Lucas

Lucas 15

La compasión de Cristo hacia la humanidad pecadora

La oveja perdida

Los religiosos y los jefes de los judíos habían despreciado la gracia, por lo tanto, ella busca a los pecadores. Este capítulo comienza con este tema: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come” (v. 1-2). ¡Qué contraste entre esos pecadores atraídos por la gracia que Jesús manifestaba, y los hombres religiosos! Unos eran accesibles al amor de un Dios que, conociendo su miseria, se acercaba a ellos para salvarlos; los otros, sin sentir ninguna necesidad ya que ignoraban su estado delante de Dios, rechazaban la gracia despreciando al Salvador que la traía. Lo acusaban de parecerse a aquellos a quienes ellos llamaban “pecadores”. Sus murmuraciones dieron a Jesús la ocasión de exponer en tres parábolas el trabajo de la gracia maravillosa de Dios que se goza en recibir al pecador después de haberlo buscado.

La primera ilustración presenta la actividad de la gracia en la persona de Jesús. Un pastor tenía cien ovejas, pero dejó noventa y nueve en el desierto para ir a buscar una que estaba perdida. Esta es una imagen fiel del hombre perdido, sin capacidad de volver a Dios. En efecto, la oveja no posee ningún instinto que le permita volver por sí misma una vez que se ha extraviado. Por el contrario, siempre huye más si se da cuenta de que alguien va tras ella. Solo se detiene bajo el efecto de las circunstancias, cuando ya no puede ir más lejos. Así es que todo el movimiento, toda la actividad, proviene del pastor, que se interesa mucho por su oveja. Tiene valor para él, por eso quiere alcanzarla y hacerla volver. Gasta lo que sea necesario para lograrlo, y soporta toda clase de incomodidades con tal de rescatarla. Solamente Jesús conoce el precio de un alma, y la incapacidad del pecador de volver a Dios. Por eso, él hizo todo lo necesario para buscar al hombre perdido. Su amor es infatigable. Busca su oveja hasta encontrarla.

Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso
(v. 5).

El pasaje habla únicamente del gozo del pastor. Su corazón se satisface buscando su oveja hasta encontrarla. Su amor es mayor que la incomodidad que le pueda ocasionar la búsqueda. Lo caracteriza el “trabajo de su amor” por excelencia, como debería caracterizar todo el trabajo del creyente (1 Tesalonicenses 1:3). En su amor por la oveja, el pastor no la hace rehacer el camino que recorrió para perderse. Feliz de haberla encontrado, la pone sobre sus propios hombros, y la lleva hasta depositarla en el redil. El que ha sido rescatado puede estar seguro de que el Señor cuidará de él hasta que llegue a la casa del Padre.

El buen Pastor que “su vida da por las ovejas” (Juan 10:11), se preocupa por ellas hasta el fin.

Cuando el pastor encuentra la oveja, experimenta un gozo tan grande, que quiere que otros se gocen con él: “Y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido” (v. 6).

Los fariseos y los escribas, que murmuraban al ver a Jesús buscando a sus ovejas, no participaban en ninguna manera de su gozo. Solo los que comprenden el amor de Dios, y se sienten objetos de ese amor, pueden, aunque en una pequeña medida, alegrarse con él. Nada puede igualar el gozo que Dios experimenta al ver a un pecador salvado de la desgracia eterna. Jesús dijo: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (v. 7). El gozo en el cielo es el de Dios. Es bueno detenerse en este hecho maravilloso, pues, aparta nuestros pensamientos de nosotros mismos, y nos da una profunda paz. Cuando nos convertimos, tendemos a ocuparnos de nuestro gozo, dependiendo de los sentimientos. Si este gozo varía, también varía la paz. Pero cuando pensamos que Dios encontró su gozo al mostrar la gracia, y que en el momento en que el pecador acepta al Salvador, hay gozo en el cielo, este pensamiento nos da una seguridad perfecta. Aparta el pensamiento de nosotros mismos, y establece al alma en el verdadero gozo que surge del conocimiento del amor de Dios por ella, y no de lo que ocurre dentro de ella.

