Hechos

Hechos 17

Capitulo 17

Pablo en Tesalónica

Desde Filipos, el apóstol no se detuvo hasta Tesalónica, hoy Salónica. Atravesó Anfípolis y Apolonia, ciudades de las que hoy queda poca cosa. En Tesalónica había una sinagoga de los judíos (v. 1). Pablo se dirigió allí según su costumbre y disertó con los judíos durante tres sábados, explicándoles las Escrituras concernientes a Jesús. Les expuso la necesidad de que Cristo sufriera y resucitara de entre los muertos, verdad importante que los judíos debían aceptar (v. 2-3). Las Escrituras habían hablado del Mesías, de su nacimiento, de su ministerio, de sus sufrimientos y de su muerte, del reino del hijo de David, el cual no solo disfrutarían los judíos, sino todas las naciones. Pero los judíos, como los apóstoles antes de la muerte del Señor, solo retuvieron aquello que concernía las glorias terrenales de este reinado; no creían en la muerte de Cristo y mucho menos en el triste estado moral del pueblo, merecedor de los juicios anunciados por Juan el Bautista en Mateo 3:7-12 y Lucas 3:17. Ellos pensaban únicamente en su gloria y no en la gloria de Dios. Por eso, cuando Jesús iba camino a Emaús con dos de sus discípulos, les explicaba en todas las Escrituras lo que de él decían, porque ellos solo habían visto en ellas lo que satisfacía su orgullo nacional y no su estado de pecado, sobre el cual el Señor no podía establecer su reino. A sus ojos, para disfrutar del reinado del hijo de David, era suficiente con ser descendientes de Abraham. Pero como el Señor no se presentó ante ellos de una manera que halagara su orgullo, lo crucificaron.

Esta muerte, resultado del odio del hombre contra Dios, tal como se había manifestado en Cristo, era necesaria para la salvación de los pecadores y para el cumplimiento de las promesas relativas a la bendición de Israel y de las naciones. Está escrito, como se repite varias veces en el evangelio según Lucas: “Era necesario que el Cristo padeciese” (Lucas 24:7, 26, 46; Juan 3:14, etc.). Esto es lo que los judíos no querían admitir, así como un gran número de cristianos profesantes hoy en día. Al rehusar creer en ello, cada uno firma su propia condena eterna. He aquí el porqué Pablo exponía a los judíos de Tesalónica la necesidad de que Cristo sufriese y resucitase de entre los muertos, diciéndoles que “Jesús, a quien yo os anuncio, … es el Cristo”. Ellos no veían en Jesús al Mesías prometido y lo trataban de impostor, un hombre que hacía alarde de lo que no era. Ante los judíos, Pablo enseñó todo lo que las Escrituras dicen de Jesús. Para que un judío sea salvo, es necesario que crea que Jesús es el Cristo. Al creer, acepta todo lo que se dice de Él en las Escrituras, y por consiguiente, como lo vimos en el caso del carcelero de Filipos, cree a Dios. En los países cristianizados muchas personas creen que Jesús es el Cristo, pero no por eso son salvas. Para serlo es preciso creer que este Cristo, rechazado por los judíos, murió para llevar el juicio de Dios en lugar del culpable. Todos los que creen que Jesús murió y resucitó por ellos, son salvos.

Al oír a Pablo y Silas, algunos de los judíos se juntaron a ellos, y “de los griegos piadosos gran número, y mujeres nobles no pocas” (Hechos 17:4). Todos ellos eran gentes de las naciones que, al no encontrar nada para satisfacer el vacío de su alma en el paganismo, habían abrazado el judaísmo, porque comprendían que los judíos adoraban al verdadero Dios. En ellos había verdaderas necesidades, por eso la presentación de Cristo y del amor del Dios vivo y verdadero tocaba fácilmente su corazón.

