Lucas

Lucas 14

Lo que cuesta seguir a Cristo

La curación de un hombre hidrópico

Uno de los fariseos invitó a Jesús a comer en su casa en un día de reposo, en compañía de doctores de la ley y otros fariseos que lo observaban. Estos desdichados buscaban constantemente una manera de encontrar a Jesús en falta. Pero en su ceguera, ignoraban que tenían ante sí a Aquel que veía todo lo que ocurría en su malvado corazón. Y era él quien finalmente los pondría a prueba.

En la presencia de Jesús se encontraba un hombre hidrópico. Entonces, dirigiéndose a todos los personajes religiosos que lo rodeaban, el Señor dijo: “¿Es lícito sanar en el día de reposo? Mas ellos callaron. Y él, tomándole, le sanó, y le despidió. Y dirigiéndose a ellos, dijo: ¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque sea en día de reposo?” (v. 3-5). A pesar de estar ordenado por Dios, el día de reposo no impedía a Jesús ejercer su amor hacia los desdichados, pues él era Dios, que había venido en gracia a este mundo para trabajar. Su amor no podía reposar si el pecado no había sido quitado, tampoco podía introducir al hombre en el reposo que Dios tenía en vista al instituir el día de reposo.

Cuando sus intereses estaban en juego, estos grandes observadores del día de reposo no tenían ningún escrúpulo en violarlo. Jesús quiso tocarles la conciencia. Si en un día de reposo su asno o su buey cayera en un pozo, ellos no lo dejarían morir. Ahora bien, si su compasión por los animales, y sus propios intereses, les permitía violar el día de reposo, ¿podían exigir que el amor de Dios hacia sus criaturas no se ejerciera? Dios no podía descansar frente a la miseria de los hombres creados por él para que fueran felices, y que habían caído en la desgracia eterna por su propia culpa. En Juan 5:17, Jesús dijo a los judíos:

Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo.

Él trabaja para sacar del pozo de la perdición eterna a los que han caído allí; es por eso que ha bajado hasta ellos. Siendo Dios, se humilló, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, como está escrito en Filipenses 2:7-8, para ir a la muerte, a fin de salvar al hombre e introducirlo en el disfrute del verdadero día de reposo, el reposo eterno de Dios (ver Hebreos 3:1-11). Nadie podía obstaculizar la actividad del amor de Jesús en un día de reposo, por eso está escrito: “Y no le podían replicar a estas cosas” (v. 6).

La elección de un lugar

Mientras comían, Jesús observó cómo los convidados escogían los primeros lugares. Entonces se dirigió a ellos diciendo: “Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a este; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar” (v. 8-9). Dios ha convidado al pecador al banquete servido por su amor. Los lugares se toman durante el tiempo de la gracia, porque en el cielo solo habrá lugares que ya hayan sido ocupados sobre la tierra. Los convidados, que aceptan la gracia que Jesús ofrece a todos, deben estar revestidos de humildad, de la cual él dio el ejemplo tomando el último lugar para venir a salvarnos.

En su estado natural, el hombre siempre busca el primer sitio. Ser alguien, llegar a una posición más elevada que sus semejantes, es un pensamiento introducido en el corazón del hombre por Satanás. En el Edén, para inducirlo a tomar del fruto prohibido, le dijo: “Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:5). Desde entonces, el hombre siempre ha intentado llegar a ser lo que no es, e incluso procurará elevarse hasta hacerse pasar por Dios (2 Tesalonicenses 2:4). Llegado allí, será precipitado en el abismo (2 Tesalonicenses 2:8; Apocalipsis 19:20).

El que trata de elevarse, no percibe que obra con los mismos principios del hombre de pecado, y que se encuentra en un camino que lo conducirá a tomar el lugar de Dios. Si seguimos el ejemplo de Jesús, quien se anonadó siempre, asociándose con los humildes, seguimos el camino que a él lo condujo a la gloria, y a nosotros con él.

Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre
(Filipenses 2:8-9).

Este espíritu de humildad, de renunciamiento y de abnegación de sí mismo debe caracterizar al creyente sobre la tierra, animándolo a rebajarse siempre en medio de sus hermanos y de todos, y no buscar nunca su propia gloria, ni su propia consideración, a ceder siempre el lugar a otros, salvo cuando se trata de servirlos. Lo que nos hace capaces de obrar así, es el hecho de estar ocupados de Cristo, contemplando ese modelo perfecto.

A continuación, Jesús muestra las consecuencias de la humildad: “Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (v. 10-11). Como ya lo hemos dicho, es hoy el momento de tomar el lugar que se ocupará en la eternidad. El camino hacia la gloria es pues la humildad. Un camino que nos abrió el Hijo de Dios dejando la gloria para descender más bajo de lo que estábamos nosotros, porque, como alguien dijo: «No podemos tomar el último lugar, porque Jesús ya lo tomó». Su humillación tuvo como consecuencia su elevación por encima de todo: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo” (Filipenses 2:9). Cuanto más de cerca sigue el creyente al Señor en su humildad y en su anonadamiento, tanto más cerca de él estará en la gloria, cuando Aquel que nos invitó tome conocimiento del lugar que hemos ocupado sobre la tierra. Dirá al más humilde: “Sube más arriba” (v. 10). Lo que debe comprometernos a parecernos más al modelo que tenemos en él, es el deseo de seguir a Jesús, de permanecer en su comunión, en su camino de obediencia, y no el pensamiento de ocupar un lugar elevado en la gloria. ¡No hay nada más precioso para el alma que la imitación de un modelo semejante! Sin embargo, todo tiene consecuencias para la eternidad.

Recompensas en la resurrección

Después de haber hablado a los convidados, Jesús se dirigió a su anfitrión para enseñarle, y enseñarnos a nosotros, de qué manera debemos actuar. Contrariamente al mundo que apunta a una ventaja inmediata, el cristiano debe obrar con vistas al cielo donde tendrá la retribución por su conducta. Jesús dijo: “Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos” (v. 12-14).

El cristiano pertenece al cielo, habiendo sido rescatado de este mundo y de las consecuencias del pecado. Por lo tanto, mientras espera estar allí, debe mostrar los caracteres de Jesús y obrar con los ojos puestos en el cielo. Todo aquel que permanece extraño a la vida de Dios se mueve en el escenario de este mundo, obrando con la vista puesta en las cosas que se ven. Hace todo para la tierra, para las ventajas actuales; sin ningún otro motivo que lo inspire. Si un hombre del mundo ofrece una fiesta, será amable y cortés con sus invitados; vigilará que no les falte nada; solo buscará su bienestar y su regocijo. Pero la satisfacción que parece experimentar no sería suficiente si, a su vez, sus invitados no le correspondieran en todo sentido. En el fondo esto no es otra cosa que egoísmo. El creyente, por el contario, es impulsado por motivos muy diferentes. Al comunicarle la vida de Jesús, Dios lo hizo capaz de obrar según los principios de su propia naturaleza, el amor que “no busca lo suyo”, que “es benigno” (1 Corintios 13:4-7). Olvidándose de sí mismo busca siempre el interés de los demás.

Así obró el Señor Jesús en este mundo, y así es como el creyente debe obrar. Si ahora no recibe una recompensa, la obtendrá en la resurrección de los justos. Recordemos que el creyente no está para siempre en la tierra. Por la gracia pertenece al cielo, donde esta actividad encontrará su justa retribución. La separación del mundo y de sus principios debe caracterizarlo en toda su vida. Será así aun en la resurrección, pues siendo el objeto del favor de Dios no resucitará al mismo tiempo que los malos, como tampoco estará con ellos en la eternidad. La resurrección de los justos es una resurrección de entre los muertos. Tendrá lugar más de mil años antes que la de los malos, que se producirá cuando haya llegado el último día para ser llevados ante el gran trono blanco donde serán juzgados según sus obras.

