El perdón, el servicio y el reino venidero
Enseñanza de cómo perdonar
Jesús dijo que en este mundo donde domina el mal, es imposible que no haya ocasiones de tropiezo. Un tropiezo es un acto por el cual se arrastra hacia el mal a alguien que quiere hacer el bien. Es particularmente grave si se trata de personas jóvenes en la fe. Satanás procura hacer esto por diversos medios. Cuando exista solo el bien, cuando el Hijo del Hombre haya quitado a “todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad” (Mateo 13:41), ya no habrá ocasión de caer. Mientras tanto, ¡ay de aquellos por quienes vienen los tropiezos!
La fe honra a Dios, en medio de un mundo que lo olvida. Esta fe debe caracterizar al creyente con la sencillez de un niñito, quien tiene tanto valor para Dios. Jesús dijo que sería mejor ser arrojado al mar con una piedra de molino atada al cuello, que servir de tropiezo a uno de esos pequeñitos (v. 2). ¡Qué solemnes palabras! Nos hacen comprender la gravedad de semejante mal a los ojos de Dios.
Las ocasiones de caída no vienen solamente del mundo, sino también de cristianos que se permiten actos malos. Al ver esto, algunos se sienten autorizados para hacer lo mismo. Por eso Jesús dijo: “Mirad por vosotros mismos” (v. 3). Velemos para no caer y ser así una ocasión de tropiezo. Tenemos que juzgarnos constantemente y controlar nuestro camino a la luz de la Palabra de Dios. Debemos ser estrictos hacia nosotros mismos y llenos de gracia hacia nuestros hermanos que pueden fallar también. El Señor añadió: “Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale” (v. 3-4). Eso quiere decir que hay que perdonar siempre, obrar hacia aquellos que cometieron una falta, de la misma forma en que Dios lo ha hecho con nosotros. Todo lo que hacemos debe estar caracterizado por la misericordia con la que hemos sido objetos de parte de Dios.
Notemos que, si debemos perdonar hasta siete veces al día, es solamente si el culpable expresa su arrepentimiento.
Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale
(v. 4).
Debemos ocuparnos de quien ha cometido una falta, y asegurarnos de que la obra de arrepentimiento ha tenido lugar en él, si ha arreglado las cuentas con Dios respecto a ese pecado para ser purificado. Perdonar sin esto, es permitir el mal. El juicio de sí mismo es el medio para no volver a caer. Como en todas las cosas, en esto también tenemos que ser imitadores de Dios, quien siempre perdona, pero después de haber sido confesado el pecado (ver Salmo 32:5; 1 Juan 1:9). También está escrito en Isaías 26:10: “Se mostrará piedad al malvado, y no aprenderá justicia; en tierra de rectitud hará iniquidad, y no mirará a la majestad de Jehová”. Sin embargo, si para dar a conocer el perdón es necesario que haya un verdadero arrepentimiento, esto no quiere decir que haya que esperar hasta ese momento para perdonar en el corazón. Debemos esperar ese momento para dar a conocer el perdón, pero dentro de nosotros debemos perdonar inmediatamente la falta conocida. Por desdicha, esto no siempre sucede. La mayoría de las veces esperamos ver el arrepentimiento para estar dispuestos a perdonar, mientras que, en un espíritu de gracia, el perdón debe tener lugar inmediatamente. Deberíamos esperar con cierta impaciencia el momento de poder darlo a conocer al culpable, tan pronto como escuchemos esa palabra, a menudo tan difícil de pronunciar: «Me arrepiento». Perdonar quiere decir olvidar, así como Dios lo hizo con nosotros, diciendo: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17).
