Lucas

Lucas 23

Jesucristo sentenciado a ser crucificado

Jesús ante Pilato

Levantándose los judíos que se habían reunido en el concilio, llevaron a Jesús ante Pilato. Allí no lo acusaron por haber dicho que era Hijo de Dios, pues esto no le habría importado a ese pagano. En cambio, denunciaron hechos que, de haberlos probado, podían tener influencia sobre el representante del poder romano. “A este hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey” (v. 2). Con esta acusación intentaban influenciar al gobernador, encargado de cuidar de que nada perjudicara la autoridad que él representaba. Pervertir la nación significaba obstaculizar la tarea de Pilato. Prohibir pagar el tributo a César y proclamarse rey, era pretender el poder. Ahora bien, estas acusaciones no podían dejar de producir el efecto deseado sobre el único que tenía el derecho de condenar a muerte. La cuestión era probarlas. En el interrogatorio que Pilato hizo, muy breve en este evangelio, no logró convencerse de la exactitud de las denuncias formuladas contra Jesús. Pilato solo retuvo aquella que se relacionaba con la realeza. Entonces le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos? Y respondiéndole él, dijo: Tú lo dices” (v. 3).

La respuesta de Jesús, aunque era afirmativa, no inducía a Pilato a considerarlo como un aspirante temible a la realeza sobre los judíos. Conocía bien la absoluta autoridad que tenían los romanos sobre las naciones sometidas. Entonces les dijo a los judíos:

Ningún delito hallo en este hombre
(v. 4).

Viendo, pues, que no lograban sus objetivos, insistieron diciendo: “Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí” (v. 5). Cuando Pilato oyó hablar de Galilea, preguntó “si el hombre era galileo” (v. 6). Para él era simplemente un hombre. En efecto él lo era: el varón de dolores, pero un hombre según los consejos de Dios.

Sabiendo que Jesús era de la jurisdicción de Herodes, y como este rey estaba en Jerusalén en aquel momento, Pilato se lo envió, queriendo sin duda librarse de un caso tan complicado.

Jesús ante Herodes

Herodes se alegró mucho al ver a Jesús, porque muchas veces había oído hablar de él, pero nunca lo había visto. Vemos que Jesús cumplía su ministerio de amor entre los pobres del rebaño, sin querer llamar la atención. Era Aquel de quien Isaías había dicho: “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles” (Isaías 42:2; ver también Lucas 4:18-19). Herodes deseaba ver a Jesús desde hacía mucho tiempo, pero no era porque sintiera la necesidad de su perdón, sino que esperaba verlo hacer algún milagro. Era solo una cuestión de curiosidad, a la cual Jesús nunca se había prestado, y menos aún en esos momentos. Herodes le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le contestó nada. Los principales sacerdotes y los escribas lo acusaron con gran vehemencia. A pesar de esto, el tetrarca de Galilea, así como el gobernador de Judea, no lo encontraron culpable de todo lo que se lo acusaba. Sin embargo, Herodes y sus soldados trataron a Jesús con gran desprecio. El rey lo escarneció poniéndole un vestido de púrpura, el color de la realeza, y lo volvió a mandar a Pilato.

Desde ese día, Herodes y Pilato, quienes hasta entonces eran enemigos, se reconciliaron. ¡Qué triste amistad nacida de sentimientos comunes de odio contra el Hijo de Dios, el Hombre perfecto, a quien ellos mismos habían encontrado inocente! ¡Qué prueba de la enemistad del corazón del hombre caído contra Dios! Esta enemistad avasalla sobre el sentimiento innato de justicia en la conciencia según la cual tanto Herodes como Pilato tenían la responsabilidad de actuar.