La moneda perdida

La parábola de la mujer que buscaba una moneda que se le había perdido, presenta una vez más el amor de Dios para con el pecador perdido. Aquí otra vez, toda la actividad proviene del que busca, pues es imposible que una moneda vuelva sola de su extravío.

Esta mujer poseía diez dracmas, pero le faltaba una. Ella deseaba tener todo su tesoro, y quería encontrar la que estaba perdida. Entonces, encendió una lámpara, barrió la casa, y buscó hasta que la encontró. Esa moneda inerte, inconsciente de su estado, también es una imagen del estado del hombre, muerto en sus delitos y pecados, tal como Pablo lo presenta en Efesios 2:1. Para encontrar al hombre en ese estado, Dios tiene que hacer todo lo necesario mediante el poder del Espíritu Santo, cuya actividad aquí es representada por la mujer. El hombre quedaría para siempre en su estado inconsciente de perdición, si el Espíritu Santo no trajera la luz divina para mostrárselo, y no lo buscara entre los desechos de este mundo donde se ha extraviado. Cuando la mujer encontró la moneda, reunió “a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido” (v. 9).

Es interesante que siempre habla del gozo del que busca, el de Dios, y el de los que están en comunión con él respecto a la salvación de un alma. Jesús dijo:

Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente
(v. 10).

Los ángeles no comprenden la gracia que Dios tiene hacia el pecador. Ellos desean mirar de cerca el plan de la redención (1 Pedro 1:12). Vieron caer al hombre, alejarse de Dios, deshonrarlo, y ahora son testigos del gozo de Dios cuando uno de esos seres extraviados se arrepiente, mientras que, si ellos mismos caen, no hay salvación.

Podemos notar que no dice que hay gozo en el cielo por todos los pecadores que se salvan, lo cual es cierto desde luego, sino que “hay gozo… por un pecador que se arrepiente” (v. 10). Esto muestra la grandeza del amor de Dios y la importancia de cada alma ante sus ojos.

¡Cuán maravilloso es ese amor infatigable que busca en este mundo, con diligencia y perseverancia, a un pobre ser miserable y degradado! Busca al que ha caído entre los que se consideran el desecho de la sociedad, inconsciente de su estado, sin necesidad de volverse a Dios, hasta que él lo encuentra, tal vez en el lecho de muerte. Para el mundo, la conversión de una persona así, es algo insignificante. Su muerte sería una liberación para la sociedad. Pero en el cielo, en la luz inaccesible, en el dominio del amor, hay gozo por ese hombre. El Espíritu Santo hizo brillar ante él la luz y el amor; reconoce su estado, se arrepiente y recibe al Señor Jesucristo como su Salvador. Entonces es salvo. Este miserable, del cual la tierra se va a deshacer, está apto para el cielo. Es motivo de gozo para Dios, porque su amor obtuvo lo que deseaba. ¡Qué hermoso será el cielo, cuando todos los rescatados sean glorificados en él! El Señor “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). Dios, “se regocijará sobre ti con alegría, descansará en su amor, y saltará de gozo sobre ti, cantando” (Sofonías 3:17, V. M.).

Hablamos de la búsqueda de un hombre degradado con el fin de hacer resaltar la gracia de Dios, pero no hay que pensar que la moneda o la oveja perdida representan solamente a aquellos que han caído en lo más bajo de la escala de la inmoralidad. En estas dos parábolas, al igual que en la siguiente, se trata de todo hombre en su estado natural. Nadie podría salir de ese estado sin la energía divina del amor, mediante el poder del Espíritu Santo.

El hijo pródigo

En la parábola del hijo pródigo, vemos el amor del Padre hacia el pecador que sigue su propio camino y la manera en que Dios, revelado como Padre, lo espera, y el gozo que experimenta al recibir al pecador perdido.

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente” (v. 11-13). El hijo menor representa a los gentiles, y el hijo mayor a los judíos. Paralelamente, el hijo menor es imagen de todo hombre en su estado natural, quien le dio la espalda a Dios, para beneficiarse con todo lo que Dios ha puesto a su disposición en la creación, en el país alejado que es el mundo. Disfrutando de ello, puede prescindir de Dios, y no piensa en él. Sin embargo, después de un tiempo, prefiriendo el camino de la propia voluntad al del gobierno de la casa paterna, los recursos disminuyen, y finalmente se agotan. “Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle” (v. 14).