Hacer lo que se nos manda
En la esfera de la gracia, de la fe y de la obediencia, a veces el corazón tiene cierta dificultad de actuar bajo esos principios. Esto era extraño, en particular para los discípulos que hasta entonces habían vivido bajo la ley. Al oír las exhortaciones del Señor con respecto al perdón, le pidieron que aumentara su fe, pensando que había que tener una fe muy grande para andar en un camino tan extraño para el corazón del hombre natural. El Señor les contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería” (v. 6). Para la naturaleza, esto sería imposible. Pero la fe, hace que Dios intervenga, y entonces todo puede suceder, pues nada hay imposible para Dios. Se trata simplemente de saber si lo que estamos pidiendo es conforme a la voluntad de Dios. Si es contrario a su voluntad, resulta inútil hablar de fe; pero si estamos con Dios, en el camino de la obediencia, disfrutando de su comunión, con la inteligencia espiritual que discierne sus pensamientos, sabremos pedir. Todo lo que podemos desear se hará, y sobre todo, podremos cumplir lo que él pide de nosotros, sin pensar si nuestra fe es grande o pequeña, porque la fe, en la medida que sea, solo cuenta con Dios.
Con la fe, hay otro principio al cual el Señor quería que los discípulos le prestaran atención, y nosotros también, según los versículos 7-9: el de la obediencia. El Señor pone el ejemplo de un amo que tenía un siervo que trabajaba la tierra o apacentaba ganado. Cuando el siervo volvió del trabajo, el amo no le dijo que se sentara a la mesa. Por el contrario, le pidió que le preparara la cena, y después podría comer y beber. El Señor dice: “¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (v. 9-10). Notemos que el Señor no dice: «¿Acaso da gracias al siervo porque tuvo tanta fe?»; sino, “porque hizo lo que se le había mandado”. También dice: “Cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid…”; pero no dice: «Cuando hayáis tenido una gran fe».
No se puede separar la obediencia de la fe que dispone del poder de Dios para cumplir su voluntad. Cuando conocemos la voluntad de Dios, debemos obedecer simplemente, sin preguntarnos si tenemos fe para cumplirla. Debemos ser como el siervo que, al volver de los campos, en vez de descansar, beber y comer, obedece a su amo preparándole la comida y sirviéndole. No le dice que hay que tener una gran fe para eso. Frecuentemente, después de saber lo que Dios quiere de nosotros, en vez de obedecer, decimos que no tenemos la fe para actuar; pues miramos las consecuencias de la obediencia, que a veces son penosas. La fe de los mártires los puso en el camino de la obediencia. Dieron su vida antes de desobedecer, como el divino Modelo murió antes de faltar a la obediencia.
¿Le debe un gran agradecimiento el amo a un esclavo que ha obedecido? El Señor dijo: “Pienso que no”. El siervo es su propiedad. El creyente también pertenece a su Señor, es su siervo rescatado a gran precio. En respuesta a todo el amor por el pago de ese rescate, le debe al Señor todo su ser y toda su vida. En ese espíritu de entrega y de obediencia tenemos que servir bajo el régimen de la gracia que reemplazó al de la ley. Consideremos la voluntad del Señor y su gran amor, sin pensar que merecemos algo por nuestra obediencia.
Después de haber cumplido nuestro deber, si es que alguna vez lo podemos decir:
Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos
(v. 10).
Este es el sentimiento que debemos tener como siervos de Cristo, de Aquel que nos amó más que a su propia vida y nos provee de todo lo necesario para servirle.
Sabemos que el Señor tendrá un trato muy diferente con los siervos fieles en el día en que cada uno reciba su alabanza. El mismo Jesús lo dijo en el capítulo 12:37, 44 y en Mateo 25:21, 23. En este mismo capítulo de Mateo, en los versículos 31-40, vemos que a los que están a su derecha, el Señor les habla de servicios que ellos no recuerdan haber hecho. Su corazón presta atención aun a las cosas más pequeñas hechas por él. Un vaso de agua dado en su nombre no perderá su recompensa. Pero en el pasaje que nos ocupa se trata solamente de lo que el siervo debe pensar de sí mismo en relación con su servicio.
En la actualidad, se ha perdido de vista este principio de obediencia entre quienes piensan servir al Señor. Se habla mucho de la fe, de sanidades, y de otras cosas quizás muy interesantes, de las cuales se ha llegado a escribir libros. Pero se hace poco caso de la obediencia debida al Señor. Tenemos que ser sumisos a las enseñanzas de la inmutable Palabra de Dios.
