Capitulo 22
El discurso de Pablo en las gradas de la fortaleza
Pablo comenzó su discurso con estas palabras: “Varones hermanos y padres, oíd ahora mi defensa ante vosotros. Y al oír que les hablaba en lengua hebrea, guardaron más silencio” (v. 1-2). Primeramente les confirmó que era judío, nacido en Tarso, de Cilicia, pero educado en Jerusalén, “a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley” (v. 3), celoso de Dios tal como lo eran todos ellos. Gamaliel era un célebre doctor de la ley, muy honrado por parte de los judíos y poseedor de una gran sabiduría, como se ve por el consejo que dio al concilio a favor de los apóstoles (cap. 5:33-40). En todo este discurso Pablo presentó los hechos de una manera convincente, facilitando a los judíos la aceptación de lo que les exponía, mientras mantenía estrictamente la verdad. En los versículos 4 y 5 de este capítulo recuerda cómo persiguió a los cristianos, mandándolos echar en la cárcel, de lo cual el sumo sacerdote y el cuerpo de ancianos eran testigos. También cuenta cómo, con su aprobación, se dirigía a Damasco para traer los cristianos a Jerusalén a fin de que fuesen castigados. Luego (v. 6-21) narra su conversión con detalles que deberían de haber convencido a los judíos. Si un hombre tan enemigo de los discípulos de Cristo había sido convertido de modo tan maravilloso, no fue por un acto de su voluntad, sino por el poder de Dios, ese Dios a quien todos ellos pretendían servir. ¿Quién, si no Dios, podía hacer brillar una luz cual relámpago en el camino a Damasco y dejar oír su voz desde el cielo, con una autoridad que se imponía inmediatamente a Saulo caído en tierra? Porque a la terrible pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (v. 7) él contestó: “¿Quién eres, Señor?” (v. 8). Era a Jesús el Nazareno a quien Saulo perseguía. Se llama Jesús, nombre bajo el cual fue conocido, despreciado y odiado en la tierra. Pero él era el Señor, como Pedro lo había dicho a los judíos (Hechos 2:36): “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. Saulo no sabía que perseguía al Señor, quien estaba sentado a la diestra de la Majestad, esperando el momento de ejercer sus juicios sobre la tierra (Hebreos 1:3, 13; Salmo 110:1). La respuesta de Jesús revela la posición de los cristianos que Saulo perseguía, odiaba y arrastraba a la cárcel. En virtud de la muerte y resurrección del Señor, todos aquellos cuyo lugar él tomó bajo el juicio de Dios en la cruz, son vistos en él, en la gloria, formando un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo. Así es que, al perseguir a los miembros del cuerpo de Cristo, Saulo perseguía a Cristo mismo. Para anunciar esta gran verdad concerniente a la Iglesia, cuerpo de Cristo, el Señor llamó a Pablo a su servicio, por eso esta aparece en las primeras palabras que le dirigió en el camino a Damasco.
Después de haber comprendido la gloria y la autoridad de aquel que lo detenía, Saulo contestó: “¿Qué haré, Señor?” (Hechos 22:10). Ahora Saulo está a disposición del Señor para cumplir su voluntad. El Señor le dijo: “Levántate, y ve a Damasco, y allí se te dirá todo lo que está ordenado que hagas” (v. 10). ¿Acaso podría negarse a ir allí? Si los judíos que lo escuchaban no hubiesen estado cegados por su odio contra el Señor y su siervo, este relato los habría convencido de que Pablo tenía que obedecer, pero ellos ya habían resistido al testimonio del Siervo perfecto; su ceguera era consecuencia de ello. Para ir a Damasco, Saulo tuvo que ser llevado por la mano, pues, estaba cegado a causa de la luz que había resplandecido ante él (v. 11). Allí Ananías, varón piadoso según la ley, que tenía un buen testimonio de parte de todos los judíos de Damasco –cualidades que deberían ser favorables para los judíos que escuchaban a Pablo– vino hacia él y le dijo: “Hermano Saulo, recibe la vista” (v. 13). En esa misma hora Saulo recobró la vista, milagro que solo Dios podía operar.
Luego, el apóstol cuenta lo que Ananías le dijo de parte del Señor en cuanto a su futuro servicio. El relato de su conversión contiene las palabras del Señor a Ananías (Hechos 9:15-16). En su discurso ante Agripa (cap. 26:16-18), Pablo narra lo que el Señor le reveló en cuanto a su ministerio. Estos relatos inspirados, como todas las Escrituras, son adaptados a las circunstancias y al auditorio al que se dirigen. Entre todos describen de forma completa esta maravillosa conversión y el llamado de este gran siervo del Señor a un servicio especial, que sigue, en importancia para la Iglesia, a la obra de Cristo (véase Colosenses 1:24-29). Si el Señor sufrió para salvar a la Iglesia, Pablo padeció para reunirla y completar la palabra de Dios en lo concerniente a este ministerio: la Iglesia.
Ananías dijo a Saulo: “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca. Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hechos 22:14-16). El Dios que había escogido a Pablo era el Dios de los judíos, el mismo a quien ellos pretendían servir. Él iba a revelarle su voluntad de dar a conocer su gracia a todos los hombres y sus consejos con respecto a la Iglesia, compuesta tanto por judíos como por gentiles.
