La noche en que el Señor Jesús fue arrestado
Judas se compromete a entregar al Maestro
Se aproximaba la pascua, llamada también la “fiesta de los panes sin levadura” (v. 1, 7). Esta fiesta, figura de la muerte de Cristo, fue la última que tuvo lugar según el pensamiento de Dios. El sacrificio que tipificaba se iba a cumplir inmediatamente después.
Al aproximarse ese día solemne, los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo matar a Jesús, evitando la oposición que temían de parte del pueblo. Habían intentado sorprenderlo en sus palabras, pero no lo lograron (cap. 20:26, 40). Tenían que encontrar otra forma. Desdichadamente, ese medio se los proveyó uno de los doce apóstoles.
Para que Judas pudiera haber cumplido semejante acto, debía estar enteramente bajo el poder de Satanás, y no solo bajo su influencia. Esto sucede cuando nos desviamos de la obediencia a la Palabra de Dios. La Biblia dice: “Entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce” (v. 3).
Podríamos preguntarnos por qué Satanás no entró en otro apóstol para hacerlo cometer semejante crimen. Por su naturaleza, los demás apóstoles no eran mejores que Judas. Pero lo que dio a Satanás el poder sobre este, fue que la voz del tentador se había vuelto familiar para él. Había estado escuchando sus sugerencias, al mismo tiempo que vivía con Jesús y los suyos. La presencia del Señor y sus caracteres divinos habían beneficiado a los demás discípulos, pero no habían tenido ninguna influencia en el corazón de Judas que estaba lleno de avaricia. De esta manera, estaba preparado para la hora fatal que lo llevó a la muerte por mano propia, y a la desdicha eterna.
Después de haber preparado su morada prudentemente, Satanás la ocupó. “Entró Satanás en Judas”, y el desdichado ya no fue dueño de sí mismo. “Este fue y habló con los principales sacerdotes, y con los jefes de la guardia, de cómo se lo entregaría. Ellos se alegraron, y convinieron en darle dinero. Y él se comprometió, y buscaba una oportunidad para entregárselo a espaldas del pueblo” (v. 4-6). Judas vendió por “dinero” a su Maestro, a Aquel que le había dado tantos beneficios. Lucas no nos dice que fue por treinta monedas, porque este evangelio nos habla del valor moral de las cosas. Que haya sido por treinta o por mil monedas, la cuestión es que vendió a Jesús por dinero. ¿Qué no se hace en este mundo por dinero? ¡Tengamos cuidado!
Podemos extraer una solemne lección de la conducta y del fin de Judas, especialmente para los jóvenes. A menudo, la conducta en la juventud define cómo será la vida entera. Por eso, la Palabra dice: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Y: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra” (Salmo 119:9). Es necesario juzgar desde temprana edad las malas disposiciones del corazón natural. Si esto no se hace, si no se lucha contra ellas con la ayuda que Dios da a quienes se la piden, ellas pueden llegar a ser una pasión.
Ahora bien, la pasión es un tirano sin misericordia que se adueña por completo de su víctima y la conduce a la degradación y a la vergüenza, mediante el robo, el asesinato, la inmoralidad, etc. Se escucha tanto a Satanás, que él adquiere todo el poder sobre su desdichada víctima. La forma de escapar a esto, es prestando atención a las enseñanzas de la Palabra de Dios. ¡Dichosos los hijos cuyos padres tienen a pechos la responsabilidad de educarlos en el temor del Señor y bajo sus advertencias! Quienes tienen este privilegio, no se desvíen, ni traten de escapar a su influencia.
Quizás la conducta de aquellos que no se inclinan fácilmente a la voz de la sabiduría, parezca durante un tiempo bastante buena. Pero, librados a sí mismos, bajo el efecto de las circunstancias, sin ningún impedimento y corriendo en el camino de la propia voluntad, terminarán por caer en la deshonra y la ruina, si el Señor no interviene en su misericordia. En los días en que vivimos, en los cuales la independencia caracteriza a la generación actual, debemos leer y meditar mucho en el libro de los Proverbios. En particular necesitamos estudiar los primeros nueve capítulos y pedirle a Dios la fuerza para poner en práctica sus preciosas enseñanzas, y gozar así de una vida feliz, que honre al Señor.