La resurrección de entre los muertos también es llamada la primera resurrección (Apocalipsis 20:6). Esta resurrección debe producirse antes que la de los malos, porque los santos resucitarán y serán transformados en la venida del Señor, para aparecer con él cuando establezca su reino (Zacarías 14:5; 1 Tesalonicenses 3:13; Apocalipsis 19:14; etc.). Debe efectuarse también antes del reinado de Cristo, para aquellos que serán ajusticiados entre el arrebatamiento de los santos y la venida de Cristo en gloria (ver Apocalipsis 20:4-6). Ellos resucitarán de entre los muertos para reinar con Cristo durante los mil años (v. 6). Por esto vemos que el pensamiento de una resurrección general es erróneo. La resurrección de entre los muertos es una necesidad absoluta para la manifestación de la gloria de Cristo, que en aquel día será “glorificado en sus santos y… admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10).

Según las enseñanzas de este capítulo, como en los precedentes, Jesús quiere que el creyente extraiga sus motivos de acción en el pensamiento de Dios, quien dirige siempre su mirada más allá de la vida presente, y sobre el modelo perfecto que posee en Cristo, como la manifestación de la vida divina en la tierra. En el capítulo 12 hemos visto que no debemos temer a los hombres a quienes vemos, sino a Dios, quien tiene todo el poder más allá de la muerte. El Hijo del Hombre no negará delante de los ángeles de Dios a los que no se hayan avergonzado de él. No necesitamos ser ricos para la tierra, sino para el cielo, ricos en cuanto a Dios. Hagamos tesoros en los cielos y no en la tierra. Vivamos y trabajemos pensando en el momento en el que Cristo venga. La recompensa de los siervos se encontrará también en el cielo. Esta misma enseñanza continúa en los capítulos siguientes.

La invitación a la gran cena

Uno de los invitados, después de oír lo que Jesús enseñaba, le dijo: “Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios” (v. 15). En efecto, será dichoso; pero Jesús respondió mostrando cómo los hombres, y en primer lugar los judíos, respondieron a la invitación divina. Comparó a Dios con un hombre que hizo una gran cena y convidó a mucha gente. A la hora de la cena, mandó a su siervo a decir a los convidados que vinieran, porque todo estaba listo. Al oír la invitación, todos sin excepción, se disculparon. Uno de ellos, había comprado un campo, y quería ir a verlo. Otro, había comprado cinco yuntas de bueyes, y tenía que ir a probarlas. Otro, acababa de casarse, y no podía ir. Cada uno, según las circunstancias en que se encontraba, tenía razones que parecían válidas, pues eran cosas presentes y materiales. Estas absorbían totalmente sus pensamientos; eran suficientes para su corazón, así como lo hemos visto en el caso del hombre rico del capítulo 12, quien no se preocupaba de la salvación de su alma. La oferta de un gozo celestial y eterno no tiene ningún atractivo para su corazón terrenal, que solo necesita de las cosas de la tierra. Todo lo que en sí mismo no es malo, llega a serlo, porque solo sirve para apartar a los hombres de Cristo y de la vida eterna. Cuán triste es comprobar que todas las excusas del hombre provienen de su propio corazón, que tiene aversión por las cosas de Dios. Esto lo lleva a menospreciar la gracia de la cual es objeto de parte del Dios de amor.

Después de sufrir el rechazo de los primeros invitados, que son los judíos del tiempo en el que Jesús estaba sobre la tierra, el señor de la casa, enojado, dijo al siervo:

Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar
(v. 21-22).

La ciudad donde se llamaba a los invitados a la fiesta representa a Israel. Entre los que se reconocían moralmente miserables delante de Dios –en contraste con los orgullosos jefes de los judíos, escribas, fariseos y todos los que tenían ese espíritu–, muchos recibieron el segundo mensaje dirigido por los apóstoles a los judíos después de la ascensión de Jesús (ver los Hechos de los apóstoles). Pero aun había lugar en el banquete de la gracia, y se hizo un tercer llamado a favor de los gentiles.

“Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena” (v. 23-24). Gracias a Dios, son muchos los que ya han respondido a este tercer llamado. Con la destrucción de Jerusalén y la dispersión del pueblo entre las naciones, Dios puso fin a su obra particular entre los judíos. Ahora los siervos de Dios ruegan a los gentiles a entrar, y este trabajo todavía no ha acabado hoy, terminará con la venida del Señor.

Las últimas palabras que Jesús pronunció son muy solemnes. Ellas se cumplieron entre los judíos. Ninguno de los que rechazaron a Cristo, negándose a participar de la cena de Dios, fue perdonado cuando los juicios cayeron sobre la nación. Esto mismo va a suceder con los pueblos cristianizados, evangelizados desde hace tanto tiempo. Cuando se cierre la puerta, todos los que hayan rechazado a Jesús como Salvador no podrán sentarse en el festín eterno del amor de Dios. El apóstol Pablo dice: “Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12).

Quiera Dios que todavía muchos se dejen convencer para entrar, y no prefieran las ventajas presentes y pasajeras que el mundo ofrece en lugar del Salvador. Aun las cosas legítimas y buenas en sí mismas, como los negocios, los bienes, la familia, y tantas cosas más, se vuelven malas cuando nos apartan del Salvador, y se constituyen, en la mano del enemigo, en medios de perdición. Recordemos que para el cristiano, es perjudicial todo lo que tome el primer lugar, que le pertenece a Cristo, en el corazón. Son numerosas las cosas que se presentan a cada instante bajo las formas más variadas. Pero cada uno debe juzgar su valor e importancia comparándolas con Cristo, como lo hizo Pablo cuando dijo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).

Lo que cuesta seguir a Cristo

“Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 25-26). El discípulo es aquel que, después de escuchar las enseñanzas de su maestro, las pone en práctica y por consiguiente, sigue sus pisadas; asemejándose a su maestro. En este mundo, puede ser que todo esté en oposición a Cristo y a sus enseñanzas. La salvación eterna y la fidelidad al Señor dependen de no dejarse desviar por nada, ni nadie. Los padres, una esposa, un hermano, una hermana, un amigo, y sobre todo nosotros mismos, pueden ser impedimentos para recibir a Cristo como Salvador personal, y que seamos fieles después de haberle entregado nuestra vida. Es solo en este sentido que tenemos que aborrecerlos, sin tener en cuenta la oposición que se pueda suscitar. Porque ni un padre, ni una madre, ni una esposa, ni un hermano, ni una hermana, ni un amigo, pueden salvar del juicio eterno a aquellos que aman. Por eso, no debemos permitir que alguno de ellos nos haga apartar del Señor, ya sea del camino de la salvación o de la fidelidad.

Es evidente que esta enseñanza del Señor no afecta en absoluto los deberes de los hijos hacia a sus padres. Por ejemplo, un hijo que no tuviese en cuenta la oposición de sus padres para seguir al Señor, quien en este sentido los aborrecería, según la expresión de Jesús, será el primero en honrarlos, demostrándoles su amor a través de su mansedumbre, consideración, complacencia, sumisión y abnegación en el cumplimiento de sus deberes. Estas cosas no se encuentran siempre en las familias, donde han penetrado los principios de este mundo. Incluso en esto, según la Palabra de Dios, conocemos que estamos en los últimos días de la cristiandad. En 2 Timoteo 3:1-5, Pablo dice que en estos tiempos los hijos serán: “Desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural” (v. 2-3). ¡Cuánto nos gustaría ver en las familias cristianas a hijos que reaccionen contra el espíritu actual, siendo obedientes, sumisos y respetuosos de sus padres! Lamentablemente, muy a menudo, nos encontramos con la desobediencia, la propia voluntad, la indiferencia a las dificultades que experimentan sus padres, la ingratitud y la falta de respeto. Y, por encima de todo, la indiferencia a las cosas de Dios.

