Capitulo 7
El discurso de Esteban
Después de oír las acusaciones emitidas contra Esteban, el sumo sacerdote le dijo: “¿Es esto así?” Esteban respondió exponiendo ante todos la historia del pueblo de Israel, desde el llamado de Abraham hasta su introducción en el país de Canaán por Josué. Aludió a la construcción del templo de Salomón, para demostrar que Dios no mora en casa hecha por manos. Terminó diciéndoles que no guardaron la ley y que dieron muerte al Justo, después de haber matado a los profetas que habían anunciado su venida. Este discurso tenía por fin alcanzar la conciencia del pueblo, colocando a los judíos ante su culpabilidad.
Desde el llamado de Abraham hasta Moisés
Esteban se dirigió al concilio llamando a sus oyentes: “Varones hermanos y padres”. Todavía se consideraba parte de ese pueblo para con el cual Dios aún tenía paciencia; pero ese tiempo iba a llegar a su fin. Se remontó al principio de su historia y les recordó de qué manera Dios había obrado para formarse un pueblo separado de las demás naciones. Éstas se habían formado desde la época de la torre de Babel; cada una tenía su propia lengua. Pero no tardaron mucho en hundirse en la idolatría. “Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos 1:23). Entonces Dios se apareció a Abraham para hacerlo salir de su país y de su parentela. Esteban llamó a Dios, “el Dios de la gloria”, porque la gloria es el conjunto de todas las perfecciones divinas, manifestadas en la persona de Cristo durante su vida en la tierra, las cuales también brillarán en él por la eternidad. Está escrito que él era “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3), pero el mundo no veía en él ninguna belleza.
Este Dios de gloria llamó a Abraham para que saliera de su tierra y de su parentela y fuera al país que él le mostraría; porque su familia también era idólatra (Josué 24:2-3). Abraham vivía entonces en Ur de los Caldeos, en Mesopotamia. Se fue, pues, de Ur, pero habitó en Harán con su padre, hasta la muerte de este (Génesis 11-12). Después de la muerte de Taré, Dios hizo entrar a Abraham en Canaán, donde vivió como extranjero, pero con la promesa de que poseería este país, e igualmente su descendencia después de haber morado en una tierra extranjera, donde sería subyugada y maltratada durante cuatrocientos años. Después de ese tiempo, Dios juzgaría a la nación que la subyugó y, dijo Esteban al citar Génesis 15:13-16, “saldrán y me servirán en este lugar”. El propósito de Dios, al formar para sí un pueblo separado de las demás naciones, era que este le sirviera en el país que él le había dado, en contraste con las demás naciones que adoraban a los ídolos. Lo mismo sucede con respecto a los cristianos. Pablo dice a los tesalonicenses:
Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo
(1 Tesalonicenses 1:9-10).
Sin embargo hay una diferencia: Dios da al creyente una vida con la que este le puede servir, mientras que, bajo el antiguo pacto, todo judío debía servir a Jehová, teniendo al mismo tiempo una naturaleza que no le permitía someterse a su voluntad. Era la época de la prueba del hombre en Adán.
A Abraham, extranjero en la tierra prometida, le nació Isaac, a Isaac Jacob, a Jacob los doce patriarcas.