La Pascua
El momento de preparar la pascua había llegado. Como Jesús no tenía una casa en la ciudad para celebrar esta ceremonia, en su divina sabiduría indicó a los suyos el lugar donde debían ir. A la entrada de Jerusalén encontrarían a un hombre que llevaba un cántaro de agua. Solo tenían que seguirlo a la casa donde entraría, y decirle: “El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua con mis discípulos?” (v. 11). Todo sucedió exactamente como Jesús había dicho. El hombre les mostró una sala con todo lo necesario, y allí prepararon la pascua.
Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa con los doce apóstoles y les dijo: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios” (v. 15-16). El Señor tenía razones conmovedoras e importantes para desear comer esta pascua con sus discípulos. Era una especie de cena de despedida, el último momento de intimidad entre él y los suyos, luego de un tiempo pasado en una actividad común. Con este período terminaban para siempre las relaciones entre el Señor y su pueblo Israel, del cual los discípulos formaban parte hasta entonces. Era un momento solemne para Israel, así como para los discípulos, porque este trato llegaba a su fin. Esta pascua era el último acto que Jesús cumplía con los suyos bajo el régimen de la ley. Iba a sufrir, así como lo había profetizado varias veces, pero por su muerte los introduciría a un nuevo estado, una posición celestial. Tendrían una posición completamente diferente a la que habían tenido con él durante su ministerio. Todo lo que el Señor dijo estando a la mesa, y hasta el momento en que fue entregado, marcaban este cambio, así como muchos de sus discursos durante su ministerio.
Jesús no volvería a comer la pascua hasta que se cumpliera en el reino de Dios. Luego tomó la copa que acompañaba la pascua, dio gracias y dijo: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (v. 17-18). El Señor no bebió de esa copa de la pascua; se la dio a los discípulos. No podía participar con los suyos del vino que era emblema del gozo en Israel, la viña de Dios, hasta que llegara el reino de Dios. Este reino, como ya lo hemos dicho varias veces, está marcado por el conocimiento y la realización de los caracteres de Dios; por eso estaba presente en la persona de Cristo sobre la tierra (ver cap. 17:21). Luego continúa con los que reciben los beneficios de su muerte en la actualidad. Después de este tiempo, ese reino se establecerá en gloria con el reinado del Hijo del Hombre. Entonces el Señor beberá del fruto de la vid de un Israel renovado por la obra de la cruz. Se cumplirá su gozo en relación con su pueblo terrenal. Sofonías se refiere a eso cuando dice: “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos” (cap. 3:17). ¡Qué contraste con el momento en que se encontraba el Señor! Eran las vísperas de su muerte, necesaria para que un día ese gozo tuviera lugar.
La Cena
La muerte de Cristo iba a poner fin a la celebración de la pascua, y al período al que pertenecía. La pascua era un tipo de su muerte. Ahora Jesús introducía algo que haría que los suyos recordaran su muerte esperando que él vuelva. Todo lo relacionado a la pascua terminaba allí. Entonces, Jesús “tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (v. 19-20). La pascua hablaba de una obra que tenía que cumplirse; la cena habla de una obra cumplida. Pero el rasgo principal en la cena es la persona del Señor muerto por los suyos. “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí”. El pan partido y la copa son un símbolo de la muerte del Señor. La sangre separada de la carne es la muerte.
Jesús quiso que durante el tiempo de su ausencia, los suyos tuvieran un testimonio particular, con símbolos visibles, de lo que él sufrió muriendo por ellos. No podemos tomar de la cena sin tener presente en el corazón el amor del Señor por los suyos en el momento en que se dirigía a la cruz. Su amor no pudo ser apagado por los terrores de semejante muerte. Ese memorial instituido en el momento en que Jesús iba a dar su vida, despierta y mantiene en actividad nuestro amor por él. Entonces, toda nuestra vida se verá afectada y se traducirá en gratitud, obediencia, fidelidad y apego al que tanto nos amó. Si, por el contrario, somos indiferentes al deseo que el Señor expresó la noche que fue entregado, (también) seremos indiferentes en toda nuestra vida a lo que se le debe al Señor. Esta indiferencia la aprovechó el enemigo, desde muy temprano en la historia de la Iglesia, sugiriendo que no era necesario partir el pan cada primer día de la semana. Este acto cumplido ocasionalmente, aunque rodeado de una solemnidad excepcional, en general tiene efectos pasajeros, sin ser seguidos por resultados prácticos en la vida diaria. Nuestra vida debe consagrarse al Señor porque le pertenece, somos su propiedad pues él nos rescató.