Jesús otra vez ante Pilato

Pilato reunió a los principales sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, y les dijo: “Me habéis presentado a este como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis. Y ni aun Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre. Le soltaré, pues, después de castigarle” (v. 14-16). Esta declaración clara y categórica habría sido suficiente para liberar a cualquier otro acusado que no fuera Jesús. Pero era necesario que el odio de los judíos se manifestara hasta el fin. De esta manera, la prueba del hombre se cumplió plenamente, para que se pudiera decir con certeza: “No tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22). “Mas toda la multitud dio voces a una, diciendo: ¡Fuera con este, y suéltanos a Barrabás! Este había sido echado en la cárcel por sedición en la ciudad, y por un homicidio” (v. 18-19). Pilato acostumbraba soltar un prisionero para la fiesta de la pascua. Pensó que así podría librar a Jesús, y a la vez, aliviar su conciencia. Pero encontró en ese miserable pueblo una oposición cuya causa ignoraba. Deseando soltar a Jesús, se dirigió nuevamente a la multitud, pero la respuesta fue: “¡Crucifícale, crucifícale! Él les dijo por tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho este? Ningún delito digno de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré. Mas ellos instaban a grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron” (v. 21-23). Pilato intercedió tres veces para librar al acusado, pero fue en vano. Estas tres intercesiones hacen resaltar la decisión irrevocable del pueblo, cegado por su odio hacia Aquel de quien solo habían recibido beneficios. Por otro lado, se hace patente su culpabilidad y responsabilidad por la muerte de Jesús, su Mesías.

Pilato cedió ante un poder más fuerte que el del trono de César, pues el pueblo se encontraba bajo la autoridad de Satanás. “Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían; y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos” (v. 24-25). La responsabilidad de los gentiles en la muerte de Cristo se ve involucrada a través de Pilato, quien era el representante del poder romano. Como lo dice Pedro, en Hechos 4:26-27, citando el Salmo 2: “Se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel”.

La decisión de Pilato nos hace ver que las mejores disposiciones, si no dependen de Dios, no tienen ninguna fuerza en presencia del poder del mal. Pilato sentía que debía ejercer la justicia, pero, no conociendo a Dios y hundido en las tinieblas del paganismo, quedó indiferente ante la suerte de un judío. Aunque sabía que era inocente, lo condenó buscando congraciarse con ese pueblo al que le costaba reconocer su autoridad. A sus ojos, poco importaba un hombre más o menos entre esa gente conflictiva. Así juzgaba el hombre. En cambio, a los ojos de Dios, las consecuencias de semejante acto, son incalculables, debido a que este hombre era el Hijo de Dios. Pilato cometió una falta muy grave al dejar de lado la justicia, ordenando la muerte del inocente y librando a un criminal. Pero, ¿qué podemos decir de los judíos que, en tres ocasiones, rehusaron someterse a la decisión del gobernador y pidieron que se les soltara a un asesino en lugar del Mesías? Desde entonces, acarrean las terribles consecuencias de este acto, hasta el momento en que vuelvan los ojos hacia Aquel a quien crucificaron.

La crucifixión de Jesús

Cuando llevaban a Jesús, un cireneo llamado Simón pasaba por allí y le ordenaron que cargase la cruz sobre la cual el Señor iba a ser clavado. ¿Por qué hicieron esto? No lo sabemos. Se ha pensado que Jesús estaba demasiado débil para llevar él mismo la cruz hasta el fin. Pero es mejor no hacer suposiciones, y sobre todo en lo que se refiere a su dignidad. Si hubiera sido útil saberlo, la Palabra nos lo habría dicho. “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él” (v. 27). Entre la gente, había algunas personas que no estaban bajo la influencia de los jefes del pueblo, pero ellas no podían hacer valer su opinión. Al ver que Jesús era llevado al suplicio, sus corazones desbordaban de simpatía por él y podían entrever las graves consecuencias de esta inicua condenación. “Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” (v. 28-31; ver Oseas 10:8).