Aquí comienza el relato que el Espíritu de Dios quería poner ante de los judíos por boca de Esteban, a saber, la oposición de este pueblo a Dios, desde el comienzo de su historia. José es una de las figuras más completas de Cristo. El sueño que tuvo (Génesis 37) y que le designaba como figura del Señor que un día reinaría se cumplió cuando fue elevado a un puesto glorioso en Egipto. José era muy particularmente amado por su padre, por ser el hijo mayor de Raquel, quien murió cuando nació Benjamín. Por esta causa sus hermanos lo aborrecían y su odio se manifestó todavía más cuando comprendieron el sueño relatado en Génesis 37:6-8. Esteban lo recordó diciendo: “Los patriarcas, movidos por envidia, vendieron a José para Egipto” (v. 9). Conocemos muy bien la historia de José como para entrar en detalles. Resulta fácil encontrar en los hermanos de José el odio hacia Cristo que caracterizaba al pueblo al cual Esteban se dirigía, y en José, una figura del Señor Jesús, vendido por sus hermanos por treinta piezas de plata. Pilato “sabía que por envidia le habían entregado” (Mateo 27:18). Pero, aunque fue rechazado por sus hermanos, Dios estaba con él, afirmó Esteban, “y le dio gracia y sabiduría delante de Faraón rey de Egipto, el cual lo puso por gobernador sobre Egipto y sobre toda su casa” (v. 10). Es lo que Dios hizo también con su Hijo, rechazado por los hombres. Hemos visto que Pedro decía a los judíos (cap. 2:36): “A este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. En el Salmo 8:5-6 leemos: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies”. Es verdad que “todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos… a Jesús, coronado de gloria y de honra” (Hebreos 2:8-9), esperando que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies (Salmo 110:1). Esto se cumplirá después del arrebatamiento de la Iglesia. Entonces, los que lo traspasaron le reconocerán, después de atravesar un tiempo de terribles pruebas; figura de esto es la prueba a la que José sometió a sus hermanos antes de darse a conocer a ellos. El hambre que soportaron en el país de Canaán fue lo que los condujo a los pies de su hermano ensalzado a la gloria suprema. Esteban lo recordó: “Vino entonces hambre en toda la tierra de Egipto y de Canaán, y grande tribulación. Y nuestros padres no hallaban alimentos. Cuando oyó Jacob que había trigo en Egipto, envió a nuestros padres la primera vez. Y en la segunda, José se dio a conocer a sus hermanos, y fue manifestado a Faraón el linaje de José. Y enviando José, hizo venir a su padre Jacob, y a toda su parentela, en número de setenta y cinco personas” (v. 11-14). Así el pueblo se encontró en Egipto donde se multiplicó y fue esclavizado hasta su liberación por Moisés. Jacob y sus hijos murieron allí, pero sus huesos fueron transportados al país de Canaán. Ellos tenían, como Abraham, la fe de que el país les pertenecería algún día y de que lo disfrutarían, aun cuando muriesen antes. Por eso querían ser sepultados allí, para resucitar allí y tener su porción en las bendiciones que Dios les había prometido. En efecto, ellos tendrán parte en ellas. Resucitarán y serán glorificados para disfrutar, desde la gloria celestial, el cumplimiento de todo lo que Dios había dicho a los padres. El Señor dijo a los judíos: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Juan 8:56). Todas las promesas que Dios hizo a Abraham se cumplirán bajo el reinado de Cristo; por eso el Señor dijo que vio su día y se alegró. Lo vio por la fe. Los judíos no lo comprendieron. Creyeron que el Señor decía que había visto a Abraham, lo que además era verdad, ya que quien le había hablado era Él, Jehová.
“Pero cuando se acercaba el tiempo de la promesa, que Dios había jurado a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó en Egipto, hasta que se levantó en Egipto otro rey que no conocía a José. Este rey, usando de astucia con nuestro pueblo, maltrató a nuestros padres, a fin de que expusiesen a la muerte a sus niños, para que no se propagasen” (v. 17-19). El tiempo de la promesa es aquel que Dios refirió a Abraham cuando le dijo que su simiente sería oprimida durante cuatrocientos años, pero que después de eso saldrían de allí con gran riqueza (Génesis 15:13-14). Este tiempo se acercaba, pero la liberación iría precedida por un tiempo de angustia, porque si el pueblo de Israel hubiese disfrutado el favor de los egipcios y la buena vida, les habría costado un gran esfuerzo salir del país. Era necesario, pues, que experimentaran una dura esclavitud por parte de Faraón, para que clamaran a Jehová, y él los liberase. Lo mismo sucede con un alma que encuentra su felicidad en el mundo. Ella no piensa en su salvación, sino que quiere permanecer allí donde encuentra su felicidad. Pero si las circunstancias cambian y se vuelven dolorosas; si Dios le hace sentir por este medio la dominación cruel de Satanás, la vanidad de todo lo que es visible y, por encima de todo, su estado de pecado y el juicio venidero, esta alma clamará por la liberación y recibirá la respuesta del Dios Salvador. Dios a menudo permite que dificultades de toda índole caigan sobre aquellos a quienes él quiere salvar. La historia del hijo pródigo es un ejemplo de ello.