El enemigo ha desvirtuado el verdadero móvil de este memorial logrando que la cristiandad, considerándose digna de tal acto de devoción, lo tome con indolencia. ¿Y qué decir de tantos verdaderos creyentes, muchos jóvenes entre ellos, que enseñados en las verdades del Evangelio y presenciando el partimiento del pan cada primer día de la semana, quedan indiferentes al deseo expresado por su Salvador y Señor la noche que fue entregado? Deseamos que quienes se encuentren en esta situación, leyendo estas líneas, piensen si el Señor admitiría esto. ¡Cuán conmovedoras son sus palabras, recordándonos el deseo de su corazón que continúa a través del tiempo, hasta que él vuelva:
Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí!
La copa recuerda la sangre de Cristo que borra el pecado, pero también representa la sangre del nuevo pacto. Esto se relaciona con el pueblo de Israel. Dios había establecido un primer pacto con su pueblo basado en el derramamiento de la sangre de las víctimas (Éxodo 24:8). Pero Israel fue infiel a ese pacto. Para poder cumplir sus planes hacia su pueblo, Dios tuvo que hacerlo por medio de la sangre de Cristo, estableciendo así un nuevo pacto. En Jeremías 31:31-32 leemos: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto”.
Cuando se trata de un pacto, las dos partes se comprometen a observar las condiciones estipuladas. Si una de las partes lo infringe, automáticamente desliga a la otra parte de sus compromisos. Esto sucedió en el caso de Israel. El pueblo había prometido hacer todo lo que Dios le mandaba. No lo hizo y no lo podía hacer; se había comprometido sin reconocer su incapacidad. Sobre esta base, lo único que quedaba era la ruina para el pueblo y la deshonra para Dios. Pero Dios quería bendecir a su pueblo según las promesas que había hecho a sus antepasados, por eso estableció un nuevo pacto sobre la muerte de su Hijo en la cruz. Llegará el momento en que Israel podrá gozar de todo lo que no pudo obtener bajo el primer pacto a causa de su infidelidad.
Ahora bien, la sangre de Cristo es el medio que purifica a todos los creyentes de sus pecados. Poseen así una parte celestial y eterna con Cristo. Israel y las naciones gozarán de las bendiciones milenarias. Al tomar la cena, los discípulos, y todos los judíos creyentes, disfrutaban de las bendiciones que pertenecen a la Iglesia. A la vez, tenían la seguridad de que el pueblo terrenal gozaría un día de las bendiciones prometidas.
Al instituir el memorial de su muerte, Jesús sentía el dolor de ser entregado por uno de los que estaban a la mesa con él. “Mas he aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa. A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!” (v. 21-22). Según los planes de Dios, el Hijo del Hombre debía cumplir la obra de la redención por medio de su muerte. Los hombres son responsables de haber dado muerte al Señor, pero más aún Judas, quien lo entregó. A causa de su gran responsabilidad, su parte será la eterna perdición.
Pero cuando los soldados romanos pusieron sobre la cruz a la víctima inocente que los judíos les habían entregado, Jesús exclamó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (cap. 23:34). La muerte de Cristo hace resaltar dos grandes principios que son completamente opuestos: el amor y el odio. Dios entregó a su Hijo que era la expresión del amor divino. Este Hijo soportó todo para cumplir los planes de gracia de su Padre en favor de los pecadores. Por otro lado, el odio hacia Dios, se manifestó contra Jesús a lo largo de todo su ministerio, llegando a su colmo en la cruz, cuando los hombres mataron a Aquel de quien habían recibido solo beneficios. En la cruz, Dios manifestó lo que él es, y los hombres también. Con esto, Dios ya no espera nada más de la humanidad. Por la muerte de su Hijo, Dios ofrece a los hombres su perdón gratuito durante este tiempo en que su larga paciencia está llegando a su fin.
Cuando los discípulos oyeron a Jesús decir que uno de ellos lo entregaría, se preguntaron entre ellos quién sería capaz de semejante cosa (v. 23). Vemos hasta qué punto creían lo que su Maestro les decía. Lucas no da la respuesta como los demás evangelistas. Sus conciencias permanecieron ejercitadas por esta terrible declaración.