Jesús hizo alusión a todo lo que el pueblo judío iba a tener que padecer como consecuencia de su muerte, desde entonces hasta el momento en que, como dijo Isaías: “Doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados” (cap. 40:2). Jesús era el árbol verde, lleno de vigor para Dios. El pueblo era el árbol seco, sin vida y sin fruto para Dios. Este lenguaje figurado recordaba los preparativos que se hacían para el sitio de una ciudad: se cortaban todos los árboles que la rodeaban, incluso aquellos que eran útiles y estuvieran en pleno vigor. Si no se tenía cuidado de los árboles verdes, menos aun de los que estaban secos. Ahora bien, los judíos en su odio, habían obrado sin piedad ni misericordia hacia Jesús. Cortaron de la tierra a Aquel que les traía bendición y vida. ¿Cómo obrará entonces Dios en su cólera hacia ese pueblo cuando el tiempo de su paciencia haya pasado? En el capítulo 21, ya mencionamos lo que el pueblo padeció durante el sitio y la toma de Jerusalén por los romanos. ¡Cuántas madres hubieran deseado no haber tenido hijos, para no ser testigos de sus sufrimientos! Aún les esperan cosas peores a los judíos (ver Zacarías 14:1-2), sin mencionar todos los sufrimientos del remanente creyente.

Podemos ver el corazón amante del Señor en esas advertencias que dirigió a la multitud. Atravesaba las circunstancias en plena comunión con su Dios y Padre, pensando en los demás con el mismo amor, sintiendo cuán terrible sería el final de ese pueblo, a causa de los sufrimientos injustos que padecía de su parte.

Dos malhechores fueron conducidos con Jesús para ser crucificados. Cuando llegaron al lugar del suplicio, llamado de la Calavera, clavaron a Jesús en la cruz, la cual levantaron entre los dos ladrones. Así se cumplió lo que había dicho Isaías: “Fue contado con los pecadores” (Isaías 53:12). En ese preciso momento, en todo el dolor de la crucifixión, Jesús intercedió por sus verdugos, instrumentos de un pueblo infinitamente más culpable que los ignorantes soldados romanos. “Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (v. 34). En virtud de esta intercesión, Dios tuvo misericordia de los judíos como pueblo, durante cuarenta años, hasta la destrucción de Jerusalén. A lo largo de ese tiempo, los apóstoles ejercieron su ministerio, que llevó a la conversión de miles de judíos. Sin embargo, el pueblo en general persistió en su rechazo a Cristo, lo que terminó con la ruina definitiva de la nación.

Los soldados se repartieron los vestidos de Jesús, echando suertes sobre ellos. Entretanto, él estaba en la cruz, a la vista del pueblo y de los gobernadores que se burlaban de él, diciendo:

A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de Dios. Los soldados también le escarnecían, acercándose y presentándole vinagre, y diciendo: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo
(v. 35-37).

Esos miserables reconocían que Jesús había salvado a otros. Fueron testigos de su obra de amor mostrándoles que era el Mesías, el Hijo de Dios. Sin embargo, no se habían beneficiado de él. Toda su vida y sus palabras, que eran la expresión de la gracia y de la verdad, los juzgaba pues les mostraba que no podían entrar en el reino tal como eran. Ignoraban por completo que el amor que había caracterizado toda su vida, en ese momento lograba su máxima expresión. Se había dejado crucificar para salvar a los pecadores; en cambio, salvándose a sí mismo, nadie habría sido salvo. En la intensidad de sus dolores físicos y morales, Jesús soportó la “contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3), para llevar a cabo la obra de nuestra salvación eterna.

Como era costumbre, fue colocada sobre la cruz una inscripción que indicaba el motivo de la condena. Estaba escrita en griego, en latín y en hebreo, los tres idiomas utilizados en aquel entonces en Palestina. El hebreo se hablaba poco, en cambio, el griego era muy difundido en todo Oriente. Los comerciantes y la gente de negocios lo empleaban siempre. Y el latín servía como lengua oficial. La inscripción decía: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). Dios quiso que este título hiciera evidente a todos que los judíos habían colocado sobre una cruz a su Rey coronado de espinas, en la misma ciudad en que debía haberse sentado sobre el trono de David. Comprendemos el dolor y los lamentos del remanente futuro al darse cuenta del crimen que cometieron, contemplando a quien traspasaron (ver Zacarías 12:10-14).

