Lucas

Lucas 16

Cristo enseña sobre la mayordomía y describe el castigo eterno

El mayordomo infiel

Por medio de la parábola del mayordomo infiel, Jesús enseñó de qué manera debemos considerar los bienes de la tierra, y cómo debemos usarlos en este tiempo de la gracia, en el cual las bendiciones dadas al creyente son celestiales y eternas. Esta enseñanza contesta, de alguna manera, a la pregunta: «Ya que las bendiciones del creyente son celestiales, ¿qué debe hacer este con los bienes terrenales, que eran bendiciones bajo la ley?». Esto les interesaba especialmente a los discípulos, pues como judíos tenían mucha dificultad para comprender que, bajo la gracia que Jesús había traído, el favor de Dios hacia aquellos que lo recibían no se manifestaba por medio de ventajas presentes y materiales. Muchos cristianos también tienen dificultad para comprender esto, pues, poseyendo los bienes celestiales, les gusta también disfrutar de las cosas de la tierra.

“Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y este fue acusado ante él como disipador de sus bienes” (v. 1). A Dios le pertenece la tierra y todo lo que en ella hay, y él había colocado al hombre como administrador de sus bienes. Pero el hombre, en lugar de traerle los frutos de su servicio y obediencia, se aprovechó de ellos en beneficio propio. La prueba hecha con el pueblo judío puso en evidencia la infidelidad del hombre frente a Dios. No teniendo más confianza en él, Dios lo despidió de su administración. “Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía” (v. 2). Una vez que terminó la prueba, Jesús vino a la tierra para introducir la gracia que Dios quería manifestar hacia todos, y el hombre fue tratado por Dios como un infiel, a quien no le podía confiar nada.

Al oír esto, el mayordomo reflexionó en cuanto a su porvenir, pues su pasado lo comprometía. Se dijo a sí mismo: “¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía” (v. 3). No podía cavar la tierra para proveer a sus necesidades, y tenía vergüenza de mendigar. Entonces dijo: “Ya sé lo que haré para que cuando se me quite la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente” (v. 4-8). Este hombre iba a ser despedido, pero todavía tenía entre sus manos los bienes de su amo. Pensando en su porvenir, dispuso de ellos para que los deudores de su amo lo recibieran en sus casas. Fue previsor, y recibió alabanza por su sagacidad. Esto es lo que debemos retener para comprender la enseñanza de esta parábola. De hecho, estaba robándole a su amo, pero esto no tiene nada que ver con lo que el Señor quiere enseñarnos aquí. Todos los bienes de esta tierra pertenecen a Dios, pero todavía están en las manos de los creyentes mientras están en el mundo. Y aunque estos estén destituidos de su cargo como hombres responsables ante Dios, todavía pueden hacer uso de esos bienes pensando en su porvenir, en lugar de pensar solo en lo presente, como aquellos que dicen: “Comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). Al alabar la sagacidad del mayordomo, Jesús añadió: “Porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz” (v. 8). El Señor reconoce con estas palabras, que la cordura es una habilidad que caracteriza a los hombres de este mundo para obtener lo que desean. Él quisiera ver en los creyentes la misma habilidad para las cosas espirituales, y lo enseñó en los versículos siguientes, donde aplicó el principio con el cual obró el mayordomo.

“Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando estas falten, os reciban en las moradas eternas” (v. 9). Los bienes de este mundo son llamados injustos, porque el hombre caído se apropió de ellos, en lugar de considerarlos una posesión de Dios. Mientras estos bienes estén todavía en las manos del creyente, debe utilizarlos pensando en el cielo, no para asegurarse un lugar, sino para encontrar allí, por la eternidad, el resultado de lo que hizo en la tierra. En lenguaje figurado, estos son los “amigos” que hay que ganar en las moradas eternas. En el fondo, estos “amigos” es Dios. Debemos emplear nuestros bienes para él, para su servicio, poniéndolos a disposición del amor, para el bien de los demás y no para nosotros mismos, y encontraremos los resultados de ello cuando seamos introducidos en la gloria. De esta forma, el dinero, así como los bienes, tienen un inmenso valor cuando se los puede transformar en bendiciones eternas, si se los emplea según el pensamiento del Señor.