Los discípulos ocupados de su grandeza o importancia
En el mismo momento en que Jesús les dijo a los suyos que uno de ellos lo entregaría, lo que evidentemente los entristeció, comenzaron a discutir entre sí sobre quién sería el mayor. Únicamente la Palabra puede presentarnos un cuadro tan fiel del corazón humano. ¡Y qué cuadro más triste! Luego, frente a semejante realidad, vemos el amor y la paciencia del Señor con sus pobres discípulos. En lugar de regañarlos, les mostró que la verdadera grandeza consiste en servir humildemente. Él lo hizo así, en un contraste absoluto con la grandeza del mundo, que busca la elevación del hombre. Los reyes dominan sobre las naciones. Y quienes tienen autoridad, quizás la ejercen como bienhechores, pero conservan cuidadosamente su superioridad. Los discípulos de Cristo debían discernir que, en el nuevo orden introducido por la muerte de su Señor, lo que es grande según Dios carece de valor ante los ojos de los hombres. “Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve” (v. 26). Naturalmente, el invitado está por encima del siervo, pero el Señor de todo, el mayor de todos, dijo:
Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve
(v. 27).
¿Quisiéramos poseer otra grandeza que no sea la suya, caracterizada por la humillación más profunda? Cuando vino a salvarnos, se hizo siervo de todos; se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. En lugar de reprocharles a sus discípulos sus pensamientos tan fuera de lugar y tan contrarios a los suyos, Jesús les dijo: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (v. 28). Apreciaba la fidelidad de sus discípulos en un mundo moralmente opuesto a él. Su misericordia sabía discernir, a través de sus inconsecuencias, lo que habían hecho por él. Obraba según lo que leemos en el Salmo 62:12: “Tuya, oh Señor, es la misericordia; porque tú pagas a cada uno conforme a su obra”.
¡Qué hermosa enseñanza nos da aquí el corazón perfecto del Señor! Nuestros corazones naturales están más dispuestos a mirar el lado malo de las personas con las que tratamos. Estamos desprovistos de esa bondad divina, y casi no tenemos en cuenta lo bueno que hay en los demás. Si supiéramos hacerlo, evitaríamos muchas situaciones penosas en nuestro trato mutuo. En vez de quejarnos, buscaríamos las cualidades que nuestra naturaleza ignora con facilidad. Entonces nos consideraríamos deudores de quienes nos rodean, en lugar de exigir todo el tiempo su favor.
Estudiemos al perfecto Modelo, y podremos imitarlo. Por haber perseverado con él en sus pruebas, Jesús dijo a sus discípulos: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (v. 29-30). En la gloria habrá comunión y gozo con el Señor, después de su comunión en el sufrimiento, por débil que fuese. Esto se expresa en las palabras «comer y beber» a la mesa del Señor en su reino. Además de esto, los discípulos tendrán un lugar especial en el reino del Hijo del Hombre en relación con Israel, en medio del cual fueron despreciados y ocuparon el último lugar. Estarán sentados sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel, según lo expresado en 2 Timoteo 2:12: “Si sufrimos, también reinaremos con él”.
Aceptemos sufrir y servir en el mundo donde Cristo sufrió y sirvió, y cuando llegue el momento de su gloria, la compartiremos con él. Sin embargo, la porción más feliz en el momento de su dominio, será la de estar con él a su mesa, disfrutando de su comunión. Este gozo lo podemos experimentar desde ahora por la fe.
Jesús anuncia la negación de Pedro
Jesús advirtió a Simón Pedro que Satanás los había pedido para zarandearlos como cuando se pasa el trigo por la criba. Este lenguaje figurado significa hacer pasar por una prueba penosa. Jesús se dirigió a Pedro, porque sabía que, entre todos los discípulos, este era quien corría los mayores riesgos por la confianza que tenía en sí mismo.
Yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos
(v. 32).
Los discípulos iban a pasar por una terrible prueba. Habían rodeado a Jesús, a quien reconocían como el Mesías. Esperaban en él para el establecimiento del reinado glorioso. Pero se acercaba la muerte; esta se iba a llevar a su Maestro, y aparentemente poner fin a toda su esperanza. ¿Cómo soportaría su fe semejante prueba? ¿Seguirían creyendo en él? Satanás se iba a aprovechar de esto intentando derribar su fe, y si fuera posible, apartarlos para siempre del Señor.
En su ímpetu, Pedro se proponía afrontar la tentación contando con su gran amor por su Maestro, pero con la fuerza de su naturaleza. Tendría que comprobar que, a pesar de las mejores intenciones, la carne no puede resistir la prueba. Especialmente frente a la muerte, en cuya sombra estarían envueltos cuando vieran a su Maestro entregado para ser crucificado. A esto se refería Jesús cuando dijo a los que venían para prenderle: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (v. 53).