Los recursos del mundo para satisfacer el corazón natural no son inagotables. Finalmente, todo cansa, todo aburre, y puede desaparecer en poco tiempo. El hombre fue creado para permanecer en relación con Dios. Aunque se apartó de Dios por el pecado, en su alma hay necesidades que no se satisfacen con las cosas temporales. Puede divertirse sin Dios mientras se van agotando sus bienes como la juventud, la salud, las facultades, la riqueza, etc., pero una vez que se halla al final de sus recursos, el hambre se hace sentir. Sin embargo, esto no basta para hacer volver al hombre a Dios. En lugar de buscar a Dios, el hombre comienza a buscar la ayuda que necesita por otra parte. “Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba” (v. 15-16). Mientras no se vuelva hacia Dios, no hace otra cosa que empeorar su condición, y comprueba que el mundo no da nada. El diablo, el ciudadano del país alejado de Dios, puede alimentar cerdos, pero al hombre no le da nada para aliviar su miseria moral, y lo deja en su estado miserable. ¡Qué terrible es estar empleado en los campos del diablo, donde hay solo algarrobas! Las frutas son para otros, y las algarrobas para el rebaño impuro. Satanás arrastra al hombre a gastar lo que Dios le dio, sin darle nada a cambio. Lo emplea para hacer el mal, con sus amargas consecuencias, mientras espera el juicio. ¡Cuántas multitudes han hecho esta experiencia! ¡Cuántos jóvenes la hacen hoy todavía! Pero, gracias a Dios, todavía es posible volver a él como a un Padre, a la fuente de la felicidad eterna.

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre
(v. 17-20).

El pobre hombre hubiera podido volver en sí antes, es decir, ser consciente de su extravío, y comprender que todo su mal provenía de haber dado la espalda a su padre para hacer su propia voluntad. Así se hubiera encaminado antes hacia la casa, ahorrándose muchos males.

No es necesario avanzar tanto en el camino del pecado y del sufrimiento para volverse a Dios. Por medio de su Palabra, Dios invita al arrepentimiento: “Vuelve… a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído” (Oseas 14:1). En el capítulo 4 del libro de Amós, Jehová se vio obligado a decirle cinco veces a su pueblo: “Mas no os volvisteis a mí”, a pesar de todos los medios empleados para hacerlo volver (v. 6, 8-11).

Cuando el hijo pródigo volvió en sí, en su corazón surgió un débil sentimiento de la bondad paterna, y eso bastó para encaminarlo hacia el hogar. Pensó que su padre era lo suficientemente bueno para aceptarlo como jornalero, aunque lo había ofendido con su conducta. Comprendía muy bien que había perdido todo derecho al título de hijo. Pero ignoraba por completo lo que es el amor del Padre, amor que encuentra su satisfacción haciendo feliz al que había escogido la separación eterna. Tampoco se daba cuenta de que ya no le correspondía ni siquiera el título de siervo.

Por su conducta para con Dios, el hombre perdió el derecho a todo, excepto a la condenación eterna. Sin la perfecta gracia de Dios, no tendría nada. De las tres cosas que el pródigo se propuso decirle a su padre, las dos primeras son buenas y absolutamente necesarias en todo pecador que se acerca a Dios. Primero, la confesión: “He pecado contra el cielo y contra ti”. Luego, el sentimiento de su indignidad: “Ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Este sentimiento debe reemplazar la justicia propia en el pecador. Pero aun debía progresar en la convicción de su indignidad, porque él pensaba tener por lo menos el valor de un jornalero. Todos sus pensamientos con respecto a su nueva condición ante su padre caerían bajo el abrazo del perfecto amor que encontraría.