En Apocalipsis 3, el Señor reconoce en la iglesia en Filadelfia un andar conforme a su palabra y a su nombre, a pesar de la poca fuerza que la caracterizaba. “Has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8). “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama”; “el que me ama, mi palabra guardará” (Juan 14:21, 23). Recordemos que la obediencia va de la mano con la fe. Si conocemos el pensamiento de Dios es para obedecer sin cuestionamientos. No esperemos estar bajo la influencia de un poder extraordinario. Pensemos en el amor del cual somos los objetos por parte de Aquel que murió por nosotros.
Los diez leprosos
Yendo de Galilea a Jerusalén, Jesús encontró en una aldea a diez hombres leprosos que se pararon a lo lejos y gritaron: “¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados” (v. 13-14). Los sacerdotes solo tenían que comprobar la curación, no hacían nada más. Solamente Dios podía sanar esta terrible enfermedad. Uno de los leprosos, un samaritano, viendo que estaba curado , “volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias” (v. 15-16). Jesús le dijo:
¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?
(v. 17-18).
En las enseñanzas de los capítulos anteriores vimos que la gracia, al reemplazar la ley, traía un cambio completo en la manera de obrar de los que la recibían. El Señor es la fuente de esto, así como es el objeto del corazón que bebió de esa fuente. Como podemos ver en la epístola a los Hebreos, las formas de culto ordenadas por Moisés ya no tenían ningún valor puesto que Dios no era revelado en gracia.
Es lo que nos enseña la curación de los diez leprosos y la conducta del samaritano sanado. Los nueve que eran judíos, liberados igual que el samaritano, no se dejaron dirigir por la gracia de la cual habían sido objetos. Quedaron unidos al sistema legal que solo era figura y sombra de lo que Jesús acababa de introducir. Habiendo sido sanados, no fueron más adelante. El samaritano, ajeno al sistema de la ley, volvió con toda naturalidad a Jesús, fuente de la gracia; y dando gloria a Dios se echó a los pies del Salvador para bendecirlo. Entonces Jesús le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (v. 19). De ahí en adelante, ese hombre tenía todo lo necesario para el presente y para la eternidad; ya no necesitaba la ley, ni a los sacerdotes.
La actitud del samaritano nos presenta lo que debería ser la respuesta de todo creyente que ha sido lavado de sus pecados por la sangre de Cristo (sabemos que la lepra es una figura del pecado). Es hecho un verdadero adorador del Dios de gracia revelado en Cristo, y de Cristo mismo. Este es el culto dado al Padre y al Hijo desde que el Espíritu Santo descendió para dar a conocer todos los resultados de la obra de Cristo; y debería ser la actitud constante del creyente, a los pies del Señor, fuente de todo gozo, luz y amor. Allí su corazón puede alimentarse de la gracia y del poder indispensable para obrar, como lo hemos visto en las dos primeras porciones de este capítulo, sin ser de tropiezo a nadie. El creyente debe tener gracia para con todos, y servir al Señor sin esperar nada a cambio, como lo hizo Cristo con nosotros.
Comprendemos la pérdida que fue para los nueve el permanecer atados a las ordenanzas que les impedían moverse libremente en el terreno de la gracia, con Jesús como centro y objeto. Es verdad que fueron sanados, pero sin un gozo real, ni un desarrollo espiritual.
Este es el estado de muchas personas en la actualidad, que son salvas, pero son cautivas de los sistemas religiosos humanos que ocultan la belleza y el valor de su Salvador y Señor. Esto les impide crecer en la semejanza moral de Aquel a quien todo creyente puede contemplar con el rostro descubierto, para ser transformado a su imagen de gloria en gloria (2 Corintios 3:18). El Señor es así privado de la gloria que le corresponde con un testimonio fiel.
No solo los sistemas religiosos humanos impiden el desarrollo espiritual, y privan al Padre y al Hijo de un culto verdadero, en un andar fiel, gustando de la gracia. En este mundo, hay mil cosas que, a pesar de ser legítimas, ocupan el corazón y nos distraen de la persona de Cristo. Nos causan un daño y una pérdida para el presente y la eternidad. El Señor debe ser el único objeto del corazón del rescatado.
