Capitulo 28
La llegada a Malta
Los náufragos supieron que la isla se llamaba Malta (v. 1). Fueron bien recibidos por los nativos del lugar, quienes les encendieron un gran fuego para que se calentasen y secasen sus vestidos, porque hacía frío y seguía lloviendo (v. 2). Pablo no permaneció inactivo. Fue a recoger ramas secas para alimentar el fuego y mientras una víbora, queriendo huir del calor, se le prendió de la mano (v. 3). Al ver eso los nativos dijeron: “Ciertamente este hombre es homicida, a quien, escapado del mar, la justicia no deja vivir” (v. 4). Pero Pablo, sacudiendo la mano, lanzó la víbora al fuego y él no sufrió mal alguno (v. 5). La gente esperaba que él se hinchase o muriese repentinamente. Pero como nada de eso sucedía, cambiaron de parecer y dijeron que era un dios (v. 6). El Señor permitió esta circunstancia para señalar a su siervo en medio de los prisioneros que estaban con él.
Cerca de allí se encontraba una propiedad de Publio, llamado el “hombre principal de la isla” (v. 7), título que llevaba el gobernador romano. Los recibió con mucha bondad y los alojó durante tres días (v. 7); probablemente se trataba de Pablo y de sus compañeros. El padre de Publio tenía fiebre y disentería. Pablo fue a verlo, oró, le impuso las manos, y el enfermo se sanó (v. 8). En seguida todos los enfermos de la isla acudieron y fueron sanados (v. 9).
¡Qué maravilloso acontecimiento para estos pobres paganos, que pudieron disfrutar las consecuencias de este naufragio! Dios manifestaba su poder de liberación en medio de ellos. Es interesante ver allí un ejemplo del poder de Dios en actividad para liberar a los hombres de las consecuencias del pecado: Satanás vencido, representado por la serpiente echada en el fuego, y los enfermos sanados. Cuando el Señor envió a sus discípulos, “les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia” (Mateo 10:1). Sin ser un dios, pero superior a lo que los hombres llamaban una divinidad, Pablo era el siervo del verdadero Dios quien, por su medio, desplegaba su poder a favor de sus criaturas, sometidas a las consecuencias del pecado. Ignoramos los efectos de estos milagros sobre el pueblo, y si Pablo predicó el Evangelio. Pero podemos creer que lo hizo. Dios no quiere solamente liberar a los hombres de los males que sufren en la tierra; quiere salvarlos por la eternidad. Pablo les dio, sin duda, un mensaje parecido al que dirigió a los habitantes de Listra, cuando estos querían ofrecerle sacrificios, pues a él le llamaban Mercurio y a Bernabé Júpiter: “Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay” (Hechos 14:15). Y a los atenienses: “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:30-31). Como resultado de la actividad de Pablo en Malta, solo está escrito: “Los cuales también nos honraron con muchas atenciones; y cuando zarpamos, nos cargaron de las cosas necesarias” (cap. 28:10). En estos detalles no había solo una simple gratitud humana por parte de las personas que se beneficiaron con la bondad de Pablo, sino también frutos de la vida de Dios que se manifiesta por el amor; porque Pablo no permaneció inactivo durante los tres meses de su estancia en la isla.
Los plenos resultados de la actividad de la gracia de Dios en este mundo no nos son revelados aquí en la tierra. Dios trabaja para su propia gloria, y veremos resultados maravillosos ese día en el cielo, cuando se dirá:
¡Lo que ha hecho Dios!
(Números 23:23).
Este conocimiento suscitará entonces entre todos las alabanzas eternas y la adoración, alabanzas ya producidas en la tierra, en cierta medida, por lo que podemos conocer del trabajo de la gracia de Dios para con nosotros y en el mundo.
La lectura de la Biblia sugiere muchas cosas que nos gustaría saber, pero ella contiene todo lo que nos permite conocer a nuestro Salvador y Señor, y por él a nuestro Dios y Padre, así como todos nuestros privilegios presentes y eternos. Ella nos da también toda la luz que necesitamos para andar en medio de este mundo en las pisadas de nuestro perfecto Modelo, nuestro Señor Jesucristo, a la espera de su retorno.