Pedro respondió: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte” (v. 33). Y Jesús le contestó: “Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces” (v. 34). El Señor quería confiar a Pedro un servicio importante después de su resurrección. Pero para que pudiera cumplirlo, tenía que aprender a conocerse y a perder toda confianza en sí mismo. A pesar de su celo y de su gran amor, todo el poder que necesitaba para su trabajo debía provenir del Señor. Tendría que haber comprendido esto cuando Jesús se lo advirtió, pero no fue así y tuvo que pasar por una dolorosa lección. Una vez que la aprendiera, Pedro podría ser útil a sus hermanos. Podría fortalecerlos, mostrándoles su propia experiencia. Las mejores intenciones no sirven para comprometerse en el servicio de Cristo, ni hacer frente al poder del enemigo. Hay que desconfiar por completo de sí mismo para poder encontrar la fuerza y la sabiduría en el Señor. Pedro sería un ejemplo de la gracia maravillosa que lo levantó y le confió una tarea, cuando merecía ser puesto de lado. Esta misma gracia le permitió decir a los judíos: “Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos” (Hechos 3:14-15). Y más adelante: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (v. 19). Pedro podía hablar así porque él mismo era un ejemplo de la gracia que perdona.
Tenemos que aprender la lección de Pedro, los grandes como también los más pequeños. Si nos apoyamos en nuestras propias fuerzas y en nuestras buenas intenciones no podremos hacer nada. Todo lo que necesitamos lo encontramos en Dios. Para sacar provecho de esto, tenemos que estar convencidos de nuestra propia incapacidad. Si no es así, nos expondremos como Pedro, a tener que aprender por medio de las caídas que deshonran al Señor. Escuchemos siempre las enseñanzas de la Palabra de Dios. Así podremos servir al Señor, evitándonos la amargura que tuvo Pedro que experimentar (v. 62), y cualquier otra cosa que deshonre a Dios.
Últimas instrucciones a los discípulos
Mientras Jesús estuvo entre los suyos, se había ocupado de ellos, los había protegido y guardado, proveyendo a sus necesidades. En adelante, todo iba a cambiar para ellos. El Señor los iba a dejar, quedarían solos en un mundo que le daría muerte. En esas circunstancias, tendrían que hacer frente a las dificultades del camino. Jesús les advirtió sobre esto diciendo: “Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento” (v. 35-37). Cuando Jesús los envió por primera vez, les dijo: “No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado” (cap. 10:4). Mientras anunciaban que el reino de Dios se acercaba, estuvieron bajo la protección de Aquel que los envió. Pero Jesús sería rechazado por su pueblo, quedando ese mensaje sin efecto, y todo iba a cambiar para los discípulos. Quedarían solos cumpliendo una misión, ya no de parte del Rey presentado a su pueblo según el testimonio de los profetas, sino de parte de un Cristo rechazado, “contado con los inicuos”, y entregado a la muerte. En esas condiciones, ellos tendrían que proveer para sus necesidades. Los recursos no estarían en ellos mismos, sino que debían esperar en un Señor invisible y rechazado, en lugar de estar bajo la protección de un Mesías presente y visible. Pensando precisamente en esto, el Señor enseñó a Pedro, y a todos nosotros, a no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino en los recursos que vienen de arriba.
Los discípulos tomaron estas palabras de una manera concreta. Creyeron que se trataba literalmente de una espada y le presentaron dos, diciendo: “Señor, aquí hay dos espadas. Y él les dijo: Basta” (v. 38). Jesús no quería darles explicaciones. Vendría el momento en que el Espíritu Santo les haría comprender las cosas que él les había dicho (Juan 14:26); entonces sabrían de qué espada les estaba hablando. Mientras tanto, una de esas espadas sirvió para cortarle la oreja a un siervo del sumo sacerdote (v. 50). El Señor no les había dicho que tomaran la espada para defenderlo. Vemos entonces que para usar bien la Palabra, primero es necesario comprenderla.