Las palabras que el Espíritu de Dios dirige a la esposa judía del Rey, se dirigen a su esposa celestial hoy: “Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y deseará el rey tu hermosura; e inclínate a él, porque él es tu señor” (Salmo 45:10-11). En principio, esta es la posición que tomó el samaritano sanado, y es la que tiene que ocupar todo rescatado del Señor sobre la tierra, mientras espera hacerlo en la gloria. ¿La hemos tomado todos?
El reino de Dios
Los fariseos le preguntaron a Jesús cuándo vendría el reino de Dios. Entonces él contestó: “El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros” (v. 20-21).
Los fariseos pensaban en el reino en gloria, como los profetas lo habían anunciado. Esperaban una llegada sensacional del rey que lo establecería. Desestimaban el carácter moral del reino, aunque creían tener las cualidades necesarias para entrar y disfrutar de él. La expresión “reino de Dios” presenta el carácter moral del estado de cosas caracterizado por las perfecciones de Dios mismo, manifestadas en Cristo, quien es el Rey. Generalmente, todo reino lleva las características de su rey. Esto sucedió siempre en Israel. Si el rey era piadoso, el pueblo era piadoso; y si era idólatra, el pueblo también. En el reino de Dios, todo debe estar en armonía con los caracteres de Dios. Cuando estuvo en la tierra, el Señor era el Rey, aunque fue humilde, despreciado y desconocido de los hombres. Era la expresión de ese reino con todas sus perfecciones divinas, sin atraer la atención de los hombres, quienes solo pensaban en el aspecto aparente y exterior. Todo lo que Dios es en bondad, misericordia, sabiduría, justicia, santidad, verdad, amor y luz, brillaba en la persona de Jesús. Pero, como se lo dijo a Nicodemo en Juan 3:3, era necesario nacer de nuevo para poder verlo. El hombre natural es incapaz de ello. Este reino no viene de una manera que atraiga la atención de los incrédulos.
Dirigiéndose a sus discípulos, Jesús les dijo que llegaría el tiempo en el que ellos desearían ver uno de los días del Hijo del Hombre, uno de los días en los cuales él, despreciado y rechazado, estaba con ellos beneficiándolos con su presencia. El Señor iba a dejarlos en medio de un pueblo hostil donde deberían soportar la persecución. Esto sucedió en los tiempos que siguieron a la partida del Señor, y así continuará para el remanente que quedará después del arrebatamiento de los santos. Entonces, a los que esperen al Señor en el sufrimiento y las tribulaciones de aquellos días, se les dirá: “Helo aquí, o helo allí” (v. 23), con el propósito de extraviarlos. Jesús les previno para que no escucharan esas voces engañosas. “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día. Pero primero es necesario que padezca mucho, y sea desechado por esta generación” (v. 24-25). Como lo hemos dicho a menudo, Jesús tomó el título de Hijo del Hombre cuando fue evidente su rechazo como Mesías. Fue desechado cuando vino en gracia, pero aparecerá repentinamente, como un relámpago, como Hijo del Hombre, para juzgar a aquellos que lo rechazan y librar a los que lo esperan. Sin embargo, antes de eso, Jesús tenía que sufrir mucho para cumplir su obra de redención en virtud de la cual el reino podría establecerse. Esa generación que no quiso reconocer el reino que había venido en su persona, lo rechazaría definitivamente.
Notemos la respuesta que dio a los fariseos en cuanto al reino (v. 20-21) para alcanzar su conciencia. Ellos tenían la responsabilidad de ver el reino en la persona de Jesús. Por eso les dijo: “El reino de Dios está entre vosotros”. Si no lo recibían de esta manera, serían excluidos de él para siempre. En cambio, a los discípulos que lo habían recibido Jesús les dio todas las indicaciones sobre su establecimiento en gloria, y la conducta de los hombres en los tiempos que precederían a su venida.