Desde Malta hasta Roma
Una nave alejandrina, cuya divisa era Cástor y Pólux (nombres mitológicos), que había invernado en Malta, zarpó rumbo a Roma llevando a bordo a Pablo y a sus compañeros de viaje (v. 11). Esta nave tenía un capitán más sabio que el que llevó a Pablo hasta allí, puesto que, en la antigüedad, no se navegaba en invierno. El primer puerto al que llegó fue Siracusa (Sicilia), donde estuvo tres días (v. 12). Luego entró en Regio, al extremo sur de Italia. Desde allí, con viento favorable, costearon el litoral de la península hasta Puteoli (v. 13), donde se encontraban unos hermanos con quienes Pablo permaneció siete días. Tenía, pues, cierta libertad. En Puteoli finalizó el trayecto marítimo, por lo cual Pablo pudo hacer una corta estancia. Desde allí, el viaje se efectuaba por tierra. Dios permitió este refrescante descanso para el apóstol. Después, con sus compañeros, se dirigió directamente a Roma (v. 14).
Los hermanos de esta ciudad, al conocer lo que había acontecido a Pablo durante su peligroso viaje, bajaron a su encuentro hasta el Foro de Apio y las Tres Tabernas, localidades situadas aproximadamente a treinta y cuarenta kilómetros de Roma. Al ver a los hermanos, Pablo
Dio gracias a Dios y cobró aliento(v. 15).
Solo podemos hacernos una vaga idea de todo lo que el apóstol experimentó en su alma al acercarse a Roma, así como de lo que sintió durante ese largo y penoso viaje. ¡Cuántas preguntas habrán surgido en su mente, ya que él mismo había pedido comparecer ante César! Sin embargo, tenía ante todo la palabra del Señor, quien, en vísperas de su partida a Cesarea, le había dicho: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (cap. 23:11). Pero este hombre notable sentía su debilidad. Por eso el Señor, quien probó en su perfecta humanidad todo el dolor que puede sentir el hombre de Dios en este mundo, lo seguía con su perfecta simpatía. Había preparado un reconstituyente alentador enviando a su encuentro a algunos hermanos, a los cuales varios, sin duda, conocía, les había escrito desde Corinto una epístola, ya hacía algunos años, y pensaba visitarlos cuando fuese camino a España (Romanos 15:22-24). Ahora, se cumplía su deseo siendo preso. Tenía que comparecer ante Nerón, ese terrible emperador, aunque en ese momento era menos cruel que más tarde. Pero Pablo podía confiar en su Señor, cuya bondad y poder había experimentado hasta entonces y el cual sabemos que nunca lo abandonó, porque, hacia el final de su cautiverio, escribía a los filipenses:
Todo lo puedo en Cristo que me fortalece
(Filipenses 4:13).
Más tarde, en su último cautiverio, después de haber comparecido ante Nerón y haber sido abandonado por todos, dice: “Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen. Así fui librado de la boca del león” (2 Timoteo 4:17). El león es una alusión al emperador Nerón. El Señor es el mismo para todos los que confían en Él, pequeños y grandes. Conoce todo lo que pasa en nuestros corazones, nuestra debilidad. Si lo miramos con fe, él intervendrá en nuestra situación, cualquiera sean nuestras circunstancias.
Pablo había recobrado ánimo cuando llegaron a Roma. El centurión entregó los prisioneros al prefecto militar, jefe de la guardia imperial. Pablo recibió la autorización de permanecer en su casa bajo la custodia de un soldado (Hechos 28:16). Probablemente el centurión que había tratado a Pablo con humanidad dio de él un informe favorable, como testigo de todo lo que Pablo había dicho y hecho durante este notable viaje. Pero como ya lo hemos dicho, el Señor velaba sobre su siervo.