Ese rey, que no conocía a José, pertenecía a otra dinastía diferente de aquella que estableció a José como gobernador e instaló su familia en el país de Gosén. En los capítulos 1 y 2 del Éxodo leemos los hechos históricos de lo que dice Esteban en los versículos 17-19.
De Moisés a Cristo
Esteban narró brevemente lo concerniente a Moisés hasta que se puso en contacto con sus hermanos, creyendo que ellos comprenderían que Dios los liberaría por su medio. Solamente dijo que Moisés nació cuando Israel sufría la opresión y Faraón procuraba exterminar la raza matando a todos los hijos varones. Leemos que este niño era agradable a Dios y fue elegido por Dios para liberar a su pueblo. Llevaba una señal divina que la fe de sus padres discernía (véase Hebreos 11:23). Por eso ellos no temieron la orden del rey. Pero cuando no pudieron esconder más al niño en su casa, lo pusieron en el río Nilo, donde la hija de Faraón lo encontró; ella lo tomó y lo crio para sí en el propio palacio propio de aquel que había prescrito su muerte. Dios es todopoderoso y el hombre no es nadie para oponerse a sus consejos. Incluso puede ser, sin proponérselo, un instrumento para cumplirlos.
“Y fue enseñado Moisés en toda la sabiduría de los Egipcios; y era poderoso en sus palabras y obras. Cuando hubo cumplido la edad de cuarenta años, le vino al corazón el visitar a sus hermanos, los hijos de Israel. Y al ver a uno que era maltratado, lo defendió, e hiriendo al egipcio, vengó al oprimido. Pero él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya; mas ellos no lo habían entendido así” (v. 22-25). Moisés podía pensar que Dios, al haberlo colocado en la corte del rey, se valdría de su posición elevada para liberar a sus hermanos o suavizar su suerte. No obstante, Dios no solo quería aliviar su duro servicio, sino liberarlos enteramente del poder de Faraón, figura de Satanás, príncipe de este mundo, quien mantiene cautivos, desde la caída, a todos los hombres. Dios hizo ver a Moisés que, para liberar a su pueblo, no podía servirse de Faraón. Por el contrario, este debía ser vencido, tal como lo fue en el mar Rojo. Para arrancar a los hombres del poder de Satanás, el Señor tuvo que ganar una victoria completa sobre él en la cruz.
Moisés sabía que Israel sería liberado. Sus altas funciones no le hicieron perder de vista a su pueblo. Su fe era activa. En Hebreos 11, todo lo que se nos dice de él es atribuido a su fe. Pero no basta tener el deseo de servir al Señor. Hace falta ser formado en su escuela, donde la actividad de la carne es quebrantada para ceder el lugar a la dependencia de Dios, quien tan solo se sirve de instrumentos sin voluntad propia y dependientes de Él. Moisés tuvo que pasar cuarenta años en Madián, para que Dios lo moldeara e hiciera de él el siervo apto para su obra una vez que hubiese perdido toda la confianza en sí mismo. Durante este tiempo, el sufrimiento del pueblo aumentó de manera que le hizo recibir la liberación con felicidad.