Esta verdad tan clara era insoportable para el enemigo. En Filipos se valió de la muchedumbre para detener a los apóstoles. Aquí emplea a los judíos. Estos, “teniendo celos, tomaron consigo a algunos ociosos, hombres malos, y juntando una turba, alborotaron la ciudad; y asaltando la casa de Jasón, procuraban sacarlos al pueblo” (v. 5). Al servirse de hombres malvados del populacho, estos desdichados recurrían a un procedimiento poco digno de su orgullo nacional. Pero, para satisfacer el odio contra Cristo, todos los medios son válidos. Los que servían a Dios y las mujeres nobles de entre los gentiles, quienes habían creído lo que los apóstoles predicaban, debían soportar la oposición de la canalla. Ello basta para indicar de qué lado estaba el bien. Al no encontrar a Pablo y a Silas en casa de Jasón, arrastraron a este, juntamente con algunos hermanos, ante los magistrados de la ciudad, gritando: “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá; a los cuales Jasón ha recibido; y todos estos contravienen los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús” (v. 6-7). Sin duda, Pablo había hablado de la realeza de Cristo, aunque fue rechazado. Al aparecer la luz en medio de las tinieblas, así como la verdad en medio de la mentira, suscita la oposición y el desorden. Después del arrebatamiento de la Iglesia, cuando el espíritu de error haya ganado todos los corazones, los hombres dirán: “Paz y seguridad” (1 Tesalonicenses 5:3), nada los perturbará. Pero entonces aparecerá el Sol de justicia. Este traerá el día “ardiente como un horno… y todos los que hacen maldad serán estopa” (Malaquías 4:1). Acab decía a Elías: “¿Eres tú el que turbas a Israel?” (1 Reyes 18:17). Al contrario, los que agitaban la ciudad eran estos infelices judíos y los que se amotinaban contra Pablo. “Y alborotaron al pueblo y a las autoridades de la ciudad, oyendo estas cosas” (Hechos 17:8). Estos magistrados se condujeron más dignamente que los de Filipos: “Pero obtenida fianza de Jasón y de los demás, los soltaron” (v. 9).

La iglesia de los tesalonicenses estaba formada. La conocemos mejor por las dos epístolas que Pablo les dirigió, que por el relato de Hechos. La permanencia del apóstol en Tesalónica fue corta. Al dejar a los hermanos en medio de la persecución que comenzó cuando estaba con ellos, les escribió, poco después, su primera epístola, para animarlos y enseñarles con respecto a la venida del Señor. Vemos allí la realidad de la obra de Dios en ellos. Pablo habla en esa ocasión de la

Obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo
(1 Tesalonicenses 1:3).

Toda su obra era el resultado de su fe, el trabajo de su amor; su constancia en la esperanza era la misma que la del Señor que espera con paciencia, sentado a la diestra de Dios, el momento de venir a buscar su Iglesia, su Esposa. Aun cuando estos nuevos creyentes fuesen jóvenes cristianos, llegaron a ser imitadores del Señor y de los apóstoles, y eran ejemplo a todos los de Macedonia y Acaya (1 Tesalonicenses 1:6-9). Vemos, pues, que aun los jóvenes cristianos pueden ser testigos fieles y estar consagrados al Señor, recibiendo la Palabra de la predicación, que es verdaderamente la palabra de Dios y no la de los hombres (1 Tesalonicenses 2:13). Pero no tenían muy claro el tema con respecto a la venida del Señor. Creían que los que habían fallecido serían privados de ella, por eso el apóstol los tranquilizó diciéndoles, en el capítulo 4, que cuando el Señor venga, resucitará primeramente a los muertos en Cristo. Luego transformará a los vivientes y todos juntos subirán al encuentro del Señor en el aire, para estar siempre con él y volver con él en gloria, cuando juzgue a los malos y establezca su reino.