“Cuando aun estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v. 20-21). A pesar de su arrepentimiento, y la bondad con la que contaba, seguramente el pródigo se preguntó a lo largo del camino cómo sería recibido. Todavía no sabía que “el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18); no se figuraba que su regreso respondía a los deseos paternos. El amor había hecho salir al padre de la casa para mirar a lo lejos en dirección del camino tomado por su hijo perdido. Esto no quería decir que el padre lo aceptaría. Pero cuando lo vio venir hacia él, fue movido a misericordia, lo besó, y lo rodeó con sus brazos paternales. Bajo el abrazo de un amor hasta entonces desconocido, hizo su confesión. “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Se detuvo allí, sabiendo muy bien que insultaría el amor del padre proponiéndole que lo considerara como a un jornalero. Comprendió que debía dejarlo obrar según su amor, que se satisface tratando a su hijo arrepentido como él lo desea. “Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (v. 22-24). La miserable historia del hijo pródigo ya había pasado, enterrada en las profundidades del amor del Padre. Se le quitaron los harapos, últimos vestigios que todavía llevaba de su triste pasado. En adelante se lo vería en la gloriosa posición que la gracia le había dado.

Es vestido afuera. En efecto, ¡no podía entrar en la casa con sus harapos! Ninguna impureza debe penetrar en esa morada que se caracteriza por la santidad, la luz, tanto como por el amor.

Dios como Padre vino desde el cielo a la tierra en la persona de Jesús. Lo hizo para ir al encuentro del pecador manchado y ponerle el vestido de la justicia divina que adquirió por su obra en la cruz, donde el pecado fue quitado y la justicia de Dios quedó satisfecha. Para entrar en el cielo, es preciso llevar puesto el vestido de justicia, porque allí no será ofrecido a nadie. Los desdichados que hayan rechazado la justicia divina en la tierra, y se presenten al juicio ante Dios, se verán desnudos pues no estarán revestidos de Cristo.

Cubierto con el más bello vestido, el de hijo, con el anillo en su mano, señal de la alianza, con el calzado puesto, necesario para el andar, el hijo es introducido en la casa. Con un gozo sin igual, comieron el becerro engordado, y todos se alegraron. “Comenzaron a regocijarse” (v. 24). Aquí, una vez más, aunque el hijo participó de la fiesta, no se trata de su gozo sino del de su padre, porque había encontrado al hijo que estaba “muerto”, estado representado por la moneda; “se había perdido”, como la oveja, y se había vuelto a encontrar. El padre, el único que apreciaba la pérdida de su hijo, se regocijó en su amor cuando este se volvió hacia él, comunicando algo de ese gozo a toda su casa: “Comenzaron a regocijarse”.

Semejante escena anima al pecador arrepentido a volverse hacia Dios, a pesar de la culpabilidad que pueda pesar sobre él. No debe temer un recibimiento severo, ni reproches, los que, no obstante, serían justificados. No, por medio de esta parábola, entre otras declaraciones de las Escrituras, Dios desea hacerle conocer las disposiciones del corazón divino hacia él. Le muestra que Dios solo considera el amor para recibir al pecador, si este se vuelve a él reconociendo su culpa y su indignidad.

Recordemos que si Dios puede recibir al pecador de esta manera, sin condenarlo, es gracias a la obra de Cristo en la cruz. Es porque el Salvador llevó el juicio que merecía el pecador arrepentido. Es porque la justicia y la santidad de Dios se mantuvieron, fueron satisfechas, y la cuestión del pecado se arregló según todas las exigencias de Dios, a quien habíamos ofendido. Solo la obra de Cristo en la cruz hizo posible la revelación de Dios como Padre, pues en su vida sobre la tierra, Jesús reveló al Padre, pero mediante su muerte pudo introducir al creyente en esa relación con Dios. ¡Qué gratitud y alabanzas eternas debemos al Cordero de Dios, inmolado para permitir que el amor de Dios llegara hasta nosotros! Mientras esperamos estar en la gloria donde le rendiremos una alabanza perfecta, le debemos toda nuestra vida sobre la tierra.

Las tres parábolas de este capítulo nos muestran la actividad de toda la Trinidad: la del Hijo, como el pastor que busca su oveja; la del Espíritu Santo, que hace brillar la luz de la Palabra en este mundo para encontrar al pecador muerto en sus delitos y pecados; y la del Padre, cuyo amor recibe al más culpable de los pecadores arrepentidos. En los tres casos, el gozo pertenece a Aquel que encuentra al objeto de la gracia.