Esteban enfatizó delante de los judíos que, así como sus padres rechazaron a Moisés, en lugar de comprender que los quería liberar, así también ellos hicieron frente al Señor. Después de herir al egipcio, Moisés procuró dirimir un pleito entre dos israelitas que reñían. “Entonces el que maltrataba a su prójimo le rechazó, diciendo: ¿Quién te ha puesto por gobernante y juez sobre nosotros? ¿Quieres tú matarme, como mataste ayer al egipcio?” (v. 26-28). La intervención de Moisés por un desacuerdo entre un israelita y un egipcio se admite, pero entre hermanos no se soporta. Lo mismo sucedió con el Señor. Si hubiese prometido liberarlos del yugo extranjero, los judíos lo habrían recibido; pero como les señalaba sus propias faltas, lo rechazaron. Al ver que el asesinato del egipcio había trascendido, Moisés huyó al país de Madián, donde moró hasta que Dios lo llamó.
José y Moisés, rechazados por sus hermanos, son figuras del Señor Jesús desde dos puntos de vista.
José, vendido por sus hermanos y llevado fuera del país, llegó hasta la cumbre de la gloria. Durante ese tiempo se casó con una extranjera. También Cristo, rechazado por su pueblo, ha sido glorificado y, cuando sea reconocido por sus hermanos, tendrá una esposa, la Iglesia, tomada de entre los gentiles.
Moisés, igualmente rechazado, se marchó a un país extraño, pero conservó su carácter de extranjero. También tuvo una esposa, la cual compartió su rechazo, y no su gloria, como la de José. Por los nombres que Moisés dio a sus hijos, vemos que su estancia en Madián fue penosa. A uno de ellos llamó Gersón, lo que significa “forastero allí”, y al otro, Eliezer, “Dios es ayuda”. Sufría estar lejos de su pueblo que padecía, con el cual se identificaba, como se dice de él: “Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (Hebreos 11:25). Necesitaba una ayuda para atravesar aquel tiempo, y la encontró en Dios, como Eliezer lo indica. Los nombres que José dio a sus hijos en Egipto no denotan sufrimiento. Uno se llamaba Manasés, que quiere decir “olvido”, y el otro Efraín, “doble fecundidad”.
Cuando la prueba concluyó (la cifra cuarenta representa siempre un tiempo de prueba), un ángel apareció a Moisés en el desierto de Sinaí en una zarza que ardía en llamas. En Éxodo 3 está escrito que la zarza no se consumía aunque siguiese ardiendo. Era una figura del pueblo de Israel en el sufrimiento; pero el ángel de Jehová permanecía con él y así no podía consumirse. Era el pueblo elegido de Dios. “Entonces Moisés, mirando, se maravilló de la visión; y acercándose para observar, vino a él la voz del Señor: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob. Y Moisés, temblando, no se atrevía a mirar” (v. 31-32). Dios recordaba las promesas hechas a los padres. “Yo soy”: era Jehová, siempre el mismo, el que cumplía lo que decía. En verdad, el pueblo pasaba por el fuego de la prueba. Pero eso era necesario para su purificación, porque el Dios al cual pertenecía y quien quería rescatar de la servidumbre en Egipto era un Dios santo. Por eso el Señor dijo a Moisés, cuando este quiso acercarse: “Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa” (v. 33). La gracia de Dios, que nos trae la salvación y nos libera del poder del príncipe de este mundo, no puede estar separada de la santidad. Para estar en relación con Dios, hace falta purificarse de toda impureza que se adhiere a los pies; por eso Moisés tenía que descalzarse. También el creyente, santificado por la obra de Cristo, no puede tener comunión con Dios si no juzga prácticamente la impureza que se pega a su marcha. Después de comprender lo que convenía a la santidad de Dios, Moisés oyó estas palabras de gracia: “Ciertamente he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su gemido, y he descendido para librarlos. Ahora, pues, ven, te enviaré a Egipto” (v. 34). Dios liberaría a su pueblo, pero para eso le hacía falta un instrumento. Lo encontró en Moisés a quien él mismo preparó para este servicio. Le dijo: “Ven, te enviaré a Egipto”. Esteban no relató toda la conversación de Jehová con Moisés, mientras que en Éxodo 4, leemos todas las objeciones que Moisés formuló. Hizo resaltar que este Moisés, a quien habían rechazado diciendo: “¿Quién te ha puesto como gobernante y juez sobre nosotros?”, era precisamente el que Dios había enviado “como gobernante y libertador por mano del ángel que se le apareció en la zarza” (v. 35). También, pronto, después del arrebatamiento de la Iglesia, el que los judíos rechazaron liberará al residuo de la mano de opresores aun más grandes que Faraón: el Anticristo y el Jefe del imperio romano renovado, bajo los cuales sufrirá la gran tribulación.