Los hijos de padres cristianos tienen que recordar también que su conducta forma parte del testimonio que deben dar sus padres, porque ellos son responsables frente al Señor de criarlos en su temor y bajo sus enseñanzas. Por esto el Señor no exige otra cosa que la obediencia de parte de los hijos. Esta obediencia tiene la promesa de una bendición especial, para el presente y para la eternidad. Pero, volvamos a nuestro capítulo.

Una vez que una persona es salva debe obedecer en primer lugar al Salvador, que es su Señor pues ha adquirido todo derecho sobre ella. El Señor ha querido tener, no solamente almas salvadas en el cielo, sino discípulos sobre la tierra, que anden en sus pisadas y den testimonio de él reproduciendo su vida ante el mundo. Para eso, hay que llevar la cruz, esto es, darle muerte a todo lo que es incompatible con la vida de Cristo. No podemos seguir al Señor a la ligera.

Jesús continúa con su enseñanza diciendo que nadie empieza a construir una torre sin antes calcular si tiene con qué acabarla. Si comienza y después no puede terminar, los que lo ven se burlarán de él. De la misma forma, un rey no va a la guerra sin antes examinar sus ejércitos para ver si puede resistir con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil. Si no lo puede hacer, se informa de las condiciones de paz.

Estos ejemplos no quieren decir que para seguir a Cristo debamos considerar nuestras propias fuerzas y calcular si podremos resistir a la oposición que encontraremos tratando de ser fieles al Señor. Es evidente que si se hiciera este cálculo, nadie seguiría a Cristo, porque el enemigo sabe presentar las dificultades de manera aplastante, ya sea para la conversión o para el andar cristiano. Por el contrario, debemos darnos cuenta de que no poseemos fuerza, ni capacidad alguna para hacer frente a las dificultades que se encontrarán en el camino. Reconozcamos que necesitamos la intervención del Señor, cuyo poder se perfecciona en la debilidad y que siempre está a disposición de aquel que cuenta con él sintiendo su propia debilidad. Por así decirlo, se ubica detrás de él, sabiendo que él tiene capacidad para hacerle frente a todo, con poder, sabiduría y amor. De ese modo, podremos seguir al Señor sin desfallecer, como fieles testigos, si llevamos los verdaderos caracteres de discípulos de tal Maestro.

Lo que hace fácil el camino, es la renuncia de lo que poseemos, liberando así nuestros corazones. Jesús dice: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (v. 33). Renunciando a todo, conservamos nuestros corazones perfectamente libres para seguir al Señor. Pero apenas queremos arrastrar con nosotros algo del mundo, ya no mostraremos los caracteres del discípulo de Cristo; debemos escoger entre él y las cosas del mundo. No podemos servir a dos señores. Siempre revestiremos el carácter de lo que ocupa nuestro corazón.

Esta separación del mundo que debe caracterizar al discípulo de Cristo, hace que sea la sal que tiene la propiedad de conservar los alimentos que entran en contacto con ella. El pecado ha corrompido todo en el mundo. La vida de Cristo debe ser manifestada pura y simplemente por el creyente siguiendo a su Maestro. Las características de la sal se reproducirán en una separación absoluta de todo mal. De esta forma, toda la vida del creyente será un testimonio para él. Si esto no sucede, si el cristiano no reproduce la vida de Cristo en el mundo, pierde su carácter de testigo; no sirve para nada. “Buena es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera” (v. 34-35).

El cristiano infiel, que no anda en santidad, no es de ninguna utilidad para el Señor; no es bueno para él, ni para el mundo. ¡Qué pensamiento solemne para todo el que profesa ser cristiano! Por eso Jesús añadió: “El que tiene oídos para oír, oiga”. Todo creyente tiene oídos; pero, ¿para qué los usa?