El hijo mayor

Alguien había quedado fuera de la escena maravillosa que ofrecía el amor del Padre. Era el hijo mayor, el hombre honrado que se indignaba, con razón, por la conducta de su hermano, pero sin ninguna comunión con los pensamientos de gracia y de amor del Padre. “Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar” (v. 25-28).

Este hijo mayor representa a los judíos, en especial a la clase que encontramos en el versículo 2, quienes murmuraron viendo que Jesús recibía a los pecadores que habían venido para oírlo. Satisfechos de ellos mismos, de su buena conducta y de sus prácticas religiosas, se justificaban a sí mismos, y no comprendían la gracia que perdonaba a los que ellos llamaban “los pecadores”. Menos aun podían entender el gozo que Dios experimentaba al recibirlos. Siempre se opusieron y odiaron a Jesús, porque era la expresión de la gracia de Dios.

En la cristiandad de hoy, hay muchas personas que son como estos judíos. Desde la «gente honesta» hasta los más depravados, se encuentran los que pretenden no ser suficientemente culpables ni malos como para necesitar un Salvador. Una mujer honesta, después de haber leído el relato de la conversión de un criminal, dijo: «Si es para estar con semejante gente que vamos a ir al cielo, no vale la pena». ¿Qué haría en el cielo alguien que entrara sin haber sido objeto de la gracia de Dios? Solo podría felicitarse a sí mismo. En cambio, aquellos que se beneficiaron del amor de Dios lo alabarán y le darán las gracias.

No obstante, la gracia también pertenece a la gente de la clase del hijo mayor. Todos están invitados a entrar: “Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase” (v. 28). Es lo que Dios hizo por los judíos mediante la predicación de los apóstoles después de la muerte de Jesús, como lo vemos en el libro de los Hechos. Siempre se dirigían a los judíos; pero estos rechazaron su mensaje. No aceptaron ser colocados sobre la misma base que los gentiles para recibir la misma gracia que ellos. Frente a su rechazo, Pablo y Bernabé les dijeron: “A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles” (Hechos 13:46).

¡Ay! En vano también el padre rogó al hijo que participara del festín de su amor. Este le contestó: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo” (v. 29-30).

Una manera de pensar así no concede ningún sitio a la gracia. Al contrario, el hijo mayor encuentra que su padre ha fallado. Según él, nunca lo había recompensado, sin embargo mató el becerro gordo para el pródigo. Resulta imposible entenderse sobre el terreno de la justicia propia. Al hermano mayor, como a todos los que pertenecen a esta clase, le faltaba aceptar la gracia y la verdad que vinieron por Jesucristo. La verdad para comprender su estado frente a la luz y la santidad de Dios, y la gracia que perdona a aquel que reconoce su estado ante Dios. Si el padre no le había dado ningún cabrito a su hijo para que se gozara con sus amigos, era porque, como judío, se beneficiaba de todo lo que Dios había dado a su pueblo terrenal. Solo tenía que servirse. Pero bajo el régimen de la ley, se recibe lo que esta concede a aquel que la observa, y nada más. El padre le contestó: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (v. 31-32). El padre no puso aquí en tela de juicio la fidelidad del hijo mayor. Pero su corazón se desbordaba de gozo por haber encontrado a su hijo perdido. Obraba a favor de él según su amor, y hubiera querido que su hijo mayor compartiera ese gozo; pero su egoísmo y su propia justicia no se lo permitían. Se privó voluntariamente de los goces del cielo. Como lo dijeron Pablo y Bernabé en el pasaje citado más arriba, no se juzgaba digno de la vida eterna.

En el cielo solo habrá pecadores perdonados, que celebrarán eternamente la gracia a la cual le deben todo, gracia que vino a la tierra en la persona de Jesús, para buscar a los pecadores. Su actividad y gozo se presentan maravillosamente en las tres parábolas de nuestro capítulo. Los que hayan sido demasiado buenos o demasiado justos para aceptar esta gracia que los haría entrar por la misma puerta que los malhechores, estarán por la eternidad donde habrá lloros y crujir de dientes. ¿De quién será la culpa de esto?