La generación que no recibió a Cristo no se ocupará de él ni de los juicios, que vendrán como consecuencia de su rechazo, hasta que el Hijo del Hombre establezca su reino. Como en los días de Noé y de Lot, esa generación seguirá pensando solo en la vida presente, como si todo anduviera bien. El día del Hijo del Hombre sorprenderá a aquellos que no lo esperan, tanto como el diluvio que cubrió el mundo, y tan repentinamente como el fuego que cayó del cielo sobre los habitantes de Sodoma (v. 27-30). Hay instrucciones que los fieles tienen que seguir para ese tiempo (v. 31). Habrá que abandonar todo, dejándolo sin remordimientos, sin pensarlo dos veces; el corazón deberá despegarse de todo lo que se encuentre en el lugar donde caerán los juicios. La mujer de Lot sirve de ejemplo (v. 32). Su corazón todavía estaba apegado a las cosas que consumía el fuego, y el juicio la alcanzó. Debemos tener esto muy presente. Donde está el tesoro, allí está el corazón. Es terrible cuando el corazón se apega a las cosas que Dios consume.
Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará
(v. 33).
Es decir que, perder la vida humana con todo lo que se relaciona a ella es ganar la vida eterna, ya sea para disfrutar del reinado, o del cielo.
Los versículos 34 y 35 muestran que, cuando el juicio caiga sobre el pueblo apóstata, quizás dos hombres o dos mujeres estén juntos en las mismas circunstancias, y él tomará a uno, y dejará al otro para gozar del reinado.
Cuando venga el Señor para arrebatar a los santos, tal vez sea hoy, sucederá lo contrario. Quizás un creyente y un inconverso estén en una misma cama, o en las mismas ocupaciones; el que sea tomado será llevado para estar con el Señor, y el otro, dejado para el juicio. Cuando el Señor venga para reinar, quienes hayan sido dejados en el arrebatamiento de la Iglesia, serán enjuiciados, y los del pueblo judío que se conviertan desde el regreso a su país serán dejados para disfrutar del reinado.
Vemos pues, que toda esta escena descrita por el Señor en los versículos que nos ocupan, se relaciona con los judíos. Abarca lo relativo al pueblo y a los discípulos en el momento en que Jesús estaba sobre la tierra, y sigue hasta su regreso en gloria, sin tener en cuenta el tiempo actual de la Iglesia. En el versículo 37 los discípulos preguntaron dónde tendrían lugar estos juicios. Jesús les contestó en lenguaje figurado: “Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán también las águilas” (v. 37). Como las águilas que se lanzan sobre los cadáveres, los juicios caerán sobre el cuerpo muerto del Israel apóstata. Este pueblo habrá regresado a su país después de haber sido echado de él por los juicios de los cuales el Señor no habla aquí, sino en el capítulo 21:24 en particular.
No es difícil comprender la analogía que existe entre esos días de los cuales habla el Señor, y los días en que estamos. En ambos casos, los juicios están a la puerta. Nos encontramos al final de un período, en medio del cual viven todavía quienes esperan al Señor. En ese entonces, esperaban su reinado, y hoy esperamos el arrebatamiento de la iglesia y de los santos dormidos. Lo importante es formar parte de quienes lo esperan, y haciendo esto, escapar de la corriente invasora de este mundo que, a pesar de los tiempos difíciles en los cuales vivimos, se conduce como en los días de Noé y de Lot.
Sin prestar atención a las advertencias de la Palabra de Dios y aceptar la salvación, el hombre busca su consuelo y su aliento imaginando que después de estos días malos, llegarán tiempos mejores en los cuales podrá seguir viviendo y divirtiéndose. Se despreocupa completamente de Dios y del porvenir eterno. Quienes esperan al Señor deben escuchar la voz que se hace oír en medio de los acontecimientos actuales, pues el Señor quiere desligar nuestros corazones de todo lo que vamos a dejar cuando él venga. No nos parezcamos a la mujer de Lot. Ella abandonó con pesar el lugar del juicio, su corazón estaba lleno de lo que dejaba. El Señor no quiere corazones compartidos con las cosas que va a destruir. Pensemos en su amor, pensemos en la gracia de tener la perspectiva de verlo pronto y estar con él en el cielo, en lugar de ser dejados en este mundo para el juicio. Esto debería ser suficiente para despegar nuestros corazones de las cosas terrenales. “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:11-13).
Que todos aquellos que no esperan al Señor no sigan apegados a un mundo sobre el cual van a estallar los juicios cuando el Señor haya arrebatado a los suyos. Esto sucederá en un abrir y cerrar de ojos, y podría ser hoy mismo.