También era para ver “al Justo” (v. 14). Para ser apóstol era necesario haber visto al Señor. Pablo dice en 1 Corintios 9:1: “¿No soy apóstol?… ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?” (véase también Hechos 1:21-22). Jesús es llamado el “Justo”, el único justo que hubo en la tierra y que los hombres clavaron en una cruz. Pedro ya les había dicho en el capítulo 3 versículo 14 de los Hechos: “Vosotros negasteis al Santo y al Justo”. Y Esteban también dijo: “Mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo” (cap. 7:52). Esta denominación de Cristo iba a alcanzar la conciencia de los judíos recordándoles el espantoso crimen del cual eran culpables y, por consiguiente, su condenación. Pero este Justo quería hacer oír a Saulo su voz de gracia, para que diera testimonio ante todos de las cosas que había visto y oído, a saber, todos los resultados de su obra en la cruz. Ananías terminó diciendo: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre”. Así fue como Saulo fue salvo e introducido en la Iglesia, considerada como la casa de Dios en la tierra. Una vez bautizado, Saulo se convirtió en un testigo del Señor a quien iba a seguir en el camino de la muerte al mundo, camino de sufrimientos, de los cuales tuvo una parte grande, así como todos los que quieren ser fieles al Señor, pero a quienes corresponde una gloria eterna.
En su relato, Pablo pasó por alto todo el tiempo que transcurrió desde su partida de Damasco hasta el momento en que llegó a Jerusalén (cap. 9:26-28), y del cual habla en Gálatas 1:18-19, al menos de los tres años que pasó en Arabia. Nos dice que en aquel momento, cuando oraba en el templo de Jerusalén, tuvo un éxtasis y vio al Señor que le decía: “Date prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí” (Hechos 22:18). Ellos habían rechazado igualmente el de Pedro, quien les decía que si se arrepentían, el Señor volvería para establecer su reino (cap. 3). En consecuencia, la nación y la salvación anunciada a los gentiles fueron puestas a un lado. El Señor sabía que los judíos rechazarían también el testimonio de Pablo, por eso lo envió a evangelizar a los gentiles.
En los versículos 19 y 20 del capítulo 22, el apóstol se dirige al Señor recordándole lo que había hecho antes de su conversión: “Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo mismo también estaba presente, y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban”. Al decir esto al Señor, Pablo pensaba, sin duda, que en vista de tales antecedentes, podía convencer a los judíos para que se convirtiesen, como él mismo lo había hecho después de haber sido enemigo de Cristo. Pedro, de la misma manera, después de haber renegado del Señor, podía presentar la gracia al pueblo que le había dado muerte. Pero el Señor sabía que era inútil y le contestó: “Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles” (v. 21). No quería enviarles a Pablo después del rechazo del ministerio del Espíritu por parte de Pedro. Lo mismo sucederá en cuanto a la cristiandad, después del arrebatamiento de la Iglesia. Los que hayan rehusado el Evangelio de la gracia no volverán a ser evangelizados por los que anunciarán el Evangelio del reino, dirigido entonces a los que no lo hayan oído hasta ese momento. En Israel todavía quedaban algunos que podían ser salvos, y muchos lo fueron, como lo vimos al principio de este libro; pero la nación como tal es rechazada hasta el día en que Dios reanude su relación con ella, sobre la base de la gracia para con un remanente arrepentido.
Pablo en la fortaleza
Al oír las palabras: “Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles” (v. 21), no pudieron contener su ira contra Pablo, porque no podían admitir que los gentiles recibiesen una bendición, sobre todo por cuanto ellos rehusaban lo que Dios daba a los gentiles, a quienes despreciaban. “Y le oyeron hasta esta palabra; entonces alzaron la voz, diciendo: Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva” (v. 22). La revelación de los pensamientos de Dios ha manifestado la absoluta oposición que existe entre sus pensamientos y los de los hombres, demostrada por la presencia del Señor en la tierra. Dios dice de él: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 17:5). Los hombres dicen: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2). Dios había separado a Pablo desde antes de su nacimiento (Gálatas 1:15), y los hombres dicen: “Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva”. Así son los seres, a los cuales por naturaleza somos semejantes, que Dios quiere salvar y colocar en la misma gloria que su propio Hijo, para
Mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús
(Efesios 2:7).
Para dar a conocer esta gracia, Dios suscitaba a un siervo como Pablo, quien encontró, al igual que su Señor, el odio y la muerte por parte de los hombres.
Al ver la tensión de la muchedumbre, porque todos gritaban, arrojaban sus ropas y echaban polvo al aire (Hechos 22:23), el tribuno mandó conducir a Pablo a la fortaleza, para examinarlo con azotes y saber por qué se alborotaban contra él (v. 24). Cuando se quería obtener confesiones de un acusado, este era sometido a torturas para que sus sufrimientos lo obligasen a confesar su crimen o a revelar lo que se deseaba saber. Esto lo hicieron con muchos cristianos para obligarlos a denunciar a sus correligionarios. Cuando ataron a Pablo para azotarlo, este dijo al centurión: “¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haber sido condenado?” (v. 25). Los romanos observaban rigurosamente sus leyes y trataban a los ciudadanos romanos con más miramientos que a los de las naciones que estaban bajo su dominio. No se les podía infligir un castigo sin que este fuese precedido por una condena que lo justificara. Pablo lo sabía y el Señor se valió de ello para evitarle la flagelación. El centurión llevó el asunto ante el tribuno: “¿Qué vas a hacer? Porque este hombre es ciudadano romano. Vino el tribuno y le dijo: Dime, ¿eres tú ciudadano romano? Él dijo: Sí. Respondió el tribuno: Yo con una gran suma adquirí esta ciudadanía. Entonces Pablo dijo: Pero yo lo soy de nacimiento” (v. 26-28). Al comprobar que Pablo decía la verdad, el oficial tuvo temor e hizo retirar a los verdugos (v. 29). Sin embargo, según su derecho, queriendo saber de qué acusaban a Pablo los judíos, ordenó que los principales sacerdotes y todo el concilio se reuniese para exponer sus quejas. Al día siguiente, mandó soltar a Pablo y lo presentó a ellos (v. 30). Esta comparecencia finalizó dejando al apóstol en manos de los romanos.