La conversión de un ladrón

Herodes, Pilato, los gobernantes, la multitud y los soldados romanos, cada cual a su turno habían lanzado sus flechas de desprecio y de odio al corazón de la santa víctima. Pero todavía faltaba que un representante de los ladrones se uniese a todos ellos para completar este acuerdo satánico. “Uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros” (v. 39). Pero Dios había preparado un bálsamo para su Hijo amado con la conversión del otro malhechor que contestó: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo” (v. 40-41). Estas palabras revelan la maravillosa obra que Dios había operado en la conciencia de ese pobre hombre, para conducirlo a Aquel que había dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Él tenía el temor de Dios que le faltaba a su compañero. Este temor no produce espanto, sino el sentimiento de lo que se le debe a un Dios justo y santo, ultrajado y deshonrado por el pecado. Uno acepta el juicio correspondiente y confía en su misericordia. El ladrón reconoció la perfecta justicia de toda la vida de Jesús: “este ningún mal hizo”. El Salvador tenía que ser una víctima perfecta, el “cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19). En ese momento en el cual, a simple vista, todo contradecía las glorias de su persona, el testimonio que se le rindió a Jesús fue maravilloso. Suspendido en la cruz como un vulgar malhechor, Jesús padecía la maldición, los insultos y las injurias de todos. Pero, el ladrón, en su fe al Señor, vio más allá. “Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (v. 42). No solamente reconoció en Jesús al hombre perfectamente justo, sino también al Señor de gloria, a quien le pertenece el reino, y que debe volver para tomar posesión de él. ¡Qué consuelo para el corazón del Señor, cuando oyó estas palabras en el momento en el cual todos los suyos estaban lejos, uno lo había traicionado, y otro lo había negado! ¡Qué maravillosa fe la de este pobre hombre rechazado por la sociedad a causa de sus crímenes! La fe ve como Dios ve, no se paraliza ante las circunstancias. La fe reconoce a Cristo cuando le es presentado. Ya sea como un niñito en el pesebre de Belén; como el hombre de dolores, yendo de un lugar a otro haciendo el bien, recibiendo la ayuda de unas mujeres de Galilea; o como el crucificado en el Calvario. Esta fe del ladrón reconocía en el Señor al Salvador en quien podía esperar. ¿Cómo un malhechor podría de otra manera contar con tener parte en el reino, cuyo establecimiento necesitaba el juicio para consumir a todos los malos? La gracia de Dios había llevado a Jesús al lado del ladrón. Por eso, sin saber los resultados de la obra que se iba a cumplir, el miserable arrepentido confió plenamente en el Señor para que obrara según su amor, como le pareciera. No le dijo qué posición le tenía que dar en el reino. No le pidió el lugar de un jornalero, como había pensado hacer el hijo pródigo de la parábola (Lucas 15). Simplemente se entregó al Señor, feliz de tener la certeza de que cuando viniera en su reino se acordaría de él.

Tan pronto como la fe tiene a Cristo por objeto, toma todas las verdades que se desprenden de él. El malhechor convertido creyó en su propia resurrección, en la de Cristo, en su glorificación, en su regreso para establecer el reino, y por encima de todo, en su perdón. Además, Jesús añadió a esta fe una verdad aún no revelada. Le prometió un gozo celestial inmediato con él, no en el reino futuro, sino ese mismo día en el paraíso.

De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso
(v. 43).

Podemos estar seguros de que esta maravillosa declaración sostuvo al malhechor, quien llegó a ser un creyente feliz durante las horas de sufrimientos que debió padecer antes de entrar en esa dicha inesperada. Esta verdad fue ampliada más tarde por el apóstol Pablo, cuando el Señor se la reveló. En 2 Corintios 5:8, dice: “Quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”; y en Filipenses 1:21 y 23: “El morir es ganancia”; “partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”.

Estas declaraciones del Señor y luego de Pablo en las Escrituras, bastan para tranquilizar a las personas afligidas ante la partida de los suyos. Hay una falsa enseñanza que consiste en decir que los creyentes que mueren no disfrutan de ninguna felicidad, y que el espíritu, así como el cuerpo, es inconsciente de todo hasta el momento de la resurrección. Los pasajes citados arriba, y la maravillosa respuesta de Jesús al ladrón, son suficientes para rechazar con indignación tales sugerencias.