Esteban insistió aún diciendo: “Este los sacó, habiendo hecho prodigios y señales en tierra de Egipto, y en el Mar Rojo, y en el desierto por cuarenta años” (v. 36). Todos los judíos honraban a Moisés en sumo grado; se prevalían de que Jehová le había hablado. Al ciego sanado dijeron: “Sabemos que Dios ha hablado a Moisés; pero respecto a ese (Jesús), no sabemos de dónde sea” (Juan 9:29). Esteban citó luego unas palabras de Moisés para poner a prueba a los judíos y convencerlos de su espantosa culpabilidad:
Este Moisés es el que dijo a los hijos de Israel: Profeta os levantará el Señor vuestro Dios de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis (v. 37).
Este profeta es Cristo, tal como lo presenta el evangelio según Marcos. ¿Acaso lo escucharon? Todavía añadió: “Este es aquel Moisés que estuvo en la congregación en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres, y que recibió palabras de vida que darnos; al cual nuestros padres no quisieron obedecer, sino que le desecharon, y en sus corazones se volvieron a Egipto, cuando dijeron a Aarón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido” (v. 38-40). Sus padres no tenían ninguna confianza en Dios, no más que en Moisés, a pesar de todas las manifestaciones de poder de las cuales habían sido testigos, cuando fueron liberados de Egipto. Aquellos a quienes Esteban se dirigía, ¿acaso eran más temerosos? No escuchaban a Moisés más de lo que lo habían hecho sus padres. El Señor lo probó, diciendo: “Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él” (Juan 5:46). Y todavía: “¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley?” (Juan 7:19). Aunque liberados “del horno de hierro” (Deuteronomio 4:20) de Egipto, ellos conservaban la idolatría en su corazón. Por eso pidieron a Aarón que les hiciera un dios visible que anduviese delante de ellos. Sin haber nacido de nuevo, nadie puede andar por la fe. “Entonces hicieron un becerro, y ofrecieron sacrificio al ídolo, y en las obras de sus manos se regocijaron” (v. 41).
¡En qué aberración cayó el hombre al reemplazar al Dios todopoderoso, creador del universo, por la obra de sus propias manos! Así Dios lo entregó al amo a quien él eligió –que siempre es la peor sentencia, porque eso demuestra que no se quiere escuchar a Dios– y tuvo que pagar el terrible precio de haber escogido mal. Esto también sucederá con aquellos que hoy se muestran tan dispuestos a creer al error más que a la Palabra de Dios. Está escrito: “Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12). De los israelitas que prefirieron un ídolo al Dios que los había liberado, está escrito: “Dios se apartó, y los entregó a que rindiesen culto al ejército del cielo; como está escrito en el libro de los profetas: ¿Acaso me ofrecisteis víctimas y sacrificios en el desierto por cuarenta años, casa de Israel? Antes bien, llevasteis el tabernáculo de Moloc, y la estrella de vuestro dios Renfán, figuras que os hicisteis para adorarlas. Os transportaré, pues, más allá de Babilonia” (cita tomada de Amós 5:25-27). El pueblo de Israel se entregó a la idolatría a lo largo de su historia. Sirvió a los falsos dioses en Egipto (Josué 24:14) y en el desierto, según este pasaje de Amós. Por eso Dios lo entregó al servicio del ejército del cielo como juicio, esto es, a la idolatría1 . Y como terrible consecuencia de este grave pecado, el pueblo fue desterrado más allá de Babilonia, por Nabucodonosor, y luego más lejos aún, durante su dispersión por los romanos. El primer destierro fue consecuencia de su rechazo a Dios en favor de los ídolos, el último, el rechazo a Dios en la persona de Su Hijo, Rey de ellos, mientras prefirieron a César, diciendo: “No tenemos más rey que César”. Pero Dios también relaciona el juicio que cayó sobre ellos por mano de los romanos con la idolatría constante del pueblo.