La persecución proseguía con tal intensidad que ciertos predicadores afirmaban que estaban en el día del juicio del Señor. Por eso, el apóstol les dirigió la segunda epístola, para tranquilizarlos diciéndoles que ese día no tendrá lugar antes de que venga la apostasía y la manifestación del anticristo (cap. 2). Entonces, el Señor vendrá a buscar a los suyos (véase la primera epístola). La apostasía es el rechazo completo del cristianismo para aceptar la religión que presentará el anticristo. Esta comenzó en el tiempo de Juan. Hoy está a punto de ser consumada. Empezó por negar la plena inspiración de las Escrituras, la divinidad de Cristo y otras verdades que son rebajadas al nivel de la inteligencia humana para ser explicadas mediante la misma. Esto terminará con el rechazo completo, aun de las formas cristianas, como ya se ha visto en ciertos países. Por eso es importante asirse firmemente a la completa inspiración de la Biblia, y de creer, no solamente en su inspiración, sino en todo lo que ella dice. Así creeremos en la divinidad de Cristo y en la eficacia de su muerte para la salvación de los pecadores, pues su sangre es el único medio para que seamos purificados de nuestros pecados. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Pablo en Berea

No era el pensamiento del Señor que Pablo permaneciera en Tesalónica, lo que él quería cumplir allí ya estaba hecho. Su pronta partida lo motivó a escribir dos epístolas muy importantes. Vemos que el Señor pensaba en nosotros cuando permitió que Pablo se marchase tan pronto de esa ciudad. “Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos” (v. 10). El odio de los judíos de Tesalónica contra el Evangelio no desanimó a Pablo ni a Silas. Fieles al Señor, comenzaron nuevamente con los judíos de Berea.

Estos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así (v. 11).

Es noble no rechazar la Palabra por ideas preconcebidas, sino confrontar con ella lo que se oye para saber si la Palabra lo aprueba. El apóstol no podía servirse, como nosotros, del Nuevo Testamento para predicar el Evangelio: todavía no existía. Pero lo que les importaba a los judíos, que solo poseían las Escrituras del Antiguo Testamento, era saber si lo que se les presentaba estaba en conformidad con ellas. Después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, el Espíritu Santo bajó a la tierra y dio a conocer a los apóstoles todo lo que las Escrituras decían del Señor y de su obra. A menudo nos quedamos asombrados al ver la habilidad que tenían para descubrir en el Antiguo Testamento lo concerniente al Señor y a los resultados de su obra. Cuando el Señor se encontró con los discípulos, después de la resurrección, les dijo: “era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (Lucas 24:44-45).

Con la rectitud que los caracterizaba, “creyeron muchos de ellos, y mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres” (Hechos 17:12). Siempre vemos a estos hombres y mujeres distinguidos entre los creyentes, prueba de que habían buscado con verdadera necesidad la verdad tal como estaba en el judaísmo, y que se hallaban plenamente satisfechos cuando Jesús les era presentado.

Otra vez aparece la oposición de Satanás. Pero como no tenía instrumentos en Berea, los hizo llegar desde Tesalónica. “Cuando los judíos de Tesalónica supieron que también en Berea era anunciada la palabra de Dios por Pablo, fueron allá, y también alborotaron a las multitudes” (v. 13). Como siempre, en lugar de callar la voz de Dios que proclama la salvación a los hombres, la oposición del enemigo no hace otra cosa que esparcir esta buena nueva, enviando a los apóstoles más lejos. “Pero inmediatamente los hermanos enviaron a Pablo que fuese hacia el mar; y Silas y Timoteo se quedaron allí. Y los que se habían encargado de conducir a Pablo le llevaron a Atenas; y habiendo recibido orden para Silas y Timoteo, de que viniesen a él lo más pronto que pudiesen, salieron” (v. 14-15). De Berea a Atenas hay por lo menos trescientos kilómetros. Este viaje duró, pues, algún tiempo, de modo que Silas y Timoteo tuvieron una estancia bastante larga en Berea antes de unirse nuevamente a Pablo, siendo así útiles a esta nueva iglesia. Como tantas otras, la Escritura no nos habla más de ella. Esto quiere decir que nada de lo concerniente a ella podía sernos útil, caso contrario a aquellas a las cuales Pablo dirigió las cartas que han sido conservadas y que forman parte de las Escrituras.

Pablo en Atenas

Mientras esperaba a Silas y a Timoteo en Atenas, Pablo no perdía el tiempo. Esta ciudad, famosa por las ciencias y las artes, orgullo de los griegos, estaba hundida en una profunda idolatría, a pesar de la sabiduría de la cual se vanagloriaba. Pablo dice a los corintios:

El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría
(1 Corintios 1:21).