La muerte de Jesús

A diferencia de Mateo y de Marcos, Lucas destaca más los sufrimientos del Señor en Getsemaní que los que sufrió en el Gólgota. Describe los terrores que la cercanía de la muerte producía sobre el Hombre perfecto, su dependencia en el sufrimiento, su sumisión a la voluntad del Padre para recibir de su mano la copa de dolores. Después de haberla recibido, sufrió todas las injurias de los hombres en una comunión perfecta con su Padre, hasta la terrible hora en que Dios lo abandonó. En cambio, Lucas escribe muy someramente sobre los sufrimientos de la cruz. No muestra a la víctima expiatoria, como lo hacen los dos primeros evangelistas. Simplemente leemos: “Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (v. 44-46). No habla del abandono de Dios que tuvo lugar durante las tres horas de tinieblas cuando se cumplió la paga del pecado. Más bien, Lucas proclama los resultados de esta obra. Menciona las tinieblas, y a continuación, que el velo del templo se rasgó. Podríamos decir que Dios manifestó su luz, en contraste con las tinieblas de este mundo, rasgando el velo que cerraba al hombre pecador la entrada a la claridad de su santa presencia. La expiación se cumplió en el seno de esas tinieblas. El pecador, limpio de sus manchas por la fe en esta obra, entra directamente en la presencia de Dios que es luz. “Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne” (Hebreos 10:19-20). ¡Qué luminoso es el lado de Dios en esta escena en la cual, del lado del hombre, todo es tinieblas!

Habiendo acabado todo, Jesús no tenía que quedar mucho tiempo más en la cruz. En plena posesión de sus fuerzas, entregó su espíritu en las manos de su Padre, cuya voluntad cumplió en su totalidad. Su muerte no fue causada por los sufrimientos, sino porque la obra había terminado. Entonces, Dios podía recibir al pecador.

Semejante muerte impresionó al centurión que fue testigo de lo que sucedía, y él “dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo” (v. 47). Este hombre pagano vio morir a Jesús de una forma muy diferente a la de otros crucificados, los cuales expiraban después de una larga y dolorosa agonía. Esto lo llevó a dar testimonio de la perfección del Señor. Nos gusta pensar que esa confesión fue seguida por la fe que salva, y que el centurión se encuentra juntamente con el ladrón convertido, entre los que están “presentes al Señor” (2 Corintios 5:8). Es muy interesante notar que Dios quiso que dos hombres dieran testimonio de la justicia de su Hijo mientras estaba en la cruz: un malhechor y un pagano; los judíos en cambio, lo habían puesto en el rango de los criminales.

Toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho
(v. 48).

Se marchaban de esta escena con la angustiosa impresión de que había sucedido una desgracia. Podían recordar lo que Jesús les había dicho cuando iba al suplicio. Al retirarse, se daban cuenta de que, desentendiéndose de Jesús, se habían comprometido con Dios de una manera fatal.

Desde el momento en que abandonaron el Calvario, ninguno de esos espectadores incrédulos volvió a ver a Jesús. Como lo había dicho a los judíos: “No me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Lucas 13:35). Después de su resurrección, Jesús se manifestó solamente a sus discípulos.

Otro grupo de personas, compuesto por “todos sus conocidos, y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas” (v. 49). Sintiéndose débiles, y bajo el terror que les inspiraba todo lo que había acontecido, estas personas no se mezclaron con la multitud endurecida y curiosa. Presenciaron su sufrimiento a la distancia, testificando su simpatía hacia Jesús, en un momento que para el pueblo endurecido fue denominado: “vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (cap. 22:53). No podemos imaginar lo que sintieron allí los corazones que estaban apegados a Jesús. El alma de su madre fue traspasada por una espada, como se lo había dicho Simeón en Lucas 2:35. ¡Cuánto dolor también para Marta y María, y para todas las mujeres que fueron al sepulcro llevando los ungüentos a su Señor!

La sepultura de Jesús

Según los hombres, la sepultura de Jesús debía estar con la de los malos. Sin embargo, Isaías había dicho:

Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca
(Isaías 53:9).