Esteban recordó a los judíos (v. 44-48) que sus padres habían tenido en el desierto el tabernáculo de Dios, introducido por Josué en el país de Canaán. Si Dios era espíritu, objeto de fe, al cual los israelitas cambiaron por dioses visibles, Él tenía, sin embargo, su tabernáculo en medio de ellos, cosa visible, sea en el desierto, sea en Canaán, hasta el día en que Salomón le construyó una casa. “Si bien”, dijo Esteban, “el Altísimo no habita en templos hechos de mano, como dice el profeta: El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis? dice el Señor; ¿o cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas?” (Isaías 66:1-2). Desde hacía mucho tiempo el templo de Jerusalén ya no servía de morada a Jehová. Su gloria se había retirado en el momento del paso del destierro a Babilonia (Ezequiel 10:18-19) a causa de la idolatría del pueblo, a pesar de las advertencias de los profetas. Desde el retorno del cautiverio, Dios permitió que el culto fuese restablecido. Los judíos consideraban el templo como la casa de Jehová, a pesar de su inconsecuencia con lo que esto significaba, puesto que el Señor les reprochó el haberla convertido en una “cueva de ladrones” (Mateo 21:13). Ellos se jactaban, pues, de poseer el templo de Jehová. Pero cuando el Señor llegó allí como rey, aclamado por la muchedumbre, cumpliendo la profecía de Zacarías 9:9, los sumos sacerdotes y los escribas lo rechazaron. Solo los niños le aclamaron (Mateo 21:15-17). ¿Para qué servía su pretensión de ser el pueblo de Dios y de tener su templo, si Dios no pudo habitar en medio de ellos? Y cuando vino en la persona de su Hijo, lo rechazaron, broche final de toda la historia de su oposición a Dios que fue consumada con el asesinato de Esteban: confirmaron, pues, que no querían que Cristo reinase sobre ellos.
Comprendemos el clamor de Esteban con el cual concluyó su discurso, diciendo: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores; vosotros que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis” (v. 51-53). Nunca inclinaron su rostro para cumplir la voluntad de Dios, nunca se sometieron a ella. Su corazón y sus oídos permanecieron ajenos al deseo de Dios, y siguieron su propio camino. Ningún corazón para Dios, ningún oído para escucharle. Recibieron la ley dada por los ángeles en el Sinaí2 y la aceptaron, diciendo: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8). Pero aun antes de recibirla de manos de Moisés, hicieron un becerro de oro.
El discurso de Esteban hace resaltar la soberanía de la gracia del Dios de gloria. Este llamó a Abraham para que saliera de la idolatría establecida en el mundo, a fin de tener un pueblo para sí, privilegiado y favorecido entre los demás. Demuestra la fidelidad de Dios para cumplir su palabra a favor de dicho pueblo, mientras este persistía en no escucharle. Si bien la idolatría no caracterizaba a aquellos en cuyo medio Cristo vino y a quienes Esteban se dirigía, ellos seguían resistiendo al Espíritu Santo, como sus padres, más gravemente aún que en la idolatría, puesto que dieron muerte a Jesús.
Cuadro asombroso del corazón natural de todo hombre, manifestado por la prueba que Dios hizo de él con el pueblo de Israel. Ella terminó en la cruz, en donde Dios ejecutó el juicio contra el hombre, al hacerlo caer sobre su muy amado Hijo. Desde entonces, el que cree en el Señor Jesús no solamente es salvo, sino que recibe una nueva naturaleza, la vida divina que, bajo la acción del Espíritu Santo, le capacita para hacer la voluntad de Dios, a la cual el hombre en Adán (la vieja naturaleza) no se somete.