La angustia de Jesús en Getsemaní
Jesús se fue, como acostumbraba, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo siguieron, sin tener idea de lo que iban a presenciar esa misma noche. Pero el Señor lo sabía. Sabía por qué había venido a este mundo. Estaba en Jerusalén pues había afirmado su rostro para ir en esa dirección (Lucas 9:51). Habiendo acabado su servicio público, tenía la muerte ante sí. ¡Y qué muerte! Cuando llegaron al monte, Jesús dijo a sus discípulos: “Orad que no entréis en tentación” (v. 40). Deseaba que fueran conscientes, en alguna medida, de cuán terrible era el momento que iban a atravesar, y de los peligros que se les presentarían. Necesitaban buscar el socorro de Dios, pues contando solo con la fuerza de la carne sucumbirían. Esto fue exactamente lo que le sucedió a Pedro.
“Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (v. 41-42). En ese momento solemne, Jesús sentía la muerte con todo su peso y todo su horror, sobre su alma pura y santa. Los sufrimientos físicos, aunque reales, solo eran una parte de lo que tenía por delante. Iba a hacer frente a la muerte, al juicio de Dios. Iba a sufrir la separación de su Dios a causa del pecado que tomaría sobre sí, el abandono completo de Dios que su alma presentía en su terrible realidad.
Después de la tentación en el desierto, Satanás se había retirado de Jesús “por un tiempo” (cap. 4:13). Se vio forzado a dejarlo cumplir su obra a causa de la victoria que había obtenido sobre él. Con esta obra terminada, faltaba aún obtener la derrota sobre la muerte. Debía desarmar al diablo que tenía el poder de la muerte, sufriéndola como un juicio de Dios, un juicio merecido por el hombre. Por eso Satanás se presentó otra vez. Quería impedir a toda costa que Jesús entrara en su fortaleza. Quería atemorizarlo presentándole los horrores de la muerte. Por su infinita perfección, Jesús no podía desear beber esa copa de la ira de Dios; no podía desear estar separado de su Dios por culpa del pecado, que era horrendo para su naturaleza santa. Pero, en su obediencia y entrega perfectas hacia su Dios y Padre, solo podía desear cumplir su voluntad. Por esto, después de decir: “si quieres, pasa de mí esta copa”, añadió: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (v. 42). Como respuesta a esa sumisión, “se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (v. 43). ¡Qué cuadro! Un ángel llamado a fortalecer a un hombre en un sufrimiento que nadie jamás había atravesado. ¡Y ese hombre era Dios, el creador de los ángeles y de todas las cosas, que había venido a este mundo para salvarnos! Pero nuestro amado Salvador recibía fuerza para penetrar aún más en las sombras terribles de la muerte que el diablo acumulaba ante él.
Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra
(v. 44).
Lucas presenta la humanidad del Señor, haciendo resaltar la intensidad de sus sufrimientos en Getsemaní. Como hombre, experimentó en su cuerpo los efectos de los padecimientos morales que atravesaba. Su sudor era como grandes gotas de sangre, mientras dirigía sus insistentes súplicas a su Dios, en una perfecta dependencia. En los momentos de grandes dolores, o cuando se aproxima la muerte, el cuerpo a menudo se cubre de sudor. Los sufrimientos morales de Jesús eran tan terribles que su sudor era de sangre. Esto nos hace comprender la realidad de la humanidad del Señor, quien sentía todas las cosas de manera divina. Su divinidad nunca lo puso al abrigo del sufrimiento. Al contrario, porque sentía las cosas divinamente en su cuerpo y corazón humanos, sufrió como ningún otro hombre es capaz de sufrir. Todo esto, no temamos repetirlo, lo sufrió a causa de nosotros y por nosotros.
“Cuando se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, los halló durmiendo a causa de la tristeza; y les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos, y orad para que no entréis en tentación” (v. 45-46). Ante esta hora terrible, solo los discípulos fueron capaces de dormir de tristeza. Entre tanto, su Maestro atravesaba las angustias de la muerte, en comunión con su Padre, y en plena conciencia de todo. Como ellos no comprendían la seriedad de este momento, ni el peligro en que estaban, Jesús les repitió: “Orad para que no entréis en tentación”. Jesús pensaba siempre en ellos, y no les hizo ningún reproche, simplemente les preguntó: “¿Por qué dormís?”. Él sabía que sus discípulos no podían penetrar en sus sufrimientos. Pero ellos debían haber velado por su propia cuenta, lo cual no le impidió desplegar su enorme misericordia y bondad hacia ellos. Todas las circunstancias que Jesús atravesó hicieron resaltar hasta el fin sus propias perfecciones.