Pablo y los judíos de Roma
En cuanto llegó a Roma, Pablo no perdió el tiempo. Las circunstancias no lo distraían del servicio del Señor. No olvidaba a su pueblo según la carne y continuaba, como siempre, ocupándose de ellos: “Al judío primeramente, y también al griego”, había escrito (Romanos 1:16). Tres días después de su llegada convocó a los principales de los judíos para exponerles las razones de su presencia (Hechos 28:17). Siempre reconocemos su rectitud en todo lo que hacía y decía. Les expuso lo que había sucedido cuando llegó a Jerusalén (cap. 21 y sig.). Para informarles sobre esto los había mandado llamar, pero también añadió: “Por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena” (v. 17-20). Como lo hemos dicho a menudo, la esperanza de Israel es Cristo, quien habría traído al pueblo las bendiciones prometidas, si lo hubiesen recibido. Pero como lo rechazaron, entonces era anunciado a las naciones (v. 28), y esto provocó su odio a un alto grado. Vemos con qué simpatía Pablo informaba a estos judíos sobre lo que le había ocurrido. No menciona la animosidad de los de Jerusalén, ni tampoco el complot que habían urdido para matarlo, y que, desde el punto de vista de su responsabilidad, motivaba su presencia en Roma. No acusa a nadie.
Los judíos, a quienes Pablo se dirigía, le dijeron que no tenían ninguna carta de Judea a ese respecto y que ninguno de los hermanos había hablado mal de él (v. 21). “Pero” –añadieron ellos– “querríamos oír de ti lo que piensas; porque de esta secta nos es notorio que en todas partes se habla contra ella” (v. 22). Si nada sabían del apóstol, ellos comprendían, según sus palabras, que pertenecía a una secta que encontraba oposición en todas partes. Podríamos prever que lo escucharían con recelo. Esta contradicción general era una prueba de que lo que ellos llamaban secta provenía de Dios, porque toda verdad de Dios es desconocida para la mayoría de los hombres, cuyo corazón natural está en oposición a Dios.
En un día asignado, los judíos volvieron para ver a Pablo. Desde la mañana hasta la noche, les expuso la verdad, “persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (v. 23). Para los que no tienen prevención contra la verdad, nada es más concluyente que lo que las Escrituras dicen de Jesús, porque su Persona es el gran tema de la palabra de Dios. Pero para ser iluminado, hace falta creer. “Y algunos asentían a lo que se decía, pero otros no creían” (v. 24). Al ver esta incredulidad, Pablo les dijo (v. 25): “Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías a nuestros padres”. Y les citó las palabras que este profeta pronunció ochocientos años antes (Isaías 6:9-10), como juicio de Dios por la incredulidad del pueblo, que se cumplía entonces: “Ve a este pueblo, y diles: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis; porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyeron pesadamente, y sus ojos han cerrado, para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan de corazón, y se conviertan, y yo los sane” (Hechos 28:26-27). Nos puede parecer extraño que Dios impida ver y entender, pero se trata de un juicio sobre este pueblo después de un largo tiempo de paciencia. Estas palabras fueron citadas dos veces por el Señor: en Mateo 13:14-15, ante la incredulidad del pueblo, y en Juan 12:39-40, después de que hubo cumplido todos los milagros que probaban a los judíos que él era el Cristo, el Hijo de Dios. Aquí, por tercera vez, el cumplimiento de esta profecía es anunciado después del tiempo de la paciencia de Dios quien, una vez rechazado su Hijo, había hecho anunciar su regreso, si el pueblo se arrepentía (Hechos 3:19-26). Los apóstoles publicaron luego la salvación a cada uno individualmente.
Puesto que la gracia y la paciencia de Dios eran rechazadas, ya no quedaba más que el juicio bajo la forma anunciada por Isaías. Dios solo ejecuta sus juicios al final de un largo tiempo de paciencia. Los ejerce a menudo por medio de lo que al hombre le ha gustado hacer en contra de la voluntad de Dios. Los judíos no quisieron escuchar a los profetas, ni al Señor, ni a los apóstoles; cerraron voluntariamente sus oídos. Como juicio, Dios se los cierra. Lo mismo acontecerá con la cristiandad en medio de la cual vivimos. Hace muchos siglos que se presenta el Evangelio de la gracia. La mayoría de los que llevan el nombre de cristianos no lo creen. Ellos prefieren prestar oído a las insinuaciones de Satanás, quien no busca más que la desdicha del hombre. Creen sus mentiras más bien que la verdad de Dios que quiere salvarlos. Hoy el error ya está en actividad, pero el Espíritu Santo también lo está para hacer valer la Palabra para salvación. Pero cuando la Iglesia sea arrebatada, el Espíritu Santo también lo será y Dios enviará “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12). Solemne advertencia contra toda voz ajena a la verdad, para evitar quedar expuestos a creer la mentira.