- 1El ejército del cielo o de los cielos designa a los astros que los hombres adoraron desde la antigüedad (véase 2 Reyes 21:3, 5; 23:4-5, 11; en Jeremías 7:18: “Reina del cielo”; Deuteronomio 4:19; 17:3). Los caldeos practicaban el culto a los astros: el sol, la luna y los planetas, representados bajo diversas figuras en cada país. En la época de Salomón, Israel adoraba a Astoret o Astarté (“estrella”), diosa de los sidonios (1 Reyes 11:33; 2 Reyes 23:13), que correspondía al planeta Venus. Baal designaba a una divinidad masculina, pero este nombre genérico se aplicaba a diversas divinidades. En Isaías 65:11, el Destino también parece ser Venus. Quemos, ídolo de los moabitas (Números 21:29; Jueces 11:24; 1 Reyes 11:33; 2 Reyes 23:13) correspondería a Mercurio; Moloc o Milcom de los amonitas a Saturno, divinidad de maldad cuyo favor se lograba al pasar por el fuego a niños (1 Reyes 11:7, 33; 2 Reyes 17:17; 23:13). Renfán, que tan solo se nombra en Hechos 7:43, el Quiún de Amós 5:26, también equivale a Saturno; Bel, dios caldeo corresponde a Júpiter, llamado la Fortuna en Isaías 65:11. El becerro o buey, divinidad de los egipcios, simbolizaba el sol, poder creador de la naturaleza.
- 2En Gálatas 3:19, el don de la ley es también atribuido a los ángeles, representantes o enviados de Dios para ejecutar su voluntad, y empleados muy especialmente en la historia del pueblo de Israel. En Sinaí, toda esta manifestación terrorífica de la presencia de Jehová (Éxodo 19:16-19; Hebreos 12:18-21) era la acción de los ángeles de los cuales Dios se servía para dar la ley. Está escrito que Dios “hace sus ángeles espíritus –esto es, seres sin cuerpos materiales– y sus siervos llamas de fuego” (Salmo 104:4, según la versión francesa Darby). Para los cristianos, son “espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (Hebreos 1:14).
La muerte de Esteban
Al ver pasar delante de sus ojos el cuadro espantoso aunque real de su propia historia, los judíos “se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él” (v. 54). Nada exaspera tanto al hombre como oír la verdad sobre lo que él es, sin que sea tocado por la gracia de Dios. ¡Qué contraste entre estos hombres y la samaritana! Después de haber escuchado al Señor, se fue de allí para clamar en la ciudad: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?” (Juan 4:29). Ella reconocía en este hombre al Cristo que reveló a su alma la triste realidad de su conducta, mientras que los judíos, en presencia de la misma luz, seguían rehusando reconocerlo. La Palabra revela al pecador toda su culpabilidad y, al mismo tiempo, la gracia que perdona todos sus pecados, mediante la fe en el Salvador.
Los oyentes de Esteban, que crujían los dientes, anticipaban lo que será su porción eternamente, si no se arrepintieron; “allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 22:13). ¡Qué contraste con la actitud de Esteban! “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (v. 55-56). En esta escena vemos la diferencia que existe entre un hombre que ha recibido a Cristo y aquellos que lo rechazan. Esa diferencia estará establecida definitivamente para la eternidad entre los que ocupen el cielo y los que estén en el infierno. Cristo ha venido a este mundo para manifestar la gloria de Dios y cumplir la obra en virtud de la cual el creyente puede entrar en su presencia. Así, desde ahora, el cristiano lleno del Espíritu Santo ve por la fe esta gloria, y espera el momento en que entrará en ella. Los que rehúsan creer en el Señor moran en el estado de pecado y de perdición que la Palabra de Dios les revela. Ya en este mundo crujen los dientes de ira contra la verdad y sus testigos, pero luego los crujirán contra sí mismos, cuando reconozcan que ellos causaron su propia desdicha eterna. ¡Esto debería inducir a cada uno de los que todavía no son salvos, a recibir al Señor Jesús como su Salvador!
