguiré adondequiera que vayas. Y le dijo Jesús: Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (v. 57-58). No se puede seguir a Jesús ignorando el principio de renunciamiento que lo caracterizó. Dejó todo para venir a un mundo tan miserable y manchado que no encontró en él lugar de reposo, y donde, por consiguiente, era un extranjero. La carne y la voluntad propia no encuentran ninguna satisfacción en este camino que conduce fuera de los deseos del corazón del hombre. Si bien este camino termina en la gloria donde Cristo entró, comienza en el mundo donde es necesario vivir como extranjero y ser tratado como lo fue Jesús.

A otro hombre Jesús le dijo: “Sígueme”. Este, enseguida empezó a poner excusas diciendo: “Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios” (v. 59-60). Para seguir a Jesús es indispensable no tener el corazón en los intereses de la tierra. Este hombre quería ir, pero para él había algo que ocupaba el primer lugar, un deber muy legítimo que pertenece al honor que Dios recomienda a los hijos frente a sus padres. Sin embargo, los derechos de Jesús van primero que los de la naturaleza. El mundo está en tal estado de muerte para Dios que la separación debe ser absoluta si se quiere trabajar en la obra del Señor, obra que, de una u otra manera corresponde a todo creyente.

Otro hombre se ofreció a seguir a Jesús. Este también tenía algo que hacer primero; quería despedirse de los que estaban en su casa. También era un deseo muy legítimo, pero el error era que ocupaba el primer lugar en su corazón y lo exponía a ser retenido por los suyos. Al considerar los atractivos de la familia, esto podría desviarlo del cumplimiento de su deseo. Por eso Jesús le contestó: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (v. 62). Los que trabajan la tierra conocen la exactitud del ejemplo dado por el Señor, porque es imposible guiar un arado derecho hasta el extremo del campo que se está arando, si se mira hacia atrás.

Todo lo que retiene el corazón nos impide cumplir el servicio que el Señor coloca delante de cada uno de nosotros, o llegar a la meta. Encontramos esta enseñanza en varios pasajes de la Palabra: “Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante” (Filipenses 3:13).

Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado
(2 Timoteo 2:4).

“Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:1-2).

Jesús es el modelo perfecto en todo lo que enseña. Siguió su camino sin mirar jamás hacia atrás. Con resolución alzó su rostro para ir a Jerusalén. “Por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2). Tengamos siempre a Jesús como modelo en el camino. Abandonemos todo lo que pertenece a un mundo arruinado por el pecado, porque los juicios van a caer sobre todo aquello de lo cual debemos separarnos ahora. Y no dejemos tampoco que aun las cosas legítimas nos priven del premio que hay en servir al Señor y en buscar primeramente obedecerle, cuando nos dice: “Sígueme”. Él tiene todos los derechos sobre cada uno de sus rescatados.