Jesús dijo aun:

El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto
(v. 10).

Según la apreciación de Dios, las cosas muy pequeñas son los bienes de la tierra, y las cosas grandes son las del cielo. Si el cristiano es fiel en estas cosas pequeñas, lo será también en las cosas espirituales. Mientras que, si es injusto en las cosas pequeñas, apropiándose de ellas, también será injusto en las celestiales. No sabrá usarlas; no podrá apropiárselas, ni disfrutará de ellas. “Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro?” (v. 11-12). Debemos ser fieles al Señor en las cosas materiales, que no nos pertenecen, para que Dios nos confíe las que son nuestras, las verdaderas. El cristiano materialista tiene el corazón ocupado en las cosas de la tierra; Dios no puede confiarle las cosas espirituales. Este hombre nunca avanza en las cosas de Dios y, por consiguiente, sufre una pérdida eterna.

Se trata de la responsabilidad de administrar cosas que pertenecen a otra persona. Podemos ser más o menos libres de disponer de lo que es nuestro; pero si tenemos entre nuestras manos lo que no nos pertenece, esto requiere una fidelidad absoluta. Con esta fidelidad debemos administrar para Dios los bienes de este mundo, porque le pertenecen a él. Al no considerarlas nuestras, podremos disponer de ellas para el Señor, haciendo el bien a los demás. Con respecto a esto se ha dicho que, «es el único caso en el que podemos ser generosos con el bien ajeno».

Jesús añadió: “Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (v. 13). Es un gran privilegio poder servir a Dios con nuestros bienes materiales; pero si no los empleamos en su servicio, son ellos los que nos dominan, y nos encontramos sirviendo a «Mamón», es decir, las riquezas, que llegan a ser un dios. El que se apega a los bienes de este mundo, cree ser poseedor de ellos, y no se da cuenta de que es su esclavo. El creyente, habiendo sido comprado a un precio muy alto, pertenece al que lo compró. Debe ser siervo del Señor, y no dejarse subyugar por las cosas con las cuales debe servirle.

Los fariseos se burlan de Jesús

“Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de él” (v. 14). Ellos comprendían muy bien el significado de las enseñanzas de Jesús, pero estaban apegados a los bienes de este mundo, y no sentían ningún deseo de abandonarlos. Jesús les dijo aun: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (v. 15). Los fariseos solo buscaban la apreciación de los hombres, mostrándose escrupulosos en extremo, y con mucho celo por su religión. No se habían preguntado cómo estarían delante de Dios; solo se comparaban con los hombres, justificándose y ensalzándose a sí mismos. Pero Dios conocía sus corazones. No se daban cuenta de que estando ante Jesús, a quien despreciaban, se encontraban en la presencia de Dios. La alta estima de la que tanto gozaban entre los hombres, era una abominación ante Dios. Cuando el hombre se glorifica a sí mismo, toma el lugar que le pertenece a Dios. Un ídolo es una abominación, y lo que toma el lugar de Dios en el corazón es un ídolo.

Jesús también les dijo: “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él” (v. 16). Los fariseos pretendían obedecer estrictamente la ley, sin embargo se encontraban en una situación incómoda frente a ella y frente a Dios. La ley y los profetas habían existido hasta Juan el Bautista. Pero ese tiempo había pasado; la ley había sido violada, y los profetas no habían sido escuchados. Dios reemplazaba este orden de cosas por su reino que era anunciado. Para entrar en él había que usar la fuerza, rompiendo con el sistema judío que los fariseos conservaban estrictamente. Era como violar los sentimientos religiosos y nacionales.