Esta profecía se cumplió de la siguiente manera: “Había un varón llamado José, de Arimatea, ciudad de Judea, el cual era miembro del concilio, varón bueno y justo. Este, que también esperaba el reino de Dios, y no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y quitándolo, lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie” (v. 50-53).

Dios cuidó de que el cuerpo de su amado Hijo no entrara en contacto con la impureza ocasionada por la muerte de un pecador. Lo pusieron en un sepulcro donde nadie había sido puesto nunca. Hasta el fin, aun en la muerte, se mantuvo la santidad de su persona; de ninguna manera tenía que ver corrupción (Salmo 16:10). Dios había apartado a un hombre rico para este servicio. No se hace mención de José de Arimatea hasta este momento. Llegó en el preciso momento para el que Dios lo había preparado. Aquellos a quienes Dios quiere emplear, para cualquier servicio, son formados en lo secreto, aun cuando sea para el trabajo de un día. Lo que importa para servir a Dios es estar separado del mal. Si José hubiera participado en el infame consejo de los jefes del pueblo, no hubiera podido desempeñar este hermoso papel anunciado por el profeta.

El día de la muerte del Señor era la víspera del sábado, llamado por eso día de la preparación. Pusieron el cuerpo en el sepulcro al atardecer. Para los judíos, los días comenzaban a las seis de la tarde. Como estaba prohibido hacer cualquier cosa el sábado, en la víspera se preparaba todo lo necesario. También era una preparación moral, a causa de la solemnidad de la fiesta. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea y que permanecían en el lugar, se acercaron y vieron donde habían puesto a Jesús. Se volvieron para preparar las especias aromáticas y los perfumes necesarios para ungir el cuerpo de su Maestro, con la intención de ir al sepulcro muy temprano el primer día de la semana. No se podía hacer nada más, y se mantuvieron en reposo según el mandamiento (v. 54-56).

Se cumplía así una etapa de incomparable importancia en la historia del mundo y de la eternidad. Jesús, el Hijo de Dios, Hijo del Hombre, que había venido a la tierra para cumplir los planes de Dios y todo lo que los profetas habían anunciado, había muerto. Había sido rechazado por los hombres, después de haber desplegado en medio de ellos su actividad de gracia y de poder. El silencio del sepulcro sucedió a la actividad de su amor. Después de la ley, Dios había enviado a los hombres a su Hijo unigénito, trayendo de su parte la gracia en lugar de sus exigencias. Sin embargo, no tuvo mejores resultados que la ley. La prueba fue concluyente, pues dijeron: “Este es el heredero; venid, matémosle” (Lucas 20:14).

Dios no podía hacer nada más con los pecadores. Es por esto que la historia del hombre en Adán termina moralmente en la cruz. Si la base de las nuevas relaciones con Dios no hubiera sido puesta por la muerte del Hijo del Dios vivo, toda la raza humana habría sido barrida por los juicios divinos. Ahora bien, un mundo nuevo iba a comenzar según sus planes eternos. Desde el seno de la muerte, surgiría la vida por la resurrección del segundo Hombre, el postrer Adán, el hombre de los planes de Dios. En la escena de muerte que caracteriza al mundo, brillarían la vida y la inmortalidad por el Evangelio (2 Timoteo 1:10). Entre tanto, esperamos los nuevos cielos y la nueva tierra que estarán poblados por todos aquellos que fueron objetos de la gracia de Cristo quien sufrió el juicio por ellos. Desde ese entonces, se anuncia el Evangelio, y Dios trabaja en gracia para sacar de este mundo perdido y juzgado a los pecadores, “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7). A estos hombres que reciben la gracia, Dios “predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).

Con la resurrección de su Hijo de entre los muertos, Dios comenzó una obra nueva, maravillosa y eterna, después de la miserable obra del hombre. Jesús había glorificado a Dios. “Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre” (Romanos 6:4). Por su obra en la cruz, Jesús dio al hombre muerto en sus delitos y pecados, la posibilidad de ser vivificado por la fe en él. Todos los que creen antes de llegar a la muerte participarán en la resurrección de entre los muertos, de la cual Cristo es las primicias.