Después de haber citado las palabras de Isaías, Pablo dice a los judíos: “Sabed, pues, que a los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán. Y cuando hubo dicho esto, los judíos se fueron, teniendo gran discusión entre sí” (Hechos 28:28-29).
Desde ese momento, el servicio de Pablo en medio de los judíos quedaba terminado. El apóstol permaneció dos años enteros en Roma –el tiempo que duró su primer cautiverio en Cesarea–
En una casa alquilada, y recibía a todos los que a él venían, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento (v. 30-31).
La Biblia no dice nada más sobre la actividad de Pablo durante los dos años de su cautiverio en Roma, sino que escribió las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, a Filemón y quizás a los Hebreos. Como predicaba “abiertamente y sin impedimento”, tuvo oyentes y resultados. Los soldados que lo vigilaban y que se relevaban a menudo, tuvieron tiempo de oír el Evangelio, el cual llegó hasta la corte del César, donde varios lo recibieron y experimentaron la comunión fraternal con los hermanos de Filipos, pues en su carta Pablo les trasmite un saludo de su parte. Pudo contribuir a la edificación y al fortalecimiento de los hermanos de Roma, a quienes había deseado ver, “para comunicarles algún don espiritual” a fin de que fuesen fortalecidos (Romanos 1:11). Por la segunda epístola a Timoteo vemos que, después de estos dos años de cautiverio, el apóstol fue liberado. Pudo volver a las iglesias de Macedonia. Al dirigirse allí, rogó a Timoteo que se quedara en Éfeso (1 Timoteo 1:3). También volvió a ver a los hermanos de Grecia y de Asia, puesto que había dejado su capa y sus libros en Troas (2 Timoteo 4:13). Había enviado a Tíquico a Éfeso, mientras que Erasto permaneció en Corinto y Trófimo estaba enfermo en Mileto (2 Timoteo 4:12, 20). Escribió a Tito para que fuera a él a Nicópolis, donde había resuelto pasar el invierno (Tito 3:12). Cuando escribió a Tito, aún estaba en libertad, mas no lo estaba cuando escribió la segunda epístola a Timoteo. Deseaba que Timoteo viniese a él antes del invierno; no sabemos si pudo volverlo a ver. La Palabra no dice nada de este cautiverio. Pero, por la historia eclesiástica, sabemos que durante una terrible persecución contra los cristianos, hacia el final del reinado de Nerón, Pablo tuvo que haber sido encarcelado nuevamente. Fue decapitado hacia el año 67.
El apóstol Pablo fue suscitado para revelar las verdades concernientes a la Iglesia, su carácter celestial, su unión con Cristo, su marcha como tal a la espera del Señor, quien la introducirá en su presencia en la gloria. Todo lo que le concierne, todo lo que nos hace falta para obrar según sus enseñanzas hasta la venida del Señor, nos ha sido dado por Pablo en sus escritos inspirados, de tal modo que no tenemos necesidad de saber otra cosa. He ahí por qué la Palabra deja en silencio tantas cosas interesantes concernientes a la vida de este gran apóstol, pero que no están dentro de lo que nos era útil como revelación del pensamiento de Dios. En el cielo lo veremos revestido de todas las glorias merecidas por su fiel servicio. Allí, el Señor no olvidará nada de todo lo que hizo para Él. A la espera de ese momento, ojalá todos nosotros fuéramos sus imitadores, como él nos exhorta en 1 Corintios 4:16; 11:1 y Filipenses 3:17.