Solo se puede conocer a Dios por la fe en su Palabra. El apóstol, lleno de Cristo, la verdadera sabiduría, tenía su espíritu excitado al ver la ciudad llena de ídolos. Discutía en la sinagoga con los judíos y los piadosos (Hechos 17:16-17). Allí, por lo menos, conocían al verdadero Dios. Pero en este lugar también hallaba oposición, como lo hemos visto a lo largo de su viaje. Dios se había revelado en Cristo para dar a conceder su gracia a los hombres, pero estos no querían saber nada de ella. Preferían al Dios que se había revelado a Moisés en el Sinaí, y continuaban bajo la ley que no podían cumplir. Por consiguiente, permanecían bajo la maldición.

Todos los días Pablo predicaba en la plaza pública a aquellos que querían escuchar. Les anunciaba a Jesús y la resurrección, pero los filósofos epicúreos, materialistas, que solo buscaban la felicidad y el placer, y los filósofos estoicos que, al contrario, se hacían fuertes ante el dolor para alcanzar lo que ellos estimaban una virtud, con toda su sabiduría no comprendían nada de lo que Pablo decía. Creían que les anunciaba divinidades extranjeras (v. 18). Su mente no podía salir de un círculo limitado donde, en cuanto a la esfera religiosa, para ellos todo lo que sobrepasa su conocimiento eran divinidades. “¿Qué querrá decir este palabrero?”, se decían. Y lo llevaron al Areópago, diciendo: “¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto” (v. 19-20). No deseaban conocer la verdad, pero querían aprender algo nuevo. El autor del relato nos dice: “Todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo” (v. 21). Lo que Pablo predicaba era lo más nuevo. Pero la palabra de Dios no satisface la curiosidad; ella se dirige a la conciencia y al corazón, lo que el hombre teme. Por eso Félix, en el capítulo 24:25, dice a Pablo: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”. ¡Ay!, nunca se presentó esa ocasión. El momento oportuno es hoy (Hebreos 3:7, 13, 15; 4:7).

Contento de aprovechar la ocasión que se le brindaba para exponer la verdad ante estas personas ávidas para oír novedades, aunque no las verdaderas, Pablo les recordó que entre sus objetos de culto tenían un altar dedicado “al Dios no conocido” (Hechos 17:23). Se ha comprobado que por lo general, entre los pueblos idólatras, en medio de sus numerosas divinidades, existe la creencia en un ser superior, o Espíritu invisible. Un indígena decía a un evangelista: «Es verdad que hay un ser invisible que hace andar todas las cosas». Así como la idea de Dios se encuentra en todos los hombres, también hay en ellos una falta de fe en el verdadero Dios. Aun los que abiertamente profesan la incredulidad no pueden sustraerse a la idea de que Dios existe, porque Dios creó al hombre dependiente de Él. Sopló en él un aliento de vida, lo que no sucedió con los animales, así, todos los hombres tienen una conciencia que no les permite deshacerse de la idea de Dios, aunque durante algún tiempo esta pueda permanecer dormida.

Parece que este altar desconocido data de la época en la cual persistía una epidemia a pesar de las invocaciones hechas a todas las divinidades. Tal vez un oráculo aconsejó que fuese dedicado un altar al dios no conocido para hacer cesar el azote. Pablo sacó partida de este hecho para presentar al Dios por ellos desconocido, en contraste con sus ídolos, que eran una invención de Satanás quien, por este medio, ocultaba un demonio (véase 1 Corintios 10:19-21). Pablo les dice: “En todo observo que sois… entregados al culto de los dioses (traducción más literal)… Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio” (v. 22-23).