Esto era muy difícil para los judíos sinceros, como Saulo de Tarso, por ejemplo; pero era necesario. De lo contrario, permaneciendo en el sistema legal que Dios había puesto de lado, se encontraban infaliblemente bajo los juicios que iban a caer sobre la nación. Los judíos permanecerían así bajo la maldición de la ley que ellos habían violado, a pesar de sus pretensiones. Jesús añadió: “Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley” (v. 17). Esta ley que los fariseos pretendían guardar, pero que modificaban a su antojo, como Jesús les reprocha en Marcos 7:9-13, permanecería inflexible para aquellos que no querían aceptar la gracia. Los juicios que Dios había pronunciado sobre aquellos que la violaban los alcanzarían inexorablemente. Dios la mantendría a pesar de todo lo que los fariseos hicieran con ella. Por eso, Jesús dijo: “Todo el que repudia a su mujer, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada del marido, adultera” (v. 18). A pesar del fácil proceso de divorcio que permitía la ley de Moisés a causa de la dureza del corazón de los israelitas, Dios mostró que solamente tendría en cuenta su pensamiento para declarar culpable al transgresor de la ley.

El rico y Lázaro

En la enseñanza de la parábola del administrador infiel vimos que, bajo la gracia, el favor de Dios no se manifiesta por medio de bendiciones materiales. Por el contrario, hay que servirse de los bienes que se poseen para hacer tesoros en el cielo. Así pues, bajo la gracia, tenemos que abandonar los beneficios visibles por los que no se ven (ver también cap. 12:33). Llegado el caso, incluso tendremos que sufrir a causa de Cristo. El cristiano no es de este mundo, espera todo del otro lado de la tumba, donde está su esperanza. El Señor quiso mostrarnos, por medio del relato del rico y Lázaro, lo que sucederá después de esta vida. Por un lado, muestra lo que pasará con el que ha sufrido en este mundo sin tener sus bienes allí. Por el otro, muestra a aquel que ha querido gozar para sí solo de los bienes que poseía sobre la tierra.

“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas” (v. 19-21). El Señor no habló de la impiedad del rico, ni de la piedad de Lázaro; no es esto lo que se nos presenta aquí. Solo se nos da el nombre de Lázaro, que significa “socorro de Dios”, pero el nombre del rico no aparece. Dios no se interesa por el nombre del hombre que no quiere relacionarse con él, y prefiere los bienes de la tierra. Dios lo olvidará eternamente. Estos dos hombres muestran, por un lado, a aquellos que quieren disfrutar del presente sin pensar en el más allá, y por otro, a aquellos que abandonan todo pensando en el porvenir. A los ojos de los hombres, el primero está en una situación envidiable, y el segundo da lástima.

Pero Jesús corre el velo, por decirlo así, que oculta el más allá. Los papeles se invierten. “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado” (v. 22). Tanto para uno, como para el otro, como para todos los hombres, un día la vida llega a su fin sobre esta tierra. La eternidad se abre con las consecuencias eternas de lo que pasó aquí. ¡Cuán solemne verdad! Debemos considerarla con seriedad mientras todavía es tiempo. Vemos a Lázaro en la mayor felicidad a la cual un judío podía aspirar. “Fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Al dirigirse a los judíos, Jesús empleó una imagen propia para hacerles comprender el contraste que existe entre una vida de dolor y renunciamiento, y sus consecuencias en la eternidad. Para el cristiano, esta felicidad es “estar con Cristo” (Filipenses 1.23). Del rico se dice simplemente que “fue sepultado”. Sobre la tierra no se los vio más. Solo el Señor puede describirnos la situación de cada uno de ellos del otro lado de la tumba. ¡Qué diferencia entre esos dos hombres! “Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora este es consolado aquí, y tú atormentado” (v. 23-25). El rico atormentado, no pedía salir de ese lugar infernal; solo pedía un pequeño refresco. Después de haberlo pasado tan bien en este mundo, se contentaba con que Lázaro le mojara los labios con el dedo; ese dedo que había estado cubierto de llagas cuando el mendigo yacía a su puerta.