La traición de Judas
Los acontecimientos se fueron precipitando. Mientras Jesús todavía hablaba, se presentó Judas encabezando a una turba, se acercó y lo besó. Jesús le dijo: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (v. 48). ¡Ah, si Judas no se hubiera entregado a Satanás, estas palabras llenas de tristeza lo habrían hecho retroceder! Pero era demasiado tarde. Los discípulos, viendo lo que iba a suceder, quisieron defender a su Maestro que se entregaba voluntariamente y le dijeron: “Señor, ¿heriremos a espada?” (v. 49). Uno de ellos, listo para la acción (reconocemos aquí a Pedro, con su celo habitual, ver Juan 18:10), hirió al siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. “Entonces respondiendo Jesús, dijo: Basta ya; dejad. Y tocando su oreja, le sanó” (v. 51). Las circunstancias que atravesaba Jesús no le impedían manifestar la misma gracia de siempre, no obstante, quienes presenciaban estos hechos permanecieron insensibles.
Jesús se dirigió luego a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, y les dijo: “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (v. 52-53). La hora en que Jesús cumplía su ministerio de gracia y amor hacia el pueblo, había pasado. Había sido reemplazada por “vuestra hora”, en la que se encontraban bajo el poder de Satanás. Durante el ministerio público de Jesús, ellos habían alimentado constantemente sus pensamientos de odio contra él. Muchas veces habían querido matarlo, pero no lo habían logrado, porque el trabajo de Jesús no había terminado. Ahora Satanás los llevaba a satisfacer ciegamente su odio contra Aquel que solo les había manifestado perdón y misericordia. La curación del siervo del sumo sacerdote no los conmovió en absoluto, era su “hora, y la potestad de las tinieblas”. Nada les haría retroceder. Jesús tampoco retrocedió en ese terrible momento, ¡él quería glorificar a su Dios y Padre, y salvar al pecador! ¡A Dios gracias!
La negación de Pedro
Quienes prendieron a Jesús lo llevaron a la casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía de lejos, queriendo mantener la promesa que había hecho en el versículo 33. ¡Pobre Pedro! Hubiera sido mejor esconderse y ponerse a orar, como Jesús le había dicho. En el patio ardía un fuego, pues hacía frío (Juan 18:18), y Pedro se encontró entre aquellos que se calentaban. En vez de seguir a Jesús como había dicho, se mezcló a esa compañía perversa. Allí se dio cuenta hasta qué punto odiaban a su Maestro, y esa enemistad tan fuerte lo asustó. No tenía otro recurso que su valor natural para atravesar esa hora crítica. Pero, ¿de qué vale el coraje de un hombre frente al poder de Satanás?
Hallándose Pedro entre esa gente cruel, una criada lo vio y reconoció que era el discípulo de Aquel a quien insultaban y golpeaban en ese mismo momento. Fijando en él sus ojos, ella dijo: “También este estaba con él. Pero él lo negó, diciendo: Mujer, no lo conozco. Un poco después, viéndole otro, dijo: Tú también eres de ellos. Y Pedro dijo: Hombre, no lo soy” (v. 56-58). Todo el valor para identificarse con su Maestro, maltratado e injuriado por los hombres, desapareció. Solo pensó en sí mismo. Quería liberarse, y a pesar de su triste situación, en lugar de huir se quedó aproximadamente una hora más entre ellos. Al cabo de ese tiempo, alguien afirmó: “Verdaderamente también este estaba con él, porque es galileo. Y Pedro dijo: Hombre, no sé lo que dices. Y en seguida, mientras él todavía hablaba, el gallo cantó. Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente” (v. 59-62).
La hora de la tentación había pasado para Pedro, y él se había involucrado ciegamente. El Señor lo permitió para su instrucción, pero había orado para que su fe no le faltara al darse cuenta de su enorme pecado. Podemos representarnos el dolor de Pedro cuando comprendió lo que había hecho, porque amaba a Jesús con todo el ardor de su humana naturaleza. La mirada del Señor, penetrando hasta el fondo de su corazón, puso todo en plena luz delante de él. Le recordó lo que le había advertido, le dijo que Su amor seguía siendo el mismo, haciéndole sentir el abismo en el que se había hundido por su propia culpa. Esa mirada de luz y de amor produjo el llanto en Pedro. Gracias a la oración de Jesús, fue guardado de la desesperación mientras el trabajo de corazón y de conciencia se llevaba a cabo. Nada sabemos de ese ejercicio, hasta el momento en que el Señor se le apareció personalmente después de su resurrección.