En vez de asombrarse por la actitud de Esteban y las palabras maravillosas que salían de su boca, los judíos dieron “grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron a una contra él. Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo. Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu… Y habiendo dicho esto, durmió” (v. 57-60).
La semejanza del testigo de Cristo con su Modelo era demasiado grande para que sus enemigos lo pudiesen soportar. Esteban, el primer mártir (palabra que significa “testigo”) fue, en efecto, un fiel testigo del Señor en su vida y en su muerte. Después de haber dado testimonio a Jesús glorificado, le vio como el Hijo del Hombre, de pie a la diestra de Dios, actitud de quien está esperando para saber si tiene que venir o no. Pedro había dicho a los judíos que si se arrepentían y se convertían, Jesús volvería para establecer su reino según las profecías (cap. 3). Ahora, definitivamente rechazado, está sentado, hasta que se cumpla lo que Él mismo dijo (Lucas 19:27): “A aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí”. Durante su ausencia, el Señor ejerce el sacerdocio a favor de aquellos que creen en él y esperan su retorno, no para ejercer sus juicios, sino para que estén siempre con él en la gloria eterna.
La contemplación del Señor llenó el corazón de Esteban, lo elevó por encima de las circunstancias y reprodujo en él los caracteres de este objeto glorioso. Él oraba bajo las piedras que caían como un diluvio sobre él. Pidió al Señor que recibiera su espíritu, como Jesús decía a su Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Sostenido por la contemplación del Señor glorificado, se arrodilló, y clamó en alta voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”. El Señor había dicho: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Pero Esteban no pronunció estas últimas palabras; desde que Jesús subió al cielo, el Espíritu Santo descendió para dar a conocer a los judíos las glorias de Aquel a quien crucificaron y la gravedad de su pecado. Los cristianos, que conocen el amor de Dios y el valor infinito de la obra de Cristo en la cruz, pueden pedir a Dios la conversión del mayor de los culpables. Ese es el espíritu de Cristo, que caracteriza el día, todavía actual, de la gracia. El día del juicio será inútil interceder por un pecador.
Después de hacer un llamamiento a la misericordia del Señor a favor de sus verdugos, Esteban durmió: ausente del cuerpo, presente al Señor (2 Corintios 5:8). “Dormir” es la expresión empleada para designar la muerte de un creyente. Este duerme mientras espera ser despertado para ir con el Señor, porque posee la vida eterna. Pero el sueño solo concierne al cuerpo, y no al alma del rescatado.
Con la muerte de Esteban, la historia del pueblo judío se interrumpe hasta el día en que Dios reanude sus relaciones con él, cuando reconozcan a Aquel a quien han traspasado. Como lo dijo el Señor: “Desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:39). Esta será la exclamación del remanente arrepentido.
Desde entonces, los creyentes de entre los judíos no esperaron más que la nación se arrepintiera, a fin de permitir el retorno del Señor para reinar. Ellos vinieron a formar parte de la Iglesia que espera la venida del Señor para llevar consigo a los santos vivos y resucitar a aquellos que han dormido, los cuales, al igual que Esteban, ya se encuentran junto al Señor. Más tarde, el Señor se levantará y volverá con todos sus santos para establecer su reino glorioso, “para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:8).
Hasta este momento la Iglesia, compuesta por todos los creyentes, judíos o gentiles, reemplaza a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Saulo (o Pablo) es mencionado por primera vez en el momento de la muerte de Esteban. Él dará a conocer la posición celestial de la Iglesia, la cual existe desde Pentecostés, y la unión de todos los creyentes con Cristo, glorificado en el cielo, posición que no podía ser revelada mientras el Señor esperaba para ver si los judíos se arrepentían.