Se le dieron dos razones que motivaban el rechazo de un alivio tan pobre. Había tenido sus bienes durante su vida. Lo había tenido todo, pero para la tierra; así como el rico del capítulo 12:21, no era “rico para con Dios”. Todos esos bienes, y el gozo que le daban, no podían llevarse al otro lado de la tumba. Esas riquezas eran para un tiempo, y habiendo pasado ese tiempo para siempre, su porción eterna era los tormentos. Por el contrario, Lázaro era consolado, en una felicidad eterna, gozando de los bienes eternos.

El versículo 26 nos da la segunda razón del rechazo de Abraham al rico: “Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.” Después de la muerte, hay un abismo infranqueable entre el cielo y el lugar de tormentos, entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas. Pero, mientras estamos todavía en esta tierra, es posible pasar de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del estado de perdición a la salvación. En efecto, el Señor Jesús bajó para abrirnos un camino a través del abismo en el cual él entró por nosotros llevando el juicio que nosotros merecíamos. Salió de él victorioso para subir al cielo, inaugurando un camino nuevo y vivo para el pecador lavado de sus pecados. Pero si queremos seguir este camino abierto por el Señor, tenemos que empezar en esta tierra, antes de la muerte. Para descubrirlo, hay que abandonar el camino de la perdición en el cual se encuentran los goces de este mundo, la buena vida, y tantas cosas que se prefieren en vez del cielo. Después de la muerte, la suerte está fijada por la eternidad. No hay ningún camino en el cielo, ni en el infierno.

Al ver que nada podía mejorar su terrible condición, el rico se dirigió nuevamente a Abraham diciendo: “Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (v. 27-31).

El rico pensaba en sus hermanos; comprendió que su horrible situación no podía cambiar. Ni siquiera pensaba que la compañía de sus hermanos podría traerle alguna satisfacción. Por eso quería proveerles el medio para evitar este lugar espantoso. Como él no había hecho caso a la Palabra de Dios –Moisés y los profetas–, tampoco pensó en ella para sus hermanos. Pidió que se les enviara a Lázaro para exhortarlos a arrepentirse. Esto también se le negó, pues la Palabra de Dios tiene todo lo que el hombre necesita para evitar el castigo eterno. Dios opera lo necesario para la salvación mediante su Palabra, y no a través de milagros. Por medio de la fe en esta Palabra divina somos salvos. Los milagros más impresionantes no dan la vida. “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (Santiago 1:18).

¡Cuán apropiada es la respuesta que se le dio al rico para hacer reflexionar a aquellos que ponen de lado la Palabra de Dios! Están expuestos a quedar eternamente en las tinieblas de afuera, allí donde será el lloro y el crujir de dientes. “A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos” (v. 29).

Vemos también que el rico comprende que para ir al cielo, sus hermanos deben arrepentirse. Para ser salvo, es absolutamente indispensable reconocer el estado de pecado y juzgarlo a la luz de las Escrituras. Desdichadamente, las ventajas materiales que el rico había gozado tanto, le habían impedido arrepentirse. Quizás decía: «¿Por qué pensar en el futuro mientras se está tan bien en el presente?». Satanás, procurando esconderle el futuro, lo había conducido en su bienestar hasta el día de la muerte. Entonces, el velo se descorrió, y se encontró ante la evidencia: ¡Era demasiado tarde!

Fijémonos una vez más en lo que se dice de los hermanos del rico: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (v. 31). Es lo que pasó con los judíos desde la resurrección de Jesús. No habían creído a Moisés, ni a los profetas. Luego Dios les envió a su Hijo; pero tampoco creyeron en él, dándole muerte. Pero Dios lo resucitó, y aun así no creyeron a pesar de las pruebas evidentes de su resurrección. Los judíos pagaron a los guardas del sepulcro para que dijeran que los discípulos de Jesús habían venido a llevarse el cuerpo (Mateo 28:11-15). Luego rechazaron el testimonio del Espíritu Santo dado por los apóstoles cuando resucitó el Señor. Dios no podía hacer nada más por ellos, y el juicio que les esperaba los había alcanzado. Queda entonces bien probado que la resurrección de entre los muertos no puede convencer a aquellos que no creen a la Palabra de Dios, mientras que:

Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo
(Romanos 10:9).