Comprendemos así la diligencia de Pedro para correr al sepulcro cuando supo que Jesús había resucitado (Lucas 24:12). Y la diligencia aun mayor de Jesús para encontrarlo (cap. 24:34) con el fin de asegurarle que Él seguía amándolo. El momento de su completa restauración está relatada en Juan 21:15-23.
Podemos extraer varias lecciones de la negación de Pedro. Una de ellas, es que debemos huir de los lugares donde no podemos dar testimonio. Tanto los jóvenes como los mayores debemos prestar atención a esto para evitar experiencias penosas que deshonran al Señor. Donde sea que el Señor nos llame, debemos dar testimonio contando con él y no con nuestras propias fuerzas. No nos aventuremos donde no contemos con su aprobación, porque Dios no ha prometido guardarnos en el camino de nuestra propia voluntad. Él puede enseñarnos lecciones benéficas cuando caemos en la tentación, aunque sean humillantes. Pero Dios tiene otros medios para enseñarnos. Lo hace por su Palabra, si creemos en ella, la escuchamos y la ponemos en práctica.
No podemos evitar el contacto con el mundo en el cual vivimos. No nos expongamos a deshonrar al Señor haciendo frente a circunstancias en las cuales, por la enemistad que existe contra él, no tendremos ninguna fuerza para serle fieles. Abstengámonos de compañías mundanas con quienes no podamos estar sobre el terreno cristiano. En los casos en que sea imposible evitar el contacto con el mundo: en la escuela, el trabajo, el servicio militar, y en otros lugares, debemos hacer como Daniel, quien “propuso en su corazón no contaminarse” y mantenerse fiel (Daniel 1:8). Entonces el Señor dará la fuerza necesaria para no negarlo. Recordemos que en el camino de la propia voluntad, a pesar de todas nuestras buenas intenciones, estamos sin garantías frente al enemigo que, “como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8). Si Pedro no se hubiera encontrado con las personas que se calentaban en el patio del sumo sacerdote, no habría tenido ocasión para negar al Señor. Si se hubiera conocido mejor, es decir, si hubiera reconocido su debilidad, habría huido de esa compañía, sabiendo que no podía hacerle frente, o bien, hubiera contado con el Señor para serle fiel.
Jesús ante el concilio
En casa del sumo sacerdote, Jesús fue el blanco de la maldad de los hombres, quienes se aprovecharon de su entrega voluntaria para burlarse de él, insultarlo y herirlo. Sabiendo quien era y la obra que iba a cumplir, soportó esos maltratos con calma y dignidad. Sentía divinamente todos esos ultrajes con un corazón humano, y en una perfecta comunión con su Padre (v. 63-65).
No se nos dice dónde ni cómo transcurrió Jesús el resto de esa noche memorable. Por la mañana, lo llevaron al concilio donde estaban los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, para darle forma legal a su juicio, aunque ya lo habían condenado anticipadamente. Los jueces querían que Jesús les dijera si era o no el Cristo. Él les dijo: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis” (v. 67-68).
El tiempo de su testimonio había llegado a su fin. Todo lo que se debía hacer para que los judíos creyeran que Jesús era el Cristo, había sucedido de acuerdo a las Escrituras. Decírselo de nuevo habría sido inútil, en el momento en que se iba a consumar su rechazo como el Cristo. Él iba a ocupar un lugar en la gloria como Hijo del Hombre.
Desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios
(v. 69).
Como el Mesías, o el Cristo, Jesús tendría que haberse sentado en el trono de David en Jerusalén. Ante el rechazo de los judíos, iba a sentarse como Hijo del Hombre a la diestra de Dios en el cielo, hasta que tomara en sus manos el gobierno universal, como lo vemos en Daniel 7:13-14.
Por lo que Jesús les dijo, los jueces llegaron a la conclusión de que él era el Hijo de Dios. “¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y él les dijo: Vosotros decís que lo soy” (v. 70). Todo lo que Jesús había hecho y dicho demostró que era el Hijo de Dios y el Cristo. Lo que en sus conciencias reconocían, servía desdichadamente para condenarlo. ¡Cuán endurecidos estaban sus corazones! “¿Qué más testimonio necesitamos? porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca” (v. 71). Ahora tenían un, o mejor dicho, un pretexto, para entregar a Jesús a Pilato. Lo necesitaban para llevar a cabo su plan criminal, pues según las leyes romanas, los judíos no tenían derecho a matar a alguien.