Este Dios ha hecho el mundo y todas las cosas que en él hay. Siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano, como los ídolos (v. 24). “El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová” (Isaías 66:1-2). El que no depende de nadie para ser servido, como si tuviese necesidad de algo, es quien da a todos vida (Hechos 17:25). De una sola sangre hizo todas las razas de los hombres para que habiten en la faz de la tierra (v. 26). Si los hombres fueron esparcidos, tal como sucedió en la dispersión de los pueblos por causa de la torre de Babel, esto no era para permanecer independientes de Dios. Ellos debían buscarle y reconocerle precisamente por sus obras de creación (v. 27). “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). En lugar de eso, los hombres se agruparon como pueblos según su lenguaje. En vez de buscar al autor de la creación, a su Creador, tuvieron miedo de él y se forjaron divinidades, imaginándose que éstas los protegerían o les satisfarían sus depravados gustos naturales. En lugar de buscar al verdadero Dios que elevaba sus almas hacia él, los hombres se rebajaron al hacerse divinidades inferiores a ellos mismos. “Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos” (Romanos 1:25). Después de la caída, los hombres siempre han estado dispuestos a escuchar la obra del diablo. Detrás de los ídolos él coloca a los demonios. La idolatría empezó después de Babel. Entonces Dios llamó a Abraham para que saliera de su país y de su parentela, a fin de obtener un pueblo que guardase el conocimiento de Él. Ahora bien, este pueblo mostró que tenía la misma naturaleza que los demás hombres. A pesar de todas las ventajas que Dios le había concedido, también se entregó a la idolatría. Entonces Dios, en vez de destruir a los hombres, pasó por alto los tiempos de esta ignorancia (Hechos 17:30) y les presentó un Salvador. Y ellos, en vez de recibirlo con agradecimiento, consumaron su pecado al darle muerte.

Pero Dios lo resucitó y lo coronó de gloria y de honra a su diestra, diciéndole: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Salmo 110:1; Hebreos 1:13). Mientras tanto, “Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:30-31). Si los atenienses se arrepentían, recibían la gracia que necesitaban. Ellos debían aprovechar este tiempo, limitado, por cierto. Dios es paciente, pero tiene que obrar con el mundo según su justicia. No puede dejar que el mal siga su curso y el pecado sin castigar.

Hay en el cielo un Hombre, su Hijo amado, a quien sacó de la muerte en donde los hombres lo habían colocado y a quien ha confiado el juicio que se ejecutará sin misericordia sobre aquellos que no hayan obedecido la orden divina, no la de cumplir la ley, sino de arrepentirse. Gracias a la bondad de Dios, este tiempo aún permanece, pero sabemos que estamos llegando a su fin. Es necesario que lo aprovechemos, como Pablo decía a los atenienses, porque no podemos ser salvos sin arrepentimiento, sin reconocer nuestro estado de perdición y de culpabilidad ante Dios, sin reconocer, por consiguiente, que hemos merecido su justo juicio, el cual él soportó en nuestro lugar en la cruz del calvario. Los hombres ignoran la prueba de que el Señor Jesús juzgará a los vivos y a los muertos, a saber: que Dios le trasladó a la gloria después de su resurrección. Ellos creían haber acabado con Jesús. Lo sepultaron y sellaron la piedra que cerraba la entrada del sepulcro, deseando que ya no se hablara más de él. Pero Dios lo resucitó, lo glorificó poniéndolo a su diestra y lo estableció como juez de vivos y de muertos. Pronto aparecerá “viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria” (Mateo 24:30). En presencia de una verdad tan solemne, ¿cómo podemos dormir tranquilos y no apresurarnos a obedecer su orden de arrepentirnos y creer que este Juez es hoy el Salvador, que no echa fuera a los que vienen a él?

Al oír hablar de la resurrección de los muertos, “unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez” (Hechos 17:32). Pablo les dejó la responsabilidad de haber oído la verdad. “Mas algunos creyeron, juntándose con él; entre los cuales estaba Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos” (v. 34). Estos dos convertidos, puesto que son nombrados, tenían sin duda una importancia muy particular para el Señor. El número de los convertidos entre estos eruditos no fue grande, pero podemos suponer que desde entonces aumentó. Nunca se hace mención de la iglesia en Atenas, pero resulta evidente que hubo una, porque el apóstol no se contentaba con anunciar la salvación. Enseñaba a los que habían creído que todos eran miembros del Cuerpo de Cristo y formaban parte de la iglesia de Dios, importante verdad que el Señor les había revelado y que todos los cristianos debían tener presente.